Benoît Bréville

 

En el siglo XVIII, los carniceros sin demasiados escrúpulos llenaban de aire la carcasa de sus animales para aumentar su volumen. Maquillaban la carne grisácea con colorantes que, como la cochinilla, le devolvían su rojo natural. Manipulaban las salchichas añadiéndoles carroña. Los panaderos, por su parte, mezclaban toda clase de cosas en la harina del pan: yeso, tiza, arena, talco, fécula de patata… Aunque se controlaban poco, esas prácticas eran severamente reprimidas. Cuando se los atrapaba, los falsificadores de pan podían ser ahorcados.

Tres siglos después, las multinacionales de los alimentos en bandeja agrandan sus pechugas de pollo inyectándoles agua. A fin de que retengan el líquido durante la cocción, agregan polifosfatos, un aditivo “estabilizante” que fija el agua en las proteínas. En cuanto a los industriales de la charcutería, introducen nitrito de sodio en el jamón para darle un apetecible tinte rosado. Estos procedimientos son legales. El fabricante solo tiene que indicar en el envase, en letra pequeña, los ingredientes empleados, a veces en forma de códigos enigmáticos: E 451 y E 452 para el polifosfato, E 250 para el nitrito, etc.

Edición inglesa de 1820 del libro de Accum con la cita del Libro de los Reyes

Los diversos eslabones de la cadena alimentaria (productores, comerciantes, hosteleros…) siempre han tratado de modificar la apariencia de los alimentos que vendían, su peso, su volumen, su sabor, su olor, con el único objetivo de incrementar sus beneficios. En su Tratado sobre alimentos adulterados y venenos culinarios (1), publicado en Inglaterra en 1820, el químico alemán Friedrich Accum llamaba la atención sobre el creciente número de fraudes y sus consecuencias sobre la salud de los consumidores. “La muerte está en la olla”, destacaba la portada de su libro, retomando una frase del Antiguo Testamento. El inventario elaborado por el científico produce vértigo. La pimienta blanca, más lujosa, con frecuencia solo era pimienta negra empapada en orina y luego ­secada al sol. La pimienta negra vendida a los ­pobres contenía una cantidad significativa de polvo. Se ponía ácido sulfúrico en el vinagre para ­aumentar su acidez, cobre en los pepinillos para volverlos más verdes o melaza para dar color a la cerveza. También se le añadían al té paja, hojas y diversas ramas secas…

El libro tuvo cierta repercusión. Se vendieron mil ejemplares en pocas semanas y se imprimió una segunda tirada. En 1822, la obra fue traducida al alemán. Al quedar atrás el peligro de carestías y hambrunas, la época se preocupó ­menos por el problema cuantitativo y comenzó a ­interesarse por la calidad de los alimentos (2). El descubrimiento de la teoría microbiana, que reveló la relación entre la alimentación y determinadas enfermedades, y el desarrollo de la corriente higienista también estimuló ese interés que fue creciendo a lo largo del siglo XIX.

Luchar contra el fraude se presentaba como una tarea titánica, ya que la práctica parecía normalizada. Mantequilla cortada con leche, leche diluida en agua, azúcar mezclado con arena… A los métodos clásicos se sumaron nuevas falsificaciones, posibles gracias a los avances de la química, que al mismo tiempo permitieron controles más sofisticados. Los falsificadores usaban pigmentos de plomo para colorear sus productos: arsénico en las conservas, estricnina en la cerveza, óxido de cobre en la absenta, vitriolo en el vinagre…

Procedimientos de adulteración de alimentos practicados en Londres en 1845: añadir sal al azúcar, aguar la leche, añadir yeso y huesos molidos a la masa del pan, vitriolo a la ginebra… (imagen: Mary Evans Picture Library)

El vino, uno de los productos más consumidos en la época, era sin duda lo que más espoleaba la imaginación de los infractores. Mientras que los posaderos y taberneros agregaban agua para aumentar su volumen, los productores multiplicaban los trucos para corregir su brebaje. ¿El vino es demasiado ácido? Se vierte miel o sirope de azúcar. ¿Es demasiado claro? Se le añaden grosellas trituradas, grosellas negras o bayas de saúco. ¿Falta uva? Puedes fabricar tu bebida desde cero, por ejemplo, siguiendo esta receta de un manual holandés: “Para hacer vino español sin vino (…) coge veinticinco o treinta libras de pasas limpias o jojobas y ponlas en un recipiente, añade cuatro partes más de agua, un poco de sándalo en un paño limpio y hierve esta mezcla en un caldero limpio (…), añade un poco de tártaro y déjalo fermentar” (3). Algunos viticultores también utilizaban litargirio, un óxido de plomo usado como colorante. El vino de Poitou llegó a ser conocido por la frecuencia con la que se lo falsificaba empleando plomo. En las Provincias Unidas (parte de los actuales Países Bajos), donde los bebedores lo apreciaban por su bajo coste sin conocer su composición exacta, incluso dio nombre a una enfermedad, el “cólico de Poitou”, en realidad una intoxicación saturnina que podía provocar fiebre, dolores de cabeza, temblores, convulsiones, parálisis y a veces incluso la muerte.

A las mil y una manipulaciones de comerciantes y productores se suman los problemas de higiene, en una época que no conoce el frigorífico pero consume mucha leche, mantequilla, nata, huevos y carne, productos fácilmente patógenos si no se conservan bien. Hasta principios del siglo XIX, era habitual sacrificar y descuartizar a los animales en plena calle, pese a la presencia de ratas y otras alimañas. “La sangre chorrea por las calles”, describe Louis-Sébastien Mercier en su Tableau de Paris (1783). “Se coagula bajo tus pies. Al pasar, de repente, te sorprenden mugidos quejumbrosos. Un joven buey es derribado y su cornamenta se ata con cuerdas contra la cabeza. Una pesada maza le rompe el cráneo; un cuchillo largo le abre una profunda herida en la garganta. Su sangre humeante fluye a borbotones junto con su vida…” (4). La práctica no solo corre el riesgo de corromper la carne, sino que contribuye a la contaminación de las escasas fuentes de agua potable, provocando muchas intoxicaciones. ¿Cómo lavar las verduras si el agua está contaminada?

“Cómo viene la muerte», caricatura de 1919 del Philadelphia Inquirer. US Food and Drug Administration, released to public domain.

Poco a poco, los poderes públicos se fueron dotando de medios con los que detectar los alimentos en mal estado, manipulados y adulterados. A lo largo del siglo XIX se promulgaron diversos textos para castigar la falsificación de productos alimentarios. En 1851, una ley francesa especifica en particular que, si un producto contiene “mixturas nocivas para la salud, la multa [para el falsificador] será de 50 a 500 francos (…). La pena de prisión será de tres meses a dos años”. Pero, por falta de medios y herramientas de control, el texto tiene muy poca aplicación. Para paliar las insuficiencias del Estado, los municipios financiaron “laboratorios de análisis de alimentos”, donde inspectores y químicos se encargaban de ­controlar la composición de los productos señalados por consumidores descontentos o durante controles sorpresa, que siempre evidencian el carácter general del fraude. París marcó el camino en 1881 y rápidamente le siguieron otras ciudades: Rouen en 1882, Lyon y Brest en 1883, El Havre en 1885, Rennes y Grenoble en 1887 (5)… Pero esos servicios tenían medios muy limitados y sus agentes parecían contentarse con barrer la arena del desierto.

Finalmente, el 1 de agosto de 1905 se aprobó una ley de calado que todavía hoy sirve de marco para la lucha contra el fraude alimentario. Sustentada en medios sólidos, no solo definía la represión, sino también la prevención y detección de diversas formas de engaño. Combinada con los avances de la medicina, la higiene y las técnicas de conservación, ha contribuido a la continua mejora de la seguridad alimentaria en Francia desde hace más de un siglo. A principios del siglo XX, cuando se aprobó la ley, 20.000 personas morían cada año en el país por intoxicación alimentaria (6). Desde 2008, esa cifra oscila entre 250 y 400 personas.

U.S. Marshalls destruyendo alimentos en mal estado decomisados en panaderías de Washington, en 1909 (foto: Library of Congress)

La carrera por los beneficios y la productividad sigue generando escándalos, desde la lasaña Findus con carne de caballo en 2013 hasta las ­pizzas congeladas Buitoni contaminadas por la bacteria Escherichia coli en 2022 en una fábrica con unas condiciones higiénicas deplorables. El control de los propios industriales, que son responsables de la calidad e higiene de sus productos, es insuficiente y los recortes en el gasto público han hecho que las inspecciones sin previo aviso sean más infrecuentes: el número de controles alimentarios efectuados por la Dirección General de Alimentación francesa se redujo en una tercera parte entre 2012 y 2019 (7). Estos casos adquieren visibilidad internacional, ya que afectan a millones de productos y provocan intoxicaciones simultáneas en las cuatro puntas del mundo: las pizzas incriminadas se vendían en Francia, Bélgica y Suiza, pero también en Qatar, Benín, Níger o Madagascar… Los medios de comunicación, predispuestos a jugar con los miedos asociados a la calidad de los alimentos, muy extendidos en las sociedades occidentales de la abundancia, donde han dado lugar a una nueva patología (la ortorexia u obsesión por la alimentación sana), multiplican los titulares alarmistas. “¿Deberíamos tener miedo de lo que tenemos en nuestro plato?”, se preguntaba France Bleue tras el caso Buitoni (6 de abril de 2022), mientras que Nice Matin titulaba: “Una joven de Var ha pasado 13 días en reanimación tras una intoxicación alimentaria; sus padres nos lo cuentan” (21 de abril de 2022).

Aunque la seguridad alimentaria ha hecho considerables avances durante el último siglo, los gigantes de la industria agroalimentaria conti­núan modificando artificialmente sus productos para atraer a los clientes y aumentar sus márgenes de beneficio, recurriendo persistentemente a la química. Gracias a un intenso trabajo de lobbying, han desarrollado a escala industrial prácticas antes prohibidas y artesanales. Basta con mirar la composición de un cruasán industrial, que contiene, además de los ingredientes esperados (mantequilla, leche, harina, azúcar, levadura y sal), aceite de colza, proteínas de trigo, fibras de psyllium, mono y diglicéridos de ácidos grasos (emulsionante E 471), extracto de zanahoria (colorante E 160) o ácido ascórbico (antioxidante E 300)… Algunos de estos aditivos parecen haberse demostrado inocuos, pero otros han tardado años en ­revelarse peligrosos. Como el nitrito de sodio, utilizado desde hace décadas y ahora acusado de ser cancerígeno –sin por ello estar prohibido–. De ­todos modos, los aditivos proscritos terminan siendo reemplazados por otras sustancias, cuyos efectos a largo plazo se conocen mal. De esa forma, los industriales generan inseguridad alimentaria, pero de forma discreta y diferida.

Fuente: Le Monde Diplomatique en español, mayo de 2022

Portada: una de las imágenes incluidas en el libro The Jungle (1906), de Upton Sinclair , que reflejaba las condiciones de la industria cárnica de Chicago y que influyó en la regulación de la inspección sanitaria de los alimentos en los EEUU.

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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