Noticia de libros

Álvaro Castro Sánchez

Profesor del Área de Filosofía Moral de la Universidad de Córdoba y  miembro del Grupo HUM-536 de la Universidad de Cádiz.
Autor de «La utopía reaccionaria de José Pemartín y Sanjuán (1888-1954). Una historia genética de la derecha española» (UCA, 2018)
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Introducción

Según un informe titulado Desembarcos en Italia: El coste de las políticas de disuasión, publicado por el Istituto per gli studi di politica internazionale (ISPI) de Milán, en otoño de 2018 morían de media ocho personas en el mediterráneo como fruto de la política disuasoria o de cierre de fronteras europea, entre la que destaca la puesta en marcha por el ministro de interior italiano Matteo Salvini, líder del partido ultraderechista Liga Nord. Sin embargo, dicha política de rechazo y control de la inmigración es común en la Unión Europea y los casos de deportaciones, devoluciones en caliente, heridos en intentos de saltar vallas, internamientos, ausencia de protección frente a la explotación laboral, criminalización, etc. etc., son un rasgo permanente de todos los gobiernos de una Europa que a la vez se presenta ante el mundo como la garante de los derechos humanos y las libertades frente a la consolidación de nuevas formas de régimen autoritario en América o Asia.

Matteo Salvini en 2015 (foto: EFE)

Son decenas de miles los cadáveres que se amontonan en el fondo del mediterráneo, como decenas de miles son las personas criminalizadas o retenidas en fronteras de Melilla, Oriente Próximo, Europa del Este, México, Brasil o Argentina: ¿de dónde procede la indolencia de una sociedad que se auto-concibe como mundo civilizado? ¿de dónde, además, la que lleva a apoyar a partidos políticos que insisten aún más en el rechazo del extranjero pobre y desesperado?

En el marco de una crisis medioambiental global y de un mundo multipolar marcado por la guerra económica y por los recursos entre las oligarquías de los países más poderosos, no domina otra subjetividad que la individualista, pues la lógica del neoliberalismo, basada en la competencia y las leyes de la economía (inversión, costo, beneficio, trocan pensar por calcular), ha colonizado todos los mundos: el del trabajo, el de la conciencia individual, el de las relaciones afectivas, el del mundo de la vida cotidiana. La desconexión entre las élites dirigentes y la clase trabajadora es cada vez más evidente. Los primeros comandan gobiernos y partidos, los segundos solo aparecen en situaciones subordinadas y a veces casi pintorescas: el sistema permite que al menos un jornalero campe por su parlamento. La izquierda ya no es votada por la mayoría de la clase obrera, porque no es que no haya clases, sino que estas se han fragmentado, se han dividido sus intereses; no es fácil la coordinación de los mismos en el mundo de Amazon y Cabify. Todo es eventual y el paro, la precariedad, así como la falta de espacios de socialización ajenos al mercado, allanan el terreno y aumentan el miedo al fracaso, a la pérdida de bienestar, al vacío y a la soledad. Fue Hannah Arendt quien identificó a esta última, a la ruptura de vínculos, como la condición más necesaria de la emergencia y consolidación del III Reich alemán: si en aquel entonces las organizaciones totalitarias disolvieron a las familiares y de clase, es posible que dicho papel hoy lo ocupen el dinero y el consumo experiencial. Pero no es el reinado de la soledad el único elemento en común con aquella Europa de hace ahora un siglo que vio nacer al fascismo.

Al finalizar la Primera Guerra Mundial (IGM) parecía que con su ampliación de los derechos y del sufragio las democracias de los estados occidentales daban un salto adelante, así como con la desaparición de los viejos imperios autoritarios, en los que se dio lugar a nuevas repúblicas (Alemania, Austria…) que adoptaron sistemas políticos liberal-parlamentarios. Sin embargo, estas democracias demostraron muy pronto su fragilidad respecto a la crisis económica y social del período que comenzaba, el cual se caracterizó por una marcada polarización social, la irrupción de los partidos de masas en el escenario público, la pretorianización de los ejércitos y la brutalización política, lo que se acabó traduciendo en lo que algunos historiadores han definido como una “Guerra Civil Europea” que enfrentó a clases sociales, a naciones, a grupos étnicos y a ideologías políticas a lo largo y ancho del viejo continente entre 1918 y 1945.

La crisis económica disparó la conflictividad social debido al incremento del paro y el empeoramiento de las condiciones de vida de campesinos y obreros, por lo que las huelgas fueron frecuentes así como las ocupaciones de tierras y fábricas en diversas regiones europeas y americanas. De modo que la cuestión social y las frustraciones provocadas por la guerra dieron lugar a la radicalización tanto de la izquierda como de la derecha, ambas afines -a excepción de consejistas y anarquistas- a sistemas de gobierno autoritario (bien el bolchevique, bien el fascista o militar), aunque es cierto que el comunismo nunca tuvo la fortaleza de derrocar a un régimen político democrático, tal y como sí hicieron las derechas radicales. Dentro de estas y además del fascismo, se consolidaron grupos ultra-conservadores que atrajeron a los ex-combatientes y a las clases medias, quienes acusaban a los políticos y a la democracia de la crisis y de los resultados de la guerra, conformando un conglomerado reaccionario internacional.

Miembros de los Freikorps en 1920 (foto: Bundesarchiv)

La crisis del sistema democrático también se vio incrementada por la corrupción política, los fraudes electorales y la falta de separación de poderes. A ello se sumaba el peso creciente de las organizaciones obreras de masas, como los sindicatos, a los que se enfrentaba el poder patronal, también organizado y, en medio, quedaban unas capas sociales en peligro de proletarización y sin organizaciones que representasen sus intereses: ellas fueron el principal sostén de la reacción fascista y también de su fantasma, a veces azuzado por otros gobernantes que pidieron confianza para hacer frente a las formas de totalitarismo.

Aquel fascismo clásico defendió una visión jerárquica de la sociedad, una postura ultra-nacionalista, un Estado objeto de una religión política, el uso legítimo de la violencia y la movilización permanente de la comunidad. Esencialmente populista, conformó una ideología novedosa aunque heredera del imperialismo. De fuerte retórica revolucionaria, cargada de símbolos y rituales, apelaba constantemente al vigor de la juventud y a las masas, mientras era respetuosa e incluso fiel aliada del conservadurismo, el tradicionalismo y las viejas estructuras socio-económicas capitalistas.

Sin embargo, aunque conserven la misma matriz ideológica, las actuales formas del populismo de derecha radical están muy alejadas del fascismo clásico. Brotan, también, de la crisis económica, el agotamiento de la democracia liberal y la desilusión frente a la izquierda institucionalizada, pero carecen de su impulso utópico y no conforman un movimiento de masas. Además, generalmente se sitúan en un escenario post-ideológico, más allá de la derecha y de la izquierda, sin ambición imperial y de pulsión eminentemente conservadora y de defensa étnica. Por ello, ya no es anti-semita, sino anti-musulmán, y su racismo ya no es biológico, sino cultural. Su papel cada vez más relevante es evidente a nivel global pero no hay que perder de vista que, como señala Jacques Rancière (2014), esa extrema derecha simplemente agrega “los tintes de la carne y la sangre” en una gestión de la inmigración que ya realiza efectivamente el Estado y su lógica ministerial. Así, se azuza de nuevo el peligro populista de izquierda y derecha para que la tecnocracia cuente con la confianza electoral. Ante todo ello, la izquierda no ve el problema, porque quizás es ella misma. Perdido cada vez más su referente moderno, es decir, el heredado de la Revolución Francesa y de las corrientes socialistas y anarquistas del siglo XIX, marcadas por el racionalismo y el universalismo de los valores de igualdad o libertad, se ha situado en un horizonte posmoderno que prioriza las identidades, que simpatiza con el relativismo cultural y en ocasiones, también se instala en la posverdad. Al déficit epistemológico le tendrá que seguir, de facto, el práctico: claro ejemplo de ello es su incapacidad para analizar el fenómeno posfascista en su especificidad. Así que, del mismo modo que abusa de coletillas como “pueblo”, en nombre del cual dice hablar cuando este solo puede ser un ente construido a partir de la acentuación de grupos que conservan unos rasgos distintivos frente a otros, despacha con el término “fascista” cualquier manifestación autoritaria. La seducción de este concepto es doble: en él cabe todo y su capacidad para amedrentar simbólicamente tranquiliza a quien lo emite, pues ya no tiene que pararse a analizar y a argumentar en una realidad demasiado compleja y en un espacio donde normalmente la pureza ideológica es una máscara para esconder aspiraciones personales, comenzando por la motivación de poder. Quizás sea más fácil remitir todos los males a grandes conceptos estructurales como Capital, Patriarcado o Fascismo, que bajar a una realidad concreta que pueda desvelar las propias contradicciones.

Rafael Bardají y Steve Bannon (foto: La Vanguardia 11 de abril de 2018)

El humilde objetivo de este libro, por lo tanto, no es otro que ofrecer una breve serie de perspectivas sobre lo que fue y lo que representan actualmente el fascismo y su fantasma. Lejos de intentar dar una visión monográfica o de conjunto, se ha optado por un estilo más fragmentario que elabora una genealogía del mismo desde la pluralidad de los puntos de vista que con rigor, han tratado el fenómeno. Dividido en dos partes, la primera se ocupa del periodo de entreguerras y del primer franquismo, tratando de localizar los elementos clave del fascismo clásico y del nacionalismo reaccionario a través de las aportaciones historiográficas y filosóficas más relevantes. Ya en la segunda parte, se adopta la óptica de una historia del presente que, a partir de 1945, trata de indicar los cambios y permanencias que han dado lugar a las actuales formas posfascistas. Será en la parte final de esta cuando se continúe con algunas de las reflexiones ya indicadas acerca de las posibilidades en las que hoy nos encontramos.

Bueno, Bannon y la España castiza

La eliminación de la diferencia entre ciencia y opinión, entre verdad y creencia, que presentan todas las sombras del fascismo y del nacionalismo reaccionario que hemos ido pensando a lo largo de este ensayo es un elemento clave para comprender su capacidad para pulsionar frustraciones y convertirlas en odio. Directamente, este se traduce en rédito electoral y el discurso de Vox lo ejemplifica perfectamente, si bien no deja de emular los estilos de algunos obispos españoles y destacados líderes del PP. En algunos casos, se recurre a gramáticas típicamente postmodernas que desde el relativismo, acusan de imposición etnocéntrica a los intentos de extensión de los ideales ilustrados. Así que para la derecha radical española de 2019, poco capaz de liberarse del lastre franquista y renovarse totalmente en el sentido posfascista europeo, la lucha por extender principios como la igualdad o la libertad se identifica con “ideología”, bien de las élites progresistas, bien de lobbies generados por el resentimiento de grupos que buscan el protagonismo en la vida social (gays, feministas, etc.). En ningún caso existe la buena intención y la sociedad se piensa siempre de forma maniquea, dividida entre buenos y malos. Los primeros, valientes como El Cid, los segundos cobardes, como Mariano Rajoy.

Gustavo Bueno frente a la sede de la fundación a la que da nombre, en Oviedo (foto: Mario Rojas / Atlántica XXII)

En todo ello, es clave la referencia a la producción filosófica del último Gustavo Bueno (1924-2016), cuya Fundación situada en Oviedo ha estado muy cerca de aquel partido o de la Fundación Denaes, con la que está hermanado. Enconado contra la cultura progre comandada por el PSOE y contra los nacionalismos vascos o catalán, el filósofo supo actualizar, a partir de los años 1990, buena parte de la herencia del pensamiento reaccionario español. El último gran momento de este fueron los años 50/60, cuando en medio de las disputas entre falangistas y monárquicos, intelectuales como Rafael Calvo Serer o Gonzalo Fernández de la Mora renovaron elementos clave del discurso nacional-católico que con anterioridad había codificado Acción Española con figuras como Ramiro de Maeztu, cuyo patronazgo intelectual reivindicaban. Miembros numerarios o muy cercanos al Opus Dei, entre los vehículos que estos autores eligieron para exponer su visión de lo que debía de ser el régimen de Franco, estaban la revista Arbor durante el tiempo que la dirigió Calvo Serer, la editorial Rialp o el Ateneo de Madrid, dirigido por Florentino Pérez Embid. También destacaban publicaciones  como Punta Europa, fundada por Vicente Marrero gracias a la financiación por parte de Lucas Maria de Oriol y Urquijo. Todos sus principios tuvieron influencia directa en leyes importantes dirigidas a la institucionalización del régimen, como la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, redactada entre Laureano López-Rodó y Fernández de la Mora, y que significó la derrota definitiva del falangismo.

Quizás el libro que mejor representó dicha actualización del nacionalismo reaccionario español en el contexto del desarrollismo franquista es El crepúsculo de las ideologías, publicado por Fernández de la Mora en 1965. En el mismo se rescatan ideas-fuerza ya contenidas en el primer fascismo y de las que se apropiaron filósofos reaccionarios como José Pemartín durante los años veinte, las cuales se hacían cargo de la quiebra de la razón moderna para atacar al racionalismo y defender un lugar para lo espiritual desde argumentos vitalistas. Por esa vía, el pensamiento reaccionario español se actualizó y pudo presentar una filosofía de la intuición o una teoría aristocrática del conocimiento en una Europa donde la fundamentación racional de la política se había quebrado. Esta fue una cuestión que preocupó en su día a los intelectuales de la izquierda europea, destacando  Gyorgy Lukàcs en su obra El asalto a la razón (1954). También Louis Althusser, en un texto de 1950 titulado “En torno a Hegel” (1950), diferenciaba entre una “filosofía del concepto”, de voluntad universalista, que permite pensar y organizar racionalmente la sociedad, frente a una “filosofía de la intuición” de raíz burguesa y de voluntad aristocrática que tendría por base el romanticismo alemán y su reacción anti-ilustrada. En última instancia, esta remite la verdad a instancias metafísicas, como a un don divino o a una capacidad intuitiva no disponible para todos por igual. Ese es el sentido en el que Fernández de la Mora, que será ministro con Franco y uno de los miembros fundadores de AP, declaraba en los años 60 la “muerte de las ideologías”, pues para este todos los asuntos públicos se solucionan con tratamiento experto o científico. Recuperando la defensa del decisionismo elaborada por Donoso Cortés el siglo anterior, defendía así la idea de que existen personas destinadas a dirigir la sociedad gracias a su clarividencia y su inteligencia práctica a la hora de tomar decisiones, las cuales quedan justificadas por sus consecuencias económicas o sociales. Eso implicaría que los líderes políticos no tienen obligación de dar explicaciones o rendir cuentas ante un Parlamento o en los medios de comunicación.

Otro elemento que se sigue de esta actualización reaccionaria sería el tecnocratismo y la anti-política. El tecnocratismo no fue un invento del Opus Dei sino que este ya había sido tematizado e incluso defendido durante la dictadura de Primo de Rivera por la labor intelectual de Eduardo Aunós o José Calvo Sotelo, lo que hay que ubicar en un contexto europeo de descrédito de la democracia liberal. El progreso económico o social justifica o legitima todo tipo de decisiones (por ejemplo, coloniales), por lo que este elemento conecta con el anterior. Se trataba de superar la vieja política y situarse en una posición post-política, ni de izquierdas ni de derechas, lo cual es una marca de muchos populismos o del posfascismo de hoy día. Así por ejemplo lo declaran ideólogos de Vox, como Rafael Bardají, que perteneció a la FAES, señalando que los conceptos de izquierda o derecha están ya desfasados y que prefiere el de “populismo”, si eso significa atender a las necesidades del “pueblo”. Ese ninisme no es nuevo, pero ya se ha visto que la nueva ultra-derecha lo vende como novedad puesto que así se alimentan del hartazgo de la sociedad respecto a la clase política tradicional. Carentes de una cultura política propia y elaborada, cobra sentido que Bardají señalase que Vox está más cerca de Trump que de Le Pen: su discurso  siempre es un anti-discurso. También lo cobra la afirmación de Jorge Verstrynge de que Vox no es más que la AP de 1977, de la que él era miembro.

Cuando Gustavo Bueno se reivindicaba como “ateo católico”, con el aparente oxímoron realmente recuperaba esa tradición que rechaza la argumentación racional y equidistante en favor de la primacía de la praxis sobre la verdad, pues el filósofo no hacía otra cosa que animar a construir una visión de Europa como enemiga de España en la que la propia modernidad ilustrada se habría construido a la contra de los valores eternos defendidos por el Imperio de los Austria. Respecto a esto, la principal referencia sería la obra España frente a Europa (1999), en la que se hace defensa de la unidad de España mediante la aplicación de un materialismo filosófico convertido en una maraña argumentativa circular, pues desde el punto de vista historiográfico, lo que se afirma es un disparate. La forma escolástica sustituye la base empírica a la vez que relativa de toda afirmación histórica por un simple juego terminológico, recordando a lo que el propio Marx ya criticó de la izquierda hegeliana: la lucha conceptual sustituye a lo que no se puede, porque no se quiere, resolver en lo empírico. Su efecto es propiamente escolástico: producir sentencias apodícticas sobre lo que ha sido España y su Imperio, tal y como lo evocan ejercicios de “populismo intelectual” como el aclamado libro Imperiofobia, de Elvira Roca Barea (2016). José Luis Villacañas (2019), que ha desmontado minuciosamente dicha obra, señala con acierto como toda esta operación acorde con las sombras de Bannon y Bueno suponen una renovación del sentido imperial del franquismo que conecta con la barbarie neocon norteamericana, lo que en términos geoestratégicos se resuelve en minar la unidad europea. Sus aspiraciones responden más a los sueños de un corazón reaccionario que a la verdad de la realidad histórica.

Álvaro Castro, El fascismo y sus fantasmas. Cambios y permanencias en la derecha radical (siglos XX-XXI). La Linterna Sorda, 2019.

Índice de la obra

 

Introducción 

LA REACCIÓN FASCISTA (1918-1945)

  1. La historia y el fascismo

Fascismo y Capital

Las ideas y el fascismo 

Fascismo y nacionalismo reaccionario

La ‘anomalía’ española

  1. Psicología de masas, filosofías de la catástrofe

Nazismo y nostalgia

Reich y el carácter fascista

Adorno y la personalidad autoritaria

Arendt, la soledad y la ‘banalidad del mal’

Bauman y el Holocausto

Simone de Beauvoir, el miedo y la ‘posverdad’

  1. Quitar y dar la vida en el primer franquismo

Biopolítica, realidad y concepto

Franquismo y cuidado de la infancia

La psiquiatría de los franquistas

Indisciplina social e ineficiencia del proyecto totalitario

GENEALOGÍA DEL POSFASCISMO (1945-2020)

  1. La transformación neofascista

La supervivencia fascista: el MSI y los Gladio

Los orígenes latinoamericanos del populismo de derechas

Las familias franquistas

La revolución conservadora

La Nouvelle Droite: del neofascismo al posfascismo

  1. Fascismo en la democracia

De Jean Marie a Marine. Las mutaciones del Frente Nacional

Trump y el muro

Brexit y supremacismo inglés

La cuarta vía de Alexander Dugin y el Decreto Dignidad

Un franquismo sin Franco 

  1. Caminos del resentimiento en el siglo XXI

Democracia e irracionalismo

Vox y la Reconquista

Bueno, Bannon y la España castiza

Una izquierda conservadora

¿Un futuro demofascista?

 

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