Alejandro Andreassi
Joan Tafalla

 

Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no tienen. Puesto que el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués.

Karl Marx, Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, febrero de 1848

Hemos hecho Italia ahora tenemos que hacer a los italianos.

Massimo d’Azeglio, febrero de 1861.

No importa si una reconstitución de Polonia es posible antes de la próxima revolución. En ningún caso tenemos la tarea de apartar a los polacos de sus esfuerzos de luchar por las condiciones vitales de su desarrollo futuro, o persuadirlos de que la independencia nacional es cuestión muy secundaria desde el punto de vista internacional. Por el contrario, la independencia es la base de toda acción internacional común.

Friedrich Engels, carta a Kautsky, 7 de febrero de 1882

El título de este capítulo intenta reflejar que existen diferentes visiones en la comunidad académica, independientemente de su marco teórico de referencia sobre la cuestión nacional, ya se trate de la definición de qué es una nación, qué es nacionalismo, etc. Sin embargo, la cuestión nacional está en el centro del debate político desde el siglo XIX, y ha tenido profundas consecuencias en la historia internacional tanto durante el cambio finisecular decimonónico como a lo largo del siglo XX, donde ha sido el detonador de dos terribles guerras mundiales, pero también ha jugado una influencia enorme en la resolución de la liberación de muchos pueblos del mundo extraeuropeo del yugo y la opresión colonial. Por lo tanto, podríamos decir que la cuestión nacional tiene, desde el punto de vista no solo teórico sino ideológico y axiológico, una característica transversal que va desde la extrema derecha a la extrema izquierda. Existe cierto acuerdo entre los diversos autores de que la cuestión nacional ha sido tratada e impulsada en fases históricas alternas por las derechas y las izquierdas. Ninguno de los movimientos político-sociales modernos ha sido ajeno a dicha cuestión, aunque solo fuera para negar su transcendencia. Este trabajo se centra en el posicionamiento de Rosa Luxemburg sobre la cuestión nacional y el debate en el seno del marxismo entre 1848 y 1918, pero nos ha parecido necesaria esta introducción para señalar la complejidad teórica del tema nacional, complejidad que nuestro tiempo no ha sido capaz de reducir ni resolver. Evidentemente, este capítulo no pretende ser exhaustivo ya que es inabarcable la bibliografía dedicada a este tema en los ámbitos de la historiografía, la sociología, la antropología, el derecho, etc. Por ello hemos seleccionado unos pocos autores que, por su difusión y por pertenecer a orientaciones teóricas no coincidentes, pueden darnos una aproximación al alcance del tema. Sin embargo, esos enfoques diferentes no impiden que haya un acuerdo casi unánime, en los estudios contemporáneos, respecto a que no debe asimilarse nación a Estado, por lo que pueden existir naciones con o sin Estado y Estados multinacionales.

Frederic Sourrieu: El pacto (república universal democrática y social)(1848)(Wikimedia Commons9

Lo primero que enfrenta cualquier estudioso de la cuestión nacional, es la propia definición operativa que quiera utilizar en su trabajo respecto a qué es una nación.

Comencemos con Eric Hobsbawm, cuyo libro Naciones y nacionalismo desde 1780 ya es un clásico[1]. Para este autor, la nación es un «orden imaginario», que no es invariable ni una entidad social primaria. En ello coincide, como veremos luego, con otros autores, como Benedict Anderson, aunque no comparta totalmente las tesis de este. Es un concepto históricamente reciente y aparece en un período concreto, o sea a partir de las grandes revoluciones del siglo XVIII, y adquiere una posición privilegiada en los movimientos políticos y en los estudios académicos durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. A partir de 1830, la nación se asociará a las nociones de pueblo y de Estado, evocando a las revoluciones norteamericana y francesa, y acabaría significando «el conjunto de ciudadanos cuya soberanía los constituía en un Estado que era su expresión política». Es un producto de ingeniería social (un constructo). Existe en función de la intersección de lo político, lo tecnológico y la transformación social, y por lo tanto es resultado del proceso histórico. Son construcciones desde arriba, pero para su comprensión cabal deben analizarse desde abajo, teniéndose en cuenta las aspiraciones, esperanzas y expectativas de los miembros de esa sociedad que se constituye en nación. La visión «desde abajo» permite detectar que la identidad nacional debe coexistir con otras identidades (sociales, culturales) y no siempre en posición preeminente. Además, aquella puede sufrir desplazamientos o transformaciones a lo largo del tiempo[2].  Asegura que no existen rasgos objetivos cuyo conjunto sirva como predictor o descriptor del carácter nacional de un grupo humano, ya que son muy pocos los ejemplos históricos en los que tal conjunto pueda comprobarse – y que correspondería al tipo del patrón, como, por ejemplo, el definido por Stalin –. Considera que la nación, tal como la conocemos actualmente, es resultado de la modernidad capitalista, y que el criterio que la define es la unidad de organización política territorial, con lo cual considera que nación equivale a Estado-nación, aunque admite que puede considerarse también nación al conjunto de personas que aspiran a formar un Estado[3]. Sin embargo, a pesar de esta afirmación Hobsbawm, también llama la atención sobre la existencia de un protonacionalismo popular, o sea de estructuras simbólicas que van formulándose con anterioridad a la modernidad capitalista, que aportan una simiente a la construcción nacional posterior, pero que no significan lo mismo, porque pueden quedar subsumidas o eliminadas durante la configuración del Estado-nación, ya que será este el que movilice o utilice alguno de esos vínculos de pertenencia de la población para aumentar la cohesión y la legitimidad de ese Estado-nación. Se trata de fenómenos culturales donde las diferencia lingüísticas, culturales, etnológicas, se modifican al ritmo de la propia lucha de clases y tomarán uno u otro significado, según la experiencia colectiva. En algún caso, los preexistentes protonacionalismos se diluyen en un nacionalismo mayor, las lenguas y dialectos no devienen «lenguas nacionales», ni lo necesitan[4]. La afirmación de Massimo d’Azeglio, pronunciada en la sesión inaugural del primer parlamento del recién unido reino de Italia en febrero de 1861: «Hemos hecho Italia ahora tenemos que hacer a los italianos» es el anuncio de la deconstrucción de las culturas vernáculas, previas a la unificación italiana, por la acción del Estado italiano surgido del Risorgimento, o sea, de la homogenización cultural como condición de la construcción del Estado-nación, generalmente a partir no solo del despliegue institucional, que se realiza a través de la escolarización y el reclutamiento militar, sino de la transformación en lengua «nacional» de aquella que incluso no es más que una versión estandarizada y semiartificial de una lengua utilizada previamente por las elites y clases dominantes, y que se presenta no como producto de la modernidad sino como presencia de una «esencia» intemporal, simplemente porque es la lengua que representa al Estado-nación[5]. Reflexiona sobre el nacionalismo, que otorga a la lengua un papel esencial en la definición nacional y que considera heredero de la tradición romántica, cuya figura paradigmática es Johann Gottfried Herder, quien sostenía que la literatura nativa revelaba el pensamiento, las aspiraciones y deseos del pueblo, rechazando esa propuesta, argumentando que el hecho lingüístico y el literario, son solo  una parte y no pueden representar el todo, señalando el clivaje profundo que existía en cualquier sociedad –al menos hasta la escolarización obligatoria– entre la población alfabetizada –una minoría– y la analfabeta, mayoritaria. Por lo tanto, afirma que la lengua no puede ser considerada una condición de posibilidad de una nación, como si ella configurara la matriz de la que se forja el pensamiento nacional, aunque reconoce que puede jugar un papel en el desarrollo del protonacionalismo[6].

Festival de Hambach el 27 de mayo de 1932 (imagen: Lebendiges Online Museum)

Por otra parte, aunque se reconozca un fuerte factor subjetivo en la formación de las naciones –que queda reflejado en la fórmula de que es el nacionalismo el que produce a la nación y no a la inversa–, que la formación de las naciones es un fenómeno histórico y contingente, existe también el acuerdo de que resulta una entidad real, al menos en la medida en que los colectivos humanos si identifican como miembros de una determinada nación, tenga o no Estado.

Desde el mismo marco teórico que Hobsbawm, un autor tan trascedente sobre la cuestión nacional –Benedict Anderson– parte de la idea de que tanto la nación como el nacionalismo son artefactos culturales de un tipo especial, en los cuales se manifiestan tres paradojas: 1) su objetiva modernidad desde el punto de vista de los historiadores frente a su carácter subjetivo y ancestral para los nacionalistas; 2) la universalidad formal de la nacionalidad como concepto sociocultural frente  la particularidad de sus manifestaciones concretas; y 3) el poder político de los nacionalismos frente a su pobreza, e incluso incoherencia filosófica[7]. Sitúa su idea de las naciones como comunidades imaginadas, lo cual no equivale a inventadas arbitrariamente, sino a una construcción colectiva influida por numerosos factores, que se desarrolla en el transcurso del tiempo y que se caracteriza porque sus miembros se conciben como parte de una comunidad que trasciende sus experiencias físicas de contacto y conocimiento, en un ámbito geográfico y humano que supera al ámbito de la aldea y su hinterland, o sea el paisaje humano con el que una persona podía llegar relacionarse de forma concreta en el precapitalismo. Esa trascendencia del espacio social capitalista, que acaba conformando la nación como comunidad imaginada, se debe a que es el resultado, según este autor, del desarrollo capitalista que, a través de la extensión y unificación lingüística –por ejemplo, Anderson otorga una gran importancia a la aparición de la imprenta y la difusión-aprendizaje del lenguaje escrito, fase a al que denomina como del print capitalism–, así como del desarrollo de las comunicaciones que es inherente al desarrollo del mercado capitalista, permite que puedan sentirse miembros de la comunidad nacional, ciudadanos de diferentes puntos de un territorio, que seguramente nunca tendrán la posibilidad de contactar entre sí físicamente[8]. El print capitalism, al que Anderson otorga tanta importancia en el desarrollo de una consciencia nacional, se vio posibilitado por la invención de la imprenta y la reproducción masiva de textos. Sin embargo, esa difusión del libro a través del mercado no podía producirse sin la condición de que el lenguaje utilizado no fuera el de una reducida elite bilingüe –el latín– sino las lenguas vernáculas, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la población europea era monolingüe, lo cual potenció a dichas lenguas como lenguas escritas, pasibles de ser utilizadas por los aparatos administrativos de las monarquías absolutistas[9]. En la Europa medieval el latín era una lengua ecuménica de carácter religioso, pero no político, ya que el gran fraccionamiento de las estructuras políticas, propias de la Europa medieval, impedía que las monarquías de la época se apropiaran del latín como lengua del poder político. En cambio, la alianza entre el protestantismo y el print capitalism favoreció el impulso de las lenguas vernáculas, por la difusión masiva y mercantil de los textos –las tesis que Lutero fijó en la puerta de la iglesia de todos los Santos, en Wittemberg, estaban escritas en alemán, y quince días después se había distribuido por todo el territorio– transformándolas tanto en vehículos religiosos como políticos, especialmente en los países donde la Reforma protestante se había impuesto. Anderson concluye explicando que lo que permitió que esas comunidades fueran imaginables fue la explosiva, aunque medio contingente, interacción entre el capitalismo, la tecnología de la comunicación y la extraordinaria diversidad de las lenguas humanas[10].

Tom Nairn, en una obra sumamente polémica[11], The Break-up of Britain. Crisis and neonationalism, cuyo capítulo referido al ocaso del Estado británico fue publicado previamente en The New Left Review, establece como argumento central de su obra que el desarrollo desigual y contradictorio del capitalismo, no previsto en el marxismo clásico, lejos de reducir la cuestión nacional como consecuencia de establecer una economía mundial homogénea, ha conducido a una exacerbación de las confrontaciones entre naciones, relegando o desdibujando la lucha de clases a nivel mundial e incluso nacional. Su reflexión se enmarca en la teoría del sistema mundial de Immanuel Wallerstein, que describe una estructura jerárquica en la que las naciones se ordenan según su posición dominante o subordinada, representada por la metáfora centro, semi-periferia y periferia, que refleja la división mundial en múltiples sistemas políticos. Esta es la disposición que ha favorecido la mundialización capitalista[12]. El sistema capitalista, según este enfoque, se debate en una tensión entre progreso y dominación al que «se podría denominar el dilema «productor del nacionalismo»»[13]. En general dirige su crítica a un internacionalismo que considera abstracto, y paradójicamente elitista y rígido[14]. En cambio, propone un internacionalismo que se construya a partir de un nacionalismo democrático y alejado de los etnicismos. Una identidad cívica en el sentido de elegida como parte de un contrato colectivo entre ciudadanos, no determinada por el lenguaje, la tradición o la «sangre». Admite que la estructura de clases de una sociedad determinada impone y modula el tipo de nacionalismo, que evidentemente responde a los intereses y al ejercicio hegemónico de la clase dominante. Pero al mismo tiempo reconoce la existencia de una conciencia nacional popular, que las clases subalternas han ido construyendo a lo largo del tiempo, posiblemente en una perspectiva similar a la que señalaba Gramsci cuando hacía referencia al sentido común. La lucha de clases siempre se da en un marco nacional –haciendo referencia al Manifiesto Comunista– y afirma que no existe ninguna contradicción entre los atributos de la nacionalidad y los del internacionalismo proletario o socialista, ya que considera que la primera es solo una fase en el camino hacia el segundo[15].

Constitución del 3 de mayo de 1791, por Jan Matejko (1891)(Museo Nacional de Varsovia)

Desde el campo liberal y de la sociología, otro clásico en el tratamiento de la cuestión nacional es Ernest Gellner, de amplia aceptación académica en este campo de estudios[16]. Para este autor, tanto nación como nacionalismo son productos de la modernidad y son paralelos al despliegue del capitalismo. La necesidad de homogenizar un espacio económico exigió la supresión de las barreras internas procedentes del Antiguo Régimen, de las sociedades agrarias y preindustriales, pero no solo  de ellas, sino la unificación lingüística como condición de posibilidad de la expansión productiva y mercantil del capital, debido a que la industrialización, que es su principal vector, exige un elevado nivel de formación técnica y científica, un nivel educativo que sería imposible de alcanzar sin una lengua estatal que lo garantizara[17]. Todo el proceso es garantizado y consolidado por la erección de un Estado que centraliza la autoridad política y controla los límites del espacio nacional así construido. Estandarización, monolitismo, monolingüismo y homogeneidad cultural serían para Gellner las condiciones de una exitosa construcción estatal-nacional. A ello cabe añadir también el tamaño del Estado-nación, cuyo buen funcionamiento es directamente proporcional a su tamaño.  Para este autor, es el nacionalismo el que engendra las naciones y no a la inversa, en un camino en el que «es posible que se haga revivir lenguas muertas, que se inventen tradiciones y que se restauren esencias originales completamente ficticias»[18]. De los fundamentos para definir una nación, nos recuerda que habitualmente se citan dos: voluntad y cultura. El primero, como la resolución con la que un grupo quiere perdurar como comunidad, aunque señala que esta definición puede comprender otros tipos de grupos que no son una nación (partidos, equipos, asociaciones, etc.), y que si se acepta esta definición es porque estamos en la era del nacionalismo y la forma de identificación, adhesión o pertenencia preferida es a las unidades nacionales[19]. Respecto al segundo, la definición de una nación en términos de cultura común considera que posee los mismos defectos que la primera, es poco precisa y produciría muchos «falsos positivos». Entre otras cosas, porque la gran diversidad cultural no coincide la mayor parte de las veces con los límites políticos de los Estados. Por lo tanto, descartadas estas dos opciones, o la combinación de ambas, queda como posibilidad, teniendo en cuenta que nos hallamos en la era del nacionalismo, que cuando la unidad política –o sea la constitución de un Estado– se consuma es capaz de unificar entonces voluntad, cultura y unidad política, ya que es la única situación en que pueden desarrollarse culturas estandarizadas, homogéneas y centralizadas, capaces a su vez de promover la adhesión e identificación de sus ciudadanos, porque al mismo tiempo significan la consumación de la industrialización y de la modernidad[20].

Sin embargo, esta posición ha sido cuestionada por poner el énfasis exclusivamente en una construcción nacional, que depende de la acción concreta del Estado, y dejar de lado la acción de la sociedad civil en dicha construcción nacional. Ese cuestionamiento ha sido introducido por autores, como Anthony D. Smith[21], que sin compartir el marco teórico de Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, señalan su acuerdo con el concepto  «comunidad imaginada» propuesto por el primero, siempre que quienes lo sostienen reconozcan que este no surge tan solo  de la modernización de sociedades que adquieren la condición de naciones, sino que debe tenerse en cuenta el peso de tradiciones, prácticas culturales que anteceden a la fase modernizadora, por lo tanto precapitalista, lo que implica la participación de las diversas clases que forman la sociedad civil[22]. Por ello, Smith considera que una nación no surge ex nihilo, sino que es necesario investigar los antecedentes premodernos, que sitúa en el ámbito de lo simbólico, incluyendo obviamente el lenguaje. Propone, por lo tanto, la siguiente definición de nación: «[…] es una población que ocupa un territorio histórico y que comparte mitos y recuerdos comunes; una cultura pública de masas; una economía única; y derechos y deberes comunes para todos los miembros», que no excluye obviamente como componentes, de lo que el mismo autor reconoce como un tipo ideal al modo de Weber, no solo elementos exclusivamente simbólicos, sino otros como territorio y economía[23]. Pero la peculiaridad de su tesis reside en la importancia que le otorga al pasado como factor en la constitución de una nación. Este se expresaría a través de 1) la recurrencia del fenómeno nacional, tal como la concibe ese tipo ideal, a través de la historia, aunque adoptando formas particulares; 2) la continuidad, que permitiría rastrear procesos e instituciones más allá, en la premodernidad; y 3) la apropiación por las generaciones recientes, especialmente por los movimientos nacionalistas, de los elementos del que consideran «su pasado étnico». Pero diferencia claramente qué entiende por etnia y nación. La primera se definiría por la comunidad de mitos ancestrales y memoria histórica, mientras que la segunda lo sería por el carácter histórico del territorio que ocupa, por su cultura pública de masas y por sus leyes comunes. Estas consideraciones le permiten a este autor justificar, al mismo tiempo, los puntos de vista aparentemente opuestos, entre los que consideran el hecho nacional como un fenómeno producto de la modernidad, que data del final del siglo XVIII, y los que consideran el carácter perdurable ancestral de las naciones, porque señalan la continuidad y la recurrencia en algunas naciones de una identidad cultural colectiva[24].

Para muestra de los diversos matices y enfoques que integran la definición de qué es una nación, podemos considerar a Hans Ulrich Wehler[25], un autor que muestra elementos que establecen puentes entre las definiciones propuestas por autores con marcos teóricos comunes, como Eric Hobsbawm y Benedict Anderson, y diversos, como Anthony D. Smith: «Nación debe significar, ese primer «orden imaginario», que se desarrolla mediante el recurso a la tradición de una organización étnica dominante y que se constituye paulatinamente por acción del nacionalismo y sus seguidores como unidad de acción soberana. Por lo tanto, es un error considerar que la nación produce el nacionalismo. Por el contrario, es el nacionalismo el demiurgo de la nueva realidad que constituye la nación»[26]. Al igual que los estudiosos de la cuestión nacional, calificados como modernistas, Wehler reivindica la importancia de los procesos revolucionarios republicanos de la Edad Moderna, tanto en el continente europeo como en Norteamérica, que significaban no solo la crisis del Antiguo Régimen sino el comienzo de los procesos de formación de las naciones modernas, basadas más en el contrato social que en los componentes de identidad etnoculturales –aunque admite que estos estaban presentes en la Revolución inglesa del siglo XVII, especialmente por el peso del puritanismo–, pero remontaba su origen al siglo XVI, con la insurrección de los Países Bajos contra la corona española, cuya liberación condujo a la constitución de la República de las Provincias Unidas de los Países Bajos[27]. Considera erróneo el planteamiento de Ernest Gellner, que señala como rígidamente funcionalista, sobre la íntima relación entre desarrollo del capitalismo industrial y el desarrollo de la cuestión nacional como consecuencia de la instauración de una lengua y una cultura nacionales, ya que en el centro y este europeo, especialmente, los movimientos nacionales fueron previos a la industrialización[28].

Estudiantes de Wrzesnia (Polonia) en huelga contra la germanización en 1901 (imagen: Wikimedia Commons)

Esta brevísima reseña de la literatura académica sobre la cuestión nacional intenta ofrecer una visión general de los marcos teóricos y los criterios que han conducido la investigación de la cuestión nacional. A su vez, nos sirve de introducción y presentación de nuestro objetivo, que es más limitado y gira alrededor de las preguntas: ¿Son mutuamente excluyentes cuestión social y cuestión nacional? ¿Puede la clase obrera interesarse por la cuestión nacional mientras atiende a las cuestiones que como clase explotada le atañen? O, ¿la cuestión nacional puede estar entre las cuestiones que le atañen? En este sentido Eric Hobsbawm escribe que,

El criterio fundamental del juicio pragmático marxista ha sido siempre elucidar si el nacionalismo como tal, o cualquier caso particular de este, hace avanzar la causa del socialismo; o, inversamente, cómo evitar que detengan ese proceso, o, incluso, cómo movilizar el nacionalismo como una fuerza que contribuya al progreso del socialismo. Pocos marxistas habrán sostenido que ningún movimiento nacionalista deba ser apoyado; ninguno que todos los movimientos nacionalistas contribuyan automáticamente al avance del socialismo y deban, por lo tanto, ser apoyados. Cualquier marxista, no perteneciente a la nación implicada, mirará con desconfianza a los partidos marxistas que coloquen la independencia de sus naciones por encima de cualquier otro objetivo, sin tener en cuenta la totalidad de las circunstancias pertinentes[29].

Para Engels, la importancia de la cuestión nacional era vital para obreros y campesinos en casos determinados como el de Polonia, tal como se refleja en este paso de una carta a Kautsky del 7 de febrero de 1882:

Cualquier campesino u obrero polaco que despierte del adormecimiento general y se ocupe de los problemas de la colectividad, se encuentra en primer lugar con la situación de sumisión nacional. Esta realidad, es por todos los lados, la primera barrera que se opone en su camino. Removerla es la condición fundamental para la evolución sana y libre. Los socialistas polacos que no ponen el problema de la liberación nacional en el primer punto de su programa nos recuerdan a los socialistas alemanes que no piden antes que nada la revocación de las leyes antisocialistas, la libertad de prensa, de asociación y de reunión. Para poder sostener la batalla es necesario en primer lugar un terreno de lucha, aire, luz y espacio. Todo lo demás es charlatanería ociosa […]. No importa si una reconstitución de Polonia es posible antes de la próxima revolución. En ningún caso tenemos la tarea de apartar a los polacos de sus esfuerzos de luchar por las condiciones vitales de su desarrollo futuro, o persuadirlos de que la independencia nacional es cuestión muy secundaria desde el punto de vista internacional. Por el contrario, la independencia es la base de toda acción internacional común […]. Nosotros en particular no tenemos ninguna razón para bloquear su irrefutable esfuerzo por la independencia. En primer lugar, han inventado y aplicado en 1863 el método de lucha […]; y en segundo lugar fueron los únicos lugartenientes capaces y leales de la Comuna de París.[30].

Por lo tanto, la cuestión nacional, tal como la enfoca aquí Engels, devenía una cuestión de primordial interés para las clases oprimidas cuando hacía referencia a derechos democráticos, cuando era el objetivo del ejercicio democrático como camino de la liberación social, del mismo modo que para los socialistas del Kaiserreich era la conquista de derechos, que también tenían que ver con el ejercicio de la democracia. Por ello no es casual que el grito «¡viva Polonia!» se transformara en seña de identificación entre revolucionarios, y expresión de la solidaridad del movimiento obrero europeo con Polonia[31]. Pero además. en la misma carta hace una afirmación que, por su forma y contenido, puede considerarse un principio teórico que propone para orientar al movimiento obrero internacional, donde la independencia nacional es la condición de posibilidad del internacionalismo obrero: «Solo entre naciones independientes es posible un movimiento internacional del proletariado».

«Proletarios del mundo, uníos», cartel de Walter Crane, c. 1912 (imagen: Archiv der Sozialen Demokratie/europeana.eu)

Algunos autores reflexionan sobre esta cuestión resolviéndola del siguiente modo: el proletariado y el campesinado pobre tienen problemas inmediatos suficientemente graves como para detenerse en la cuestión nacional[32]. Desde un punto de vista de los intereses de los grupos humanos considerados como clases esa reflexión podría ser aplicable a las otras clases, incluso a las dominantes. Por ejemplo, en una situación de crisis económica la burguesía industrial podría tener poco presente la cuestión nacional, frente a los problemas económicos debe afrontar o incluso adoptar posiciones a favor de la nación dominante, si ello considera que sirve a sus intereses como clase, e incluso una posición antinacional, como se ha observado en el caso de las burguesías nacionales de los países sometidos a la dominación imperialista. Por lo tanto, una respuesta provisoria a esta cuestión sería que el nudo a resolver no reside, en principio, en la incompatibilidad de los intereses de clase y los nacionales, sino en si estos últimos favorecen a los primeros o los bloquean. En definitiva, lo que está en juego es que la hegemonía –dirección más dominación– de una clase sobre el conjunto de la sociedad suele ejercerse mediante la capacidad de presentarse como «clase nacional», ello tanto en el periodo previo a la conquista del Estado como en el periodo de ejercicio del poder. Marx y Engels lo expresan claramente en el Manifiesto Comunista cuando dicen que la clase obrera:

Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no tienen. Puesto que el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués[33].

La cuestión de la hegemonía es clave para entender la concepción de Lenin sobre el hecho nacional. Se trata de un posicionamiento moralmente de principios (derechos de los pueblos más internacionalismo), combinado con un posicionamiento político pragmático: dada la realidad incontestable del «hecho» nacional, no es posible rechazar ese campo o marco de lucha, hay que disputar la hegemonía dentro de la nación. En el mismo sentido, puede observarse cómo la irresolución de la cuestión nacional, en el sentido que señalaba Lenin, podía deberse a la incapacidad de las elites o de las clases subalternas de constituir un bloque hegemónico que daría una salida a la cuestión nacional diferente, si la dirección moral e intelectual que implica la hegemonía fuera alcanzada por la burguesía o por la alianza entre la clase obrera y demás clases subalternas. Este es el déficit y problema nacional irresuelto que analiza Antonio Gramsci cuando reflexiona sobre el divorcio que percibía en Italia entre los intelectuales y las clases populares, que, desde la perspectiva del avance al socialismo, deberían formar un bloque orgánico hegemónico, divorcio que se había manifestado durante el Risorgimento, y continuado en el periodo postunitario. La unidad italiana se saldó, como afirma Giaime Pala, con un régimen donde:

 […] las clases dominantes dominaron la vida del país sin una visión nacional del país, y sobre todo mediante un método de gobierno basado en una mezcla de elementos coercitivos y de esterilización del enemigo a través de la cooptación. En resumen, Gramsci llegó a la conclusión de que el bloque del poder de la Italia liberal era un bloque dominante pero no propiamente dirigente, o sea decidido a gobernar sin proponerse captar el consenso y la participación en la vida del Estado de las masas populares[34].

Detalle de Franz Wenzel Schwarz, Giuseppe Garibaldi entra en Nápoles en 1860 (Wikimedia Commons)

De esa cooptación resultó una alienación de los intelectuales, y por lo tanto su neutralización para cualquier proceso para alcanzar la soberanía popular, que se traducía en su transformación en una casta al servicio de las elites dominantes[35]. Un divorcio que se manifestaba en la ausencia de un arte popular (tanto a nivel de la literatura, el teatro o la divulgación científica), que para Gramsci no se debía a la ausencia de intereses culturales a nivel popular, en el pueblo-nación como significativamente lo denominaba y definía. Esa ausencia de una cultura nacional y popular era para él una señal de la incompleta nacionalización italiana y de la ausencia de intelectuales que se convirtieran en intérpretes de los intereses populares, que vivieran como propios los sentimientos populares y, en definitiva, la ausencia de una concepción del mundo compartida entre el pueblo e intelectuales[36]. También destacaba significativamente que, en Francia, que producía esa literatura popular que era preferida a la italiana por el pueblo, se había elaborado un concepto nacional que estaba próximo a lo popular, pues se vinculaba al concepto de soberanía popular, legado por la Revolución francesa[37]. Los intelectuales italianos, en cambio, habían permanecido como una casta que, separada del pueblo-nación, quedaba vinculada –cooptada– a las clases dominantes y alienada de la soberanía, que solo podrían recuperar si formaban parte del bloque popular[38]. Por ello, cuando pregunta por qué los italianos leían preferentemente autores extranjeros (especialmente franceses), responde que las clases populares «se sienten más ligadas a los intelectuales extranjeros que a los nacionales, que no existe en Italia un bloque nacional intelectual y moral», o sea una conexión orgánica entre pueblo e intelectuales, por lo tanto, de un vínculo necesario para la conquista de la hegemonía por las clases subalternas[39].

A ello habría que agregar que los procesos culturales que forman y definen cuestiones nacionales pertenecen a los ritmos históricos de larga duración (longue durée), lo que de ningún modo quiere afirmar que las naciones como tales son ancestrales e intemporales, sino por el contrario que son productos históricos, pero que poseen una inercia de continuidades mayor que otros fenómenos históricos[40]. Ello plantea la posibilidad de que, a pesar de la lucha de clases, existan periodos o coyunturas determinadas en las que clases antagónicas o por lo menos no coincidentes en sus reivindicaciones sociales coincidan en la cuestión nacional, o la consideren desde su propia perspectiva de clase, y por lo tanto refleje propuestas antagónicas en relación con la cuestión nacional[41]. En un marco histórico, que bien podría corresponder a la categoría definida por E. P. Thompson como lucha de clases sin clases, o sea previo al comienzo de la Revolución Industrial[42], la Revolución norteamericana que condujo a la independencia de las Trece Colonias es un ejemplo de la convergencia de lucha de liberación nacional y de lucha de clases. Esta última alcanzó su mayor intensidad inmediatamente después de la consecución de la independencia. Se caracterizó por el enfrentamiento entre agricultores pobres del oeste que habían jugado un papel decisivo en la guerra y en la revolución, que no recibieron respuesta a sus demandas por las nuevas autoridades estatales, y las nuevas clases dominantes resultantes del conflicto, especialmente comerciantes y terratenientes. Uno de los enfrentamientos más importantes se produjo en Massachusetts en el verano de 1786, cuando las autoridades del Estado se negaron a emitir papel moneda para que los agricultores pudieran pagar sus deudas, y el poder judicial procedió a embargar ganados y cosechas para cubrir los impagos. Campesinos y excombatientes del Ejército continental se unieron bajo el liderazgo de Daniel Shay, también agricultor y excapitán del ejército independentista. Esta fuerza se dirigió a la ciudad de Boston, mientras la milicia enviada para detenerlos confraternizaba con ellos. Al final fueron derrotados por una fuerza militar financiada por los comerciantes de Massachusetts, mientras el gobierno del Estado aprobaba una ley de Motines que suprimió el habeas corpus y desencadenó una dura represalia contra los insurrectos, algunos de los cuales fueron condenados a muerte y ahorcados[43]. Como afirma un historiador norteamericano, «Si en su origen la Revolución americana fue una guerra anticolonial por la independencia y la identidad nacional también acabó caracterizada por sus corrientes liberadoras, su lucha de clases e impulsos igualitarios»[44]. Es que, en su origen, la revolución y la guerra de la independencia fueron desencadenadas por una amplia coalición social en la que no solo las elites coloniales –comerciantes y terratenientes– sino también sectores populares, como campesinos y artesanos, se unieron contra las que consideraban imposiciones injustas de un parlamento metropolitano en el que no tenían representantes que decidieran por sus intereses. Ello permitió el fortalecimiento de una ideología whig, que proclamaba la identidad de la libertad con representación política e igualdad, y que surgiera un producto intelectual tan radical como el Common Sense de Tom Paine, donde defendía que la independencia era la condición de posibilidad de creación de un nuevo régimen político y social republicano, igualitario y democrático. Si en la Revolución norteamericana faltaba el sector comunista agrario de la Revolución inglesa del siglo XVII, si faltaban diggers había suficientes levellers para garantizar un fuerte y combativo sector popular y democrático[45]. La lucha de clases no cedió durante la guerra de la independencia, sino que delimitó los ámbitos en los que se impusieron las fuerzas democráticas radicales y donde se impusieron las elites coloniales, dirigiendo respectivamente la lucha contra la corona británica por la independencia[46]. Esa experiencia popular explica que después de alcanzada la independencia y consolidado el poder en manos de la fracción más conservadora de la elite dirigente, partidaria de un parlamentarismo restringido que dejara fuera a las clases subalternas, hubieran podido estallar insurrecciones como la liderada por Daniel Shay, referida más arriba[47].

Rebelión de Shays (Massachusetts, 1786-1787)(imagen: C. Kendrick – The people’s history of the world, Edward Sylvester Ellis; vol. VI, c. 1902)

También puede comprobarse una vinculación estrecha entre lucha de liberación nacional y social en los casos de la resistencia antifascista durante la Segunda Guerra Mundial, o en las luchas antiimperialistas de la posguerra, como los casos de China o Vietnam, donde la hegemonía de la izquierda no excluía la participación de representantes de sectores de la pequeña burguesía[48]. En ese sentido escribe René Rémond sobre la resistencia francesa que:

[…] los resistentes tenían que constituir un régimen nuevo en el que su naturaleza podía ser modulada por el modo de organización de la lucha armada. En ese sentido era una guerrilla nacional y revolucionaria como la Francia contemporánea jamás había conocido[49].

Pero incluso podemos ir un poco más allá e, internándonos en nuestro tiempo, observar cómo la globalización capitalista, cuyo núcleo duro es el capital multinacional, ha diluido el papel histórico nacional de la burguesía, que participa del festín imperialista como invitado de primera o segunda, según la jerarquía del Estado-nación al que pertenecen, de acuerdo con la estructura de dominación imperialista. Esa globalización ha tenido como resultado una pérdida de soberanía nacional, que sitúa como único antagonista de ese proceso a las fuerzas del movimiento obrero y campesino que, paradójicamente, visualizan que la recuperación de la soberanía nacional perdida solo puede hacerse en términos de soberanía popular, es decir de plena democracia como garantía de una transformación radical de cada sociedad, haciendo que coincidan nuevamente, en el contexto concreto de este siglo XXI, los objetivos de liberación social y nacional, tal como, por ejemplo, reflejan los movimientos de izquierda antiimperialista y, dentro de ellos y muy cerca nuestra, los movimientos críticos con la actual Unión Europea y su unidad monetaria a través del euro[50]. Este contexto explica, por ejemplo, las características del auge del independentismo en Escocia, en donde, como explica el historiador Neil Davidson refiriéndose al referéndum de 2014:

Había mucho en juego y los contendientes enarbolaban briosos las espadas. Por un lado, el poderío del estado británico, los tres partidos de gobierno, el palacio de Buckingham, la BBC –que sigue siendo todavía de lejos la fuente más influyente de información y opinión transmitida por las ondas– y la abrumadora mayoría de la prensa, el alto mando del capital británico y la elite liberal, respaldados por el peso internacional de Washington, la OTAN y la UE. Frente a ellos, una coalición de fuerzas jóvenes y esperanzadas, que incluidas franjas de votantes laboristas desilusionados en las conurbaciones –los «planes»– de Clydeside [Gran Glasgow] y Tayside [Angus, Dundee, Perth y Kinross] así́ como sectores significativos de la pequeña burguesía y de las comunidades inmigrantes, movilizados en una campaña en la que confluían las reivindicaciones sociales con las nacionales. Esa erupción popular-democrática, iniciada hace mucho, ha hecho pasar a la clase dominante británica el peor ataque de nervios desde las huelgas de la minería y del sector metalmecánico en 1972, suscitando escalofríos de pánico en los líderes conservadores, laboristas y liberales[51].

Davidson adjudica esa conjunción social-nacional al deterioro de las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera y amplios sectores populares de la sociedad escocesa, como consecuencia local del impacto de la nueva fase de acumulación capitalista caracterizada por la globalización, con su secuela de privatizaciones, precariedad laboral, con políticas aceptadas y asumidas no solo por los partidos de derechas sino también por la socialdemocracia, en el caso de Escocia el Labour Party. Cabe destacar que Davidson sostiene, a diferencia de Tom Nairn, que la cuestión nacional en Escocia no se asienta en un protonacionalismo previo al Tratado de Unión de 1707, que dio nacimiento al Reino de Gran Bretaña, con la unión de los reinos de Inglaterra y Escocia. Su análisis no está hecho desde una perspectiva nacionalista sino de clase, que incluye la cuestión nacional, pero no acaba en ella[52].

Participantes en el primer acto público del SNP (Glasgow, 1928): el duque de Montrose, James Graham, Mackenzie, RB Cunninghame Graham, CMG James Valentine y JohnMacCormick (imagen: thenational.scot)

Pensamos que, teniendo en cuenta las tendencias principales citadas y desde la perspectiva sobre las relaciones entre la lucha de clases y la cuestión nacional, al menos de forma provisoria descartamos tanto la definición objetivista, estilo Stalin, como la subjetivista, estilo Renan, y adoptamos como definición una que podríamos considerar como constructivista: constituyen una nación un conjunto de ciudadanos libres e iguales que se sienten y deciden formar parte de una determinada comunidad. Eric Hobsbawm escoge un criterio similar, al menos como concepto inicial en su obra: «se tratará como nación a todo conjunto de personas cuyos miembros consideren que pertenecen a una nación»[53]. La perspectiva constructivista nos parece la más adecuada, en cuanto fija claramente el carácter nacional de una comunidad como resultado de un proceso histórico, y es radicalmente antagónica a cualquier interpretación biodeterminista o esencialista de la cuestión nacional, al mismo tiempo que centra el análisis de la nación en los seres humanos que la componen y no en el territorio en que se desenvuelve o se objetiva[54]. Con esta definición, pensamos que podemos abarcar tanto las naciones con Estado como las que carecen de él, por otra parte, un dato que, al menos observando situaciones históricas concretas, es comprobable: Francia sería una nación, pero también lo es Irlanda y lo es Cataluña y Euskadi[55]. Pero también un proceso observable, por ejemplo, en las numerosas comunidades de inmigrantes europeos en América Latina y los EE. UU., donde constituyeron un tejido asociativo en función de la nacionalidad de procedencia[56], un fenómeno que no se limitaba a lo nacional, sin especificidad social, sino que afectaba también a organizaciones obreras que se organizaban según la nacionalidad de procedencia de sus miembros[57]. Por supuesto que esa respuesta de cohesión nacional de los inmigrantes, fueran políticas o económicas las razones de traslado transoceánico, se debía a muchos factores y variantes, entre las que no faltaban la de defenderse de la hostilidad de las autoridades del país receptor –acusados de introducir «ideologías foráneas y subversivas», de atentar contra el orden establecido o constituir una amenaza para el Estado y el orden establecido– o de los habitantes autóctonos que veían a los inmigrantes como competidores laborales o introductores de costumbres alógenas. Pero, frente a una mayor o menor hostilidad manifestada por sectores sociales del país de acogida, posiblemente no era solo la solidaridad de clase la que podía ofrecer un mecanismo protector, sino también la comunidad de lengua y las señas de identificación en cuanto a cultura popular con otros emigrados de la misma nacionalidad, reforzando su visibilidad en la sociedad de acogida mediante la manifestación de sus rasgos culturales propios[58].

Por lo tanto, la perspectiva constructivista nos permite observar el desarrollo dialéctico de la cuestión nacional, en el que intervienen múltiples factores, uno de los cuales es objetivo de estudio de este trabajo. En esa construcción de la nación interviene indudablemente la lucha de clases, si concebimos a esta no solo como la confrontación entre los factores humanos que en relaciones de producción pujan por la redistribución del producto, sino como un enfrentamiento mucho más complejo, a través del cual se elabora una concepción de la sociedad y del mundo que es antagónica para las clases enfrentadas. Esa concepción resulta de la articulación de elementos materiales y simbólicos que crean sistemas de valores, objetivos y métodos para alcanzarlos, y, por lo tanto, una cosmovisión o interpretación del mundo que resulta de esa praxis de confrontación y que tanto fija principios y valores de comportamiento social, como por ejemplo el de «economía moral de la multitud» o «el inglés libre de nacimiento»[59], como reelabora otros aspectos de esa cosmovisión en función de dicha praxis.  Parafraseando a Otto Bauer, podríamos completar la definición propuesta diciendo que una nación es una comunidad de experiencia –Otto Bauer, como veremos más adelante– hablaba de comunidad de destino, pero este término, que da lugar a ambigüedad y confusión, preferimos cambiarlo por experiencia, ya que Bauer quería significar con ello no el sometimiento de una comunidad nacional a un final prefijado, un determinismo fatalista ni una predeterminación, sino que la nación era el resultado de un proceso histórico estructurado por las vivencias que se experimentan colectivamente en el pasado y en el presente. Justamente, es esa historicidad la que pone en evidencia que las diferentes coyunturas por las que atraviesa un colectivo nacional no solo tienen relación con los conflictos generados en el seno de su estructura social sino también con los relacionados con otras naciones o Estados, de la cual derivan cambios en la orientación del propio proceso de definición nacional. Sirva de ejemplo este paso de Miquel Caminal, escrito en octubre de 2013:

Así́ que la obligación de todo federalista es promover la unión en la diversidad, pero cuando esto no es posible, también asume el deber y el derecho a promover la secesión o independencia, aunque sea la última opción, cuando todas las demás han resultado baldías o imposibles. La autodeterminación en su sentido federal se fundamenta en la consulta democrática y pluralista, se orienta hacia la unión de pueblos libres y acepta la posibilidad de la independencia o secesión cuando no hay otra salida democrática. El catalanismo, en la hora actual, está asumiendo de forma preponderante la opción por la independencia de Catalunya y su separación del Estado español. Durante décadas se han defendido de forma mayoritaria las opciones autonomista y federalista dentro del Estado español, pero la cerrazón e intolerancia del nacionalismo español ha dejado sin futuro ni credibilidad estas tradiciones pactistas del catalanismo. Solo una rectificación radical y profunda en los planteamientos del nacionalismo español podría cambiar las cosas y reabrir un escenario de entendimiento y concordia federal. No parece que esto suceda. En este caso la ruptura se hace inevitable y a la nación catalana, siempre abierta al acuerdo y convivencia con los demás pueblos hispánicos, no le queda más remedio que iniciar su propio camino, navegar por su cuenta, y esperar que su voluntad de autodeterminación sea respetada y no ahogada por la fuerza»[60].

Hobsbawm también incide en la importancia de rechazar estereotipos y antinomias ideológicas rígidas y ahistóricas, al considerar la relación entre cuestión nacional y social. Analizando las profundas convulsiones sociales y aspiraciones nacionales generadas por la Gran Guerra y la Revolución rusa en diversas naciones europeas, especialmente en el caso del Imperio austrohúngaro, basándose en un estudio de las cartas de combatientes escritas entre noviembre de 1917 y marzo de 1918, Hobsbawm considera que: «La nacionalidad aparece con mayor frecuencia como un aspecto del conflicto entre ricos y pobres, especialmente donde los dos pertenecen a nacionalidades diferentes. Pero incluso donde encontramos el tono nacional más fuerte –por ejemplo en las cartas checas, serbias e italianas– encontramos también un deseo abrumador de transformación social […] la adquisición de conciencia nacional no puede separarse de la adquisición de otras formas de conciencia social y política durante este periodo: todas van juntas […] el progreso de la conciencia nacional (fuera de las clases y casos identificados con el nacionalismo de derechas integrista o extremista) no es ni lineal ni necesariamente tiene lugar a expensas de otros elementos de la conciencia social»[61].

Por lo tanto, una vez planteadas las preguntas que señalan las hipótesis, y desde la perspectiva constructivista elegida, abordamos el análisis del posicionamiento de Rosa Luxemburg respecto a la cuestión nacional y su comparación con otros miembros del movimiento socialista de la época.

«Proletarios del mundo, uníos», por Dmitri Stahievic Moor (1931)(imagen: Reprodart)
Notas

[1] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1991).

[2] Hobsbawm, 18-19.

[3] Hobsbawm, 55-56.

[4] Hobsbawm, 55-88.

[5] Hobsbawm, 53 y 68-71.

[6] Hobsbawm, 62-68.

[7] Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Verso, 2006), ver «Introduction» (Edición electrónica).

[8] Anderson. Ver especialmente el capítulo 7, «The Last Wave» (Edición electrónica).

[9] Se calcula que durante el siglo XVI se imprimieron unos veinte millones de ejemplares, mientras la población europea era de aproximadamente cien millones de habitantes. Como ejemplo, Anderson cita que en la Ginebra calvinista se produjeron 42 ediciones entre 1533 y 1540 que se elevaron a 527 entre 1550 y 1564, Anderson, «The Origins of National Consciousness»; Ver también, Lucien Fevre y Henri–Jean Martin, The Coming of The Book, 1923, 321. Fevre y Martin afirman que en 1519 había solo 40 títulos en alemán, que en 1521 ascendían a 211, y en 1522 y 1525 ya eran 347 y 498, respectivamente.

[10] Anderson, Imagined Communities, «The Origins of National Consciousness».

[11] Ver, por ejemplo, Ronald Beiner, «1989: Nationalism, Internationalism, and the Nairn–Hobsbawm Debate», European Journal of Sociology / Archives Européennes de Sociologie 40, n.o 1 (mayo de 1999): 171-84; Daniel Lvovich, «Hobsbawm y Nairn frente al problema del nacionalismo: Dos perspectivas enfrentadas en el seno del marxismo británico», Sociohistórica, n.o 13-14 (2003).

[12] Tom Nairn, The Break-Up of Britain: Crisis and Neo–Nationalism (London: Verso, 1981), 310-11.

[13] Nairn, 99.

[14] Nairn, The Break-Up of Britain. Propone que el análisis de la cuestión nacional se haga desde el campo teórico del marxismo hacia otros campos o ámbitos teóricos y no como mera reflexión en su interior, lo que acaba transformando al marxismo en un sistema cerrado como conjunto de creencias. Pone como ejemplo de la apuesta teórica que defiende a Immanuel Wallerstein y su The Modern World System (hay traducción al castellano: El moderno sistema mundial, Siglo XXI, varias ediciones), y a Peery Anderson y sus obras Passages from Antiquity to Feudalism y Lineages of the Absolutist State (hay edición en castellano: Transiciones de la antigüedad al feudalismo, Siglo XXI, varias ediciones y El Estado absolutista, Siglo XXI, varias ediciones). También Benedict Anderson opina que en el marxismo clásico existe un tratamiento inadecuado de la cuestión nacional, pero continúa considerando su arsenal teórico mucho más adecuado para analizarla que el del liberalismo, y declara que apoya críticamente el planteamiento de Nairn. Anderson, Imagined Communities, ver «Travel and Traffic: On the Geo-biography of Imagined Communities».

[15] Nairn, The Break-Up of Britain, 353-56; Tom Nairn, «Internationalism and the Second Coming», Daedalus 122, n.o 3 (1993): 155-70.

[16] Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo. (Madrid: Alianza Editorial, 1997).

[17] Gellner, 179-81.

[18] Gellner, 80.

[19] Gellner, 78. Aunque consideramos que el argumento de Gellner para descalificar a esta definición es de tipo circular.

[20] Gellner, 79-83.

[21] Smith pertenece a la corriente etno-simbolista, que señala la importancia de la historia de las identidades culturales colectivas en la construcción de las naciones a lo largo de largos periodos cronológicos, Anthony D. Smith, The Nation in History: Historiographical Debates about Ethnicity and Nationalism, Edición: 1 (Polity, 2013), 63. A pesar de que no comparten el mismo marco teórico, es un autor recomendado por Eric Hobsbawm como uno de los autores más destacados en el campo de los estudios sobre naciones y nacionalismos, ver Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, 10, nota 2 y 12.

[22] Smith, The Nation in History, 60-62 Este autor considera que «el pasado posee también el poder de moldear las preocupaciones del presente estableciendo parámetros culturales y tradiciones para nuestros intereses, necesidades y nociones del presente», 62.

[23] Smith, 63.

[24] Smith, 63-65.

[25] Hans Ulrich Wehler fue fundador de la Escuela de Bielefeld, especializada en historia social, y uno de los principales defensores de la tesis del Sonderweg, o camino especial seguido por Alemania durante el último tercio del siglo XIX, para explicar el surgimiento del nazismo como consecuencia de una modernización económica que no fue acompañada por una modernización política en el sentido de una democratización completa similar a las experimentadas por Gran Bretaña y Francia como democracia parlamentarias, ya que la unificación alemana pilotada por Bismarck consolidó una monarquía constitucional donde las elites preindustriales y especialmente la clase de los grandes terratenientes prusianos (junkers) conservaron todo su poder y control del Estado.

[26] Hans-Ulrich Wehler, Nationalismus: Geschichte – Formen – Folgen (München: Beck, 2004), 13.

[27] Wehler, 18-22.

[28] Wehler, 24-25.

[29] E. J Hobsbawm, Universidad Autónoma de Puebla, y Instituto de Ciencias, Marxismo e historia social (Puebla: Instituto de Ciencias de la Universidad Autónoma de Puebla, 1983), 140.

[30] «Marx-Engels Correspondence: Nationalism, Internationalism and the Polish Question by Frederick Engels 1882», accedido 19 de agosto de 2020, https://www.marxists.org/archive/marx/works/1882/letters/82_02_07.htm.

[31] Pierre Vilar, Historia, nación y nacionalismo: entrevista con Joseba Intxausti; Cuestión nacional y movimiento obrero; Pueblos, naciones, estados (Hondarribia: Hiru, 2002), 111.

[32] Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, 20.

[33] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, 2a ed. (Barcelona: El Viejo Topo, 1997), 50.

[34] Giaime Pala, «Lo nacional y lo popular La reflexión de Antonio Gramsci sobre la crisis italiana en los años de la guerra civil europea», en Maximiliano Fuentes Codera et al., Itinerarios reformistas, perspectivas revolucionarias (Institución Fernando el Católico, 2016), 247.

[35] Gramsci considera que «no existe en el país un bloque nacional intelectual y moral, ni jerárquico y mucho menos igualitario. Los intelectuales no salen del pueblo […] no conocen y no sienten sus necesidades, sus aspiraciones, sus sentimientos difusos, sino que, frente al pueblo, son algo separado, sin raíces, una casta, y no una articulación, con funciones orgánicas, del pueblo mismo». Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel (México; Puebla, México: Era; BUAP, 1999), 43, vol. 6.

[36] Ausencia de percepción, pero también de sentir y compartir los intereses, preocupaciones y escala de valores de las grandes masas populares, o sea de la totalidad de las clases subalternas, que constituyen para Gramsci el pueblo-nación, para participar en la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular que sistematice y organice políticamente esa riqueza cultural popular, mediante el desarrollo de un intelectual colectivo. Gramsci señala las carencias en la experiencia histórica de esos intelectuales para poder vincularse orgánicamente a las clases subalternas: «[…] la organicidad de pensamiento y la solidez cultural podía haberse dado solo si entre los intelectuales y los simples hubiese habido la misma unidad que debe haber entre teoría y práctica; esto es, si los intelectuales hubieran sido orgánicamente los intelectuales de aquellas masas, es decir, si hubieran elaborado y hecho coherentes los principios y los problemas que aquellas masas planteaban con su actividad práctica, constituyendo así un bloque cultural y social […] para cada movimiento cultural que tienda a sustituir el sentido común y las viejas concepciones del mundo en general: […] trabajar para crear elites de intelectuales de un tipo nuevo que surjan directamente de la masa aunque permaneciendo en contacto con ella para convertirse en el «armazón» del busto. Esta necesidad, si es satisfecha, es la que realmente modifica el «panorama ideológico» de una época […] y por lo tanto logre elaborar formalmente a doctrina colectiva del modo más apegado y adecuado a los modos de pensar de un pensador colectivo […]. La adhesión de las masas a una ideología o la no adhesión es el modo con que se efectúa la crítica real de la racionalidad e historicidad de los modos de pensar», Gramsci, 250 y 258-259, vol. 4.

[37] Gramsci, 42, vol. 6.

[38] Un bloque popular que fuera capaz de alcanzar la hegemonía y que para Gramsci tenía una composición similar a la definida por Lenin y refrendada por el IIIº IVº congresos de la Komintern: la alianza de la clase obrera con el campesinado y otros sectores subalternos.

[39] Gramsci, Cuadernos de la cárcel, 63-66 y 40-45, vol. 2 y vol. 6.

[40] Xavier Torres Sans, «La historiografia de les nacions abans del nacionalisme (després de Gellner i Hobsbawm)», Manuscrits, n.o 19 (2001): 28-31.

[41] Así explica Pierre Vilar el paso desde un nacionalismo burgués a un nacionalismo popular, quien además agrega que: «el nacionalismo no es burgués por naturaleza», Vilar, Historia, nación y nacionalismo, 43-44.

[42] «La sociedad inglesa del siglo XVIII: ¿Lucha de clases sin clases?» E. P Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase: estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial (Barcelona: Crítica, 1979), 13-61.

[43] Aurora Bosch, Historia de Estados Unidos, 1776-1945 (Editorial Crítica, 2005), 49-50.

[44] Richard B. Morris, «Class Struggle and the American Revolution», The William and Mary Quarterly 19, n.o 1 (1962): 29.

[45] Howard Zinn cita esta esta declaración de un granjero en una convención clandestina para oponerse al gobierno controlado por las elites posrevolucionarias: «He recibido abusos de todo tipo, me han obligado a hacer un papel desproporcionado en la guerra; me han cargado de impuestos de clase, municipales y provinciales, continentales y de toda clase […] me han maltratado los sheriffs, los guardias y los recaudadores, y he tenido que vender mi ganado por menos de lo que vale […] los hombres importantes se van a quedar con todo lo que tenemos y creo que va siendo hora de que nos levantemos y paremos esto, y no tengamos más sheriffs, ni recaudadores, ni abogados», Howard Zinn, La otra historia de los Estados Unidos (Argitaletxe Hiru, S.L., 1997), 84.

[46] Según Aurora Bosch: «[…] en las principales ciudades –Boston, Nueva York, Filadelfia–, los nuevos estratos sociales de la clase media se hicieron con el poder incorporando a los blancos pobres», aunque el balance definitivo de la guerra consolidara el dominio de las clases gran propietarias coloniales, Bosch, Historia de Estados Unidos, 1776-1945, 20.

[47] Bosch, 17-34.

[48] Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, 155-158.

[49] Claire Andrieu, Le Programme commun de la Résistance : des idées dans la guerre (FeniXX réédition numérique, 1984), 7-8.

[50] Vilar, Historia, nación y nacionalismo, 143-46; Costas Lapavitsas, L’esquerra contra la Unio Europea: 32, trad. Àngel Ferrero, Edición: 1 (Tigre De Paper, 2020), 122-34.

[51] Neil Davidson, «La linde escocesa», New Left Review 89 (2014): 7.

[52] Neil Davidson, The Origins of Scottish Nationhood (London: Pluto Press, 2000).

[53] Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, 16-17 y 27.

[54] «Atenas está donde están los atenienses» Temístocles ante la batalla de Salamina, depués de la evacuación de Atenas, en Los Persas, de Esquilo, quien como combatiente en la batalla recreó el episodio, que Heródoto relató. Eric Hobsbawm muestra con numerosos ejemplos las dificultades de vincular la nacionalidad al territorio. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780.

[55] Xavier Domènech, Un haz de naciones: El Estado y la plurinacionalidad en España (Barcelona: Península, 2020).

[56] Los casales catalanes o centros gallegos existentes en varios países latinoamericanos y también en EE. UU. son una muestra de ello, ver Silvina Jensen, «Asociacionismo catalán en América Latina. Notas al estudio de un territorio poco explorado», 129-150; Marcelino Xulio Fernández Santiago, «Asociacionismo gallego en América, 1871-1960», 199-233; Germán Rueda Hermanz, «Asociaciones y otras formas de relación de los españoles en Norteamérica», 235-276; en Juan Andrés Blanco Rodríguez, El asociacionismo en la emigración española a América (Zamora: UNED Zamora, 2008). En EE. UU. el fracaso relativo del «melting pot» debido al predominio de la cultura wasp, también denominada Anglo-conformity, con delataba una xenofobia a veces latente y a veces expresada, impulsó a que los inmigrantes alemanes en un momento acariciaran la idea de crear un Estado alemán, que se convertiría en miembro de la Unión, y la comunidad griega consideró la posibilidad de elegir diputados para el parlamento de Atenas, ver Adams, Willi Paul, Los Estados Unidos de América (Madrid: Siglo XXI de España Editores, S.A., 1992), 192-195.

[57] Pueden registrarse, al menos con el inicio de las organizaciones obreras americanas, asociaciones de trabajadores en función de su nacionalidad de procedencia. Morris Hillquit señala que en 1868 se constituyó la General German Labor Association (Allgemeiner Deutscher Arbeiterverein), formada por obreros alemanes y considerada la primera organización marxista de cierta influencia, mientras se formaban otras secciones alemanas en San Francisco y en Chicago, mientras que en 1870 se había constituido en Nueva York una sección francesa y otra bohemia, ver Morris Hillquit, History of Socialism in the United States. (New York: Funk & Wagnalls Co., 1903), 195-196. Sobre la composición nacional de las secciones obreras motivaron que Marx opinara que no representaban a «ninguna sección de trabajadores norteamericanos, sino a secciones constituidas por extranjeros residentes en Estados Unidos», cit. por Marianne Debouzy, «El movimiento socialista en los Estados Unidos hasta 1918», en Historia General Del Socialismo (Barcelona: Destino, 1976), 639. En el caso del movimiento obrero argentino, se registran en las décadas de 1880 y 1890 la constitución de grupos obreros por nacionalidades, que son precursores del futuro Partido Socialista Argentino. En diciembre de 1881 se funda el club Vorwärts, que asumiría el programa del PSD de Alemania, formado por exiliados alemanes como consecuencia de la represión impulsada por Bismarck mediante la aplicación de la ley Antisocialista de 1878, en 1891 se constituyó el grupo francés Les Egaux, y en abril de 1894 se constituyó el grupo italiano Fascio dei Lavoratori, que asumió el programa del PSI, Jacinto Oddone, Historia del socialismo argentino (Buenos Aires: La vanguardia, 1934), 201-202.

[58] Blanco Rodríguez, El asociacionismo en la emigración española a América, 9-11.

[59] Ver respectivamente, «La economía “moral” de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII», Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase, 62-134; E. Thompson, La formación histórica de la clase obrera: Inglaterra: 1780-1832 (Editorial Laia, S.A., 1977), 101-135.

[60] Miquel Caminal, «Trilogía federal: tres cartas de un federalista catalán», Democràcia i plurinacionalitat (La Magrana, 2017) (edición electrónica).

[61] Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, 137–139.

Sumario

  1. Introducción. El debate sobre la cuestión nacional en el marxismo y en general en las ciencias sociales
  2. Polonia y los polacos entre la partición de 1772 y la reunificación de 1918
  3. Marx, Engels y la cuestión polaca
  4. La cuestión nacional en la Segunda Internacional
  5. Rosa, la cuestión polaca y la Internacional Socialista (1893-1904)
  6. Rosa y el desarrollo del capitalismo en Polonia (1897)
  7. Rosa y el socialismo polaco y ruso (1900-1907)
  8. La cuestión nacional y la autonomía (1908-1909)
  9. La cuestión nacional y la gran guerra de 1914-1918
  10. Rosa y la cuestión nacional en la Revolución ursa
  11. Conclusiones. Rosa y la cuestión naciona

Anexos

Rosa Luxemburg: La autonomía del Reino de Polonia

Cronología: Rosa Luxemburg y la cuestión nacional (1871-1919)

Biografías

Fuente: Capítulo 1 (Introducción) del libro de Alejandro Andreassi y Joan Tafalla ¿Tienen patria los obreros? Rosa Luxemburg y la cuestión nacional (1893-1918). Manresa, Ed. Bellaterra. 2021.

Portada: Cartel socialista alemán del 1 de mayo de 1901, obra de Otto Marcus (Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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