Igor Torbakov*

 

En junio de 2021, Vladímir Putin invocó en un artículo a la «nación trina» (Rusia, Bielorrusia, Ucrania) y a la «unidad histórica» de rusos y ucranianos, y advirtió sobre una toma hostil del país vecino por parte de Occidente. Este pensamiento es la consecuencia de un alejamiento cultural de la Europa supuestamente decadente, que los intelectuales cercanos al Kremlin han forzado durante años.

Es indiscutible que las relaciones entre la Unión Europea y Rusia han tocado fondo. A comienzos de 2021, Moscú llegó a amenazar con cortar todos los vínculos con la Unión, y su ministro de Asuntos Exteriores consideró oportuno citar el proverbio latino «Si vis pacem para bellum» («Si quieres la paz, prepárate para la guerra») para subrayar la determinación de su país. En vista de la reciente escalada en Ucrania, esta amenaza era claramente más seria que lo que muchos en Europa quisieron creer en ese momento.

Por supuesto, todos los ojos están puestos en las implicaciones políticas y económicas del abismo cada vez más profundo entre Moscú y Bruselas. Los aspectos inmateriales del cambio en el comportamiento internacional del Kremlin reciben menos atención. Desde la jugada de Crimea y la debacle del este de Ucrania, el imaginario político de las elites de Moscú ha cambiado dramáticamente. En el fondo se trata de un alejamiento mental de Europa.

Nada documenta con más claridad este drástico cambio que un memorándum de 2014, aparecido en relación con el desarrollo de un nuevo concepto político-cultural. «Rusia debe entenderse como una civilización única y distinta que no puede reducirse ni a Occidente (Europa) ni a Oriente», escribieron los autores, y agregaron sin ambages: «En resumidas cuentas, esta tesis –confirmada por toda la historia del país y de su pueblo– dice: Rusia no es Europa».

Vladimir Putin durante la ceremonia de coronación de Kiril como 16º patriarca de Moscú y todas las Rusias en Moscú, el 1 de febrero de 2009 (foto: Alexei Druzhinin / Reuters)
«Un mundo nuevo»

Durante los últimos tres o cuatro siglos, las interpretaciones rusas de qué es lo europeo y cuál es la relación de Rusia con Europa han fluctuado constantemente. En la era de Pedro el Grande, los geógrafos e historiadores de su corte jugaron un papel decisivo en el nuevo trazado de las fronteras de Europa. Al designar los Urales como la frontera oriental de Europa, incluyeron decididamente la mayor parte del territorio occidental del Imperio Ruso dentro del viejo continente. Este tipo de cartografía mental sirvió como base simbólica para la política de europeización impulsada tanto por Pedro el Grande como por Catalina la Grande. En su aclamado «Nakaz», el gran «borrador» de su política de 1767, Catalina declaró abiertamente: «Rusia es un estado europeo».

Durante los siguientes dos siglos hubo constantes idas y venidas sobre si Rusia era «europea» y en qué medida. Pero a medida que la Unión Soviética se acercaba a su fin, el Kremlin parecía haber adoptado la fórmula de Catalina. Una de las ideas favoritas de Mijaíl Gorbachov era la de un «hogar europeo común». Boris Yeltsin habló de un «regreso a la civilización europea» y, en 2005, Vladímir Putin afirmó que Rusia era «una potencia europea» que se había desarrollado y modificado «de la mano de otras naciones europeas» durante los últimos tres siglos.

Sergei Karaganov junto a la expresidenta letona Vaira Vike-Freiberga, furante la Conferencia de Seguridad de Munich el 14 de febrero de 2016 (foto: OSCE)

En estos días, sin embargo, el Kremlin proclama que Rusia es una civilización autónoma que se diferencia de la europea. Los principales pensadores políticos del país dicen que Rusia necesita liberarse de las ideas eurocéntricas. Según el politólogo Sergey Karaganov, «desde hace 100 años se habla de la ‘decadencia’ de Europa. Pero ahora parece que se ha llegado a un estadio crítico». En Rossiya v globalnoj politike, la principal revista de política exterior de Rusia, Karaganov afirma que la Europa de la Unión Europea rechaza «muchos valores europeos fundamentales que se han convertido en parte de la identidad rusa». Los «nuevos» valores e «ideologías» de la Unión Europea –ofensiva promoción de la democracia, derechos de las minorías, feminismo, derechos LGBTI, movimiento como Black Lives Matter [Las vidas negras importan] o MeToo– son «tóxicos». Es por eso que, según Karaganov, ha llegado la hora de cuestionar la «orientación cultural y espiritual general de Rusia hacia Europa, nuestras raíces europeas».

En febrero de 2021, Novaya Gazeta publicó un «manifiesto» con el título «La violación de Europa 2.0». Se expresa en un sentido similar, aunque con un lenguaje mucho más colorido. Konstantin Bogomolov, destacado director de teatro, describe a los ideólogos de la Europa actual como una «mezcla agresiva de activistas queer, femeninas fanáticas y ecopsicópatas». Conforme a su tradición de imitar sin gracia modales y costumbres europeos, los rusos han «terminado en la cola de un alocado tren que se dirige a un infierno como los imaginados por el Bosco, donde seremos recibidos por demonios multiculturales y de género neutro». El consejo de Bogomolov habla por sí solo: «Todo lo que tenemos que hacer es desenganchar el vagón, persignarnos y comenzar a construir un mundo nuevo».

Rusia ha vivido en un mundo eurocéntrico durante, por lo menos, 300 años, tal como afirman los corifeos rusos, por lo que Europa ha visto continuamente a su país como el «bárbaro a las puertas» o el «eterno aprendiz». Pero ahora, según un informe publicado bajo los auspicios del Consejo Ruso de Política Exterior y de Seguridad, «Europa tendrá que darse cuenta de que tiene que revisar su diálogo con Rusia», según los autores Fyodor Lukyanov y Alexei Miller. «No porque el aprendiz ahora domine la cuestión por completo (o no lo domine en absoluto). Esa ya no es la cuestión clave. La razón es simplemente que ya no hay aprendices porque ya no quieren ser aceptados en el gremio ni obtener su reconocimiento».

Konstantin Bogomolov (foto: Moskva24)

El dilema de la intelligentsia

En lugar de un completo análisis de cómo las experiencias históricas de Rusia se relacionan con las de «Europa», me gustaría presentar más bien dos enfoques teóricos que pueden ayudar a orientarse en este terreno tan controversial. En primer lugar está la teoría de la división cultural entre Occidente y Oriente presentada por el difunto Martin Malia. Malia pone en duda la existencia de una clara línea que divida «Occidente» de «Oriente». Supone, en cambio, que existe una gradación más suave que puede ser experimentada por quienes atraviesan el esencialmente unificado continente euroasiático en dirección al este. La segunda teoría, desarrollada por Maria Todorova, establece una «sincronicidad relativa en el marco de un desarrollo de longue durée (larga duración)». Al situar diversos nacionalismos europeos en una estructura unificada de modernidad, Todorova evita el discurso del «atraso» y define «Oriente» –Europa oriental, los Balcanes y Rusia– como parte de un espacio europeo común1.

Ambas teorías ponen el acento en el carácter fundamentalmente europeo de Rusia y ninguna discute la posición periférica del país. La relativa subalternidad de Rusia con respecto a Europa parece inevitable simplemente porque nunca ha generado su propia visión de la modernidad, sino que ha adoptado una visión europea. De aquí surgió un dilema persistente que los intelectuales rusos –la llamada intelligentsia– han sufrido durante los últimos 200 años. Según el historiador estadounidense Alan Pollard, «los elementos que constituían su conciencia eran en su mayoría productos occidentales. Así que precisamente esas cualidades de la intelligentsia que le dieron la capacidad de comprender –es decir, lo que constituye su esencia– distanciaron a este grupo de la realidad de la vida en el país, la cual precisamente tenían que retratar»2.

Además, reconocer que la tradición intelectual moderna de Rusia es una imitación y que el país depende culturalmente de Europa se da de bruces con la idea de la grandeza rusa. En la imaginación de las elites gobernantes del país, a lo largo de su historia, Rusia ha formado principalmente un centro de poder alternativo que persigue un «proyecto» global y universal, como el imperio ortodoxo de los Románov o el imperio soviético. Ver a Rusia en un papel de estudiante hizo que el país apareciera como un socio menor en el concierto de poder europeo.

Desde la visión paneslava de Rusia como un «tipo histórico-cultural» originario hasta la reinvención del país como un mundo autónomo dentro del eurasianismo clásico, la lucha con este doble dilema ha sido lo que dio siempre forma a los discursos de la intelligentsia rusa sobre la nación y el posicionamiento internacional a lo largo de los siglos XIX y XX. Detrás de estos ejercicios de geografía simbólica había una aspiración compartida por generaciones de pensadores nacionalistas: cuestionar la perspectiva eurocéntrica dominante e insistir en el estatus de Rusia como una civilización autónoma, totalmente soberana y, como mínimo, a la par de cualquier otra gran potencia europea.

Los actuales ideólogos cercanos al Kremlin se nutren de este reservorio de metáforas, significados, imágenes y tropos. Sin embargo, quienes hoy se oponen a Europa ignoran el hecho de que sus predecesores del siglo XIX, mientras acumulaban amplia evidencia de la inminente desaparición de Occidente, se posicionaban con ello en un animado debate dentro de Europa. De hecho, sus constructos intelectuales fueron en gran medida productos del espíritu europeo. En su estudio histórico-cultural El icono y el hachaJames Billington señaló un «fenómeno significativo» que ha marcado de forma perenne la historia intelectual rusa: la figura del «profeta occidental que mira a Rusia buscando con sus ojos la realización de ideas que en el propio Occidente no encuentran la atención que merecen»3.

A lo largo del siglo XIX, entre estos «profetas occidentales» hubo místicos, románticos, utópicos, reaccionarios y cristianos conservadores europeos como Francois-René de Chateaubriand en Francia, Joseph-Marie de Maistre en Piamonte-Cerdeña, Juan Donoso Cortés en España y Karl Wilhem Friedrich Schlegel en Alemania. En el transcurso del animado diálogo intelectual que mantuvieron con sus hermanos espirituales rusos, les proporcionaron abundantes ilustraciones apocalípticas de la decadencia europea.

La dinámica propia de este debate fue reconocida y comentada ya en la década de 1850. «¿De dónde (…) sacamos la idea o, mejor dicho, este palabrerío melodramático de que Occidente es un viejo decrépito que ya tomó todo lo que pudo de la vida, cuya vida se está acabando, etc.?». Fue el crítico literario ruso Nikolái Chernyshevski quien hizo esta pregunta, y él mismo la respondió de inmediato: «De esos libros y artículos occidentales aburridos y tontos, de ahí lo sacamos»4.

Este venerable y anticuado intercambio intelectual entre el «Occidente» y el «Oriente» de Europa sigue, sorprendentemente, hasta el día de hoy. Los actuales «conservadores» de Rusia tienden a entusiasmarse con la «tiranía de las minorías» en Europa, con la «dictadura del credo occidental» o, más recientemente, con el nuevo «reino» de valores de la Unión Europea. Sin embargo, sus omisiones suelen ser solo pálidas imitaciones de las obras de los paleoconservadores occidentales o intelectuales de la nouvelle droite (nueva derecha) como Paul Gottfried, Alain de Benoist o Guillaume Faye.

Alexander Dugin (primero por la derecha) en una manifestación de apoyo a Serbia en Moscú, el 27 de abril de 2008. (AP Photo/Mikhail Metzel)
Hombres furiosos en el Kremlin
Existe una marcada discrepancia entre los fuertes sentimientos que emanan de los escritos de los intelectuales rusos del siglo XIX y los de sus epígonos actuales. La mayoría de los primeros amaba a Europa y sufría su supuesta decadencia. Por el contrario, los segundos parecen estar motivados principalmente por el resentimiento y la hostilidad hacia «Occidente», sentimientos que surgen de una combinación indigesta de arrogancia y complejos de inferioridad.

Alexéi Jomiakov, líder intelectual de los eslavófilos, y Fiódor Dostoievski más tarde, quedaron profundamente consternados por lo que veían a través de las fronteras occidentales de Rusia. Ambos se daban cuenta, entre suspiros, de que, tras los levantamientos revolucionarios de finales del siglo XVIII y XIX, Europa estaba fuera de quicio, y que su país estaba llamado a curar sus heridas con el poder del espíritu ruso. «Los rusos tenemos dos patrias: nuestra propia Rusia y Europa, incluso aunque nos denominemos eslavófilos», dijo Dostoievski en su Diario de un escritor de 1876. «¡Europa, esto es algo terrible y sagrado, Europa!», escribió allí al año siguiente. «Oh, caballeros, ¿tienen idea de cuánto queremos a Europa (…) Europa, esta ‘tierra de milagros sagrados’! ¿Saben lo queridos que son para nosotros estos ‘milagros’ y cuánto adoramos, con amor más que fraternal y cariño, a esas grandes tribus que la pueblan, junto con todas las cosas grandes y gloriosas que han realizado? ¿Saben cuántas lágrimas hemos derramado y cómo han latido nuestros corazones ante la suerte de esta tierra amada, esta patria, y qué temor cunde en nosotros ante los nubarrones que se ciernen en su horizonte?»5.

Los escritos de los intelectuales contemporáneos favorables al Kremlin carecen de tal cariño. Para Dmitri Trenin, director del Carnegie Center de Moscú, Europa ha dejado de ser «patria», «sagrada» o incluso «amiga». Para la Rusia de hoy es simplemente «uno de los tantos vecinos, parte de una gran Eurasia que se extiende desde Irlanda hasta Japón». El objetivo estratégico de desarrollar una estrecha cooperación y una alianza política con Europa –una idea que aún fascinaba las mentes de intelectuales y políticos liberales en Rusia durante la década de 1990– ahora es considerado impracticable, si no dañino. El progreso de Rusia ya no se conecta con sus raíces europeas.

Manifestación ultranacionalista en Moscú en 2014 (foto: EPA)

Timofei Bordashev, destacado analista de Moscú, opina que «es imposible avanzar sin alejarse de una parte esencial de [nuestra] propia herencia, incluido quizás su núcleo: el carácter europeo del Estado ruso»6. Europa como fuente de innovación se considera agotada. «Obtuvimos todo lo que necesitábamos de Europa hace mucho tiempo», observan sobria y fríamente Karaganov y otros analistas políticos de ideas afines. «Todo lo demás», dicen, «o ya lo tenemos o simplemente es inalcanzable porque no podemos manejarlo: desde un punto de vista histórico, Rusia es un Estado autoritario. (…) Es hora de dejar de avergonzarnos del hecho de que históricamente estemos ligados a un sistema de gobierno autoritario y no a la democracia liberal»7.

En el fondo, se trata de eso. Lo que preocupa a los furiosos hombres del Kremlin no es «Gayropa» –un cuco producido para consumo interno– sino los ideales y valores políticos fundamentales de la Unión Europea: dignidad humana y libertad, Estado de derecho, democracia y tolerancia. Son estos aspectos de la herencia de Europa los que los gobernantes del Kremlin, que presiden un régimen autoritario cada vez más represivo, no pueden manejar.

Pero estos «valores europeos» ya son universales. Las generaciones más jóvenes lo entendieron. Ganan las calles de todo el vasto país para desafiar a las elites en el poder. Los gobernantes del Kremlin, por su parte, también parecen entenderlo. Pero ahora, siempre dispuestos recurrir a técnicas de ocultación, tildan toda la herencia europea de «tóxica». Desde su punto de vista, a Rusia le va mejor cuando desengancha su «vagón» del «alocado tren» europeo. Pero queda claro que esto no es más que una utopía reaccionaria.

Gayropa como arma geopolítica: Ucrania ante el dilema entre la depravación europea y los valores tradicionales representados por Rusia (imagen propagandística reproducida en eurozone.com)
Notas
  1. Martin Malia: Russia under Western Eyes: From the Bronze Horseman to the Lenin Mausoleum, Belknap Press, Cambridge, 1999; Maria Todorova: «The Trap of Backwardness: Modernity, Temporality, and the Study of East European Nationalism» en Slavic Review vol. 64 N° 1, 2005.
  2. Alan Pollard: «The Russian Intelligentsia: The Mind of Russia» en California Slavic Studies N° 3, 1964, p. 15.
  3. James H. Billington: The Icon and the Axe: An Interpretive History of Russian Culture, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1966, p. 173 [hay edición española: El icono y el hacha: Una historia interpretativa de la cultura rusa, Madrid, Siglo XXI, 2012, traducción de Esther Gómez Parro]
  4. Nikolai G. Chernyshevskii: Polnoe sobranie sochinenii, 15 vols., Moscú, 1947, vol. 3, p. 83.
  5. Fyodor M. Dostoevsky: A Writer’s Diary. Vol. 1: 1873–1876, Northwestern University Press, Evanston, 1994, p. 505; vol. 2: 1877–1881, p. 1066.
  6. Timofei Bordachev: «Legko li Rossii rasstatsia s Evropoi» en VTimes, 16/2/2021.
  7. Sergei Karaganov: «Avtoritarism v Rossii ne naviazan sverkhu» en Peterburgskii dialog, 4/10/2018.

*Igor Torbakov, historiador ucraniano especialista en la historia y la política de Rusia y Eurasia, miembro del Instituto de Estudios Rusos y Eurasiáticos de la Universidad de Uppsala (Suecia).

Fuente: Este artículo fue publicado originalmente en Eurozine con el título «Putins Russland oder: Die geistige Entkopplung von Europa» y reproducido por Blätter für deutsche und internationale Politik.

Traducción: Carlos Díaz Rocca en Nueva Sociedad, marzo de 2022

Portada:  Nueva Sociedad

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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