Los acontecimientos que desembocaron en los terribles traumas que azotaron el siglo XX resuenan hoy en tiempos de pandemia y de guerra. Si hasta el siglo XIX la Naturaleza marcaba los ritmos demográficos a través de desastres naturales y pandemias, en el siglo XX fue la Política la que selló trágicamente el destino de la población europea. La acción humana eclipsó totalmente la influencia natural sobre la demografía. Y los resultados fueron devastadores.

Massimo Livi Bacci

 

A Maksim M. Litvinov, ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, se atribuye la afirmación que sirve de título a estas páginas. Y no es mentira que el alimento se ha usado como arma en todos los conflictos desde que el mundo es mundo. Las de recurrir a tácticas de «tierra quemada» en los territorios ocupados durante una guerra, esparcir sal por las tierras del enemigo, cortar el abastecimiento a las ciudades asediadas, etc. han sido prácticas comunes en los enfrentamientos bélicos que abundan en la historia. En Italia se dio un ejemplo hace un siglo en los territorios que cayeron en manos enemigas tras la derrota de Caporetto, obligadas a pasar hambre por las requisiciones y la depredación del ejército invasor. Pero, como se verá, constituyó un arma peligrosa cuando se dirigía contra el propio pueblo como ocurrió en la Unión Soviética, donde se manejó de forma incauta según algunos o con deliberación al parecer de otros.

En el siglo XX, la Rusia soviética sufrió dos hambrunas gravísimas con una diferencia de poco más de una década: en 1921-1922 y en 1932- 1933. En breve hablaremos de ellas con más detalle. Cada una de ellas causó un trauma profundo. La primera, que ya hemos mencionado, se infligió a una sociedad martirizada durante siete años por la Gran Guerra, la Revolución y la guerra civil. La segunda, la de los años treinta, se produjo en tiempos de paz, bajo un régimen que había echado ya raíces y se hacía cada vez más fuerte. Aunque ambos traumas, que se saldaron con millones de muertos, se debieron a la Naturaleza, la Política se encargó de agravar el primero y fue la responsable principal del segundo. Recuérdese que, además, en 1891 y 1892, la Naturaleza había azotado ya al pueblo ruso con una grave escasez, engendrada por un otoño árido, un invierno durísimo de nieves escasas y un verano anticipado que supusieron una cosecha pésima en las zonas de cereal de las Tierras Negras centrales por las que discurría el Volga, conformadas por 17 provincias de una extensión equivalente a dos Francias. La Política procuró entonces moderar los efectos catastróficos del hambre concediendo cuantiosas prestaciones públicas a 13.000.000 de los 35.000.000 de habitantes con que contaba la región afectada, prohibiendo la exportación de cereal y solicitando ayuda del extranjero. Se calcula que los muertos causados por esta hambruna llegaron al medio millón.

En 1891-1892, las condiciones rurales no eran, desde luego, mejores que las que se darían treinta años después; pero entonces la Política trató de atenuar las consecuencias de la escasez y en parte lo logró, por más que la acción del Gobierno no estuvo exenta de críticas. No puede decirse lo mismo del hambre de principios de la posguerra, cuyo importe en vidas humanas se vio agravado por la intervención pública. Entre 1921 y 1922, de hecho, la Política determinó condiciones que empeoraron las consecuencias de la carestía. Un informe elaborado por la Liga de Naciones recoge la siguiente entre las causas de la crisis:

La revolución habida en la distribución de la tierra. La confiscación de tierras de propiedad privada, la restauración de «comunas» en pueblos en los que el proceso de cercamiento había empezado a instaurar tierras de labor de pleno dominio y, en muchos casos, la división de la tierra de campesinos acaudalados entre campesinos sin tierras e inmigrantes de las ciudades supuso el regreso a técnicas agrícolas menos avanzadas.

Además, las expropiaciones y los gravámenes alimentarios afectaron a la población agrícola y, por lo tanto, a cuatro quintas partes de la población del país:

El Gobierno, … para garantizar el avituallamiento del Ejército y evitar la hambruna entre los obreros industriales, recurrió a medidas coercitivas a fin de hacerse con el grano de los campesinos. Dado que estas requisiciones, que, a diferencia de las que había llevado a cabo el Gobierno precedente, se basaban en el principio de que toda producción que excediera de las necesidades alimentarias mínimas pertenecía al Estado, quien asumiría la responsabilidad de cubrir las demás necesidades del campesino, el plan acabó por privar a este de todo incentivo que pudiese haber tenido para producir excedentes más allá de sus propias necesidades.

El instrumento de la requisa, o del acopio forzoso, nacido en tiempos de guerra y justificado en situaciones de emergencia como las dictadas por la hambruna, se utilizaría también, pues, como «arma política»».

Confiscación de trigo y maíz escondidos (foto publicada en Ukraínski Institut Natsionalnoi Pámiati y V. Yúshchenko, eds., Natsionalna kniha pámiati zhertv Holodomoru 1932-1933 rókiv v Ukraíni, Kiev, Vidávnitstvo im. Oleni Telihi, 2008)

El otro instrumento politíco que agravó la situación de 1921-1922 y se contó entre los factores que causaron el desastre de 1932-1933 fue el desposeimiento, la persecución y la deportación de los kulakí, los campesinos prósperos que contaban con una dotación de tierras considerable que trabajaban directamente o con la ayuda de mano de obra asalariada. La reforma agraria de 1906 permitió a los campesinos ricos dejar las tierras comunales y comprar las suyas propias, contratar empleados, arrendar sus propiedades y comprar maquinaria. En 1917, en Ucrania, el 12% de las familias eran kulakí y, durante la guerra civil, que se prolongó desde dicho año hasta 1921, vieron destruidas sus granjas:

Los decretos soviéticos prohibieron la explotación del trabajo de otros y abolieron el arrendamiento de tierras. Se introdujo el término «deskulakización» para designar la confiscación oficial de tierras y demás propiedades. En Ucrania, el I Congreso de los Comités de Campesinos Pobres aprobó, en octubre de 1920, la resolución de «eliminar las granjas de kulakí como granjas de terratenientes», requisar sus propiedades y expulsarlos de los pueblos.

Los efectos negativos que tuvo esta política sobre la producción se reconocerían más tarde con la llegada de la Nueva Política Económica (NEP) de 1921, que restituyó a los propietarios la facultad de arrendar sus tierras y contratar mano de obra. Pocos años después, el 27 de diciembre de 1929, Stalin anunció ante una conferencia de marxistas agrarios el paso de la estrategia de moderación de las «tendencias explotadoras de los kulakí» a una «política de aniquilación de los kulakí como clase». Para ello se dividieron en tres categorías: la de los más peligrosos, a los que separarían de sus familias y arrestarían para enviarlos a campos de trabajo remotos o fusilarlos; la segunda, menos peligrosa, a cuyas familias deportarían a regiones apartadas, y la de quienes sufrirían la expropiación de sus bienes para asentarse en tierras de explotación en su propio distrito. La tragedia de la aniquilación de los kulakí se verifico en tres oleadas sucesivas que fueron desde finales de 1929 hasta 1933. Si, en las estimaciones de Molotov, las familias kulakí debían de ser entre 1.300.000 y 1.500.000 (lo que supone un total de entre seis y siete millones de almas), las expropiaciones excedieron sin duda tales cifras al hacerse extensivas a otras categorías de campesinos. Moshe Lewin concluye al respecto: «lo que es cierto es que debió de deportarse a varios millones de familias, hasta un total de diez millones de personas, si no más, de las cuales fueron muchísimas las que fallecieron».Lewin, criticado a menudo por sus cálculos exagerados que, no obstante, han demostrado ser correctos, afirma que «una estimación meditada hace pensar que murió entre un cuarto y un tercio de los deportados» en los extenuantes traslados —que con frecuencia se acometían a pie—, en campos de trabajo situados en climas rigurosísimos, victimas del frío, el hambre, las enfermedades, la violencia o el pelotón de fusilamiento. Con todo, más allá de las pérdidas demográficas, pavorosas de por sí, la aniquilación de los kulakí, más acomodados que la media, pero también más eficientes, causó un daño significativo y duradero a la capacidad del sistema agrícola.

Acto con pancartas en las que se llama a la «liquidación de los kulakí como clase» y a la lucha contra los «saboteadores de la agricultura» (foto: Wikimedia Commons)

La Política tuvo también una función nada desdeñable en la gravedad de los traumas provocados por las hambrunas. Mientras que, entre 1921 y 1922, se logró aliviar la suerte de los famélicos gracias a una cuantiosa prestación de asistencia externa, diez años después se negó oficialmente la catástrofe, se impuso una férrea censura a toda noticia que la abordase y se instruyó o se engañó a cuantos visitaban la nación. En 1919, Lenin rechazó una oferta de Estados Unidos de hacer extensivas a Rusia las ayudas que habían socorrido a las poblaciones europeas hambrientas por la guerra, las mismas que se habían puesto a disposición del país durante la crisis de hacía treinta años. Sin embargo, en 1921 la situación manifestó una gravedad imposible de ocultar e hizo necesario recibir auxilio del exterior. En primavera, un grupo de personalidades rusas publicó un llamamiento, redactado por Máximo Gorki, que concluía con estas palabras: «Ruego a todos los europeos y americanos honrados un auxilio rápido al pueblo ruso. Dennos pan y medicinas». Finalmente, en agosto de 1921, se constituyó el Comité Internacional de Socorro a Rusia (International Committee for Russian Relief o ICRR), que contó con una notable autonomía en sus acciones, sostenidas sobre todo por la Administración de Ayuda Estadounidense (American Relief Administration o ARA), encabezada por Herbert Hoover —quien asumiría en 1929 la presidencia de Estados Unidos—. En septiembre partió de Londres un buque con seiscientas toneladas de provisiones (alimento, medicinas y demás) y en octubre se abrió el primer comedor social en Saratov, epicentro de la hambruna. En el período de mayor escasez se dio de comer a diario a mas de diez millones de personas. Diez años después, no se abrieron las fronteras a la ayuda extranjera ni se bloquearon las exportaciones de grano —mientras la población moría de hambre— con el fin de obtener valiosos ingresos con los que importar maquinaria industrial. La Política tomo su elección… con un coste social exorbitante.

Niños famélicos durante la hambruna de 1921-1922 (foto: Getty Images)
El coste humano de la hambruna de 1921-1922

En 1921, acabada la guerra en el frente occidental, concluida de hecho la guerra civil y tras restablecerse cierta normalidad, Rusia sufrió de nuevo el trauma espantoso de la hambruna, mucho más grave en esta ocasión que la que había padecido treinta años antes. La crisis golpeaba entonces un país extenuado, con una agricultura empobrecida por las pérdidas humanas que habían supuesto los conflictos, la devastación bélica y las heridas infligidas por el sistema económico. En 1920, en el panfleto titulado Terrorismo y comunismo, Trotski describe Rusia como «un país famélico que sufre por el tremendo colapso del sistema de transporte y de la administración de los bienes alimentarios». En la posguerra quedó muy menguada la superficie de las tierras cultivadas, reducidas a poco más de la mitad en comparación con los anos anteriores a 1914, y también se vio sensiblemente disminuida la productividad. La cosecha de cereal, equivalente a 65.200.000.000 de kilogramos anuales de media durante el quinquenio anterior a la guerra, se redujo a 50.000.000.000 en 1918-1919, a 45.200.000.000 en 1920 —año difícil en el que se manifestaron los primeros síntomas de la hambruna— y a 36.300.000.000 en 1921, el año del hambre. Además, buena parte de la producción se destinaba a la exportación. La Sociedad de Naciones, en el informe citado más arriba, imputaba la escasez no solo a la sequía prolongada y a factores políticos evidentes como la expropiación de la tierra a los campesinos acaudalados y la confiscación de los excedentes, sino también a la «[f]alta de maquinaria, herramientas y bestias de tiro». Las importaciones de determinados bienes, verificadas en grandes cantidades antes de la guerra, se interrumpieron por esta, por el bloqueo que la siguió y por la revolución económica, que hizo imposible el comercio entre Rusia y Europa. Las pérdidas de animales destinados a cubrir las necesidades del Ejército durante las hostilidades fueron «en parte causa y en parte consecuencia del rápido empobrecimiento de la agricultura rusa». Asimismo, la Revolución de Octubre creo una

fractura entre el campo y la ciudad. La política de nacionalización y confiscación emprendida por el Gobierno soviético … destrozó el mercado, desorganizado de antemano por el desplome de la industria y la depreciación del rublo a comienzos de la Revolución. En consecuencia, no había bienes manufacturados ni una moneda fiable que ofrecer a los campesinos a cambio de sus excedentes.

Entierro de víctimas de la hambruna en Samara, 1921 (foto: Getty Images)

Hubo otros factores: la caída de la producción frumentaria tras la guerra —y en particular en 1920— había impedido al campesinado contar con las reservas alimentarias de costumbre, que habrían podido atenuar los efectos negativos de las desastrosas cosechas; pero, además, los daños sufridos en las redes ferroviarias, el material rodante inutilizable y la escasez de combustible impidieron a las poblaciones que no se habían visto afectadas por el hambre socorrer a las damnificadas. El Gobierno y el ICRR coincidieron mas o menos en que la «región del hambre» debía de abarcar entre 20.000.000 y 24.000.000 de habitantes. La conformaban 27 provincias del curso medio y bajo del Volga, situadas en el sur de Ucrania. Fuera de esta área, la producción fue aún mejor que la del año anterior.

A falta de datos fiables sobre la mortalidad, debemos confiar en las estimaciones de los expertos y en algún que otro dato suelto. Se da por cierto que 1921 se cerró con un exceso de entre un millón y medio y dos millones de muertos respecto a lo normal (si se puede hablar de normalidad en lo tocante a aquellos años convulsos). El doctor Nansen, diplomático noruego encargado de coordinar el ICRR, elevaba la cifra a tres millones. Algunas fuentes hablaban de una mortalidad del 67‰ en Yekaterinoslav (hoy Dnipro) y del 79‰ en Crimea. En Odesa, durante la primera parte de 1922, fue del 80-90‰, cuando en el periodo de pre guerra no llegaba al 30‰. Si hacemos extensivas estas tasas a toda el área afectada por la hambruna, se podría pensar que el exceso de muertes debió de hallarse entre 800.000 y 1.200.000. La escasez alimentaria y las patologías a ella asociadas —además del tifus, la fiebre tifoidea, la fiebre recurrente, la malaria y demás enfermedades ligadas a la desnutrición— golpearon también con fuerza otras muchas zonas del país y aumentaron más aun al numero de fallecimientos de aquel año.

Existe otro documento que nos brinda un calculo relativo a la población de 20 de las 27 provincias más afectadas por la escasez. Los 27.000.000 de almas con que contaban en 1921 se vieron reducidas a 25.100.000 en 1922, lo que supuso una disminución del 8,2%. Aunque no sabemos cuánto pudo incidir la emigración, semejante caída es compatible con las cifras «millonarias» de muertos atribuibles a las consecuencias de la hambruna.

Víctimas de la hambruna en el cementerio de Buzuluk, invierno de 1921-22 (fotografía de Fridtjof Nansen /Wikimedia Commons)
«Holomodor»: La gran hambruna de 1932-1933

El termino Holodomor («hambre de masas» en ucraniano y ruso) define la gran escasez que atormentó Ucrania y otros territorios de la Unión Soviética entre 1932 y 1933. Semejante crisis fue consecuencia de errores de cálculo manifiestos acerca de los resultados que podía acarrear la colectivización, cuyos efectos se vieron ampliados por una operación puesta en práctica a marchas forzadas y guiada por la ilusión de que sería posible manipular de la noche a la mañana a decenas y decenas de millones de familias sin provocar alteración alguna en el sistema de producción en un juego ciclópeo de suma cero, así como por la falta de conciencia de que la forzosa dislocación económica y geográfica privaría a dichas poblaciones —precarias por obra de la pobreza— de los mecanismos de defensa y protección ante situaciones de tensión y dificultades que habían construido generación tras generación y que se habían frenado y destruido inopinadamente.

Todavía no habían transcurrido diez años del final de la guerra civil y de los últimos coletazos de la gravísima hambruna sufrida cuando empezó a asomar en el horizonte una nueva crisis que asumiría proporciones catastróficas. Esta nueva crisis tiene un origen estrictamente político en la «gran ruptura» que marcó el fin de la Nueva Política Económica (NEP) y el lanzamiento de una industrialización tan colosal como ambiciosa. Tal estrategia alimentó hasta la desmesura los procesos de urbanización y de emigración de los campos a los nuevos distritos industriales, lo que hizo crecer la demanda de recursos alimentarios. Esta se vio satisfecha con fuertes exacciones de productos agrícolas con arreglo a la práctica consolidada desde el inicio del nuevo régimen. En los años de la NEP entró en crisis la política de acumulación, pues, aun cuando se trataba de operaciones comerciales, los campesinos preferían vender al Estado bienes mejor pagados (como animales o productos de cultivos industriales) y reservar el grano para consumo propio o para la cría. Las campañas de acopio de 1927-1928 y 1928-1929 resultaron insatisfactorias, pues apenas brindaron 11.000.000 de toneladas de cereal, equivalente a un 14% de la producción, e hicieron necesario racionar el pan en las ciudades.

Familia famélica en la zona de Járkiv (foto: Alexander Wienerberger)

En el otoño de 1929 se tomaron dos decisiones importantes que tuvieron consecuencias demográficas desastrosas: la aniquilación de los kulakí, los campesinos ricos, considerados enemigos de la revolución, y la colectivización general de los campos. De la primera ya hemos hablado, aunque cabe recordar que, más allá de la tragedia humana, supuso un daño grave y duradero en la capacidad de la agricultura y del sistema en general a la hora de producir lo necesario para las poblaciones urbanas y de los complejos industriales. El plan de exacción de cereal topaba con dificultades cada vez mayores. La de desposeer a la fuerza de su grano a millones de familias reacias constituía una empresa dificilísima. La utilidad de concentrarlas en pocas unidades productivas de gran extensión fácilmente controlables respondía a objetivos estratégicos evidentes además de a consideraciones ideológicas.

El proceso de colectivización forzosa, aprobado a finales de 1929, se puso en práctica de manera brutal. En marzo de 1930, casi dos tercios de las familias (14.000.000) se encontraron concentradas, con sus bienes, en los koljozi (granjas colectivas). La reacción de los campesinos, que preferían consumir sus existencias y sacrificar a sus animales antes de entregarlos a las granjas colectivas, redujo la marcha del proceso, que, sin embargo, se recuperó a finales de aquel año. La recaudación de grano —a cambio de compensaciones irrisorias— de 1930 fue todo un éxito para el Gobierno, lo que se debió sobre todo a una cosecha excepcional (el Estado se apropió de 22.100.000 toneladas, el 26,5% de las 83.500.000 recolectadas), y los planes para 1931 se volvieron más ambiciosos aún y, para colmo de males, se aplicaron a una estimación exagerada de la cosecha. Las cuotas prefijadas se recaudaron solo mediante abusos, represión y violencia: «a muchos koljozi los despojaron de todo el forraje y también de gran parte de las semillas de que disponían». Pese a todo, en 1932 se aumentaron aún más las cuotas con la intención de alcanzar 29.000.000 de toneladas; pero, entre tanto, disminuyeron las siembras debido al descontento y la desorganización que imperaban en los koljozi, de modo que las cosechas no fueron buenas y los campesinos se volvieron más hostiles.

El Gobierno topó con los límites materiales impuestos por el agotamiento de los campos y por las cosechas mediocres, que lo obligaron a disminuir sus exigencias en muchas zonas… Ucrania y el Cáucaso septentrional, las dos regiones del Volga y las demás zonas cerealistas… se liberaron de la influencia organizada del Partido y del Gobierno y este último reaccionó haciendo de aquella área el vasto escenario de una acción represiva sin precedentes.

En junio de 1932, Vlas Chubar escribió a Mólotov y a Stalin en estos términos:

Ademas de la fragilidad generalizada del plan de adquisición de grano, debida sobre todo a las escasas cosechas obtenidas en toda Ucrania y a las pérdidas colosales habidas durante el proceso…, se introdujo un sistema de confiscación de grano que incluía las reservas de semillas y se confiscó a las granjas colectivas casi todo lo que tenían de valor.

Éxodo de campesinos en busca de comida (foto de Alexander Wienerberger)

A las que satisfacían las cuotas requeridas se les volvía a pedir por segunda y hasta por tercera vez, de modo que «la mayoría de las granjas colectivas de dichos distritos se vio despojada de grano, de pienso concentrado para el ganado, sin alimento para los inválidos…». Además del cereal, se requisaron las patatas y, «en marzo y abril había decenas y hasta cientos de personas desnutridas, famélicas, y gente hinchada que moría de hambre en todos los pueblos. Se multiplicaron los niños abandonados por sus padres y los huérfanos».

En el otoño de 1932 se desato la hambruna y, con ella, la gran catástrofe. Se prolongaría hasta el verano de 1933 y sería especialmente violenta en las áreas cerealistas, sobre todo en Ucrania y en el norte del Cáucaso, que fueron víctimas de la despiadada represión vengativa de Stalin. En tiempos normales correspondía a estas dos regiones un tercio aproximado de toda la cosecha y la mitad de la que se ofrecía en el mercado. Las cuotas exigidas a Ucrania superaban con mucho la media. Así, en 1930 se recaudó el 30% de la recolección y, en 1931, el 38%. Esto se tradujo en hambre y penuria, y dejo una disponibilidad de grano per cápita de 125 kilogramos al año. En 1932, tras otra vuelta más de tuerca, las autoridades se proponen recolectar el 45% de una cosecha reducida a 14.700.000 toneladas por los efectos negativos de la colectivización. Naturalmente, será imposible recoger lo que no puede darse. A principios del mes de noviembre, el plan de exacción se respetó solo en un 41% y, a comienzos de enero de 1933, en un 72%. Con todo, pese al agravamiento de la hambruna y el pavoroso crecimiento de la mortalidad, Moscú no ceja en su empeño y endurece la represión. Insiste en las recaudaciones forzosas, niega todo respiro a las zonas más azotadas, impide la emigración hacia las fronteras de Polonia y Rumanía, vuelve a introducir los odiados pasaportes de tiempos de los zares para evitar la fuga de mano de obra de los campos a las ciudades y se prohíbe la venta de billetes ferroviarios a los campesinos. El resultado no es otro que la tragedia: «el coste de estas medidas en pérdidas humanas fue enorme. Raras veces se ha visto que un Gobierno infligiese tamaño desastre a su propio país» (mapa 7).

Las autoridades negaron y encubrieron la catástrofe; no, desde luego, en las zonas afectadas, sino en otras partes de la Unión Soviética. El veto impuesto a la movilidad interior, la censura, la falta de libertad de movimientos a los periodistas extranjeros no adoctrinados, los viajes organizados para ingenuas personalidades extranjeras —como el de Edouard Herriot, engañado mediante una argucia digna de un Potiomkin—, las declaraciones oficiales, la desacreditación de las voces discordantes de los emigrados, la credulidad voluntaria del resto del mundo —deseoso de estrechar lazos con la Unión Soviética—, el silencio y la manipulación contribuyeron al ocultamiento de una de las mayores catástrofes de nuestro tiempo.

Fpsa común en las afueras de Járkiv, 1933 (foto de Alexander Wienerberger)

No cabe duda alguna de que fue una catástrofe. Cierta corriente de pensamiento sostiene que Ucrania fue víctima de un proyecto genocida en toda regla concebido por Stalin y que iba mucho más allá de la clara voluntad de castigar a poblaciones consideradas desleales para con el régimen. De cualquier modo, por más que las dimensiones de la catástrofe sean objeto de debate, la determinación de la cifra exacta —cinco, diez o quince millones de muertos por encima de la norma—, si es posible en algún momento, no hará nada por cambiar la naturaleza de la tragedia, sino solo por precisar su entidad. Entre 1932 y 1935 cesaron o se volvieron discontinuos el recuento, la elaboración y la publicación de las estadísticas del registro civil. Los resultados del censo de 1937 —que recalcaban la precisión del riquísimo padrón de 1926— se acallaron y se quitó de en medio al director de la Oficina del Censo, O. Kvitkin, y sus colaboradores. «La gloriosa policía soviética —se anunció— ha aplastado el nido de víboras de los traidores instalado en el aparato de las estadísticas soviéticas». El censo había cometido la imprudencia de contar 162.000.000 de habitantes en lugar de los 170.000.000 que había anunciado triunfalmente Stalin hacía un tiempo. La supresión de registros demográficos —los estantes de las bibliotecas especializadas están llenos de publicaciones de los años veinte, periodo de labor intensa a este respecto, y vacíos hasta la desolación en lo respectivo a las tres décadas siguientes— contribuyó a la cortina de humo que se tendió en torno a los trágicos acontecimientos de aquel periodo. La reapertura de los archivos tras la caída del régimen y la recuperación de estadísticas parciales relativas al periodo de 1932- 1934 y el material completo del censo de 1937 permitieron al fin precisar un balance demográfico.

La elevada mortalidad de aquel periodo se debió a las patologías propias de tiempos de crisis, además de al proceso de deskulakización. Los cálculos relativos al «exceso» de fallecimientos se refieren a toda la década de 1927-1936 y se basan en tres pilares. El primero de estos está constituido por la disponibilidad de los censos de diciembre de 1926 y de enero de 1937 (separados por diez años y algunos días) con la distribución de la población por edades y sexo. Se da por hecho que poseen una calidad aceptable y que, en caso de que existan distorsiones, se darán en igual proporción en ambos censos. El segundo pilar está conformado por la estimación de la mortalidad «normal» del decenio, es decir, de la que se habría dado en ausencia de acontecimientos extraordinarios (la deskulakización, el hambre y los fenómenos epidémicos a ella vinculados). Existen tablas de mortalidad relativas a 1926-1927 y 1937-1938, años sin perturbaciones, que ofrecen buenos indicios para el cálculo en cuestión. El tercer pilar es el de la estimación de los nacimientos, que permite evaluar la mortalidad durante la década. Aunque las estadísticas oficiales, como ya se ha dicho, son fragmentarias, otros indicios sólidos permiten elaborar cálculos verosímiles. A la postre, se puede formular la hipótesis —no muy alejada de la realidad, habida cuenta de lo que dan a entender diversos elementos— de que, en dicha década, las migraciones fueron nulas o que, de cualquier modo, su suma debió de ser cercana al cero.

En su conjunto, los resultados de las estimaciones dan un valor máximo del exceso de fallecimientos (obtenido combinando el cálculo más elevado de la esperanza de vida, cuarenta y seis años para las mujeres y cuarenta y dos para los hombres, con el más alto relativo a los nacimientos, es decir, 61.000.000 durante dicha década) y un valor mínimo (respectivamente, cuarenta y dos y treinta y siete, y 56.900.000), así como uno medio teniendo en cuenta parámetros intermedios en gran medida verosímiles. El cálculo arroja un exceso de fallecimientos de 9.500.000 durante la década (el punto central de una horquilla de entre 5.600.000 y 13.400.000), valor equivalente al 6,2% de la población de 1927. Estos valores corresponden a toda la Unión Soviética, si bien la catástrofe golpeo de forma casi exclusiva a Ucrania, el norte del Cáucaso y las regiones meridionales del Volga (zonas en las que se triplicaba dicha incidencia). Las pérdidas adicionales debieron de rondar el doble en el caso de los varones —lo que casa con la mayor violencia que ejercieron contra ellos la dekulakización y la represión en comparación con las mujeres— y ser más elevadas proporcionalmente en el caso de los más jóvenes respecto de los adultos, debido a su mayor vulnerabilidad ante las epidemias (figura 9). Durante varias generaciones, los fallecimientos sufridos en el curso de la década fueron del doble o más en relación con las que cabría haber esperado en caso de que la mortalidad hubiese seguido una evolución normal.

Exceso de muertes de la Unión Soviética (1927-1936) Fuente: M. Livi Bacci, «On the Human Costs of Collectivization in the USSR», Population and Development Review, XIX, 1993, 4.

Desde el punto de vista geográfico, por otra parte, las muertes de la década se concentraron sin duda en Ucrania, el Cáucaso septentrional, el bajo Volga y Kazajistán. Robert Conquest —desconocedor de los resultados del censo de 1937— estima en unos 11.000.000 las pérdidas adicionales del decenio. De estas atribuye 7.000.000 aproximadamente al hambre (5.000.000 en Ucrania, 1.000.000 en el norte del Cáucaso y 1.000.000 en el resto de regiones), 3.000.000 a la deskulakización y 1.000.000 a los sucesos de Kazajistán. Los archivos soviéticos han dado más sorpresas, como la estadística del registro civil, provisional y probablemente incompleta, correspondiente al periodo de 1932-1934. En ella se ilustra el aumento evidente de la curva de fallecidos a partir de diciembre de 1932, que recupera su nivel normal en otoño de 1933. Para el total de la Union Soviética, el número de muertos es del doble más o menos que el que se había registrado en 1932 (año de por sí poco favorable que en su tramo final se ve afectado ya por el comienzo de la crisis); pero las defunciones se triplican en Ucrania, donde llegan incluso a cuadriplicarse en los distritos de Kiev y Jarkov. Piénsese, a modo de referencia, que Francia guardó durante mucho tiempo en la memoria la terrible hambruna de 1693-1694, que causó un aumento de la mitad en el número de muertos en relación con años normales. Esta es, en resumidas cuentas, la historia de una catástrofe de nuestro tiempo que no tuvo nada que envidiar a las violentas crisis del Antiguo Régimen (con preterición de las provocadas por la peste) y que se infligieron a síi mismos los seres humanos a causa de graves errores políticos (si no por voluntad de exterminio ejemplar), censurada en el interior del Estado (se moría de tifus, enfermedad que, sin embargo, se acallaba y aparecía en los certificados como «formulario 2») y ocultada al resto de países.

Finalmente, cabe añadir que la gran crisis —alimentaria y humana— de la primera mitad de la década de 1930 repercutió en la evolución de los alumbramientos, mucho menos numerosos en el trienio de 1933- 1935 (con una media de 5.200.000 y un mínimo de 4.800.000 en 1934) que en el anterior (1930-1932, con 6.300.000) y en el siguiente (1936- 1938, con 6.200.000).31 Además, al exceso de muertes de la década podría sumarse el déficit de nacimientos del mismo periodo, con un impacto demográfico de en torno a 12.000.000 o el 8% de la población de 1927.

La historia es mala maestra, pues no habían pasado treinta años de la catástrofe cuando China repitió, paso a paso, los errores colosales de la Unión Soviéetica: colectivización forzosa de los campos, «Gran Salto Adelante» e industrialización acelerada, desplome de la producción agrícola, escasez, hambre, mortalidad por las nubes, censura y ocultación del desastre. El cataclismo se saldaría, según cálculos fiables, con un exceso de 30.000.000 de muertos en el trienio de 1959-1961, más del triple respecto de lo que había pagado la Unión Soviética, si bien con una cuarta parte de la población de China.

Fuente: Livi-Bacci, Massimo, Los traumas del siglo XX (Barcelona, Pasado & Presente, 2021), capítulo «El alimento es un arma». Política y hambre en Rusia,    páginas 84-94

Portada: moribundos en las calles de Jarkpov, fotografía de Alexander Wienerberger, 1933 (foto: Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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