La divulgadora científica Angela Saini (foto: El Confidencial)

Esta historia cruel y racista, que recuerda a la de Joaquín Eleicegui, el llamado ‘gigante de Altzo’ que retrató la película ‘Handia’, la cuenta la divulgadora científica británica Angela Saini en ‘Superior’ (Círculo de Tiza), un ensayo que recorre las teorías racistas amparadas por la ciencia -con estos espectáculos tan del siglo XIX- y cómo han vuelto en los últimos años con el auge de la extrema derecha y las políticas identitarias. Saini recoge las palabras de multitud de científicos, entre ellos Eric Turkheimer, de la Universidad de Virginia, que después de los sucesos de Charlotesville (EEUU) en agosto de 2017 cuando una chica negra murió atropellada por manifestantes de grupos de supremacistas blancos, explica: “El reciente auge a nivel mundial de las políticas populistas está dando voz de nuevo a opiniones inquietantes sobre el género y las diferencias raciales. Se fomenta el mal uso de la ciencia con el fin de rebajar de forma sistemática el estatus de grupos e individuos”. Saini apostilla preocupada, puesto que también sucede en otros países como Polonia o Alemania: “Se trata de enfatizar la diferencia para obtener réditos políticos”. Y ahí están los genes como la nueva gran estrella para (volver) a diferenciarnos por razas.

En 2018, la revista Nature ya publicó un editorial en el que alertaba de estos movimientos que se han convertido en bulos conspirativos alentados por grupúsculos como Qanon en EEUU. Los mueven tipos que después entran en el Capitolio con cuernos en la cabeza, pero la prestigiosa revista se vio en la necesidad de señalar que “los académicos están ansiosos porque los extremistas escrutan los resultados de los estudios sobre ADN antiguo e intentan utilizarlos con fines engañosos. Lo preocupante es que los estudios de ADN de grupos a los que se describe como francos, anglosajones o vikingos puedan cosificarlos”. Como decía un científico, “todo lo que publicamos va a una base de datos mundial, y un montón de gente reinterpreta los datos en blogs de todo tipo procurando falsearlos u obtener resultados diferentes”. En definitiva, las “cuñadeces” también pueden aparecer en artículos científicos y eso trae consecuencias.

Mapa de razas de Europa publicado por Joseph Deniker en 1899 (Wikimedia Commons)
Darwin y el colonialismo

La Historia es bastante clara con respecto a las teorías racistas: en la práctica siempre han acabado mal. Pero parece difícil que desaparezcan ideas como que la raza es una cuestión biológica y no una construcción social. No hay diferencias biológicas entre las poblaciones. Ese es el empeño que muestra Saini durante todo el libro. Y cómo la Historia también acaba siendo pendular: si bien veníamos de un siglo XVIII en el que la Ilustración nos enseñó a creer que la toda la humanidad era única y que nuestros orígenes eran comunes, la ciencia del siglo XIX, que tampoco estaba aislada de los prejuicios, se obcecó en mostrar diferencias biológicas regionales. Fueron los científicos los que empezaron a preguntarse si realmente todos formábamos parte de la misma especie. Una teoría que los nacionalismos y el colonialismo europeo de esa época alentaron como maná caído del cielo. Y, por supuesto, hubo damnificados, como, por ejemplo, los aborígenes australianos. Como recuerda Saini, estas personas “no recuperaron los derechos sobre sus tierras hasta 1976”. Y es más, “se les prohibió practicar su cultura, hablar su lengua o contraer matrimonios interraciales. Les dijeron que eran inferiores, que llevaban una vida vergonzosa, y adoptaron otros modos de vida porque los europeos los consideraban mejores”.

Los científicos se preguntaban si teníamos el cerebro diferente, pero en aquellos tiempos también había opinadores de todo pelaje. Como ahora, pero sin redes sociales. Entre ellos, Arthur de Gobineau, un diplomático francés que en 1853 publicó el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas en el que argumentaba que había tres razas y una jerarquía obvia entre ellas: “la negroide, que era la inferior con un intelecto limitado, y el hombre amarillo, que tiene poca energía física y tiende a la apatía”. Después, por supuesto, estaba la de Gobineau. Esta teoría era abrumadoramente popular y hasta personalidades como Abraham Lincoln, que no estaban a favor de la esclavitud, creían, sin embargo, que los negros eran inferiores a los blancos.

En 1871, Charles Darwin expuso su teoría de la evolución de las especies. Podía haber acabado con el racismo científico, pero no lo hizo. El británico demostró que todos descendíamos de un ancestro común y éramos la única especie, pero también apreciaba grados entre los más excelentes de las razas superiores y los salvajes que ocupaban el lugar más bajo en la jerarquía. Al final a Darwin, comenta Saini, se le metió en un vaso de cóctel, se le agitó y todo esto dio lugar ala doctrina imperialista del progreso. Los colonizadores eran superiores porque una cosa eran los de la tribu y otra los de las naciones. De hecho, algunos seguidores de Darwin concebían al negro africano como el eslabón perdido entre el primate y el europeo blanco. Y esa era nuestra intelectualidad en el siglo XIX.

Láminas de la segunda edición alemana de la obra de Ernst Haeckel Natürliche Schöpfungsgeschichte (1870) (dominio público).
La eugenesia y el Holocausto

De finales del XIX es también otra idea que, de alguna manera, ha perdurado hasta nuestros días y está en la base de algunos comentarios que aparecen aún en discursos políticos: la eugenesia, es decir, la idea de que todo es heredado y todo está en los genes. Una idea que se encuentra detrás de la creación del ser humano perfecto y de la eliminación de las taras. Con el terror que puede provocar eso, como comprobó el doctor Viktor Frankestein en el libro-mito de Mary Shelley.

Quizá no tenga del todo la culpa, pero en esta historia tuvo bastante que ver el monje agustino Gregor Mendel y sus pruebas de los guisantes, que sirvieron para explicar por qué tenemos los ojos azules, verdes o castaños. O algún defecto físico. O incluso una inteligencia menor. A Mendel, cuenta Saini, le salió un rival, Raphael Weldon, de la Universidad de Oxford, que trató de explicar que lo que media entre un gen y la vida real también depende, y mucho, del azar. Y del entorno en el que uno crezca. No es lo mismo tener una buena nutrición, no tenerla, ser pobre o ser rico.

Conferencia sobre la eugenesia celebrada en Kansas en 1925 (Age/Photostock)

Pero no, Weldon no tuvo mucho éxito y el determinismo genético se quedó entre nosotros. Y, de hecho, a principios del siglo XX se pensaba que la criminalidad, la enfermedad mental y la tendencia a la pobreza también eran hereditarias. Un tipo como Madison Grant, uno de los fundadores del zoológico del Bronx a finales del XIX, llegó a decir que si no se controlaba a las razas inferiores acabarían reproduciéndose más que las superiores. El Ku Klux Klan le copió bastante. Y Hitler afirmó que el libro de Grant The passing of the Great Race era su Biblia.

Hoy en día estas teorías se asimilan más con el fascismo y la extrema derecha, pero también tuvieron su público de izquierdas hasta los años treinta. Es decir, los pobres reproducen pobres y para acabar con la pobreza lo mejor es que los pobres no se reproduzcan. El nazismo cambió la palabra por la de judíos y fueron más activos.

Durante muchos años, la prestigiosa Sociedad Max Planck de Alemania no reconoció la responsabilidad que había tenido en el Holocausto, pero finalmente una serie de papeles de los años treinta sacaron a la luz conductas moralmente vergonzosas. Por entonces se llamaba la Kaiser Wilhelm Gessellchaft y en ella trabajan científicos como Albert Einstein, que hizo las maletas en 1933 (con bastante buen tino). Pero también estaba Otmar Von Verschuer, el director del departamento de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia, además de un antisemita que alababa a Hitler en público y que opinaba que los judíos eran una amenaza para la pureza racial. Uno de sus alumnos fue el doctor Josef Mengele bien conocido en Auschwitz por sus experimentos con gemelos y mujeres embarazadas. Buena base del programa de exterminación de los judíos había nacido de esta prestigiosa sociedad “científica”.

Otmar von Verschuer estudia a dos gemelos de 12 años en el Instituto Kaiser Wilhelm (imagen: Archiv zur Geschichte der Max-Planck-Gesellschaft, Berlin-Dahlem, eugenicsarchive.org)
Siglo XXI: la genómica

En el año 2003 se completó toda la secuencia del genoma humano, aunque todavía se desconoce cuál puede resultar su función. En cualquier caso, todo lo que tiene que ver con la genómica se convirtió en un fenómeno. Al albur han crecido las clínicas que expiden análisis genéticos para saber si nuestra abuela era vikinga. Los genes para, una vez más, explicarlo todo. Desde el color de nuestro pelo o el tipo de nariz hasta nuestras enfermedades. Si bien, entrar en ese peliagudo camino que habla de diferencias entre razas es peliagudo. De hecho, Saini pone como ejemplos la hipertensión y el asma, más proclives en las personas de raza negra en EEUU. Los datos estadísticos, dice la divulgadora, también deben tener en cuenta dónde viven estas personas y qué tipo de vida llevan.

Pero también hay quienes siguen creyendo e intentando argumentar -con proyectos científicos- la función hereditaria de la inteligencia cuando, manifiesta Saini, el coeficiente intelectual de los padres solo explica el 15% de la variancia de sus hijos. “Excepcionalmente, padres muy brillantes pueden tener hijos que lo sean menos debido a un fenómeno denominado regresión a la media, cuyo efecto es el de acercar a la media poblacional a todos los individuos del grupo. Es más probable que nazcan niños muy brillantes de la unión de padres de inteligencia media, la que ostenta la mayoría de la gente”, escribe. Al fin y al cabo la mezcla es la de siempre: naturaleza, crianza, biología y entorno. Aunque siempre haya manipuladores para agitar los datos en cualquier coctelera y destacar que hay personas biológicamente superiores a otras.

Fuente: El Confidencial,

Portada: Saartjie Baartman, la Venus Hotentote, en un dibujo de la época

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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1 COMENTARIO

  1. La ciencia es una herramienta para ampliar el conocimiento. Y, al igual que cualquier otra, sus efectos dependen de cómo se use. Sustraerse al innegable provecho de la ciencia, no garantiza que se manipule y tergiverse el sentido de sus resultados por intereses que nada tienen que ver con ella. Enhorabuena por la entrada.

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