Tanto los historiadores, económicos o no, como los sociólogos o los políticos somos prisioneros en mayor o menor medida de una visión  eurocéntrica que se ha ido sedimentando a lo largo de los últimos siglos. Una de las  referencias obligadas es E. Said y «Orientalismo»:

Toda época y toda sociedad recrea sus «otros». Lejos de ser algo estático, la identidad de uno mismo o la del «otro» es un muy elaborado proceso histórico, social, intelectual y político que tiene lugar en un certamen, en el cual intervienen personas e instituciones de todas las sociedades. ([1978] 2009, p. 436).

            Said demostró bien cómo la cultura europea había sido capaz de manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista militar, ideológico o científico. El Orientalismo -filtro  bajo el cual se interpretan realidades y emociones ocurridas en un «Oriente» único- es un discurso en el sentido de Foucault, pero no es algo etéreo, es una creación  impuesta por una relación de poder y de complicada dominación. Esperamos que esta pequeña serie  sobre el racismo ayude a comprender mejor otras realidades en tiempo de pandemia. Conversación sobre la Historia.

 


 

Florentino Rodao
Catedrático de la Universidad Complutense. Dept. International Relations and Global History. Es autor entre otros libros de «La soledad del País vulnerable. Japón desde 1945» (Crítica, 2019.

 

Muy a su pesar, Japón se situaba geográficamente en el ámbito de lo oriental. Es decir, de lo que no es occidental, puesto que la diversidad de culturas y países que abarca el «Oriente» está delimitada solamente por la perspectiva eurocentrista. Esta había sido una construcción ideológica con un enfoque muy claro y conveniente que servía sobre todo para definir lo propio (occidental) frente a lo diferente (oriental), pero en el caso de Japón se añadía una complicación adicional, porque se asociaba geográficamente con una región y una construcción ideológica donde se le veía como la excepción que confirmaba la regla. Mientras que se le consideraba el contrapunto de unas imágenes, en otros momentos formaba parte de ellas, tal como se comprueba con las dos visiones principales del Oriente que afectaban a las relaciones con ese país, la del «peligro amarillo» y la China. Ambas imágenes eran ambivalentes y podían expresar tanto temor, desgobierno y superficialidad como su lectura alternativa, la del oriental amable, la del buen japonés o la sofisticación de su cultura. Positivas y negativas, todas estas interpretaciones estaban a disposición del perceptor occidental para hacer uso de ellas según la conveniencia del momento, del contexto y de sus propios intereses. Eran imágenes de los otros para uso exclusivo de uno mismo.

El «peligro amarillo» históricamente se asociaba a Atila, al Gran Tamerlán o a las invasiones mongolas. Su representación más famosa muestra a las naciones europeas dibujadas como bellas mujeres que desde una alta montaña observan con preocupación a un Buda levitando en la lejanía. Era producto del desasosiego que provocaba la desproporción tan grande entre los pocos occidentales dominadores y los muchos orientales dominados, y por eso se señalaba la región donde esa desproporción era mayor, en las zonas más habitadas del planeta. Pero lo más interesante de esta imagen es su versatilidad ante las intenciones políticas. La evolución del «peligro amarillo» ha demostrado cómo puede ser utilizado en las condiciones más diversas, contra enemigos del más variado pelaje y condición, tanto políticos como comerciales, e incluso para defender a esos «amarillos» de otros «amarillos». En cambio, en otros momentos ha sido desactivado hasta parecer cómico, y en otros se ha empleado como señuelo erótico. El uso de esta imagen en España es un ejemplo de la adaptación a las necesidades de cada momento.

El peligro amarillo, grabado de 1895 a partir de una pintura de Hermann Knackfuss (foto: Wikimedia Commons)

El dibujo del Peligro amarillo indica la necesidad de Occidente de crear un enemigo. El hecho de que fuera la mujer alemana la que señalara ese Buda refleja una política imperial de Berlín que buscaba arrastrar a los demás países en la concienciación de la amenaza, tal como constata que el dibujo fuera hecho a instancias del káiser. Además, al representar la imagen de un Buda se señalaba precisamente a uno de los sistemas de creencias menos militantes del mundo. Por otro lado, denominar «amarillos» a una raza como la mongoloide muestra la necesidad de encontrar una diferencia con la caucásica. Este color fue asignado más con el objetivo de clasificar que de describir y, ciertamente, en las narraciones sobre los japoneses de los siglos XVI y XVII no se encuentra ninguna referencia a él. Además, Occidente no podía permitirse perder el monopolio de un color de piel que implica pureza, virtud o decoro y a los habitantes de Extremo Oriente se les atribuyó otro diferente, el amarillo, que está asociado con lo viejo y con lo decadente e incluso con la enfermedad. La asignación de este color, en definitiva, obedecía a la necesidad de simplificar la división de los pueblos del mundo entre los civilizados y los que estaban por civilizar y de que la raza dominadora tuviera en exclusiva una característica que connotara su superioridad sobre las demás.

La versatilidad de la imagen, por otro lado, permitía aplicarla a cualquier clase de desafío, empezando por la raza mongoloide y siguiendo por cualquier pueblo en presunta actitud amenazadora, ya fuera distinto en lo geográfico como en lo cultural, «amarillo» o no. La amenaza podía abarcar, por tanto, no sólo a todo aquel que tuviera los ojos rasgados, sino también a los indios e incluso a los rusos, que no sólo eran blancos, rubios muchos de ellos, y no tenían los ojos rasgados, sino que incluso compartían la misma cultura cristiana. Era definida más por el receptor de ese «peligro amarillo» que por ese «amarillo» tan «peligroso». Así, esta noción rondaba la mente de cualquier occidental cuando oía hablar de un país lejano con una actitud amenazadora, fuera Japón, la Unión Soviética o la India.

Tarjetas postales francesas de comienzos del s. XX sobre el «peligro amarillo»(foto: visualizingcultures.mit.edu)

Además de señalar las posibles amenazas militares o culturales a la civilización occidental, el «peligro amarillo» también servía para intereses menos loables. Sobre todo a raíz de la crisis de 1929 se utilizó cuando los nipones acabaron conquistando un segmento de mercado importante en las colonias europeas. La etiqueta made in Japan significaba algo muy diferente de lo que ha implicado en la posguerra, lo barato y de mala calidad: una broma recurrente era calificar a una persona de «japonesa» para indicar que su salud era muy quebradiza. No obstante, permitió que muchos asiáticos pudieran comprar por primera vez cepillos de dientes, lámparas, botones, telas e incluso bicicletas. Así, aunque los productores metropolitanos habían desdeñado las mercancías con escaso margen de beneficio, los productos japoneses se convirtieron en una competencia indeseable para los gobiernos coloniales cuando comenzaron a desbancar las exportaciones de las metrópolis. La amenaza tanto para los industriales europeos como para las manufacturas locales provocó que los distintos gobiernos coloniales en la India y en el sudeste asiático tendieran a levantar barreras a la penetración comercial japonesa para, según decían, detener el «peligro amarillo». La justificación era fácil, porque hubo prácticas niponas no muy éticas, tales como el dumping o la manipulación del tipo de cambio del yen, pero el principal objetivo de los que agitaron esa bandera era mantener sus propios privilegios frente a los advenedizos. En un mercado que siempre habían considerado propio, esas dos palabras eran más bien un reflejo del poder blanco frente a la alternativa amarilla, mientras que los otros amarillos (los colonizados) permanecían sin poder decidir sobre su propio destino. El «peligro amarillo» también tuvo su aplicación en conflictos de carácter más rutinario.

La lectura más útil del «peligro amarillo» en Occidente, no obstante, no era para describir amenazas contra los blancos, sino para justificar su propio colonialismo entre los orientales. Los occidentales tendían a enumerar y describir a los gobiernos no controlados por ellos mismos como especialmente déspotas y autoritarios, afirmando que la vida de una persona tenía escaso valor ante el poder omnímodo de esos mandatarios educados en la tiranía. La principal característica de los regímenes orientales pasó a definirse con el llamado «despotismo asiático» y el ministro de España en Tokio, Méndez de Vigo, por ejemplo, reflejó esa idea cuando aseveraba que la sustitución del «hombre blanco» por el «hombre amarillo» sería sin duda alguna «más inhumana, egoísta y agresiva». Quizá quien con más éxito ha plasmado esa idea subyacente de superioridad de la civilización occidental ha sido el ex comunista Karl A. Wittfogel en su obra Oriental Despotism, publicada por primera vez en 1957. Utilizando principios «macroanalíticos» ya empleados, al parecer, por Aristóteles, Maquiavelo y Adam Smith, Wittfogel escribió un erudito libro en que comparaba un buen número de sistemas económicos, desde el bizantino al de los incas, para concluir que los regímenes comunistas chino y soviético estaban caracterizados por una historia basada en una burocracia aplastante, producto de la necesidad de mantener los sistemas de irrigación. La única persona libre en estas sociedades que llamaba hidráulicas sería el emperador o los dirigentes de los partidos comunistas respectivos, pero sufrían de la «soledad total», tal como titula uno de los capítulos de su trabajo. El «despotismo asiático», en definitiva, se podía aplicar a todos los pueblos no occidentales, como el «peligro amarillo», y sirvió para interpretar la ventaja productiva nipona como debida a la pobreza y la opresión a la que estaban sometidos sus habitantes. Si la competencia comercial con los japoneses fuera en igualdad de condiciones, los blancos ganarían.

El embajador Santiago Méndez de Vigo (segundo por la izquierda) con el teniente general Alberto Castro Girona, la esposa de éste, el diplomático José Rojas y Moreno y Hachiro Arita, ministro de Exteriores de Japón, en audiencia celebrada el 7 de julio de 1940 en el palacio imperial Meiji Kyuden (foto de la colección familiar de Inmaculada Hernández Castro-Girona, autillodecampos.blogspot.com)

Las implicaciones sobre la necesidad de que los blancos actuaran para solventar esos problemas eran claras, porque les reafirmaba su magnanimidad hacia aquellos que no habían tenido la suerte de nacer así. Los occidentales debían ayudar a esas razas inferiores a blanquearse o, por utilizar un término de Méndez de Vigo, a «humanizarse», en una tarea denominada de muy diversas formas, tales como «destino manifiesto» o «la carga del hombre blanco». Los imperios coloniales, al sostener que lo mejor para esos pueblos dominados por el despotismo era ser guiados por un pueblo civilizado que les llevara por el camino del progreso, se convencían a sí mismos de lo conveniente de su dominio y, de paso, a algunos de los dominados.

En tiempos de calma, ese «peligro amarillo» se trocaba en paternalismo. La simpatía hacia esos oprimidos orientales, por tanto, era la otra cara de la moneda del gobernante déspota, porque los orientales eran buenos por naturaleza, infantiles en muchas ocasiones, y merecían afecto y cariño para que pudieran aprender el camino del progreso. Esta visión se superpuso con el erotismo porque tuvo su plasmación en el sector de población más sugerente para los colonizadores, las mujeres. Así, la carrera colonial no se vio impulsada sólo por la conveniencia de librar a los oprimidos del yugo despótico sino por múltiples fantasías sexuales, tales como las Mil y una noches, el Kamasutra o las mousmée, una palabra tomada del japonés [musume, hija] que significa joven prostituta en francés. El ejemplo más claro fueron las novelas coloniales, cuya estructura básica consistía en la historia de un occidental que, durante su estancia temporal en un país exótico, narraba cómo era este centrando la trama en su relación con una nativa. La mujer acababa totalmente prendada de él, de tal forma que al llegar la hora de la despedida invariablemente renunciaba a su vida anterior y dependía de la voluntad del occidental. En unas ocasiones acababa marchándose con él, en otras enloquecía y en otras se suicidaba, pero siempre abrazaba la superioridad occidental, tal como ocurre en la ópera Madame Butterfly, donde las costumbres retrasadas niponas la llevaban a cometer seppuku. Las novelas coloniales también evocaban esa superioridad con la que se autojustificaban los imperios coloniales.

Cartel de la serie de películas «La amenaza amarilla» (1916)(foto: Wikimedia Commons)

España agitó la bandera de ese ambivalente «peligro amarillo». Fue a finales del siglo XIX, cuando la debilidad de la colonia en las islas Filipinas hacía temer un ataque desde cualquier otro país. Para el «moribundo» imperio español, tal como se expresaba entonces, esa etiqueta se acopló perfectamente a las escasas posibilidades de victoria que concebía. Porque conocía bien su escaso margen de actuación frente a las apetencias de cualquier otro país europeo en Filipinas (o frente a Estados Unidos en Cuba), el cual no le permitía más que defender sus posesiones en el campo diplomático, tal como había ocurrido con la mediación del papa León XIII ante Alemania a propósito de la Micronesia de 1885. En cambio, frente a las ambiciones de China y Japón España pensó que era posible defender las Filipinas por las armas. Su mejor argumento para espolear los ánimos de lucha fue el «peligro amarillo». Así, los planes de la Marina definieron a ambos países como los enemigos a batir y de ahí nació el interés de Madrid por la Armada japonesa (la china era cada vez menos peligrosa). Las páginas de la Revista General de Marina, la puesta en marcha de un plan naval para la defensa de Rodríguez Arias en 1885 o el nerviosismo oficial de España al ser fronteriza con Japón desde 1895, al norte de las islas Batanes de Filipinas, tras ceder Pekín la isla de Taiwan tras la guerra chinojaponesa, son ejemplo de ello.

El gobierno de Manila estaba angustiado ante la posibilidad de una alianza entre invasores «amarillos» y filipinos rebeldes o, lo que se denominaba entonces, la unión de las razas orientales. Los planes estratégicos contaban con la posibilidad de una victoria inicial japonesa aprovechando la sorpresa y la dispersión de la flota hispana en Filipinas, pero se temía sobre todo que los invasores pudieran desembarcar en el archipiélago en esos primeros momentos y provocar una revuelta que haría imposible su recuperación. Así, aunque Manila no tuvo ocasión de dar muestras fehacientes de tal aprensión porque el gobierno japonés mantuvo siempre una buena relación con Madrid (tanto durante la revolución filipina como durante la guerra con Estados Unidos), prueba de este temor es que se prohibió la emigración japonesa en los dominios españoles, tanto en las Filipinas como en la Micronesia, a pesar de los seguros beneficios económicos que sus ciudadanos habrían podido reportar a un plazo más largo. Como otras naciones europeas, los españoles sintieron ese temor «amarillo», y tomaron medidas bajo los efectos de un mapa cognitivo parecido.

Soldados tagalos del Ejército Filipino de Liberación tras la capitulación española, con bandera del Kaputinan y uniformes españoles (foto: 1898miniaturas.com)

Lo cierto es que el miedo a lo «amarillo» fue más real para Madrid que para otros países. A la fragilidad hispana se unía la creciente fortaleza de sus adversarios orientales filipinos y japoneses. Durante el sitio de Manila en 1898, rodeados por norteamericanos y filipinos katipuneros, los españoles negociaron secretamente su rendición con los primeros para que sólo entraran ellos en Intramuros e impedir a los filipinos el festín de la victoria. Temían que si Manila caía en sus manos hubiera una orgía de sangre y de violación de mujeres. Esto sugiere que la diferencia más temida no era racial, porque entre los rebeldes de Katipunan había cada vez más sangre española, y tampoco cultural, ya que podían entender mejor el español que los norteamericanos y muchos de ellos eran cristianos, apostólicos y romanos (algunos también masones.) El temor era más bien político: los españoles sitiados temían a los pobres.El «peligro amarillo» no sólo ponía de manifiesto el desasosiego ante un cambio racial, también denotaba el miedo a que se intranquilizaran los que ocupaban los escalones más bajos de la sociedad.

Después de la derrota en Filipinas ese «peligro amarillo» desapareció de España. La escasez de inmigrantes, los pocos productos japoneses que llegaron y su pobre situación en el ámbito internacional hicieron que ese temor se percibiera sólo de manera tangencial. José Antonio Primo de Rivera, por ejemplo, mencionó en algún discurso la «barbarie asiática», pero ni fue en muchas ocasiones ni lo veía como un peligro inmediato, y tampoco figuraba entre las principales amenazas. Su visión fue principalmente descriptiva. Sin apenas contacto con esa «barbarie», más que temor o simpatía, en la España del siglo XX predominaba la indiferencia. 

Portada de Puck Magazine de 1898 (foto: Library of Congress)

La imagen de China como nación, por otro lado, implicaba dos elementos negativos: el desgobierno y el vendedor ambulante. La anarquía política y social en el antiguo Imperio Celeste predominaba entre las noticias: se informaba de violencia entre los señores de la guerra, de las luchas entre el Partido Nacionalista o Guomindang y los comunistas, y de los ataques vandálicos que incluían asesinatos de misioneros católicos. El cónsul de España en Shanghai, por ejemplo, comentaba la «especial moralidad y psicología del oriental» que permitía «que de la noche a la mañana se unan para hacer negocios los mortales enemigos de la víspera», o que «todo se puede esperar de la moralidad del asiático», observaciones que demuestran que la superficialidad de su imagen impedía comprender muchos matices que eran resueltos con descalificaciones automáticas. La conclusión lógica de la percepción exótica era asegurar que los chinos eran incapaces de gobernarse a sí mismos y que la intervención exterior era beneficiosa. Las concesiones extraterritoriales en su país, por tanto, no se veían como una afrenta a la soberanía china, sino antes bien, como remansos de paz en un país convulso y como ejemplos evidentes de modernización y progreso. Estos islotes de ocupación extranjera eran ventajosos para los propios chinos, en definitiva, a pesar de que ellos se opusieran.

El segundo elemento de la imagen de China en España era el vendedor de baratijas. Era más popular, posiblemente procedente de la experiencia con los culíes en Cuba, trabajadores asiáticos que trabajaban en un régimen cercano a la esclavitud, y reflejo de las escasas oportunidades de los españoles de a pie de ver a personas tan diferentes. También, menos elaborada, a tenor de una cancioncilla de entonces que nos ha sido transmitida por un japonés:

            Al chino le gusta el vino
            al chino le gusta el pan
            al chino le gusta todo 
            menos trabajar.

La competencia asiática como amenaza para la economía occidental, caricatura norteamericana de la década de 1870 (foto: www.oakton.edu)

Lo peor de la imagen del chino, no obstante, es su vaguedad; abarca una diversidad enorme de pueblos y culturas mongoloides. Esta asimilación muestra diversas características de la relación de Occidente con Asia, como son la satisfacción perceptual, la frivolidad, el interés por el reflejo de lo propio o la despreocupación política.

La imagen de lo impenetrable de la cultura china trasluce que el interés aparente por su cultura se queda en relatos exóticos enfocados a satisfacer el deseo de conocer algo anecdótico. Era suficiente escuchar un relato sugestivo con descripciones de tipismo o verles dibujados en un grabado o enmarcados en una foto que confirmaran las opiniones previas sobre su salvajismo o sobre lo extraños o raros que eran. Sin embargo, no había interés por penetrar en esa cultura. Ya que era tan complicado conocer su mundo, se rechazaba buscar explicaciones complicadas o hacer indagaciones profundas para desentrañar las dudas, porque una de las características de las visiones de estos pueblos es precisamente su superficialidad. Por expresarlo de otra forma, no había interés porque dejaran de ser orientales. El exoticismo salvaba las conciencias occidentales; con saber unos pocos datos era suficiente.

La contraposición entre las imágenes de la modernización de Japón y el atraso de China, visualizada en una pintura de la era Meiji (foto: visualizingcultures.mit.edu)

Para los japoneses, en segundo lugar, la frivolidad de la visión de los chinos que abarcaba a todos aquellos de ojos rasgados era un engorro. Como es de imaginar, no les gustaba ser confundidos con ese pueblo considerado ocioso, vago y poco fiable. Por ello, a nivel individual se esforzaban por mostrar su prosperidad y un status superior tanto en lo económico como en lo relativo a la asimilación de «las formas civilizadas». Pero la confusión también afectaba al plano nacional, porque junto a su imagen positiva siempre se recordaba la negativa de China, lo que fue uno de los motivos para su intervención en este país. Tokio no sólo buscó equipararse con los occidentales en la política colonial, sino resaltar asimismo su contraste con los otros al mostrar los esfuerzos por «poner orden» y «civilizarlo». China era el reflejo de cómo podía estar Japón si no hubiera emprendido el camino de la universalización en 1868 y sirvió para que se ufanase ante propios y extraños de los logros conseguidos.

Japón representado como «niño prodigio» por su occidentalización, en una caricatura de Punch del año 1894 (foto: visualizingcultures.mit.edu)

Su esfuerzo tuvo un relativo éxito porque, al margen de los hechos reales, Japón se benefició de la tendencia de las imágenes a la simetría. Si había un chino malo, debía de haber otro chino bueno. Frente al chino malo, tramposo y astuto, se consolidó la imagen del japonés amante de su país, occidentalizado y que trataba de ayudar a Europa en su labor civilizadora. El orden japonés se convirtió en el contraste de la anarquía china al acoplarse su política en China con el estereotipo del «buen salvaje»: el japonés pasó a ser el «buen extremooriental» o «el buen chino». Además, ante las posibles dudas sobre el presunto daño de la colonización europea en China, ahí estaba el caso de Japón como ejemplo de sus ventajas. Fue producto de una tendencia de las imágenes a equilibrar la cognición.

Los beneficios, sin embargo, fueron temporales porque el origen de esa percepción no estaba controlada por los nipones, sino por las necesidades de Occidente. Si se analiza la historia de la percepción norteamericana de los asiáticos, por ejemplo, es posible observar que siempre ha existido una compensación entre la imagen de China y la de Japón. Cuando ha habido problemas con unos, la tendencia predominante ha sido a resarcirse con la imagen favorable de los otros. Si en el siglo XIX dominó la admiración hacia Japón como un país abierto frente al retraso y al estancamiento chinos, a partir de la guerra chino-japonesa la imagen predominante pasó a ser la del salvaje militarista japonés frente al chino cultivado e intelectual, la cual volvió a dar un giro de 180 grados tras el ascenso de Mao Zedong al poder y la rehabilitación de Tokio en la posguerra. Siempre se ha querido buscar un amigo junto al enemigo: si había unos que les rechazaban, seguro que otros estaban abiertos al mensaje civilizador. Cabría pensar si habría sido posible distinguir a un chino bueno de la China de otro chino malo también de la China, pero en las imágenes del Asia Oriental no ha predominado la sofisticación. Al contrario, todos los de ojos rasgados eran chinos. La visión era como las dos caras de una misma moneda. Para Occidente.

Caricatura de Punch sobre la guerra chino-japonesa de 1895 (foto: visualizingcultures.mit.edu)

La asociación de los habitantes del sureste asiático a lo chino, en tercer lugar, recalca la superficialidad de esa imagen, pero denota también otras ambiciones. Es necesario matizar la calificación de los asiáticos surorientales como chinos, en parte porque entonces no existía el concepto de Asia Suroriental, desarrollado a partir de la Segunda Guerra Mundial, pero también porque la región se veía más como una amalgama de influencias, solapada además con el otro gran foco de la imagen oriental, lo árabe. Por último, porque los pueblos de estas zonas eran percibidos principalmente a través de los países colonizadores. Así, los franceses se preocupaban de conocer y diferenciar a sus súbditos indochinos, quienes eran percibidos por las semejanzas con sus colonizadores, los holandeses hacían lo propio con los de las llamadas entonces Indias Orientales, y así sucesivamente. Todos eran chinos excepto los dominados por uno mismo, en gran medida porque la metrópoli, al buscar su reflejo en su colonia, se interesaba más por sus habitantes como parte de ella.

Fernando de Antón del Olmet, marqués de Dosfuentes (foto: Wikimedia Commons)

Para comprender la desatención política hacia los chinos conviene recordar que un embajador de España, el marqués de Dosfuentes, en despacho oficial a sus superiores, los describió «como 450 millones de macacos cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo muñeco de celuloide repetido 450 millones de veces, como muñeco de celuloide de una fábrica monstruosa». Fue un caso excepcional, como es de imaginar. Se cuentan historias de Dosfuentes durante la guerra civil que indican una excentricidad cercana a la locura, y si se le destinó a China fue precisamente para evitar las repercusiones políticas que sus inmoderadas declaraciones habían tenido en otros países, como Venezuela. Lo extraño, no obstante, es que no fuera expulsado ni recibiera amonestación por ello ni por ninguna otra de sus manifestaciones. Porque el enfado de un gobierno asiático o de su opinión pública por unos comentarios destemplados ha tenido menor importancia que el de otros lugares del planeta. El traslado de Dosfuentes a China evidencia que Extremo Oriente fue hasta hace pocas décadas un destino de compromiso adonde iban llegando los casos más difíciles de la diplomacia hispana. Los problemas diplomáticos en Asia eran menos problema.

En la actualidad, en definitiva, perdura esa imagen polivalente del chino, como la del «peligro amarillo», y conviene recordarlo porque este desinterés por acabar con la vaguedad inherente de su significado connota la pervivencia de una actitud de superioridad que ya debería ser simplemente un recuerdo del pasado. Peligrosos y despóticos, pero también simples y sensuales; pobres, herméticos y traicioneros, pero también abiertos a la influencia occidental; más desarrollados que los africanos y menos que los occidentales. Los orientales eran buenos y eran malos y sólo estaban esperando a que Occidente les llevara por el buen camino. De nuevo era un visión ambivalente en la que la importancia de los aspectos positivos y los negativos podía cambiar según el momento y hacer que la balanza se decantara dependiendo de los intereses y las ambiciones del momento. Al igual que las imágenes de Japón. 

Fuente: Versión abreviada de Franco y el imperio Japonés. Imágenes y Propaganda en tiempos de guerra, 2002, pp.52.56.

Portada: L’Asie contre l’Europe, ilustración sobre la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 en L’Arc-en-ciel, nº 6 (foto: visualizingcultures.mit.edu)

Imágenes: Conversación sobre la historia

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