Timothy Kuhner
Autor, entre otros libros, de Capitalism v. Democracy: Money in Politics and the Free Market Constitution (Stanford University Press, 2014).
Toda sociedad tiene sus reglas sobre la toma de decisiones colectiva y el régimen de propiedad; y en la mayor parte de la historia, esas reglas han estado entrelazadas. La aristocracia, el esclavismo, el feudalismo y la servidumbre asalariada han mostrado cómo la posición de las personas en el régimen político puede verse afectada, si no determinada, por su posición en el régimen de propiedad. Lamentablemente, la política ha seguido a la propiedad.
Si esta opresión suena a historia antigua, pensémoslo. En EE UU, Inglaterra y algunos países de la Commonwealth, la participación política estuvo condicionada por la propiedad (o la capacidad para pagar un impuesto electoral) hasta bien entrado el siglo XX. Y a pesar del logro del sufragio universal, los traumas políticos, económicos y medioambientales del siglo XXI demuestran que los gobiernos siguen estando al servicio del capital. ¿Cómo se ha transformado la democracia electoral en otro régimen de desigualdad, en el que la propiedad privada vuelve a estar en alza?
Nadie estaría más perplejo ante este resultado que aquellos que agitaron a favor y en contra del sufragio universal masculino en Inglaterra hace casi 200 años. La inexactitud de sus afirmaciones sobre la democracia ayuda a responder a algunas de las cuestiones más acuciantes de nuestro momento histórico: ¿Qué promueve el bien público, el reparto igual o desigual de la influencia política? ¿Qué condiciones constitucionales es preciso establecer para empoderar a la ciudadanía independientemente de su posición socioeconómica? Y si la democracia no ha logrado separar el poder político de la condición socioeconómica, ¿significa que la democracia ha fracasado o que está incompleta?
“No tienes patrimonio porque no estás representado”
En los tiempos en que los hombres blancos carentes de patrimonio no podían votar ni ser candidatos en las elecciones, James O’Brien batalló por corregir este contrasentido: “Los granujas te dirán que no estás representado porque no tienes patrimonio. Yo te digo, por el contrario, que no tienes patrimonio porque no estás representado”. A diferencia de movimientos como los levellers (niveladores) ingleses y los jacobinos franceses, que propugnaban directamente cambios económicos, O’Brien –y el movimiento cartista que dirigía– priorizaban la representación política de la gente corriente. Sostenían que una democracia real podía implementar políticas económicas acordes con el bien común, y que podía hacerlo sin necesidad de una revolución violenta.
La Carta del Pueblo de 1838 reivindicaba:
- Circunscripciones electorales iguales.
- Sufragio universal masculino.
- Elección anual del parlamento.
- Abolición del requisito de tener propiedades para ser diputado.
- Voto secreto.
- Salarios para los diputados.
Mientras que estas demandas requerirían sin duda cambios constitucionales de diversa índole jurídica, el ministro de Interior, Lord John Russell, quien se oponía a los cartistas, las calificó de “quejas contra la constitución de la sociedad”. Russell tenía razón. Imperaba un orden social más amplio. La participación y representación política se limitaba desde hacía tiempo no solo a las aristocracias de raza y género, sino incluso a un subconjunto todavía más selecto: la aristocracia de riqueza.
¿Cómo votaron estos aristócratas políticos –o sea, un parlamento compuesto exclusivamente por personas de clase alta– sobre la Carta del Pueblo? En el momento en que la petición cartista llegó a la Cámara de los Comunes, en julio de 1839, vino respaldada por 1.280.959 firmas de ciudadanos. Sin embargo, la votación dio un resultado desastroso: 235 en contra y 46 a favor. El discurso de Russell en la Cámara explicó el peligro que se había evitado ese día. Una sociedad en que estuvieran representados hombres del común y estos pudieran adquirir propiedades destruiría “las propiedades y los medios de los ricos… [y] tendría consecuencias todavía más fatales para los recursos y el bienestar de la población”.
La desigualdad es política
Así que dieron carpetazo a las demandas cartistas. De hecho, el parlamento británico se negó a conceder el sufragio universal masculino por otros 79 años. Si los cartistas hubieran vivido hasta ese momento, en 1918, y sobrevivido luego otro siglo, habrían visto algo sorprendente. No me refiero a la implementación de la mayoría de sus demandas en toda Gran Bretaña y Estados Unidos, cosa que había ocurrido efectivamente. Tampoco me refiero a la generalización de esta receta democrática a la mayoría de países de todo el mundo, cosa que también había ocurrido. No, el aspecto realmente sorprendente es incluso más reciente, dado que hay estudios que demuestran que Lord Russell y sus colegas de la aristocracia habían sido, de todos modos, los últimos en reír.
De acuerdo con el análisis de Guy Shrubsole, de 2019, menos del 1 % de la población de Inglaterra posee aún más de la mitad del territorio del país. ¿Qué cambios habían producido 100 años de sufragio universal? Los datos de Shrubsole indican que “empresas, oligarcas y banqueros” poseen actualmente tantas tierras como “la aristocracia y la nobleza”. Más allá de Inglaterra y la propiedad de tierras, el informe de 2018 del World Inequality Lab revela que entre 1980 y 2016 el 1 % más rico del mundo vio crecer su economía el doble que la del 50 % más pobre. El informe constata la transferencia masiva de bienes públicos a manos privadas, dando lugar de forma generalizada al endeudamiento de los Estados y la inoperancia de los gobiernos. Las variaciones nacionales de la creciente desigualdad de rentas demuestran la función causal de las decisiones políticas.
El libro El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, llega a la misma conclusión con respecto a la desigualdad económica. Comentando la extrema concentración del capital que se produjo entre 1970 y 2010, ve un abandono intencionado del igualitarismo de posguerra. Las variaciones entre países llevan a Piketty a concluir que “las diferencias institucionales y políticas desempeñaron un papel crucial”. Después, en Capital e ideología, Piketty descubre una verdad todavía más categórica: “La desigualdad no es económica ni tecnológica; es ideológica y política.”
En suma, el retorno a unos niveles de desigualdad inconcebibles no es un fenómeno inevitable. Es fruto de ideologías y decisiones políticas; más concretamente, de las decisiones de legisladores que no están sujetos a requisitos patrimoniales, cobran del Estado y son elegidos por sufragio universal en elecciones regulares.
El renacer de la aristocracia
¿Cómo es posible que tanto O’Brien como Russell se equivocaran hasta tal punto con respecto al poder del voto? Aunque ambos sabían de política económica, se centraron en el potencial del reparto del poder político para afectar al reparto del poder económico. No contemplaron el vector contrario, que ya se había constatado con anterioridad. Sirva de ejemplo el libro de Adam Smith, de 1776, La riqueza de las naciones: “Nuestros comerciantes e industriales se quejan amargamente de los efectos nefastos de los salarios altos”, señaló Smith, “pero no dicen nada de los efectos perniciosos de sus propias ganancias.” Acusó a quienes “emplean los capitales más cuantiosos” y los “tratantes de cualquier sector particular del comercio o la industria” de formar “una orden de hombres cuyo interés nunca coincide exactamente con el del público, que suelen estar interesados en engañar e incluso oprimir al público, y que por consiguiente lo han engañado y oprimido en muchas ocasiones”. Teniendo en cuenta que estas clases utilizan su riqueza para “[atraer] la mayor parte de la atención pública” y que aspiran a restringir la competencia e incrementar sus beneficios a expensas del público, Smith recomendó que las proposiciones de ley se “examinen detenida y minuciosamente, no solo con la atención más escrupulosa, sino también con la máxima suspicacia”.
También podemos citar el temor de Thomas Jefferson a que el capital concentrado influyera indebidamente en la composición del Estado. “Espero”, escribió Jefferson, “que nunca se trasladen todos los organismos a Washington, alejándolos todavía más de lo ojos de la gente, donde pueden ser comprados y vendidos en secreto como si fuera en el mercado”. También señaló la existencia de una “aristocracia de nuestras empresas adineradas que ya se atreven a retar a nuestro Estado a una prueba de fuerza y a desafiar las leyes de su país”.
A pesar de estas advertencias, los cartistas y sus contrincantes todavía parecían creer que el sufragio universal otorgaría “el poder supremo del Estado a una clase”. Así es como lo calificó en 1842 Lord Thomas Macaulay, aliado de Russell en el parlamento, cuando se volvió a someter a votación (y a tumbar) la Carta del Pueblo. Macauley predijo que, dotada del poder supremo del Estado, la clase socioeconómica baja destruiría la institución de la propiedad privada: “adiós al comercio; adiós a la industria; adiós al crédito”. Al final, sin embargo, la realización de las demandas de los cartistas en todo el mundo coincidió con la concentración del capital y el resurgimiento de la aristocracia. Tal como sostuvieron Smith y Jefferson, las élites económicas nunca se desprenderían tan fácilmente del poder supremo.
La Carta del Pueblo contra la Carta de la oligarquía
Entre la caída del muro de Berlín y comienzos de la década de 2000, la proporción de países que celebran elecciones libres pasó de apenas el 33 % a un robusto 66 %. Sin embargo, como ha señalado una encuesta académica, “aportaciones económicas increíblemente cuantiosas… han inundado el mundo de la política en la mayoría de continentes”. Incluso la Agencia de Desarrollo Internacional de EE UU se quejó, concluyendo en 2003 que “la devolución de las deudas de campaña en forma de favores políticos genera un tipo de corrupción que solemos observar en el mundo entero”. De las 118 democracias que examinó, en el 65 % no había prácticamente ninguna transparencia política, o esta era muy deficiente. El caso es que el comercio, la industria y el capital financiero no han sido destruidos por la democracia, sino que se han infiltrado en la democracia.
El análisis estadístico de 2014 de Martin Gilens y Benjamin Page muestra qué sucede cuando la democracia se convierte en otra pasarela para el lucimiento de la riqueza: “Los grupos de interés con base de masas y la ciudadanía corriente no tienen ninguna influencia independiente, o la tienen muy escasa”, mientras que “las élites económicas y grupos organizados que representan los intereses de las empresas ejercen una influencia independiente sustancial en la política del gobierno estadounidense”. Señalan varias causas de semejante desigualdad política extrema, incluidos los sesgos a favor de los ricos en la financiación de campañas, los grupos de presión y las puertas giratorias entre el empleo público y privado.
Varias organizaciones han abundado en el carácter generalizado de estos hallazgos. El Proyecto de Integridad Electoral (EIP) observa que “las elecciones son necesarias para las democracias liberales, pero no son ni mucho menos suficientes [para] facilitar la rendición de cuentas genuina y la posibilidad de que el público decida”. Los informes de 2019 y 2016 del EIP destacan el periodo de las campañas electorales como el más vulnerable, ya que “la financiación de las campañas no cumple las normas internacionales en dos tercios de todas las elecciones”. Asimismo, el informe de 2019 de Transparency International denuncia una crisis internacional de la “integridad política”, recordando a los gobiernos de todo el mundo que “las políticas gubernamentales y los recursos públicos no deben estar condicionados por el poder económico”.
En todas partes dicen a la ciudadanía que sus derechos están garantizados. No obstante, en realidad la Carta del Pueblo ha sido destripada por la Carta de los oligarcas.
Desigualdad y despotismo
Las disposiciones de la Carta de los oligarcas varían de un país a otro, pero suelen mostrar el siguiente contenido:
- Partidos políticos y campañas financiadas mediante donaciones privadas, que en muchos casos incluyen donaciones de empresas y préstamos de acreedores privados; o subvenciones públicas que desfavorecen a los partidos y adversarios menores.
- Propaganda política y grupos de interés financiados por donantes privados, empresas y grupos de interés.
- Ausencia de normas éticas y de toda regulación de los conflictos de intereses para los cargos políticos, o en todo caso, que sean no vinculantes o no se apliquen.
- Ausencia de limitaciones, de transparencia y de códigos de conducta para los grupos de presión, o en todo caso que sean no vinculantes o no se apliquen.
- Leyes débiles o no aplicadas sobre la financiación política y la lucha contra la corrupción.
Construcción y prominencia de cuestiones políticas distorsionadas por la privatización de los medios de comunicación, los conglomerados empresariales, el robo de datos personales y los algoritmos de las redes sociales, además de los mercenarios de la desinformación al servicio del mejor postor: bots, granjas de trolls, piratas informáticos, artistas de la ultrafalsificación y empresarios de noticias falsas. La mayoría de estas exigencias se formularon como receta procedimental para el neoliberalismo, que consiguió la desindicalización, la desregulación, la mercantilización, la privatización, los paraísos fiscales, el apoyo público a las empresas, exenciones tributarias a las empresas y austeridad (recortes en educación, sanidad, vivienda, mitigación de la pobreza y pensiones). En este panorama debilitado, la Carta de los oligarcas sigue operando con consecuencias desastrosas.
El informe de 2019 de Freedom House, “Democracia en retirada”, documenta el 13º año consecutivo de declive democrático global. La creciente desigualdad, la corrupción y la precariedad han sentado las bases de un contragolpe cultural en todo el mundo, provocado por populistas intolerantes y autoritarios. Para describir las actuales violaciones del Estado de derecho y de los derechos humanos con palabras del periodo cartista: en medio de la confusión puede surgir un fuerte despotismo, y alguna mano dura puede ofrecer protección a los miserables despojos de toda esa prosperidad y gloria. Pero esta fue la previsión más optimista de Macaulay de lo que comportaría la destrucción de la propiedad privada.
El efecto más grave de la Carta de los oligarcas lo expuso muy bien Greta Thunberg en su discurso en la Cumbre del Clima de Naciones Unidas en 2019: “Mueren personas. Ecosistemas enteros colapsan. Nos hallamos en el comienzo de una extinción masiva, y ustedes no hacen más que hablar de dinero y contar cuentos de hadas sobre el eterno crecimiento económico”. Y para calificar la catástrofe en ciernes de temperaturas inestables, escasez de alimentos, guerras por los recursos y migraciones masivas con palabras del periodo cartista: “¡Un vasto expolio!… la mayor calamidad… millones de seres humanos… luchan por la mera subsistencia… destrozándose unos a otros hasta que la hambruna y la pestilencia… conviertan la terrible conmoción en una quietud aún más terrible”. Pero esta fue la predicción de Macaulay de las consecuencias que tendría un reparto equitativo de la propiedad.
Macaulay no podía imaginar que, al final, el reparto desigual de la propiedad que él tanto ensalzaba pudiera conducir al despotismo y el saqueo del mundo natural.
¿Se puede perfeccionar la democracia?
La relación entre la Carta de los oligarcas y el cambio climático nos lleva al meollo de la cuestión. Por mucho que la ciencia lleve diciéndolo con toda claridad desde hace más de 30 años, Thunberg supone que los gobiernos no son conscientes de la gravedad de la catástrofe climática: “Si de veras comprendieran la situación y a pesar de ello no actuaran, entonces serían ustedes malvados. Y esto me niego a pensarlo”. Pero tendrá que pensarlo, como todos nosotros. Las compañías petroleras y gasistas se han gastado cientos de millones de dólares en presionar “para controlar, aplazar o bloquear toda política vinculante de defensa del clima”. Transparency International ha asociado la deforestación ilegal y los fondos dedicados a desbaratar las medidas climáticas con múltiples formas de corrupción. Y los intereses asociados a los combustibles fósiles han financiado generosamente el movimiento negacionista del cambio climático, a pesar de conocer la verdad.
Una avaricia tan extrema que prefiere el apocalipsis a una disminución de los beneficios: este es el punto crítico al que hemos llegado como civilización, es decir, no hemos alcanzado la civilización, sino la barbarie. Y a su manera retrógrada, Macaulay también predijo esto: “Cuando la propiedad está en entredicho, ningún clima, por benigno que sea, ninguna tierra, por fértil que sea… podrán evitar que una nación se hunda en la barbarie”. Este pensamiento todavía se aplica a algunas revoluciones violentas, intentos de socialismo puro y Estados fallidos, pero ninguno de estos son la fuerza motriz de nuestro momento histórico.
Cuando la propiedad privada se ha acumulado en manos de unos pocos y se ha permitido que ejerza una influencia indebida en los sistemas políticos, la codicia determina la evolución de la economía, la política e incluso el clima. Esta codicia no es accidental ni inevitable, sino el resultado de amplias vulnerabilidades sistemáticas de la forma democrática. A pesar del sufragio universal, se ha permitido que la aristocracia de riqueza domine a la humanidad.
Los niveles extremos de desigualdad económica, desigualdad política y destrucción medioambiental ya ha determinado la configuración del siglo XXI. Estas son las consecuencias de no haber perfeccionado la democracia. Los numerosos países del mundo tendrán que rescindir la Carta de los oligarcas y crear una democracia real, o enviar a la tumba el orden liberal y el mundo natural.
20 de octubre de 2020
Fuente: https://laviedesidees.fr/La-charte-des-oligarques.html
Traducción: viento sur
Portada: ‘The Charter – A Commons Scene’, caricatura del Comic Almanack (febrero de 1843) representando la supuesta degradación que el sufragio de las clases popuylares supondría para la vida parlamentaria (Creative Commons)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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