Irene Castells
Autora de La utopía insurrecional del liberalismo (Crítica, 1989),  La revolución francesa (1789-1799) (Síntesis, 1997), y – con Joan Tafalla- Atlas Histórico de la Revolución francesa, (Síntesis, 2011), entre otras obras (*).

 
 
Introducción

La actuación de las mujeres durante la Revolución francesa constituye un espacio privilegiado de observación para su historia, ya que en todo periodo de cambio profundo se interrogan públicamente la relación entre los sexos y se reflexiona políticamente sobre el lugar que debe ocupar cada uno en la sociedad. La situación de crisis del viejo sistema económico y social en 1789 hizo posible la emergencia de las mujeres y puso en cuestión los modelos tradicionales sobre la feminidad posibilitando nuevas representaciones que condicionaron la mentalidad y los comportamientos políticos del siglo XIX. La Revolución coexistió con la Guerra (civil y exterior), y estos dos elementos -guerra y revolución- hicieron visibles a las mujeres. Además, las guerras al ensalzar las energías viriles, fomentan el revanchismo y reubican a cada sexo en su lugar; o sea, que las guerras son profundamente conservadoras, pero, al mismo tiempo, agudizan las contradicción entre los sexos y la conciencia que cada uno tiene de sí mismo, por lo que, paradójicamente, favorecen el feminismo futuro. En el contexto de la Revolución francesa, hay que recordar que la tradición occidental establecía una afinidad rotunda entre las mujeres y la paz y los hombres y la guerra, por lo que las mujeres habían sido declaradas “no combatientes” y no violentas, proclives por naturaleza a la seguridad, la compasión y al amor. Eran el sexo pacífico que garantizaba el retorno a la normalidad después de la lucha. Por ello mismo, la mujer soldado y la heroína eran excepciones que no respondían a la participación femenina en lo conflictos militares. Pero desde la Revolución francesa la relación de las mujeres con la lucha se mostró más complicada de lo que la dicotomía tradicional establecía. Sin embargo, el modelo ilustrado había propuesto un paradigma de feminidad que modificaba los planteamientos de la misoginia tradicional, que hacía de las mujeres “hombres defectuosos”, inferiores moral e intelectualmente al género masculino y subordinado al mismo en el orden familiar y político. En cambio, para los ilustrados la mujer era un ser diferente y la relaciones entre ambos sexos debían fundarse en la complementariedad, que establecía de manera “natural” los espacios propios y exclusivos, los comportamientos y modo de pensar de cada sexo. No obstante, la vieja querella de la disputa entre los sexos, aunque estrenó nuevos argumentos, siguió reproduciendo el pensamiento misógino que caracterizó la actitud ante las mujeres de los revolucionarios franceses.

El marco teórico en que éstos fundamentaron su actuación fue el iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional anglofrancés, y, más concretamente, Locke y Rousseau. En cuanto al primero, hay que poner de manifiesto que la teoría de los derechos naturales- es decir, unos derechos que todo ser humano tiene al nacer- sustentada por este autor inglés, no ignoraba totalmente los problemas de la diferencia sexual, sino que trató de encontrar un fundamento a la subordinación política e individual de las mujeres sin que ello supusiera entrar en contradicción con su doctrina: mientras que para los hombres los derechos naturales tendían a identificarse con la razón frente a la autoridades tradicionales, cuando se trataba del ser humano femenino los derechos naturales se referían a las costumbres y a toda clase de tradiciones culturales, religiosas y jurídicas. El único revolucionario (y el único enciclopedista que vivió la Revolución) que abogó por el derecho a la ciudadanía y a la instrucción de las mujeres, así como por su asistencia a las Asambleas revolucionarias, fue el marqués de Condorcet. En cuanto a Rousseau, -quien inspiró con su Nueva Eloisa y con la Sofía de su Emilio, la “mujer ideal” de los revolucionarios franceses- preconizó una división tajante entre lo “público” (política, ciudadanía, poder) y lo “privado”(hogar, familia, costumbres). Así quedaba explicitado el modelo social que proponían para las mujeres con esta teoría de “las dos esferas”, bien diferenciadas: una, propiamente masculina (encarnada en la participación en la vida pública), y otra exclusivamente femenina (centrada en la reclusión en el hogar y cimentada por la ideología de la domesticidad). Lo nuevo durante la Revolución francesa no fue la exclusión de las mujeres de los derechos políticos, sino el hecho de que los revolucionarios franceses tuvieron que discutir públicamente el papel de las mujeres y que por primera vez se vieran obligados a justificarlo, en una coyuntura en que desde 1789 se crearon espacios públicos inéditos para las mujeres al desarrollarse una nueva sociabilidad política en clubes y sociedades.

Donativo patriótico de las ilustres francesas, 7 de septiembre de 1789 (foto: RMN-Grand Palais – J.-G. Berizzi)
1. 1789: las mujeres en el estallido de la Revolución

La actuación de las mujeres se hizo presente desde el principio de la Revolución, tanto en sus escritos como en sus acciones. Aunque en su inmensa mayoría no tenían derecho a tomar la palabra en los cuadernos de quejas redactados en la primavera de 1789, algunas del Tercer Estado lograron plantear sus reivindicaciones, que no reclamaban en lo inmediato derechos políticos, pero sí el derecho al divorcio, la igualdad en el trabajo, en la educación, en la familia y en las  herencias. Fue un hecho minoritario hasta que tomaron el espacio público participando en la toma de la Bastilla (13-14 julio 1789), aunque fueran por el momento meras comparsas. Sin embargo, la perspectiva abierta por las reformas que presidían el debate en los Estados Generales, dio a las tradicionales movilizaciones por las subsistencias una perspectiva política nueva, y desde entonces ellas intervinieron tanto o más que los hombres en las jornadas revolucionarias que jalonaron toda la Revolución hasta 1795. En las del 5 y 6 de octubre de 1789 las mujeres fueron las líderes y protagonistas en el recorrido que les llevó de París a Versalles y de Versalles a París, consiguiendo volver acompañadas de la familia real. Unas 4.000 mujeres, burguesas y del pueblo, seguidas por unos 400 hombres, se hicieron portavoces de las consignas (pan y traslado de Luis XVI a las Tullerías) y conservaron una gran autonomía respecto a los hombres y la milicia nacional. Tanta, que hubo un acuerdo tácito entre los revolucionarios de que este hecho no debía repetirse. Las líderes, como Reine Audu y Théroigne de Méricourt, fueron detenidas; esta última ya había destacado antes en Versalles por su agitación política y fue calificada como una “amazona”, personaje “anfibio, mitad hombre, mitad mujer”. La intervención activa de las mujeres se consideraba como un peligro de deriva popular por lo que la imaginería de la época pintaba al pueblo como una mujer, seductora y peligrosa. Por ello, el prestigio de las mujeres no aumentó con las jornadas de octubre, sino que serían ellas mismas quienes recordarían su hazaña durante la fallida huida del rey en junio de 1791: “Las mujeres trajimos el rey a París y los hombres lo dejan escapar” (Martin, 2008, p.70).

Grabado anónimo que representa la marcha de las mujeres a Versalles en octubre de 1789, en el que aparece Theroigne de Méricourt montada en un caballo blanco (foto: Wikimedia Commons)
2. El feminismo teórico

Las mujeres escribieron durante toda la Revolución, pero hubo una minoría de escritoras que plasmaron sus aspiraciones feministas, más civiles que políticas, puesto que casi ninguna se quejaba del hurto de los derechos políticos y ni siquiera pedían la igualdad de sexos. Insistían sobre la igualdad moral y sobre el derecho de las mujeres a una ampliación de su educación como base de un perfeccionamiento moral en el seno de un régimen de tipo patriarcal. Podría definirse como un feminismo ilustrado-el que dio lugar al feminismo político del siglo XIX-, pero en lo inmediato estas mujeres de vanguardia quedaron en los márgenes, como individualidades.

http://blogdepef.canalblog.com/

La excepción fue la escritora Olympe de Gouges, quien en septiembre de 1791 publicó su Declaración de los  Derechos de la Mujer y de la Ciudadana.  Calcada de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, sustituye o añade en cada artículo la palabra MUJER para denunciar que en la Constitución de 1791 las mujeres eran consideradas como sujetos pasivos, al mismo nivel que los niños, los criados, los esclavos y los más pobres. Al final de su Declaración añade los grandes rasgos de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres para que sirviera de base a la regeneración moral de la sociedad mediante una asociación igualitaria y aceptada mutuamente entre los sexos. Por primera vez se reivindicaban los derechos de las mujeres a la representación política, a la igualdad ante la ley, a la igualdad ante la propiedad, ante la herencia, a la libertad de expresión, y a la autodeterminación en la vida pública y privada, además del reconocimiento legal de los hijos ilegítimos. Su escrito se lo dedicó a la reina, para que ésta se implicara y no quedara excluida de la Nación. Fiel a la filosofía de las Luces y del derecho natural, Olympe de Gouges, como Condorcet, caracterizaba al ser humano como un ser dotado de razón, por lo que también las mujeres tienen esas cualidades y nacen con los mismos derechos que los hombres, aunque ellas no fueran conscientes de que los han perdido en sociedad. Las diferencias de orden físico, cultural y social no podían ser argumentos para excluirlas de los derechos políticos, puesto que no son las capacidades físicas o el rango social los que fundamentan los derechos de cada individuo, sino la capacidad de razonar. O sea, que se insiste no en la diferencia de sexos sino en lo que tienen en común, es decir, la RAZÓN, y en consecuencia, los derechos. Olympe de Gouges, acusada de girondina, fue guillotinada en noviembre de 1793, y el periódico Le Moniteur justificó su muerte comentando que la tenía merecida porque con su comportamiento había salido de su sexo. Pero ella fue una referencia para la lucha de las mujeres durante la Revolución francesa en su lucha por conseguir la ciudadanía.

Olympe de Gouges camino de la guillotina, el 3 de noviembre de 1793 (imagen: Wikimedia Commons)
 3. Ciudadanas sin ciudadanía

En el París revolucionario las mujeres eran más numerosas que los hombres: en 1789, entre una población de casi 700.000 habitantes, ellas  formaban el  53,84 por ciento (Godineau, 1988, p. 20). La capital estaba dividida en 48 secciones, que eran a la vez unidades administrativas, electorales y políticas del municipio. Las mujeres abundaban especialmente al sur del Sena, en los faubourgs populares de Saint Marcel y Saint Germain, y en los barrios del centro y del nordeste. En estas secciones de los barrios de la capital los ciudadanos se reunían en asambleas y constituyeron también sociedades populares para instruir al pueblo y vigilar la marcha de la Revolución. Las mujeres podían asistir pero sin voz ni voto. No se puede precisar bien el número de las que participaron, ya que los reglamentos apenas hablan de ellas, pero se ha podido dar una estimación de la existencia en 1794 de 6 a 12 sociedades populares mixtas en las 48 secciones, o sea, entre un 12,5 por ciento y un 25 por ciento. Además, la Revolución ofreció a las mujeres nuevos espacios de sociabilidad con la expansión del fenómeno asociativo que caracteriza a la Revolución francesa y que permitió desde el principio la participación política de la población.

París antes de la revolución: Place Maubert, grabado de Étienne Jeaurat, 1753 (Rijksmuseum, Amsterdam)

Desde 1789-1791 las mujeres se reunieron en los clubes creados. Ellas eran ciudadanas pasivas y la Asamblea Constituyente había decretado que sólo los ciudadanos activos podían reunirse. Pero las mujeres formaron sus propios clubes o sociedades o se integraron en los clubes mixtos en que las admitían. De este modo las mujeres burlaron la prohibición que Jacobinos y Cordeleros impusieron a las mujeres, las cuales sólo podían asistir a las sesiones de estos clubes como espectadoras, desde las tribunas y sin voz ni voto.

El fenómeno asociativo femenino se extendió por París y en provincias. No se conocen todas las sociedades, pero sí la existencia de alrededor de unas veinte en provincias y una decena en París: representaban entre un 15 por viento y un 25 por ciento de los miembros las sociedades populares mixtas; entre un 20 y un 30 por ciento de las que existían en París, y también eran numerosas en Provincias. (Godineau, 1988,p. 114).  Estos clubes de mujeres tenían un reglamento, una presidenta, secretarias y varios comités. Sus miembros podían variar entre unas 60, e incluso llegar a tener hasta 400 socias. Salidas de las clases medias, no eran tanto feministas como movidas por el deseo de trabajar por el bien común. Por lo general, en esta primera época, durante 1790-1791, su componente era mayoritariamente de burguesas, familiares de los notables revolucionarios locales, pero muy pronto su reclutamiento se democratizó. Junto con actividades de beneficencia, las actividades de los clubes se dirigían a discutir los asuntos políticos, a leer la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano o a denunciar a los curas refractarios a la Constitución civil del Clero.

En París, hubo iniciativas particulares de líderes femeninas destacadas: Etta Palm d’Aelders fundó en marzo de 1791 la Sociedad Patriótica y de Beneficiencia de las Amigas de la Verdad. Esta holandesa se había dado a conocer por sus discursos sobre los derechos políticos de las mujeres y su ideal era el que cada sección de los barrios de París tuviera una sociedad patriótica de ciudadanas.

Club patriótico de mujeres, gouache de Jean-Baptiste Lesueur  y Pierre-Etienne Lesueur (foto: Museo Carnavalet)

Ella no lo consiguió, pero las mujeres del pueblo de París lograron reunirse en sociedades creadas en algunos barrios, donde hablaban y votaban aunque la presidencia la detentaba un hombre. Así las militantes populares dieron sus primeros pasos en su politización. Se denominaban a sí mismas ciudadanas: no en el sentido de la esposa del ciudadano. La palabra aparece en los folletos femeninos, y muestran la conciencia de saberse un individuo extraño al ser ciudadanas sin ciudadanía; pero al obrar por el bien general se integraban en la Nación y daban un sentido a la palabra ciudadana. El término “ciudadana” fue adquiriendo una ambivalencia que facilitó las reivindicaciones de las mujeres para obtener un papel reconocido. Desde 1792, se radicalizaron sus posturas y enviaron peticiones a la Convención. Tendieron a federarse y a constituir una Confederación nacional de mujeres francesas patriotas, o sea “revolucionarias “, porque el término PATRIA no tuvo durante la revolución un contenido chauvinista y nacionalista: la patria no era el país, el suelo, ya que Francia se empleaba raramente y con el mismo sentido que PATRIA, que remitía al conjunto de ciudadanos en revolución, por lo que patriota era sinónimo de revolucionario/a.

Después de junio 1791, ante el fallido intento de huida del rey primero y después con la declaración de guerra en abril de 1792, el movimiento revolucionario se radicalizó y con él, la actitud de las mujeres. El otoño de 1791 marca el final de una época para la dinámica revolucionaria de las mujeres: las figuras relevantes dejan paso a otro tipo de acciones, con un cambio de táctica y un endurecimiento de sus posiciones. A los manifiestos, a los folletos y a las iniciativas de orden individual, se sucedieron otras formas de acción apoyadas por grupos y tomaron el relevo de una prensa que ya no les prestaba su colaboración.

Grabado de Jean-Baptiste Lesueur representando a las Tricoteuses (Museo Carnavalet)

Los detractores de la participación pública femenina las presentaban con frecuencia como malas madres y esposas, pero la mayoría de estas militantes no eran madres de familia: eran mujeres o bien que habían pasado de los 50 o que no habían alcanzado los treinta años, aunque las madres de familia no estaban del todo ausentes y se las veía con sus hijos pequeños .Además, muchas ejercían profesiones diferentes a sus maridos (lavanderas, obreras del artesanado, costureras) y en consecuencia llevaban una vida social más rica y autónoma. Pero en la coyuntura de la primavera de 1794, estas sociedades populares acabaron por disolverse. Eran el componente femenino del movimiento popular revolucionario, cuyos miembros no se llamaban sansculottes sino jacobinas, asiduas a las tribunas o, a partir de 1795, tricotosas, porque muchas hacían punto de media o cosían mientras escuchaban los debates de las Asambleas. De este modo consideraban ellas que formaban parte del pueblo soberano.

Supuesto retrato de Claire Lacombe en 1792, The Bowes Museum, Barnard Castle, Durham (foto: http://inyourfacewomen.blogspot.com/)

El club femenino por excelencia fue La sociedad de republicanas revolucionarias, fundada en Paris, el 13 de mayo de 1793, en la biblioteca de los Jacobinos, en la calle Saint Honoré. Sus principales instigadoras fueron la actriz Clara Lacombe, de 27 años y Paulina Leon, chocolatera, de 24 años. No eran feministas, pese a que Paulina Leon ya había reclamado el llevar armas como estatuto de ciudadanía. Su objetivo era  luchar contra la vida cara y contra los enemigos de la República, pasando así de ser guardianas del hogar a guardianas de la Nación, porque la Nación era también una familia. Reconocían la importancia del amor maternal y conyugal y no desarrollaron una ideología feminista de ruptura. Pero su independencia política y privada y su voluntad de actuación política chocaba frontalmente con el estatuto que la casi totalidad de hombres estaban dispuestos a conceder a las mujeres, a quienes querían sumisas y dependientes.

Hubo otro episodio significativo que ilustra las aspiraciones a la ciudadanía de las mujeres. La Convención publicó el 5 de abril de 1793 la obligación de llevar la escarapela tricolor, sólo prohibida a las prostitutas. Hasta entonces, únicamente les era exigida a los hombres y a los extranjeros. El 21 de septiembre de 1793 la Convención cedió a la campaña de las parisinas radicales para que se obligase a las mujeres, al igual que los hombres, a llevar la escarapela (cocarde) tricolor, lo que en el contexto del verano de 1793 podía entenderse como un reconocimiento simbólico de la ciudadanía. Algunas llevaban también el gorro frigio, sinónimo de libertad popular. La cuestión dividió a las mujeres, pero para una minoría militante se vivió como una victoria. Las mujeres del mercado de París, de Les Halles, se negaron y de estas divisiones los convencionales sacaron partido. Hay que subrayar el hecho de que llevar la escarapela en 1793 era reconocerles de algún modo la existencia política. Además, generalizar el gorro frigio, los cabellos cortos, como los de los hombres,  podía verse como una amenaza de acabar con las desigualdades entre los sexos en el imaginario masculino. Generalizar el gorro frigio, símbolo de los sansculottes, podía entenderse en dos direcciones: una mujer con la escarapela se afirmaba ciudadana, y una mujer con la escarapela y el gorro frigio, se afirmaban ciudadana revolucionaria (Godineau, 1988, p. 163). Y siguiendo por el camino de la igualdad sexual muchos pensaban que lo que seguiría era el derecho a llevar armas. La creciente reivindicación de los clubs de mujeres en relación a los derechos políticos y la actuación del Gobierno revolucionario el año II, llevó al decreto de la Convención del 30  de octubre de 1793, que prohibía las sociedades políticas femeninas. En 1795 incluso se les prohibió su presencia en las tribunas y en la calle. Con el cierre de todos los clubes femeninos y la represión de las jornadas populares de la primavera de 1795- en las que la participación de las mujeres fue decisiva- se las expulsó del espacio público que desde 1789 habían conquistado. Durante el régimen del Directorio el término ciudadana se limitó a las clases populares, y fue sustituido por el de Madame

 4. Amazonas y mujeres-soldados
Theroigne de Méricourt (Anne Josèphe Terwagne)(1762-1817) retratada por Antoine Vestier hacia 1788-89 (foto: Wikimedia Commons)

Desde la declaración el 11 de julio de 1793 de la “PATRIA en peligro”, las demandas de un armamento femenino aparecen en las reivindicaciones de las militantes, al ligar el derecho de llevar armas con el estatuto de ciudadanía. La Republicanas revolucionarias se colocaron en esta doble perspectiva de compromiso revolucionario y de lucha por la obtención de los derechos políticos (aunque apenas reclamaron su derecho al voto). Ellas consideraban que el armarse no era obligatorio, pero desfilaron armadas de picas, vestidas de amazonas y con unos uniformes que recordaban los de la guardia nacional (Duhet, 1974, p.112). Era más un acto simbólico que un armamento real. Ya antes, el 6 de marzo de 1792, Pauline Leon encabezó una diputación de ciudadanas, firmada por 319 mujeres, que leyó en la Asamblea Legislativa la petición de crear una guardia nacional femenina. Sus argumentos eran que reclamar las armas era uno de los atributos de la ciudadanía, porque el armamento en nombre del derecho natural hace que todo individuo pueda defender su vida y su libertad. Por su parte, Theroigne de Méricourt llamaba asimismo a las ciudadanas a organizarse en cuerpo armado. Su reivindicación se extendió a 80 ciudadanas más como expresión de un feminismo militar que quería levantar batallones de amazonas. Porque más allá del combate común con los hombres, esas mujeres tenían conciencia de la necesidad de su reivindicación de ligar poder y ciudadanía: una ciudadana debía llevar armas. Esta lucha por “tomar las armas” ocurría en la retaguardia: de guardianas del hogar quisieron ser guardianas de la Nación, porque la Nación era una familia, y dejaron a los hombres la defensa de la Revolución en el exterior.

Les Fouetteuses, «disciplina patriótica o el fanatismo corregido» (Foto: Gallica.fr).

Porque en el terreno estrictamente militar la participación de las mujeres quedó muy limitada, pese a sus numerosas solicitudes, puesto que desde 1790 se habían producido veleidades de alistamiento femenino: se ofrecieron para servir como tropas auxiliares de las guardias nacionales. En un principio, se ensalzó el entusiasmo de estas amazonas suponiendo que no se tendría nunca que recurrir a ellas. Sin embargo, pronto los acontecimientos cambiaron el cariz de las cosas, y aunque  nadie tenía el deseo de verlas empuñar las armas, pese al empeño de algunas de ellas, tanto en París como en provincias, hubo mujeres-soldados que combatieron en las fronteras del país, aunque fueron muy pocas: hasta un centenar se alistaron como soldados y algunas fueron nombradas oficiales. Sus historias no son ni de bellas amazonas con el cabello al aire ni guerreras con brillantes uniformes: fueron adolescentes, sin ligámenes familiares, que se alistaron buscando un refugio y una oportunidad. Otras se alistaron para poder combatir al lado de sus maridos o parientes (hermanos, padre). La mayoría no superaba los 20 años. A menudo se vieron obligadas a esconder su sexo. Pero todas se vieron mezcladas en sangrientas luchas contra los vandeanos o contra los extranjeros. Combatieron con valor, compartiendo la suerte de las tropas. Sus compañeros de armas las admiraron y las respetaron. Algunas fueron heridas y prisioneras y todo el mundo destacó su decencia, e incluso fueron recompensadas por la Convención. Unas pocas encontraron en la vida militar una actividad que resultó de su agrado.

La femme du sans-culotte, estampa de 1792, Museo Carnavalet (imagen: Wikimedia Commons)

La Convención había aceptado un estado de hecho al que eran hostiles, pues los sansculottes abundaban en el ejército, pero no podía permitir el alistamiento de las mujeres. El decreto del 30 de abril de 1793 que prohibía la presencia de mujeres iba muy por detrás de la realidad, pues la mayoría de estas mujeres soldados continuaron en el ejército durante un cierto tiempo, e incluso las hubo que llegaron a formar parte del ejército napoleónico. Independientemente de la circunstancia concreta que les había llevado a enrolarse, todas eran fervientes patriotas. Para los revolucionarios tampoco eran mujeres sino las consideraban como machos, o bien decían que era la Libertad la que había tomado un cuerpo femenino. Pues algunas palabras sólo tenían traducción masculina: energía, coraje, audacia. La exclusión de las mujeres soldado del ejército ilustra la concepción que tenían los revolucionarios de la diferencia de sexos y de los papeles masculinos-femeninos. La República hubiera podido hacer de estas combatientes, ejemplos de heroísmo, pero el heroísmo era masculino, según afirmaban los revolucionarios. La presencia femenina en el ejército no podía ser más que como abastecedoras del ejército y no como guerreras.

5. Las contrarrevolucionarias

Durante mucho tiempo, la historiografía de la Revolución manejó la idea de que lo natural en las mujeres era apoyar la contrarrevolución por su apoyo a los curas refractarios, por ser unas conservadoras y reaccionarias en potencia, lo que se explicaba por la naturaleza o por sus condiciones sociológicas, culturales y religiosas Sin embargo, como se ha comentado, la mayoría de las mujeres del París revolucionario fueron favorables a la Revolución. La investigación en los archivos no autoriza la afirmación de que las mujeres del pueblo de París hayan sido más contrarrevolucionarias que los hombres. Sí fue importante sin embargo su adhesión a la fe católica, sobre todo en la sublevación de la Vendée, en la Bretaña. Las mujeres ahí se integraron a la política bajo el prisma de la guerra civil, mezclándose con los combatientes y aterrorizando a los republicanos con una ferocidad que recuerda su actuación en el caso español durante la Guerra antinapoleónica. A la universalidad de los principios de la Revolución opusieron otra universalidad: la del catolicismo. La violencia de la guerra civil en el oeste, castigó sobre todo a las mujeres: los soldados republicanos violaban y robaban, y la violencia afectó duramente a las mujeres como víctimas. Por tanto, al igual que las mujeres favorables a la revolución, las contrarrevolucionarias participaron en la violencia. Pero se prefirió extender la idea de que la naturaleza de la mujer cuadraba más con el papel de víctima que de agresor, con lo que se ocultaba todo el papel político de sus acciones (Martin, 2008, p.125).

Batalla de Torfou: las mujeres de Tiffauges (Vendée) obligan a los hombres a volver al combate contra el ejército de Kléber (óleo de Alfred de Chasteignier, Wikimedia Commons)
 6. Los derechos conseguidos

La Revolución no fue una derrota para las mujeres: afirmar lo contrario sería participar en la ocultación de las acciones políticas de las mujeres revolucionarias y contrarrevolucionarias. La Revolución supuso una transformación en el estatuto civil y familiar de las mujeres. Dotadas de derechos civiles, como individuos libres, no estaban ya totalmente sometidas a la autoridad del padre o del marido, como ocurría durante el Antiguo Régimen. En septiembre de 1792, junto con los decretos del registro civil del nacimiento, matrimonio y muerte, se estableció el divorcio. No desaparecieron totalmente las diferencias entre hombres y mujeres, pero fue una de las innovaciones revolucionarias más favorables a las mujeres, quienes manifestaron mejor acogida a la ley que los hombres. Afectó sobre todo a los medios urbanos. Entre 1792 y 1803 se tramitaron en Francia 30.000 divorcios. Se reconocieron además los derechos de los hijos naturales y la igualdad entre los descendientes en las herencias. Además, la política social del año II (1793-1794) se ocupó del cuidado y estatuto de las madres solteras.

Alegoría de la ley de divorcio de 20 de septiembre de 1792, incluida en el trabajo de Mélanie Zeevaert «Evolution du regard porté sur le divorce», en https://perso.helmo.be/jamin/euxaussi/famille/divorce.html.

Durante la Revolución francesa las mujeres revolucionarias aparecieron en la escena pública como sujetos políticos, pero pese a su destacada participación política y social no consiguieron la igualdad civil y política con los hombres. El Código civil napoleónico de 1804 recortó aún más los derechos conseguidos restableciendo en gran parte la autoridad paterna y marital varonil, considerando a las mujeres como menores de edad, y a las viudas y solteras como una anomalía. Fue un instrumento para acabar con la revuelta de las mujeres, que habían ocupado el espacio público durante la Revolución y de nuevo se veían recluidas a la esfera doméstica.

 7. El triunfo de Mariana

Los testimonios de los contemporáneos, de la historiografía, la iconografía, la literatura y el arte, apenas dejan traza de las heroínas revolucionarias. La imagen de la mujer se utilizó como símbolo, pero las acciones femeninas no fueron, por lo general, señaladas como heroicas. Sí lo hizo, en cambio, la historiografía contrarrevolucionaria, atribuyendo a las tricotosas un carácter sanguinario para hacer de la violencia un rasgo de la “naturaleza femenina”, extendiéndose la alegoría de “<un mundo al revés>” en el que las mujeres abandonan el hogar para dedicarse a actividades subversivas. Esta apreciación negativa reforzó en los republicanos su voluntad de relegar a las mujeres a la esfera privada. Por el contrario, mientras que el campo revolucionario parecía molesto por la acción de sus militantes, la contrarrevolución ha utilizado la imagen de las mujeres comprometidas en sus filas, convirtiéndolas en heroínas, ya que, al alistarse en el campo de la contrarrevolución las mujeres siguen su vocación natural: el heroísmo femenino corresponde a los valores propios de las mujeres, como la fidelidad, y son defensivos más que agresivos. Esta construcción privilegia la concepción de una “naturaleza femenina” cuyo papel sería el de transmitir y no el destruir y debía ceñirse a la defensa de los valores tradicionales, familiares, morales y religiosos; esta imagen de la mujer contrarrevolucionaria ligada a la religión tradicional pesó en la tradición republicana del siglo XIX y contribuyó a retrasar el acceso de las mujeres a sus derechos políticos, por el temor de que ellas votaran masivamente a favor del partido del orden. La paradoja fue que al tiempo que se invitaba a las mujeres a permanecer en el espacio privado, las imágenes de las mujeres invadían el espacio público, y la nación era a su vez un espacio masculino que utilizaba el cuerpo de la mujer. Pero era una metáfora, no una realidad: el 25 de septiembre de 1792 la efigie de una mujer con un gorro frigio simbolizó la República. Se la llamó Mariana, un nombre muy común y popular desde entonces: la imagen de la mujer apareció en todos los rituales simbolizando a la nación, la figura femenina sirvió de imagen a los símbolos de la Revolución, y el emblema de la República era la diosa romana de la Libertad.

 

Imagen de Marianne, alegoría de la República Francesa (foto: Biblioteca Nacional de Francia)
 8. Balances y herencia

El periodo de la Revolución francesa ofrece la paradoja de una nación que proclama el derecho natural, o sea la universalidad de los derechos del ser humano, y excluye a la mitad de la población de la ciudadanía violando el principio de la igualdad de derechos. Pero en relación a las mujeres, no hay que plantear el problema en términos de éxito o fracaso sino en términos de poner en primer plano lo que a Revolución potenció en una coyuntura política inédita. La guerra civil y exterior difuminó las diferencias, permitió a las mujeres ocupar posiciones visibles y radicalizar sus peticiones.

Después de Napoleón, el siglo XIX, desde la historia de las mujeres, no se explica sin la Revolución: las promesas de igualdad proclamadas en 1789, quedaban lejos de conseguirse para las mujeres, pero la Revolución las había convertido en individuos capaces jurídicamente, en ciudadanas civiles, pero ciudadanas sin ciudadanía, y así quedaron, en nombre de la naturaleza femenina. Ahora bien, al afirmar el principio fundador de la Igualdad los revolucionarios dieron armas a las mujeres para combatir la desigualdad, abriendo así la puerta a las luchas futuras. Al ocupar el espacio público, comportándose de hecho como ciudadanas, las mujeres revolucionarias habían llenado de contenido la palabra ciudadana, de modo que en el siglo XIX los diccionarios post-revolucionarios, ciudadano siempre tenía también una terminación femenina. Es decir, enorme transcendencia de la Revolución de 1789 para las mujeres, pues  gracias a la aparición de las mujeres revolucionarias sobre la escena pública como sujetos políticos  la historia del feminismo se hizo posible. Durante el siglo XIX se pudo pensar en la igualdad social y la igualdad política de los sexos, y discutir el tema de la igualdad de la razón entre hombre y mujer, viejo problema, pero al que también la Revolución ayudaba, ya que el paso del siglo XVIII al XIX marca la emancipación de la razón frente a la naturaleza, a la cual se quiso reducir a las mujeres.

La Revolución legó un intenso debate sobre la diferencia de sexos, desarrollado durante el primer tercio del siglo XIX (Fraisse, 1991), y quizás pueda considerarse que el incipiente y minoritario feminismo manifestado en el decenio revolucionario francés, y las luchas de las mujeres por su independencia y autonomía, está en el origen del movimiento de emancipación de la mujer en la época contemporánea, por lo que somos deudoras de sus acciones.

 

Referencias bibliográficas

DUHET, Paule-Marie (1974), Las mujeres y la Revolución (1789-1794)(1974), Península, Barcelona.

FRAISSE, Geneviève (1991), Musa de la razón. La democracia exclusiva y la diferencia de sexos, Cátedra, Madrid.

GODINEAU, Dominique (1988), Citoyennes tricoteuses, Alinea, París.

MARTÍN, Jean-Clément (2008), La Révolte brisée, Armand Colin, París.

¨ Este trabajo es una síntesis de la sesión  impartida en los cursos de verano de la Universidad de Barcelona en 2010, en el curso Dones, guerres i exèrcits a través de la història, el pensament i la creació literària, y se enmarcó en el proyecto de investigación HAR2009-09080, Mujeres y culturas políticas en España (1808-1845), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

(*) Irene Castells falleció   el  29  de mayo de   2019.   Recibirá un homenaje el 25 de marzo en la Universitat Autónoma de Barcelona. El obituario de Joan Tafalla con la relación de su obra, aquí
Imágenes: Conversación sobre la Historia
Portada:

Club des femmes patriotes dans une église, dibujo de Chérieux, 1793, Paris, BNF (Wikimedia commons)


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Decir Basta: Huelgas de Mujeres en la historia.

 

 

 

 

 

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  1. Siento no poder entrar ya en diálogo con Irene, a quien perdimos hace poco. En su recuerdo, aprovecho un panorama tan completo para señalar una laguna habitual, no sólo suya, sino también de la bibliografía más disponible. Se echa en falta la clave de la reforma revolucionaria del entero derecho de familia, de todo él y a fondo, que cuenta además con buenas monografías, como “La famille et la Révolution française” de Garaud y Szramkiewicz, y “The family on trial in revolutionary France” de Desan. Irene la apuntaba justamente: las mujeres, con la revolución, “no estaban ya totalmente sometidas a la autoridad del padre o del marido”, así como advertía que, prontamente, el Código Civil reaccionó “restableciendo en gran parte la autoridad paterna y marital varonil, considerando a las mujeres como menores de edad, y a las viudas y solteras como una anomalía”. En esta vía ciertamente, la revolución fue de mayor alcance y la reacción, más matizada, particularmente en relación al derecho prerrevolucionario que seguía por lo general vigente fuera de Francia.

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