La inmediatez del análisis periodístico no suele proporcionar una visión reflexiva que perdure más allá del tiempo twitter o similar. Los dos textos que presentamos tienen la virtud de superar esta limitación, quizá por el hilo de la historia que los une. El primero, de Andreu Claret, ha empezado a circular por Facebook esta mañana. El de Jordi Amat se publicó el sábado en La Vanguardia. Ninguno de los dos invita al optimismo. Pero ambos proporcionan herramientas para evitar la estrategia del avestruz.  DRH


 

Andreu Claret

El juicio y la verdad

De un juicio, se suele esperar que brote la verdad. El caso Dreyfus sirvió para que la sociedad francesa descubriera el carácter maligno del antisemitismo que albergaba. Del juicio del Procés no saldrá nada bueno. Nada bueno para nadie. Ni para los catalanes independentistas, ni para los que no lo somos. Esto es así porque no hay una verdad que la mayoría de la sociedad catalana esté dispuesta a compartir. Cada cual tiene la suya, codificada durante años por medios y redes afines. Y sin verdad compartida, el país recibirá la sentencia más dividido que nunca.
Los grandes juicios supusieron momentos de pedagogía colectiva, como ocurrió con el de O.J. Simpson. Aquí no. La señal que emite la sala del Supremo es única, pero cada cual la ve a su manera, aderezada por la labor impía de comentaristas y agitadores digitales que sólo buscan reafirmar convicciones. La propaganda devora todos los matices, ciega todas las enseñanzas. Los que somos capaces de indignarnos, a la vez, por las revelaciones del comisario Castellví y por las mentiras de Millo somos cuatro gatos. Es una lástima, porque el juicio tiene su qué. Ha permitido certificar la aberración policial del 1-O, y atestar la conducta desabrida de un Parlament que se pasó por el forro el Estatut. Ha confirmado que la violencia necesaria para fundamentar los delitos más graves no asoma por ninguna parte, pero ha dejado constancia de la irresponsabilidad de los líderes del Procés.
Sin embargo, no habrá verdad compartida, porque la única verdad posible sería la de que hemos sido víctimas de un inmenso disparate protagonizado por políticos insolventes. Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. El uno no vio venir el tsunami y el otro tiró por la calle de en medio sabiendo, como le dijeron los Mossos, y como le dijimos algunos, que quebrantar la ley desde las instituciones no iba a alumbrar nada bueno.
rajoy PUig

(Muro de Andreu Claret, Facebook del 11 de marzo, de donde procede la foto)


Jordi Amat

Una crisis de autoridad

Hoy el centro de la política catalana es el Tribunal Supremo, donde se juzga a la mayoría de los líderes de la fase crítica del procés. Meses atrás lo era la prisión de Lledoners, donde se reestructuraba el sistema de partidos soberanistas y los presos políticos celebraban reuniones con destacados dirigentes en activo. De manera desconcertante influye aún la llamada Casa de la República de Waterloo, como Inés Arrimadas puso en valor hace pocos días, desde donde se dirige el fantasmal Consell de la República que preside Carles Puigdemont. Esta es la situación tras la derrota del ciclo unilateral y el intento de desactivación de una parte de la dirección del movimiento independentista por parte de la Fiscalía General del Estado usando el Código Penal de manera retorcida y la prisión preventiva con afán humillante. Mientras tanto, mientras pasa un tiempo de extraña tristeza (la que Manuel Cuyàs describía tan bien esta semana), nuestras instituciones de autogobierno van vaciándose de autoridad.

Parece como si la función del Parlament fuera actuar de plató para grabar un minuto de gloria que se haga viral. Desde la aprobación de la divisiva ley del Referéndum de Autodeterminación, y por la usurpación de los derechos de los presos, en el Parlament hiberna la actividad que le es propia. Se ha puesto de manifiesto con la prórroga de los presupuestos del 2017: el proyecto de este año no llegó ni a ser registrado en el Palau de la Ciutadella. El otro Palau, el de la Generalitat, no recupera la dirección porque su fuerza quedó anestesiada allí mismo la noche caótica del 25 al 26 de octubre del 2017. La mejor prueba, como si el 155 todavía estuviera, es la incapacidad para renovar algunos organismos. Y a Quim Torra no le ha sido reconocida su función en plenitud ni por su antecesor ni por la oposición y diría que tampoco por todo su gobierno. La ruptura de relaciones con la Casa Real implica a menudo que la Generalitat se abstenga de participar en acontecimientos relevantes de nuestra vida pública –sucedió hace pocos días en el acto de concesión en el Iese de un premio al empresario Mariano Puig (lo explicaba Joan Tàpia)–. Y la estrategia soberanista de bloqueo de la política española, como evidenció la enmienda a la totalidad de los presupuestos, puede ­crear las condiciones para que se acelere la deconstrucción del autogobierno y la gestión política de la sentencia del juicio esté en manos de un antiindependentismo maníaco.

La política catalana, carente de un centro institucional fuerte y reconocido, sólo puede desarrollarse de manera sonámbula. Nadie parece tener capacidad para revertir esta dinámica e iniciar un proceso de reconstrucción. Mientras tanto, mientras pasa este tiempo banal de desinstitucionalización, ­Catalunya seguirá instalada en una situación de crisis. Sin capacidad para reaccionar frente a un 155 autoritario y anticonstitucional. Con el soberanismo sintiéndose con una razón moral ultrajada, pero sin mecanismos para articular una fuerza efectiva que permita cohesionar la sociedad en torno a las instituciones propias. Víctimas de una tara antigua: la incapacidad congénita para consolidar autoridad.

La idea de la crisis de autoridad fue elaborada por Josep Pla en una serie de artículos publicados en la Revista de Catalu­nya a lo largo de la segunda mitad de 1924. Durante los años inmediatamente anteriores, Pla había sido diputado en la Mancomunitat, pero cuando los escribió la dictadura de Primo estaba desmantelando la primera institución de autogobierno que el catalanismo había conseguido levantar. Entonces, con 27 años, Pla era un hombre de letras cosmopolita que vivía en el extranjero y pensaba en clave europea, atento a las lecciones informales de Eugeni Xammar (quien más le influyó ideológicamente). Sus artículos quedaron em­polvados hasta que Vicens Vives lo quiso reeditar, como en breve explicará Joaquim Nadal (prologa la correspondencia entre los dos).

A mediados de los cincuenta el historiador Vicens buscaba los porqués de la relación fallida de los catalanes con el poder. En los textos de Pla halló claves para comprender nuestra falta de sentido de Estado. Una era la dificultad para estructurar una clase dirigente. Pla, de hecho, sólo identificaba una: el Comité de Acción Política de la Lliga. Con posterioridad, la única comparable diría que fue la que el pujolismo hizo crecer en torno al poder de la autonomía. La capacidad de esta clase para reproducirse en el poder, que es una garantía de continuidad, es el gen convergente (copyright Juliana). Pero su última mutación la está desnaturalizando en lo esencial. Ha perdido el sentido de Estado. Las consecuencias de una mutación de estas dimensiones las describió el propio Pla. “Muchos políticos que la gente pensaba que lo eran resultaron de un vaciedad tumbal. La política, el ejer­cicio de esta actividad, exige un temperamento específico. Si no se tiene, si no es más que una forma u otra de fanfarronada diletantística, no hay política posible. La fanfarronada diletantística puede provenir tanto del perfeccionismo utópico como de la ignorancia más acreditada y cierta”. Volvemos a estar aquí. Descentrados. Otra vez sin clase dirigente. Sin política. En medio de una crisis de autoridad en el peor momento posible.

La Vanguardia, 9 de marzo de 2019

 

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