Juan Pro
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid. Coordinador del grupo HISTOPÍA y de la Red Trasatlántica de Estudio de las Utopías. Recientemente ha editado un libro colectivo sobre Utopias in Latin America: Past and Present (Brighton, Sussex Academic Press, 2018).
Vivimos en un tiempo de desesperanza. Tras el desencantamiento del mundo y la crisis de las grandes ideologías alternativas que prometían un mundo mejor, solo han quedado la rutina de todos los días y un cierto temor al futuro (que probablemente será peor que el presente); como mucho, para los idealistas recalcitrantes, queda también la voluntad de resistir y de no olvidar el pasado. Voces autorizadas anunciaron ya hace tiempo que habíamos llegado al final de las utopías[1], cuando no al final de la historia[2]. Se equivocaran o no, reflejaban con tales anuncios la noción de que para gran parte de la humanidad ya no tenía sentido seguir luchando por algo diferente de lo que habíamos logrado, o de lo que supuestamente han logrado los varones de clase media y de raza blanca en los países ricos.
De este panorama, en el que las utopías parecen no tener ya lugar alguno, dan cuenta fenómenos como el éxito editorial –también cinematográfico y televisivo– del género distópico, que, agazapado en el ámbito de lo fantástico y la ciencia ficción, ameniza el ocio de las masas con escenarios aterradores acerca de lo que podría traer el futuro: catástrofes climáticas, poderes totalitarios, desigualdades lacerantes y violencias sin cuento nos recuerdan que no hay nada que esperar –como mucho, que se quede todo como está –y que cualquier intento por construir un mundo mejor puede degenerar en la peor de las pesadillas. Mientras este tipo de novelas, películas y series de televisión inundan el mercado con gran éxito de público, el viejo género de la utopía que inauguró Tomás Moro en 1516 apenas encuentra vías de difusión, dado el rechazo generalizado del público a tales ensoñaciones de armonía y felicidad, consideradas demasiado empalagosas para el gusto actual.
Se vende la distopía, pero la utopía no tanto. O sí. Porque la palabra utopía sigue circulando en el lenguaje corriente: en sentido negativo, como sinónimo de fantasía irrealizable –y, por tanto, peligrosa– que se arrojan los adversarios entre sí para desacreditar las propuestas del contrario; pero también con connotaciones positivas, como equivalente de todo lo bueno, perfecto y feliz. Solo que, en este sentido, más coherente con el significado originario de lo utópico, el término se ha popularizado en usos comerciales y publicitarios. Llevan el nombre de Utopía como reclamo multitud de establecimientos públicos, como cafeterías, restaurantes, joyerías, discotecas, urbanizaciones, espacios de coworking y hasta un sex-shop. Como tantas otras cosas, también la idea de utopía se ha mercantilizado y se ha pretendido vaciar de cualquier sentido crítico contra el orden establecido, con el que ahora colabora involuntariamente a través de estos usos consumistas.
La Historia no ha sido ajena a este clima cultural propio de la posmodernidad, instaurado desde los últimos decenios del siglo XX. Mientras el neoliberalismo asentaba por todas partes su hegemonía, el compromiso social de los historiadores retrocedía hasta quedar reducido a pequeñas bolsas de resistencia historiográfica. Una de las más significativas ha sido, sin duda, el movimiento de recuperación de la memoria histórica, tan relevante en países que mantienen abiertas heridas del pasado reciente –como España, con miles de desaparecidos de la Guerra Civil aún pendientes de desenterrar, mientras sus asesinos permanecen impunes y son homenajeados públicamente en monumentos, discursos, símbolos y fundaciones subvencionadas. La concentración de energías en este campo de la memoria histórica es un signo más de las prioridades de nuestra época: el compromiso y la combatividad no miran hacia el futuro, sino a las formas defensivas de recordar el pasado o de proteger lo poco que nos queda en el presente.
Sin embargo, el futuro es un tiempo propio de la historia (y de los historiadores, por tanto). La ambición de la Historia es la de dar cuenta de las experiencias humanas a través del tiempo: de todo tipo de experiencias, de todos los seres humanos, y en todos los tiempos –pasado, presente y futuro. El método histórico, que accede al estudio de la experiencia humana a través de su dimensión temporal, nos permite interpretar con documentos no sólo el pasado, sino también el presente –objeto de una especialidad historiográfica ya bien asentada– e incluso el futuro. Este último, apenas abordado por los historiadores sino como hipótesis teórica, es sin embargo un tiempo que forma parte de la experiencia humana; y, por tanto, de la historia[3].
Koselleck llamó horizontes de expectativa a los futuros del pasado, esas perspectivas de evolución del mundo, temores, esperanzas y deseos que tuvieron los actores de cada momento pasado, fuera de forma individual o colectivamente[4]. Las expectativas sobre lo que ha de venir en el futuro forman parte de la realidad de cada uno y son imprescindibles para comprender la racionalidad con la que se mueven los actores históricos. Al mismo tiempo, la acción colectiva no puede explicarse enteramente por su carácter reactivo, sino que suele requerir el esfuerzo de imaginar las esperanzas de cambio que había detrás de la movilización, el horizonte utópico que proporcionaba el entusiasmo de quienes participaron en revoluciones y otros movimientos de contestación claramente volcados hacia la construcción de un futuro mejor. Las utopías han formado parte de la realidad, no hay que situarlas fuera de ella, en otra dimensión de carácter puramente ideal.
Una historia de las utopías en las que han creído los seres humanos de cada momento y en cada lugar nos daría muchas claves sobre los motivos que tenían los actores individuales y colectivos. Sin duda, en las utopías hay una fuerte condensación de cultura, de los presupuestos fundamentales de una cultura, que implican sus preocupaciones, sus valores morales, sus categorías de pensamiento, sus aspiraciones ideales y también los límites hasta los que es capaz de imaginar una sociedad diferente. Lo mismo podría decirse de las distopías, que al esbozar escenarios aterradores pero plausibles hacia los que podría evolucionar la realidad, nos permiten asomarnos a un componente tan importante de las culturas históricas como son sus fantasmas y sus monstruos, sus miedos, los temores que condicionan la toma de decisiones o determinan la pura inacción.
El rico universo de las utopías (y de las distopías) no es solamente, por tanto, un paisaje para la contemplación displicente: no son piezas de museo para ofrecer al público la posibilidad de complacerse con el espectáculo de las vanas ilusiones de nuestros antepasados. Es, por el contrario, una dimensión profunda y hermosa de la historia la que podemos leer en ellas. Porque, además de hacer aflorar las claves de su propio tiempo, las utopías han guiado la acción, encaminándola en una u otra dirección; por lo que, en última instancia, las utopías han dado forma al futuro, privilegiando unos futuros posibles y relegando otros. La utopía es un motor de la historia, el que la empuja hacia adelante, en busca de mundos mejores. Como la distopía advierte de los peligros, airea los temores colectivos, y de ese modo cierra posibilidades de futuro que en un momento dado se consideran indeseables.
Ciertamente, no todas las utopías se acaban transformando en realidad. De hecho, lo característico del concepto de utopía es que tales proyectos implican, además de la audacia en el cambio, un cierto grado de imposibilidad o de inverosimilitud. Por lo que muchas utopías esbozadas en algún momento histórico no fueron puestas a prueba nunca porque nadie, o muy pocos, creyeron en su plausibilidad. Cierto tipo de utopías extremadamente inverosímiles o fantasiosas han sido meros ejercicios intelectuales de imaginación sin más consecuencia que el divertimento de sus autores o el disfrute estético de sus lectores; por lo que han tenido más bien un efecto escapista frente a la realidad, ayudando a consolarse de las insuficiencias de esta, pero alejando de la crítica efectiva o de la acción para cambiarla. Por ese motivo, para algunos autores tales objetos no merecerían propiamente el nombre de utopía, como no lo merecen las fantasías de mundos al revés o de abundancia sin límites que durante siglos consolaron a los pobres de la miseria y de la opresión en la que se desarrollaban sus vidas (fantasías carnavalescas, mitos de Cucaña o del País de Jauja, etc.)[5].
Aparte de esas pseudo-utopías nunca realizadas, muchas otras sí se han intentado llevar a la práctica; pero, al hacerlo, se han alejado de tal forma de las previsiones iniciales que resultan irreconocibles. Podría incluso sostenerse que la utopía solo lo es mientras se mantiene en el plano propositivo, como un ideal; pero que, cuando se intentan aplicar, inevitablemente han de emprender una negociación con el entorno en la cual pierden gran parte de su encanto, se deforman y se corrompen. En el límite, esa degeneración de la utopía cuando desciende al terreno puede acabar generando escenarios más bien distópicos. La utopía comunista, que alimentó las esperanzas revolucionarias de varias generaciones durante el siglo XX, empezó a resultar apenas reconocible en la Unión Soviética desde que Stalin tomó el poder. Sin llegar tan lejos, son infinidad las comunidades intencionales que se han fundado siguiendo algún ideal utópico –de carácter político, social o religioso– y que han degenerado en un plazo más o menos largo; la mayoría de ellas se han disuelto a los pocos años de su fundación, cuando los integrantes de la comunidad decidieron que no tenía sentido vivir así, que tal vez no era ni siquiera posible, o que no era mejor que regresar al redil de la sociedad mayoritaria. Este ha sido el destino común que han seguido, por ejemplo, las comunas inspiradas por los padres del socialismo romántico (Fourier, Owen y Cabet), a los que Engels motejó de socialistas utópicos[6].
Pero, sin duda, muchas utopías –quizá incluso algunas de las mencionadas que terminaron en un relativo “fracaso”– han guiado el cambio histórico. A veces su fracaso tuvo que ver con las condiciones poco favorables en las que hubieron de ponerse a prueba; o con la impaciencia por experimentar el paraíso en la tierra sin preparar el terreno, adaptar las mentalidades ni buscar las circunstancias adecuadas. Lo cual no significa que los escritos y las experiencias de aquellos pioneros utópicos no hayan tenido influencia posterior: al abrir posibilidades nuevas y dejar planteada una nueva forma de convivencia social, han trazado caminos que otros han venido a recorres más tarde; o, al menos, han empezado a erosionar los prejuicios que consideraban impensable aquella forma de recomponer la armonía social fuera de las convenciones tradicionales.
Ninguna utopía es irrealizable en términos absolutos, solo parecen irrealizables en un contexto político, social y cultural determinado, y es de esa relativa falta de realismo de la que les viene ser llamadas utopías. Pero, como recogió Victor Hugo en Los miserables, “las utopías de hoy serán las realidades del mañana”[7]. En las utopías están pergeñados los caminos que puede seguir el futuro, que luego se realizan en mayor o menor medida, pero frecuentemente siguiendo esas tendencias generales. Desde que la ciencia y la técnica aceleraron el ritmo de la innovación en el siglo XIX y esta empezó a transformar radicalmente los modos de vida, nos acostumbramos al hecho de que cualquier cosa que parezca imposible lo es solo aquí y ahora; y que podemos prever cambios radicales en el curso de una sola generación que dejen anticuados nuestros prejuicios sobre lo que se puede hacer y lo que no. De tal manera que, si esa ampliación incesante de las fronteras de lo posible –en beneficio de la humanidad– existe y resulta evidente en el ámbito de lo material, ¿cuánto más no será posible hacer realidad las utopías de libertad, igualdad, justicia, paz y felicidad que esbozan los utópicos en el ámbito de los modelos políticos y sociales?
Es por ese motivo por el que puede decirse que la historia del futuro está inscrita en las utopías[8]. No solo por lo que cada utopía nos dice acerca de la sociedad en la que fue concebida (y a la que frecuentemente retrata en negativo, en términos críticos). Sino también porque, como brújula del cambio, la utopía va marcando los futuros deseables hacia los que marcha cada sociedad, con más o menos éxito, con mayor o menor velocidad. El futuro no esta escrito, no es una mera reproducción del pasado. Pero tiene historia, porque es una faceta de la experiencia humana: y esa historia es la de los mundos que la utopía anticipa y propone a la esperanza. De ahí nacen los consensos, los conflictos, la movilización y la acción colectiva que transforma la realidad. Aunque tendemos a olvidarlo, en la medida en que las utopías quedan atrás tan pronto como el cambio de los modelos sociales y de los marcos institucionales se hace efectivo. La historia es un cementerio de utopías. Un cementerio, por cierto, al que podemos –y debemos volver –en busca de los caminos que no se siguieron, de las bifurcaciones donde perdimos el rumbo, para inspirar alternativas que aún están disponibles para nosotros[9].
En ese cementerio hay restos dispares, todos ellos esperando el historiador que venga a desenterrarlos y darles vida. Hemos superado ya el estadio inicial de los estudios utópicos, en el que solo se prestaba atención a los textos, las obras literarias de un determinado género como el que inauguraron los clásicos, Moro, Campanella y Bacon. Esa definición de la utopía por la forma ha sido ampliamente superada por otro tipo de definiciones, más atentas a la función de la utopía (crítica social, anticipación del futuro, relativización del presente, extrañamiento, exploración de mundos posibles,. Educación del deseo…) o a su contenido (satisfacción del deseo humano, búsqueda de la armonía, transformación de la realidad…)[10]. Ahora sabemos que lo utópico puede tomar la forma de textos novelados, pero también la de comunidades experimentales, diseños urbanísticos, propuestas artísticas… y, sobre todo, movimientos sociales y políticos. De hecho, uno de ellos, el socialismo, ha sido la utopía por excelencia de los siglos XIX y XX; y tal vez sea de su crisis a finales del siglo pasado de donde viene la crisis de la utopía en este tiempo de conformismo pragmático[11].
Sin embargo, lo utópico está entre nosotros. Está en todos esos soportes diversos, al menos desde los inicios de la modernidad, cuando empezamos a pensar que estaba en nuestra mano imaginar futuros alternativos y darle forma a la sociedad superando la tradición y aplicando la razón en busca de la felicidad. Y sigue presente en la actualidad, a despecho de la hegemonía que ha alcanzado el reproche antiutópico: aunque sea con utopías modestas, que no aspiran tanto a transformar completamente el mundo, sino a buscar pequeñas victorias simbólicas aprovechando las contradicciones y los intersticios del sistema. Siempre en minoría, siempre a contracorriente, la utopía sigue. ¿Querrán los historiadores acompañarla o darle la espalda?
La historia del futuro, esa asignatura pendiente de la historiografía, tiene sus propias fuentes y sus especificidades metodológicas, sin duda. Pero no es imposible de practicar; y no podemos renunciar a emprenderla. Mientras no lo hagamos, el futuro nos lo seguirán escribiendo desde perspectivas ahistóricas: esas perspectivas que Mannheim llamó ideológicas –por contraposición a utópicas– ya que, en última instancia, refuerzan el orden establecido en lugar de someterlo a crítica[12].
[1] Herbert Marcuse, El final de la utopía (Barcelona: Ariel, 1968).
[2] Francis Fukuyama, «The End of History», The National Interest, 1989.
[3] Carlos Navajas Zubeldia, «Jano “vs.” Clío: la historia del tiempo… futuro», en Carlos Navazas Zubeldia, coord.: «Actas del II Simposio de Historia Actual: Logroño, 26-28 de noviembre de 1998» (Logroño: Instituto de Estudios Riojanos, 2000), 37-82; David J. Staley, «A History of the Future», History and Theory 41, n.o 4 (2002): 72-89; David J. Staley, History and Future: Using Historical Thinking to Imagine the Future (Lanham, MD: Lexington Books, 2010); Barbara Adam, «History of the future: Paradoxes and challenges», Rethinking History 14, n.o 3 (2010): 361-78, https://doi.org/10.1080/13642529.2010.482790; Carlos Navajas Zubeldia, «El futuro, ¿un nuevo dominio del tiempo histórico?», Mélanges de la Casa de Velázquez 48, n.o 2 (2018): 335-38.
[4] Reinhart Koselleck, Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos (Barcelona: Paidós, 1993).
[5] J. C. Davis, Utopia and the Ideal Society: A Study of English Utopian Writing 1516-1700 (Cambridge: Cambridge University Press, 1981); Barbara Goodwin y Keith Taylor, The Politics of Utopia: A Study in Theory and Practice (New York: St. Martin’s Press, 1982).
[6] Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (San Sebastián: Equipo editorial, 1968).
[7] Victor Hugo, Los miserables (1862) (ed. de Madrid: Alianza Editorial, 2013), vol. 1, 711 (3ª parte, libro 4, cap. I).
[8] Juan Pro, «Historia de la utopía: viajar en el tiempo», Mélanges de la Casa de Velázquez 48, n.o 2 (2018): 339-43.
[9] Zygmunt Bauman, Retrotopía (Barcelona: Paidós, 2017).
[10] Ruth Levitas, The Concept of Utopia (Berna: Peter Lang, 2010); Graciela Fernández, Utopía: contribución al estudio del concepto (Mar del Plata, Argentina: Suárez, 2005).
[11] Zygmunt Bauman, Socialismo. La utopia activa (Buenos Aires: Nueva visión, 2012); Juan Pro, «Sobre la utopía en el socialismo», Librosdelacorte.es 10, n.o 16 (2018): 206-16, https://doi.org/10.15366/ldc2018.10.16.004.
[12] Karl Mannheim, Ideología y utopía: introducción a la sociología del conocimiento (México: Fondo de Cultura Economica, 2010).
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