Quizás valga la pena recordar la potencia de la cultura, esta capacidad de trascendencia, cuando la guerra nos tienta con políticas de cancelación

 Jaume Claret

 

Pese a que seguramente es espuria, la anécdota asegura que en el peor momento de la guerra, cuando la Gran Bretaña imperial era el único bastión opuesto explícitamente al nazismo triunfante, los asesores económicos de Downing Street propusieron reorientar el gasto gubernamental, priorizar las partidas militares y reducir a cero otras superfluas como la cultura. Ante esta propuesta radical, el entonces primer ministro Winston Churchill habría exclamado: «¿quitarle el presupuesto a cultura? Entonces, ¿por qué luchamos?».

Contrastada históricamente o no, la chanza nos recuerda la centralidad social de la cultura y su carácter esencial, indesligable del ser humano. Esta conexión especial ha hecho transcender ciertas piezas artísticas, convirtiéndolas en símbolos poderosos y singulares. Entre estas, sin duda merece una mención especial la Séptima Sinfonía de Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo 1906 – Moscú 1975). Conocida popularmente como Leningrado –aunque no hay evidencia de que la compusiera pensando en su rebautizada ciudad natal—, su estreno en plena guerra galvanizó a la población soviética y fue un activo decisivo para el bando aliado.

Asedio de Leningrado: cadáveres de víctimas son trasladados al cementerio de Volkovo en octubre de 1942 (foto: Wikimedia, RIA Novosti archive)

Música y poder

Este niño prodigio de la música –con solo diecinueve años estrenaba su Primera Sinfonía (1926)— ha generado una amplia bibliografía sobre su persona y, sobre todo, su obra. Por desgracia, buena parte de esta literatura biográfica resulta más que dudosa, puesto que fue escrita bajo las sucesivas oleadas del Gran Terror. Cómo comenta el escritor estadounidense Matthew Tobin Anderson (Cambridge 1968), «no podemos fiarnos de nadie. En un régimen donde las palabras están bajo vigilancia, se premia la mentira y el silencio es una herramienta de supervivencia, la verdad simplemente deja de existir. No hay forma de escribir una biografía de Shostakóvich sin depender de los rumores y sin hacerse eco de la información conservada en la memoria de personas que tienen muchas razones particulares para inventar, engañar o maquillar los acontecimientos».

Y, pese a ello, Anderson se atrevió a publicar en 2015 Sinfonía para la ciudad de los muertos. El hasta entonces autor de premiados libros infantiles cumplía con lo prometido en el  subtítulo –Dmitri Shostakóvich y el Asedio de Leningrado—, pero va más allá y despliega, de la mano de unos interesantes, breves e ilustrados capítulos, una panorámica de la historia intelectual y política de la Rusia prerrevolucionaria hasta la Unión Soviética post-estalinista, con especial atención a los años de la Segunda Guerra Mundial. Traducido finalmente en 2022 al castellano por María Serrano y editado por Es Pop –sello mallorquín afincado en Madrid—, esta magnífica obra, mezcla de géneros, se nos presenta como una lectura más que recomendable.

Anderson aprovecha el conocimiento acumulado para centrarse en dos cuestiones que pueden parecer colaterales y son, en realidad, principales. Por un lado, está el vínculo entre el arte y la política o, mejor dicho, la voluntad del poder –especialmente cuando es absoluto— para someter la creación y a los creadores a sus intereses. Estas tensiones ya habían interesado a otros autores y, por ejemplo, el británico Julian Barnes había dedicado El ruido del tiempo (Anagrama, 2016) a tres momentos clave en la vida de un Shostakóvich amenazado precisamente por el totalitarismo soviético. La novela conseguía aproximarse a la tensión provocada por verse abocado a elegir entre la libertad creativa o el sometimiento al dictado político, entre la integridad moral y la descalificación de unos por cobarde y de otros por colaboracionista.

Evidentemente, Shostakóvich no ha sido el único gran músico enfrentado a estos dilemas. En el reciente El caso Furtwängler (Fórcola, 2022), la historiadora francesa Aubrey Roncigli rescata la biografía del prestigioso director alemán Wilhelm Furtwängler (Schöneberg 1886 – Baden-Baden 1954). Considerado uno de los más grandes, su permanencia en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial lo desacreditó internacionalmente. De nada le sirvió mantener las distancias con los nazis, desmarcarse de las leyes raciales, ser visto como opositor por las autoridades o superar en 1946 un proceso de desnazificación. La priorización de la vertiente artística o la creencia de que era más útil quedándose que yéndose fueron considerados argumentos débiles, y tampoco su tardía fuga a Suiza el 28 de enero de 1945 después de dirigir en Viena la Sinfonía número 2 de Brahms –disponible todavía en la red— fue suficiente. Cómo señala el prologuista Dani Capó, «a Furtwängler se le ha juzgado con una dureza inusual, sin que sus faltas sean mayores que las de tantos de sus contemporáneos alemanes, rusos o italianos».

Karl Eliasberg dirige el estreno de la 7ª Sinfonía el 9 de agosto de 1942 (foto: BBC)
El poder de la música

Volviendo a Sinfonía para la ciudad de los muertos, la segunda cuestión planteada por Anderson hace referencia al potencial simbólico de la música en particular y de la cultura en general, evocado a la anécdota churchilliana. Esto es especialmente significativo en la esfera rusa, donde las artes –de la literatura al diseño— habían sabido acompañar especialmente a la sociedad a lo largo de los profundos cambios históricos vividos. Enfrentados a los terribles acontecimientos del siglo XX, nuevamente la ciudadanía miró a las artes buscando confort, referencias, orgullo, compañía.

La torpeza de Stalin y la contundencia de Hitler habían permitido a las tropas alemanas penetrar profundamente en la inabarcable Unión Soviética. Los nazis se pararon a las puertas de Leningrado y sometieron a la antigua capital zarista a un asedio de casi novecientos días –del 8 de septiembre de 1941 al 27 de enero de 1944—, convencidos de que el hambre y la desesperación la harían caer como fruta madura. Se habla de más de 1.200.000 muertos, con puntas máximas diarias de diez mil víctimas, fruto de los bombardeos, la congelación y, sobre todo, el hambre. Esto acabó derivando en una lucha por la supervivencia que incluyó episodios –una vez agotados perros, gatos, ratas y palomas— de canibalismo y que devastó tanto la ciudad como la convivencia.

Pero, en medio de la desesperación, también se vivieron episodios de esperanza, de cooperación y de humanidad. Y aquí entró en juego la pieza sinfónica, con cuatro movimientos y de entre 75 y 85 minutos, que Shostakóvich compuso en 1941. Estrenada el 5 de marzo de 1942 en la actual Samara, contó desde el primer momento con el favor del público, y su potencia moral y simbólica no escapó a las autoridades soviéticas. Así, el 9 de agosto –cuando Hitler había prometido celebrar un festín de la victoria en el salón de baile del hotel Astoria— la diezmada y hambrienta Orquesta Filarmónica de Leningrado –tres de sus músicos no sobrevivieron al esfuerzo de los ensayos— conseguía interpretarla en medio de una emoción singular. Cómo recordaba el trombonista Víktor Orlovski, incluso hubo quién canjeó la escasa comida por una entrada. Aquella inyección de moral, además, fue emitida por radio y por altavoces, y las notas se esparcieron por la ciudad hasta llegar a las posiciones alemanas.

Shostakovich con Eliasberg y miembros de la orquesta en 1964, durante la celebración del 20 aniversario del estreno (sentada a la izquierda, Ksenia Matus)(foto: BBC)

También el resto de los Aliados quedaron impresionados por la obra de Shostakóvich. Enseguida, las autoridades soviéticas enviaron copias microfilmadas por vías rocambolescas hasta Gran Bretaña y los Estados Unidos. Esta doble operación, de propaganda y de hermandad, consiguió sus objetivos. Así, el 22 de junio –coincidiendo con el primer aniversario del inicio de la Operación Barba-roja— la Orquesta Filarmónica de Londres la grababa para la BBC, y el 19 de julio era el turno de la Orquesta Filarmónica de la NBC dirigida por el prestigioso Arturo Toscanini (interpretación todavía encontrable en la red). Antes de finalizar 1942, la sinfonía Leningrado se pudo escuchar sesenta y dos veces en diferentes ciudades estadounidenses, siendo por ejemplo la música que despidió, en el desierto de California, a las tropas destinadas al norte de África.

«¿Cómo es posible que una sinfonía pueda legar a ser tan importante para un país?». Seguramente la respuesta se encuentra en este potencial simbólico, en esta capacidad de esperanza, fe y moral. O, si queremos una mirada más descarnada, podemos recuperar las palabras del poeta Óssip Mandelstam (Varsovia 1891 – Vladperpunkt 1938), él mismo víctima del Terror estalinista, cuando afirmaba «Solo en Rusia la poesía es respetada, tiene gente asesinada. ¿Hay algún otro lugar donde la poesía sea un motivo tan común para el asesinato?». Quizás valga la pena recordar esta potencia de la cultura, esta capacidad de trascendencia… sobre todo cuando la guerra nos tienta con políticas de cancelación por razones económicas o ideológicas.

Reseña de Matthew T. Anderson. Sinfonía para la ciudad de los muertos. Madrid: Es Pop, 2022. 480 pág. Traducción de María Serrano

Fuente: Política i Prosa 56 (1 de junio de 2023)

Portada: soldado comprando una entrada para el estreno de la sinfonía nº 7 de Shostakovich en Leningrado, el 9 de agosto de 1942, bajo la dirección de Karl Eliasberg (foto: reddit.com/r/classicalmusic)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Artículos relacionados

Una vida entre los archivos soviéticos. Entrevista a Sheila Fitzpatrick

Superar el comunismo implica elaborar su historia

Guerras de memorias

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí