En el imaginario occidental del siglo XX, el Estado vestía el uniforme del policía, la bata de la enfermera y el traje del planificador. Con la fuerza que le daba una burocracia cada vez más capacitada y numerosa, organizó la sociedad con puño de hierro y guante de seda. Pero, en los últimos veinte años, un Estado mermado de recursos improvisa una parafernalia muy distinta.

Grégory Rzepski y Pierre Rimbert *

El Estado puede confinar a la población, hacer que agentes de la policía registren las bolsas de la compra, cerrar fronteras y gastar “todo lo que haga falta”, requisar mascarillas y enfermeras –y luego imponer un “pase sanitario”– en nombre de la lucha contra la pandemia de covid-19 en 2020. Puede nacionalizar bancos durante la tormenta de las hipotecas subprime en 2008, olvidarse de las exigencias presupuestarias y financieras europeas cuando la crisis del euro entre 2012 y 2015 y luego pisotear el fetiche de la estabilidad monetaria incitando al Banco Central Europeo (BCE) a enchufar la imprenta de billetes. Puede encarcelar sin juicio a sospechosos de terrorismo, hacer ­registros sin autorización judicial previa, desplegar blindados en los Campos Elíseos contra los “chalecos amarillos” en 2018 y expropiar a los oligarcas (a los rusos, no a los franceses). Puede infligir tratos inhumanos a los refugiados afganos y sirios en Calais y recibir a los ucranianos con los brazos abiertos. Puede prohibir los medios prorrusos y aceptar la persecución de Julian Assange, que reveló crímenes de guerra estadounidenses.

Comparecencia judicial de Julian Assange (foto: bayaction2freeassange.org/)

El Estado lo puede todo.

¿Todo? El caso es que, desde mediados de los años ochenta, todos describen, por el contrario, un Estado débil, desmantelado (1), desbordado, artífice de su propia impotencia. ¿Acaso no ha destruido sus herramientas de planificación, desmon­­tado las administraciones eficaces (obras públicas, aduanas), renunciado a su política industrial al privatizar en Francia desde 1985 unas mil empresas públicas en las que trabajaban más de un millón de empleados –bancos, aseguradoras, industria pesada, comunicaciones, energía, etc.– hasta el punto de reducir a la mitad el porcentaje total del empleo asalariado integrado en el sector público (del 10,1% al 4,9% en 2016) (2)?

¿Acaso no ha abdicado de su soberanía monetaria en favor del BCE y amputado sus ingresos reduciendo a la mitad el tipo del impuesto de sociedades (del 50% al 25%) y en un tercio el tipo marginal superior del impuesto sobre la renta (del 65% al 45%) entre 1985 y 2022? ¿Acaso no se ha rebajado al nivel de un simple garante de las leyes del mercado al firmar tratados europeos que sacralizan la competencia? ¿Acaso no ha abandonado su política exterior ­autónoma, alineado su aparato diplomático con las prioridades estadounidenses y reingresado dócilmente en el mando integrado del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que el general De Gaulle había abandonado en 1966? Sin duda. Y, hasta una fecha reciente, los dirigentes políticos franceses se congratulaban de ello.

¿Cómo puede ser que un Estado impotente sea capaz de tanto? ¿Qué magia le otorga tanto poder si carece de medios?

Este modo de actuar es el gobierno a golpe de crisis. De crisis en plural, de hecho: porque una sucede a la otra, cada una de ellas impone sus situaciones de emergencia, todas apelan a la intervención del oso estatal, cuya piel tanto hace que se ha vendido. En razón de una lectura abusiva del derecho común, el poder ­público estadounidense –o sea, el contribuyente– recompra en 2008 préstamos de cobro dudoso por valor de 700.000 millones de dólares con el fin de salvar un sistema financiero en quiebra de resultas de la desregulación. Entre 2009 y 2015, idéntica lógica empuja a los Estados a hacer que las instituciones de la Unión Europea rompan las Tablas de la Ley económica europea: criterios de Maastricht pulverizados, mutualización de la deuda pública o su refinanciamiento por el banco central, emisión monetaria ilimitada, rescates de Estados miembros amenazados de insolvencia por los mercados, control de capitales en Grecia y Chipre, etc.

Ironías del llamado “fin de la historia”, a la glaciación de la Guerra Fría le siguió no tanto la “mundialización feliz” prometida por los intelectuales de cámara como un capitalismo convulsionario. Una parte del planeta ha vivido estos treinta últimos años como una sucesión de sobresaltos: “terapia de choque” y paro masivo en los países del antiguo bloque soviético, desplome financiero en Rusia y el sudeste asiático en 1998, estallido de la burbuja de las puntocom en 2000, atentados del 11 de septiembre de 2001, suspensión de pagos de Argentina el mismo año, Gran Recesión de 2008 y 2009, Primavera Árabe, crisis de la deuda europea entre 2012 y 2015, pandemia de covid-19, catástrofes climáticas… por no hablar de las intervenciones militares occidentales en Somalia, Irak, Afganistán, ­Libia, etc.

Fuerzas de la OTAN bombardean Libia en 2011 (foto: El País)

Ya sea económica, monetaria, social, geopolítica, medioambiental o sanitaria, la crisis apremia al poder público a actuar resueltamente. Incluso el Estado federal alemán, con fama de indeciso, no dudó en expropiar el pasado abril Gazprom Germania, filial del conglomerado ruso, ni en inyectarle 10.000 millones de euros de las arcas públicas para, después, proponerse sacar a flote los operadores gasísticos, desestabilizados por las sanciones adoptadas por los países occidentales contra Rusia. En los momentos de peligro, el corsé normativo se afloja un poco. El 24 de mayo de 2022, el periódico económico Les Échos publica el siguiente titular: “Las normas presupuestarias europeas ­seguirán suspendidas en 2023”, y añade que la Comisión Europea “quiere dejar a los Estados suficiente margen de acción para amortiguar el impacto de la guerra y abandonar los hidrocarburos rusos”.

Sin embargo, para actuar, el gobierno a golpe de crisis debe sortear los obstáculos que él mismo ha puesto a su intervención. Primera dificultad: un cuerpo administrativo al que la austeridad y las incesantes reorganizaciones han dejado en los huesos. En estos casos, antes que reabastecer la función pública, el Ejecutivo recurre a los banqueros de inversiones (que se ocuparon en julio del expediente de recapitalización de la eléctrica francesa EDF) y a los gabinetes de consultoría (3). ¿Quién se pone a buscar un comprador para la fábrica de bombonas de oxígeno de uso médico de Gerzat (departamento de Puy-de-Dôme) en febrero de 2021? No el Ministerio de Economía francés, sino la consultora PwC. ¿Quién organiza la logística de la campaña de vacunación en diciembre de 2020? No los servicios públicos, sino la consultora Citwell.

Segunda dificultad: el sinfín de leyes nacionales o europeas que someten la acción pública al acatamiento de las leyes de mercado, como el rigor presupuestario o el libre acceso a la licitación pública. En circunstancias normales, todo dirigente que aspire a librarse de ellas se arriesga a que le cuelguen la etiqueta de “populista irresponsable”. En situaciones de emergencia, solo los aguafiestas quisquillosos se pliegan a ellas. Entre marzo de 2020 y mayo de 2021, Citwell y su homólogo JLL firman 18 contratos por un importe de 8 millones de euros sin licitación, pese a tratarse de una obligación sagrada del derecho relativo a la contratación pública. El “dinero mágico” hace su aparición, pero para el sector privado: “Los ministerios sociales han multiplicado por veinte el monto de sus gastos en servicios de consultoría de estrategia y organización en el contexto de la crisis sanitaria”, señala un informe del Senado (4). A la consultora McKinsey le adjudican proyectos por un importe de 12,3 millones de euros, entre ellos la organización de la campaña de vacunación, aun cuando sus asesores cobran de media siete veces más que un alto funcionario (2708,26 euros al día frente a 362 euros). Prácticas semejantes pueden encontrarse en el Reino Unido, donde el Gobierno gastó 115 millones de euros entre el referéndum de 2016 y abril de 2019 en labores de asesoría para preparar el brexit (5).

Expresión químicamente pura del Estado neoliberal y su intervencionismo de mercado, el gobierno a golpe de crisis centraliza temporalmente la coordinación de la gestión privada, pero con el único propósito de restablecer su autolimitación. En junio de 2022, el coste de las medidas públicas de apoyo y recuperación adoptadas desde marzo de 2020 superaban los 170.000 millones de euros, lo que supone una cifra mayor que la suma de los presupuestos de 2019 de Educación, Ecología, Defensa, Policía, Gendarmería y Justicia. Sin embargo, este gesto político y soberano dirigido a financiar la economía no consiste en que el poder público la pilote, sino en aportar solvencia al sector privado: el fondo de solidaridad creado por el Gobierno durante la crisis sanitaria ha sufragado las cuentas de más de una de cada dos empresas. Y pese el engrosamiento de su deuda tanto por efecto de estas medidas –indemnización por actividad parcial, cobertura de la pérdida de volumen de negocio…– como del descenso de los ingresos fiscales, el Estado fue capaz de respaldar 145.000 millones de euros en préstamos suscritos por más de 700.000 empresas privadas (6).

Cartel de la denuncia presentada por BonSens.org y el Colectivo de los Sindicatos y Asociaciones profesionales europeas (CSAPE) por los contratos adjudicados por el gobierno francés a la consultoría McKinsey durante la crisis sanitaria (foto: Pierre Lecot/Décoder l’Éco)

Instaurado por las clases dominantes

Traicionar al mercado para salvar a los mercaderes: tal podría ser el lema de un Estado bombero que se dedica a apagar con dinero público las llamas que amenazan lo privado. El rescate sin condiciones de los bancos se pagó con austeridad; pronto habrán pasado 15 años desde el comienzo de la crisis de las hipotecas subprime y prosperan las finanzas desreguladas. En 2020, la financiación pública del sector privado salvó al pequeño empresariado de la hostelería y el artesanado, pero la sanidad pública y su personal agonizan. Mientras que el regreso a la rutina señalará la hora de la austeridad para la administración, los patronos de empresas seguirán disfrutando de las zalamerías del Ejecutivo. Emmanuel Macron, cuando era ministro de Finanzas allá por 2014 o 2015, ¿acaso no movilizaba los recursos del Estado central para cortocircuitar las reglas de la competencia y del derecho laboral con el fin de favorecer la implantación en Francia de la empresa estadounidense Uber (7)?

En la primavera de 2020, el comportamiento aberrante de las tensas y extensas cadenas de suministro asiáticas llevó al Gobierno a requisar las existencias y tomar temporalmente el control de la distribución. Ahora que ya estamos instalados en él, vemos que el “mundo de después” prometido por el presidente de la República el 13 de abril de 2020 no ha traído ni la relocalización del sector farmacéutico ni el control público de los bienes y servicios críticos: todo se reanuda sin cambios.

Con la crisis energética inducida por las sanciones europeas contra Rusia, al truco se le ve el plumero. A principios de julio, el Estado francés tenía previsto nacionalizar las deudas de EDF (tras haber privatizado en 2020 los beneficios del monopolio de loterías y apuestas Française des Jeux), mientras que la Comisión Europea reconsideraba de pronto su filosofía de subvenciones públicas: en su apuro por reducir la dependencia del gas ruso, la Comisión “consultará a los Estados miembros sobre las necesidades y el alcance de un nuevo marco temporal de crisis para las ayudas estatales destinadas a otorgar ayudas a las empresas afectadas por la crisis” (8).

Treinta años después de la caída del Muro de Berlín, un comité de salvación de lo privado instaurado por las clases dominantes dirige el destino de la mayor parte de los países occidentales. La irrupción de esta forma de gobernar difiere del “estado de excepción permanente” analizado por el filósofo Giorgio Agamben (9): aunque tanto uno como otro dejan en suspenso la normativa imponiendo la preeminencia de la política sobre el derecho, Agamben se concentra sobre el poder policial y la obsesión por la seguridad, mientras que el comité de salvación de lo privado resuelve indistintamente tanto sobre el suministro de papel higiénico durante la epidemia de la covid-19 como sobre el aplastamiento de los “chalecos amarillos”.

Policía antidisturbios durante las protestas de los «chalecos amarillos» en Francia (foto: Marianne)

El papel de la política reanimado

También es distinto de la “doctrina del shock”, en nombre de la cual –según la ensayista Naomi Klein– los Gobiernos instrumentalizan el estupor que trae consigo una catástrofe para emprender reformas capitalistas y guerras imperiales. El comité de salvación de lo privado interviene en un mundo ya neoliberalizado para tratar de atenuar las contradicciones de un orden económico que genera el caos. Pero, como la doctrina del shock, su acción supone una movilización mediática a gran escala para elevar un problema a la categoría de “crisis de grandes proporciones”, instaurar un sentimiento de urgencia y escoltar las decisiones extraordinarias destinadas a plantar cara a las circunstancias. Esta forma de poder tampoco deriva de la lógica de radicalización del neoliberalismo gracias a sacudidas que deberían haberle hecho caer, como afirmaron a raíz de la crisis financiera de 2008 los filósofos Pierre Dardot y Christian Laval (10): no aspira tanto a desmontar los logros sociales que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial como a desbloquear temporalmente los frenos de la acción política introducidos por las propias reformas neoliberales.

Este gobierno del pánico que busca atenuar los efectos de aquello que ha causado seguirá siendo, sin duda, el signo de una época: la de la mundialización triunfante. Una época en la que el Estado se ­hallaba relegado a la categoría de anacronismo en favor de instituciones transnacionales dedicadas a establecer mercados competitivos, monedas fuertes, rigor presupuestario y deslocalización, todo ello en perjuicio de los pueblos. El aumento de las tensiones geopolíticas y las rupturas que estas provocan en las cadenas de suministro mundiales reaniman el papel de la política, el sentido de soberanía y las cóleras populares. Pero a estas últimas les falta todavía una traducción política poderosa para que el comité de salvación de lo privado ceda por fin su lugar a un comité de salvación de lo ­público.

Notas

(1) Laurent Bonelli y Willy Pelletier (dir.), L’État démantelé, La Découverte / Le Monde diplomatique, París, 2010.

(2) “Tableaux de l’économie française”, edición de 2020, Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos (INSEE), y “L’État actionnaire”, Tribunal de Cuentas, enero de 2017.

(3) “L’État mobilise 13 milliards d’euros pour EDF… et d’autres opérations”, La Tribune, París, 7 de julio de 2022.

(4) Éliane Assassi, “Un phénomène tentaculaire: l’influence croissante des cabinets de conseil sur les politiques publiques”, informe del Senado realizado por encargo de la comisión de investigación sobre las consultoras, París, n.° 578, tomo I (2021-2022), 16 de marzo de 2022.

(5) “Departments’ use of consultants to su­pport preparations for EU Exit”, National Audit Office, 7 de junio de 2019.

(6) “La situation et les perspectives des finances publiques”, Tribunal de Cuentas, junio de 2021; Hind Benitto, Benjamin Hadjibeyli, Matéo Maadini, “Analyse des prêts garantis par l’État à fin 2021”, Trésor-Eco, París, n.° 303, marzo de 2022.

(7) “Révélations sur un ‘deal’ secret à Bercy entre Macron et Uber”, Le Monde, 12 de julio de 2022.

(8) “REPowerEU: Acción europea conjunta por una energía más asequible, segura y sostenible”, Comisión Europea, 8 de marzo de 2022.

(9) Giorgio Agamben, Estado de excepción, Pre-Textos, València, 2010.

(10) Pierre Dardot y Christian Laval, La pesadilla que no acaba nunca, Gedisa, Barcelona, 2017.

 *Grégory Rzepski y Pierre Rimbert son, respectivamente: alto funcionario francés y redactor jefe de Le Monde diplomatique.

Fuente:  Le Monde diplomatique en español, agosto de 2022

Portada: George Grosz, Eclipse de sol (fragmento)(1926)(Heckscher Museum, Huntington/Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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