Ramón J. Sender: el rostro de la guerra

 

Álvaro Acebes Arias*

 

En Los últimos días de la humanidad, la estremecedora e impresionante tragedia que el austríaco Karl Kraus escribió sobre y contra las atrocidades de la primera guerra mundial, hay un personaje llamado El Criticón que actúa como portavoz de las ideas del autor. En su última intervención, igual que un tenebroso mensajero que vuelve de los campos de batalla para describir el horror, las pestilencias y los sufrimientos que ha visto, convoca a los soldados muertos y exclama:

«¡Socorro, asesinados! ¡Ayudadme para no estar obligado a vivir entre hombres que, sea por ambición, sea por instinto de autoconservación, ordenaron que muchos corazones dejaran de latir y que a innumerables madres les salieran canas! ¡Bien sabe Dios… que este asunto solo podría arreglarse con un milagro!¡Volved! ¡Preguntadles qué hicieron con vosotros! ¡Qué hacían cuando sufríais por ellos antes de morir por ellos! […] ¡Despertad de esta rigidez! ¡Salid de filas!  […]  Tú… ¿dónde estás tú que moriste en un hospital? ¡Sal de tu fila para decirles dónde estás y cómo es aquello, y que nunca más te dejarás usar para algo semejante!».

La obra de Kraus, extraordinario retrato de la Viena finisecular que nos trae de regreso todas sus voces, cultura y ambientes, fue publicada poco después del armisticio y constituye una sombría reflexión acerca de una época en fuga hacia su propia destrucción. Más tarde llegarían La marcha Radetzky, Sin novedad en el frente, Viaje al fin de la noche y otros tantos títulos que explican cómo ese mundo desapareció en las trincheras. Lo escribió Soma Morgenstern en la ejemplar biografía que trazó de su amigo Joseph Roth: «Pertenezco a la desventurada generación que naufragó en el diluvio de la historia universal, en el que solo algunos salvaron su vida, pero no salieron, en ningún caso, indemnes». Morgenstern, Roth, el propio Kraus, se convirtieron en campeones de la desdicha, los náufragos de aquella tempestad que asoló Europa en las primeras décadas del pasado siglo, que se tragó dos imperios y aún habría de engendrar otra catástrofe mayor. De todos ellos me he acordado al observar que nuevamente, al igual que hace un siglo, las proclamas de los traficantes de muerte y las fanfarrias militaristas vuelven a acecharnos y no se descarta el escenario de una próxima guerra a gran escala.

Llegada de reclutas al puerto de Melilla. Colección fotográfica del Archivo General de Melilla.

Como ustedes saben, España no participó en la primera guerra mundial, pero en nuestra literatura son innumerables los títulos que han contado la barbarie bélica, especialmente la del treinta y seis. No obstante, si me paro a pensar en una obra que haya sido capaz de retratar la locura sanguinaria que es una guerra, encuentro pocas que puedan competir con Imán, la novela que Ramón J. Sender escribió sobre el Desastre de Annual y que se llevó por delante la vida de 10.000 soldados españoles en apenas quince días. Leída hoy, y con la memoria cercana de lo que está ocurriendo en Ucrania o en Gaza, se antoja un relato necesario para defenderse de la pringue belicista y de quienes la extienden. Diría, además, que es la mejor novela de Sender, dueño de una obra extensa, conflictiva y desigual en la que se acumula un puñado de títulos que están entre lo más sobresaliente de la narrativa española del siglo XX.

No creo, por otra parte, que haga falta consultar a los críticos y a los estudiosos para afirmar que la figura del escritor aragonés ha logrado integrarse con facilidad en el canon, aunque viendo cómo quedaba en la penumbra una parte de su amplia trayectoria. Con la salvedad de la vibrante trilogía Crónica del alba, de la que se hizo en los ochenta una estimable serie de televisión, y de una joya como Réquiem por un campesino español, que todavía algún valiente incluye en los programas de lectura de los institutos, la literatura de Ramón J. Sender se hizo más conocida en su momento por los títulos de su segunda etapa (con las novelas históricas y la inefable Nancy a la cabeza) que por los que escribió en la década de los años treinta. Así hasta ahora. Me dirán ustedes que muchos de esos libros posteriores al exilio han sido justamente relegados y que, en cambio, se han recuperado algunas obras previas, como el soberbio reportaje que hizo sobre la matanza de Casas Viejas, pero ¿quién lee hoy Siete domingos rojos, Orden público o La noche de las cien cabezas? ¿Quién se acuerda de Contrataque Mr. Witt en el Cantón? Puede que alguna responsabilidad en ese olvido la tenga el propio Sender. En las dos fugaces visitas que hizo a España a mediados de los años setenta, mientras recibía homenajes y resolvía viejas disputas con escritores de pasado fascista como Cela que acabaron costándole el Nobel, el autor de Imán llegó a comentar que «para cualquier escritor la política es una frivolidad». Aunque no renunciara a tratar la injusticia social y los problemas del hombre contemporáneo, el escritor combativo había quedado definitivamente atrás. Tal vez ese rechazo pueda entenderse desde el trauma que dejó en él la guerra, cuando su hermano y su mujer, que estaba embarazada, fueron fusilados. Si la memoria no me falla, todo ello lo cuenta en Contrataque. Gracias a la Cruz Roja, pudo salvar a sus hijos y evacuarlos a Francia. Desde allí, tras la caída de Barcelona en manos de Franco, a México y Estados Unidos, donde no se libró de la «caza de brujas» del senador McCarthy. Su exilio duró treinta y seis años. La relación conflictiva con los comunistas, que venía de lejos y alcanzó un punto culminante durante la guerra civil tras un oscuro enfrentamiento con el general Líster, más la suma de una evolución ideológica claramente conservadora y de cierta asimilación a la cultura yanqui, hicieron el resto.

Pero yo les quería hablar de Imán, la primera novela que escribió y que fue publicada en 1930, nueve años después de la derrota española en Marruecos y cuando este era un episodio incómodo que la mitología nacional prefería (y todavía prefiere) ver borrado. En aquellos tiempos la literatura y el reportaje podían ser la misma cosa y ahí, junto a Corpus Barga, Chaves Nogales, Eduardo de Guzmán y unos cuantos más, estuvo desde sus inicios Sender, que fue, antes que nada, periodista. En sus textos, que se publicaban en Solidaridad Obrera o La Libertad y lo convirtieron en uno de los reporteros más reconocidos y cotizados de España, no solo se preocupaba de dar noticias y señales de sucesos, sino que buscaban contar, ofrecer un relato fiel de lo ocurrido y sin perder de vista que narrar no es lo mismo que mostrar. Para contar, hay que comprometerse, descender al infierno si es preciso. Y esto es lo que Sender hizo con Imán, inspirada en los recuerdos de los veteranos de Marruecos y en sus propias experiencias como militar en la guerra del Rif, e inscrita dentro de esa tradición africanista en la que se cuentan otros títulos como el Diario de un soldado de Alarcón, Aita Tettauen de Galdós, El blocao
de José Díaz Fernández, Historia del cautivo de Gaya Nuño o La ruta, la segunda parte de La forja de un rebelde de Barea. Todas ellas tienen en común con Imán la amargura y la denuncia de los robos, la ineficacia y crueldad de los oficiales, las trampas, la corrupción y la sangre mal vertida en el norte de Marruecos, donde solo morían los pobres que no habían podido pagarse la cuota que les librara de ir al frente. Pero no estoy seguro de si pueden superar la huella que deja el testimonio de Sender por su crudeza y realismo. Tampoco de si pueden competir con él en su desenmascaramiento de la idolatría bélica, el coraje y la falsa gloria de la que muchos militares, los mismos que luego forzarían la guerra civil, se invistieron. Lo dice bien claro el protagonista de Imán: «¿Qué es eso de la valentía? El miedo a correr; pero, ante todo, el miedo a correr un ridículo». Nada más. Los rencores de la herida marroquí, la primera guerra mundial de España, como la ha llamado Julián Casanova, siguieron supurando durante años. Lo he dicho más arriba: el hermano y la mujer de Sender, la activista Amparo Barayón, fueron asesinados al comienzo de la guerra. Los Franco, los Sanjurjo y los Millán-Astray no le perdonaron nunca al escritor aragonés su relato del desastre africano ni de las corruptelas con que muchos habían hecho carrera y conseguido medallas.

Recogida de cadáveres de soldados españoles tras el desastre de Annual (foto: archivo de El Correo)

El rostro de la guerra, sin importar el bando, es siempre el de la derrota. Sus contornos se adivinan en la triste historia de Viance, el joven campesino que protagoniza Imán y al que las circunstancias, tras huir del campo y el hambre y convertirse en aprendiz de herrero, obligan a convertirse en soldado de leva. El sobrenombre del personaje da título a la novela y es una alusión a su capacidad para atraer la desgracia. Primero en Annual, donde asiste a la masacre de su regimiento por las harcas de Abd el-Krim, y luego en una agónica huida a través de Dar Dríus, Monte Arruit, Tistutin y Nador, en un paisaje inhóspito donde Viance encuentra campamentos abandonados y un reguero de cadáveres que marcan la derrota del ejército español. El personaje habla de un desierto, de «un planeta muerto, aniquilado por las furias de un apocalipsis» en el que el silencio y la muerte son infinitos. Para escapar de los árabes, que aniquilan a todo soldado que encuentran, Viance se ve obligado a esconderse dentro de la carcasa de un caballo muerto. Hay que acudir al Bosco, a Goya o a las tétricas pinturas de Grosz y Dix para encontrar un retrato parecido de la pesadilla de esos escenarios donde flota el hedor de los cuerpos insepultos y se ha decretado la cacería del hombre. Viance, sin agua ni comida, logra llegar a Melilla. Nadie parece advertir que ha sobrevivido de milagro y que ya no es el mismo soldado que fue al matadero. Él ha visto de cerca el horror y ha sobrevivido para contarlo. Impotente ante la brutalidad y la injusticia de los mandos, se insubordina ante un capitán y le castigan con un recargo de dos años más en el ejército. Al final, cuando consigue licenciarse, Viance vuelve a España con la esperanza de establecerse en su pueblo, pero descubre que este ha desaparecido bajo las aguas de un embalse. No queda ni uno solo de los recuerdos de su infancia y juventud, «todo es ahora limo, barro, algas». Tras tantas penurias y adversidades, Viance es un hombre roto, complemente desengañado, sin raíces y silenciado, tan inútil para la vida como la medallita que le han dado tras abandonar el ejército y que termina colgada en el escote de una cupletista.

Ya les prevengo de que Imán es una novela que duele. Ni la espectacular obertura de películas como Senderos de gloria o Salvar al soldado Ryan puede igualar el grado de espanto que producen sus escenas de combate. Si estas nos horripilan y conmueven, es porque la tragedia que describen está más allá de la ficción, porque intuimos que todo lo que se cuenta es verdad y que ni la fantasía más desbordante podría alcanzar el nivel de locura de una realidad escalofriante que casi podríamos tocar con la mano. Hay, además, una amargura y un pesimismo insoportables. Odio, odio y más odio. No hay un solo resquicio para el heroísmo. Las soflamas patrioteras y los discursos que hablan de coraje y sacrificio se vuelven irrelevantes. La maquinaria militar que tritura a Viance y a soldados como él es el mayor ejemplo de subversión de los valores humanos, una institución donde el hombre se embrutece y acepta someterse a una disciplina sin sentido y estúpida que lo degrada y encamina a la muerte. La guerra, así, no puede ser otra cosa que la absoluta negación de la razón, un tremendo absurdo que no nos repele solo por la totalidad monstruosa que la define, sino por su ausencia de asideros lógicos. Solo se puede explicar desde el después, cuando han cesado los enfrentamientos y aquellos que convirtieron en rebaño y enemigos irreconciliables a los más jóvenes, entre los que nunca se cuentan los privilegiados, sino los desheredados, otean oportunidades de negocio e incrementan su fortuna y su poder. Esa conclusión se le hace evidente a Viance durante su penosa huida: «Es la guerra. Esto es la guerra. La banderita en el mástil de la escuela, la Marcha real, la historia, la defensa nacional, el discurso del diputado y la zarzuela de éxito. Todo aquello, rodeado de condecoraciones, trae esto. Si aquello es la patria, esto es la guerra. Un hombre huyendo entre cadáveres mutilados, profanados, los pies destrozados por las piedras y la cabeza por las balas».

Soldados españoles prisioneros de los rifeños regresan a España a bordo del Antonio López, en enero de 1923, tras su puesta en libertad (foto del blog El desastre de Annual)

*Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.

Fuente: El Cuaderno. Cuaderno digital de cultura, mayo de 2024

Portada: El Faro de Ceuta

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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