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Como bien escribía Lucía Sánchez Saornil, «la vida de todos los obreros, y más aún si son militantes revolucionarios, se parece: la fábrica, el taller, la cárcel, el Sindicato.» Pero dentro de este marco hubo militantes excepcionales como Juan García Oliver. Su vida, estrechamente vinculada con la del movimiento libertario, refleja las contradicciones de un tiempo convulsivo: fue hombre de tribuna, militante anarcosindicalista, luchador callejero que atracó bancos para recaudar fondos para los sindicatos. Según sus propias palabras, fue “uno de los mejores terroristas de la clase obrera”, y constituye un ejemplo de liderazgo dentro del anarcosindicalismo. Es una figura controvertida: criminal y asesino para unos, héroe para otros, hasta sería vilipendiado en ocasiones por los suyos por su herejía “anarcobolchevique”; una paradoja, un revolucionario antiautoritario que se convertiría en uno de los hombres con mayor autoridad durante el «corto verano de la anarquía» del 36.(Ealham)

Chris Ealham

 

Las memorias de Juan García Oliver (Reus, 1902 – Guadalajara, México, 1980) que tenemos aquí son un texto imprescindible para entender la historia político-social de la primera parte del siglo pasado en lo que Enzo Traverso bautizó como la Europa de sangre y fuego, específicamente la guerra social española desde la Primera Guerra Mundial hasta finales de la Guerra Civil. Escrito por una de las figuras emblemáticas del anarcosindicalismo español, es el testimonio de la vida apasionada de uno de los autoproclamados «reyes de la pistola obrera» que se dedicó a la lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad. Nos deja una visión de la CNT desde dentro: sus procedimientos, su política institucional, su mundo organizativo, incluyendo los grupos armados de autodefensa confederal y dos grupos de afinidad míticos, Los Solidarios (1922-1923) y Nosotros (1932-1936), de los que el autor fue uno de los impulsores, convirtiéndose en uno de «los tres mosqueteros» del movimiento, junto con Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso. Asimismo, su figura representa un ejemplo de liderazgo en el anarcosindicalismo: el «rey de Reus», que ejerció un poder carismático que rozó el caudillismo y el dirigismo, lo que en más de una ocasión le llevó a «intentar tomar el control del todo».[1]

Este es un libro escrito con talento por un obrero autodidacta, que pone en evidencia la extraordinaria cultura del anarcosindicalismo. El eco de los pasos forma parte del rico y variado género de las memorias proletarias que transmiten la voz de los desposeídos y que nos ha legado textos claves que nos permiten recrear el universo cotidiano de los  trabajadores y sus luchas. También puede enmarcarse en una tradición de escritura autobiográfica libertaria europea que se remonta a los tiempos de Kropotkin.

García Vivancos, García Oliver, Louis Lecoin, Pierre Odéon, Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti en Barcelona, mayo de 1931 (foto: Búscame en el ciclo de la vida)

Entre las muchas memorias ácratas publicadas y no publicadas, esta es una de las más importantes y, seguramente, una de las más citadas del cenetismo y de la época de la Guerra Civil. Dado que es la autobiografía  de una figura histórica que sigue generando mucha polémica, es un libro forzosamente controvertido, y a veces cuestionable: a lo largo de sus más de novecientas páginas somete al lector a repetidos debates y controversias que a veces tienen sus raíces en la subjetividad radical, pero otras en las fallas muy humanas de su autor. Dicho todo esto, muchas de las personas que lo critican —yo incluido— aún lo consultan y citan; es el clásico caso de un mal eminentemente necesario. Se trata de un libro que no deja indiferente a casi nadie que esté interesado en la historia apasionante de los convulsos años que vivió el autor.

El azar fue un elemento importante en los orígenes del libro. En 1972, solo ocho años antes de su muerte, García Oliver —por aquel entonces exiliado en Guadalajara (México)— cruzó el Atlántico para visitar a la nieta de su mujer Pilar en París.[2] Allí tuvo un encuentro casual con José Martínez Guerricabeitia, el talentoso editor de Ruedo Ibérico, la mítica editorial del exilio antifranquista. Martínez propuso a García Oliver que escribiera sus memorias e inició, a partir de ese momento, una larga e intensa relación epistolar que terminó en 1978 con la publicación del libro más importante de aquel sello. No es exageración alguna decir que la figura del autor fascinaba al editor, que se obsesionó con el proyecto. Y la suya no siempre fue una relación armoniosa: Agustín Guillamón describe la edición del libro como «una guerra entre editor y autor, prolongada, agotadora y minuciosa».[3]

Escrito entre 1972 y 1977, cuando un ya jubilado García Oliver dedicaba casi a diario largas horas a su redacción, terminó convirtiéndose en un volumen nada manejable ni publicable de unos mil folios. Una crítica repetida al texto es que el autor escribía de memoria y que no tenía acceso a archivos históricos para confirmar los datos. Aunque esto es cierto, también hay que tener en cuenta que García Oliver poseía una memoria prodigiosa y contaba, lógicamente, con su propio archivo personal.[4] Desde la década de 1950 había preparado esbozos autobiográficos y largos apuntes sobre los años treinta, sobre todo del período 1936-1937, ciclo que constituye el corazón del libro. Por otra parte, hay que apreciar la intensa intervención editorial de Martínez, que fue podando disciplinadamente párrafo a párrafo, consciente posiblemente de que no era Guerra y paz y de que los mamotretos de mil folios de extensión generalmente corresponden a autores vanidosos que valoran más su propia verbosidad que el bienestar de los editores y la felicidad del público. Además de ser un editor exigente y entregado al proyecto, Martínez también controlaba la bibliografía de la época, dado que Ruedo ibérico había publicado libros de expertos extranjeros sobre la historia de España, como Gerald Brenan, Stanley Payne (que todavía no había descubierto a Pío Moa y a José María Aznar), Burnett Bolloten y Gabriel Jackson. A la par de sus contactos con una comunidad de historiadores fuera de España, Martínez tenía a mano a la comunidad exiliada de París, que le permitía comprobar y/o rechazar algunas de las aseveraciones del autor, afinando así el manuscrito. El libro es de lo mejor que puede esperarse si tenemos en cuenta las limitaciones de la época en que fue publicado, aunque no es un texto libre de fallos; por ejemplo, cuando el autor habla de la insurrección de octubre del 1934, menciona a un Frente Popular inexistente en lugar de a la Alianza Obrera, que fue la auténtica protagonista de ese «octubre rojo» español.[5]

Marcha de columnas confederales hacia el frente de Aragón en julio de 1936. De izquierda a derecha: José Pérez Ibáñez, Severino Campos, Ricardo Sanz, Aurelio Fernández, Joan García Oliver, Gregorio Jover, Miguel García Vivancos y Augustin Souchy

Es cierto que el libro ha recibido muchas críticas. En ocasiones se habla del excesivo intervalo transcurrido entre la mayoría de los sucesos y la publicación del texto, aunque ya hemos visto que ese encuentro inesperado en París tiene mucho que ver con ello, sin olvidar que en la década de 1970 se produjo el boom de las memorias ácratas —véase la publicación de las memorias de otros protagonistas de los años treinta, como Ángel Pestaña, Jacinto Toryho y Diego Abad de Santillán, entre otros—. Una crítica adicional, relacionada con la anterior, es que muchas de las personas nombradas en el libro ya no estaban vivas para responder a los juicios, muchas veces tajantes, del reusense. Para mí, una crítica más relevante sería la del poder desenfrenado del Yo del autor. Buena parte del estilo y el formato son los del relato de las hazañas de un «gran hombre», contadas en primera persona décadas después, cuando tenía ganas de engrandecer sus aventuras colgándose medallas. Por ejemplo, cuando habla de su participación en una delegación sindical textil que se entrevistó con el primer ministro Eduardo Dato en Madrid, García Oliver afirma que el viaje era una tapadera para recopilar información para el asesinato del presidente (pp. 76-83 ), pero no facilita evidencia alguna sobre esto. Lo que sí está documentado es que los componentes del comando que terminaron con la vida de Dato estaban acostumbrados a colaborar estrechamente como equipo y a analizar sus objetivos con antelación; en el caso del Dato, estudiaron minuciosamente sus rutinas y en función de esa información decidieron la logística de la acción. Además, después del atentado, dos de los integrantes del grupo hablaron con detalle sobre dicha operación y sobre cómo ellos mismos habían llevado a cabo las tareas de inteligencia necesarias para llevarla a cabo.[6]

Pero mi objetivo no es subrayar cada mérito o fallo del autor o del editor. A pesar de las críticas que pueda despertar en mí, este libro es extremadamente importante y de una riqueza tremenda. Mi intención es proporcionar una plantilla que permita descifrar a la persona que lee las influencias en la construcción del texto y también facilitar su navegación por el mismo. No formará parte de este trabajo contrastar lo que aparece en el manuscrito original con la edición publicada, responsabilidad futura del prologuista del texto íntegro si algún día este ve la luz.

Hay aspectos cruciales del debate historiográfico en los cuales la aportación de García Oliver es clave, como, por ejemplo, cuando destruye el mito repetido hasta la saciedad por historiadores poco diligentes, que dicen que la FAI «tomó el poder» dentro de la CNT entre 1932 y 1933. Como historia social que es, el libro expone y celebra la dimensión proletaria del movimiento libertario. En la primera página, el autor escribe: «CNT igual a anarcosindicalismo» (p. 19), el gran credo práctico de los sectores más radicales de la clase obrera. A veces nos muestra las tensiones sociales e ideológicas entre un sindicato obrero y los sectores procedentes de otras capas sociales representadas en la FAI, que no entendían la lucha proletaria de la misma manera. Esto podrá sorprender a aquellos que identifiquen a García Oliver con posturas explícitamente ácratas.[7] Además, nos permite asomarnos a un espacio poco estudiado, el de la brecha clasista que existía entre los sectores proletarios de la CNT —gente como el autor, el valenciano José Peirats o el asturiano Ramón Álvarez Palomo, todos autodidactas e «intelectuales» obreros que valoraban más el sindicato revolucionario—, frente a los intelectuales de clase media ácrata —como la familia Urales o Diego Abad de Santillán—. Como escribió García Oliver a Diego Camacho, «Abel Paz», en 1974: «No me interesan las ideas que no sean vinculables a la clase trabajadora».[8] Esta visión le acompañó desde sus primeros pasos y siempre formó parte de su identidad como «luchador anarquista de origen obrero» que conocía el hambre y que sentía la revolución en sus entrañas antes que en su cerebro, a diferencia de esos «liberales un tanto radicalizados» (p. 21), descalificativo que usa repetidamente en el libro para hablar de sus adversarios.

Juan García Oliver besa a su compañera en Barcelona al partir para el frente de Aragón el 28 de agosto de 1936 (foto: Agustí Centelles/CDMH)

Vemos a través de las páginas de El eco de los pasos cómo las experiencias cotidianas fueron dando forma a los pilares de una sociología obrera que ayudaba a los jóvenes proletarios a entender el mundo, sus divisiones y su posición dentro de aquel panorama social. Un ejemplo es la muerte trágica de Pedro, hermano menor del autor, por una meningitis. García Oliver nos muestra el dolor de la muerte entrelazado con nuevas percepciones acerca de las diferencias sociales: «el cementerio de Reus era enorme, como una gran ciudad de los muertos», «imponentes monumentos» de mármol «bien alineados» de los «ricos» y «los féretros de los pobres formando escaleras» (pp. 23-25 ). Rara vez nos encontramos en las mismas páginas un texto tan valioso desde el punto de vista de la historia social enmarcado en la «teoría del gran hombre».

Y si es verdad que en todo viaje autobiográfico hay una cierta subjetividad, en este caso el sonido de las pisadas de García Oliver es tan atronador que empequeñece el papel de otros protagonistas importantes gracias a su narrativa ostentosa acompañada de un título rimbombante. Un buen ejemplo es el tratamiento que recibe Valeriano Orobón Fernández, un gran orador, teórico conocido dentro del movimiento anarcosindicalista internacional, compositor de la letra del himno cenetista A las barricadas y el arquitecto de la Alianza Obrera, que fue la protagonista indiscutible de la insurrección asturiana de octubre de 1934, un movimiento armado de masas que dejó muy en la sombra a los complots fabricados de García Oliver. Además, hay que añadir que las propuestas revolucionarias de Orobón Fernández siempre resultaban incompatibles con la táctica del autor. En el libro, hay más referencias al hermano mayor de Valeriano, Pedro, una figura de menor importancia, que «no se había distinguido en las luchas sindicalistas», pero «un buen compañero» que «se dedicó a trabajar mucho, pues tenía que sostener, además de a su familia, a su hermano menor, Valeriano Orobón Fernández, que estudiaba». (p. 131 ) De la única referencia que hace a Valeriano, puede concluirse que era un niñato que dejó felizmente que su hermano le sostuviera económicamente mientras él se dedicaba a formarse intelectualmente. No hay referencia alguna al protagonismo de Valeriano en los congresos confederales entre 1931 y 1934, antes de su muerte trágica por tuberculosis en 1936, con treinta y cinco años recién cumplidos.[9] Por eso, Juan Pablo Calero Delso ha descrito El eco de los pasos como un «ajuste de cuentas personal […] un impresionante monumento a la egolatría […] y a desacreditar toda la labor del movimiento libertario hispano que no puede reclamar como propia».[10] Pese a todo, resulta cuanto menos curioso que un autor tan iconoclasta como García Oliver comience un poco a la defensiva cuando anuncia, dejando entrever cierta inseguridad, que «este no será un libro completo. Tampoco será una obra lograda» (p. 25).

Para poder entender mejor el porqué de esta posición, vale la pena considerar la opinión de Martínez, el editor del libro: «Hasta la publicación de sus memorias, García Oliver ha estado en una situación, en lo que a la CNT respecta, de muerte civil. La historiografía y la hagiografía anarquistas españolas han contribuido eficazmente a ello; se han referido a él con frecuencia, generalmente de manera negativa, desencarnando al personaje y fragmentando su acción, reduciéndolo a una especie de variable algebraica, según las necesidades de la posición asumida por el historiador».[11] Así que el libro no solo es una reivindicación histórica, sino también una especie de renacimiento contra la voluntad de quienes intentaban enterrarle vivo: estaba escribiendo contra una doble desmemoria; reclamando por un lado la memoria de los que luchaban por un mundo mejor antes del terror blanco franquista y, a la vez, reivindicando su propio papel en ese proceso.

Juan García Oliver en la cabecera de la mesa durante una reunión del Comité Central de Milícies Antifeixistes de Catalunya (foto: Estel Negre)

Martínez reconoció que se trataba de un «libro amargo».[12] Como tantos miles de exiliados de la guerra y el terror franquista, García Oliver tuvo que acostumbrarse a varias derrotas y separaciones —la derrota de la revolución de 1936, la pérdida de la guerra, la partida de su tierra natal, la ausencia de compañeros de lucha, sus seres queridos muertos y la destrucción de sus sueños revolucionarios y de la organización que había dado significado a su vida hasta 1939—. Luego, hay factores personales que le afectaron, como la muerte de su hijo, Juanito, en 1964, en un accidente de tráfico; pocos años después, otro accidente obligó al autor a tener que operarse y jubilarse con una pensión escasa. Sin olvidar la separación de su mujer, que vivía en París cuando él falleció, solo, en Guadalajara. Además de tener una pluma algo rencorosa, que le llevó a criticar hasta a sus compañeros más íntimos, como Durruti, el autor terminó peleándose también con el editor y rechazó promocionar el libro una vez publicado.

Dicho todo esto, a veces la acidez de su pluma es tan fuerte que espanta. Un ejemplo es el ataque contra Mariano Rodríguez Vázquez, «Marianet», el secretario de la CNT catalana durante la revolución y la guerra, un militante humilde, de etnia gitana y sin estudios formales, que descubrió el anarquismo en la cárcel. Para el reusense, era un «cabeza vacía» (p. 702 ), solo capaz de «gitanerías» (p. 750 ), y su nombramiento como secretario de la Regional catalana le pareció una «“broma” de algunos compañeros del Sindicato de la Construcción» (p. 264 ). Sin la formación y la experiencia adecuada, siempre según el autor, primero Marianet fue un muñeco de Montseny (p. 467 ) y, luego, de Negrín (p. 750 ) y los comunistas (p. 661 ). No parece haber olvido ni perdón décadas después de la muerte accidental de Marianet en 1939; tampoco hay un esfuerzo de alteridad para intentar entender las posturas ajenas. En cambio, le da pábulo a alusiones incriminadoras sobre ciertos vacíos misteriosos en su biografía y a chismes como el de que podría haber sido un agente soviético: «no era trigo limpio, que había en él algo inconfundible de gitano» (pp. 659, 758). No es un caso aislado. Se puede detectar en la mirada de García Oliver un etnicismo que a menudo deriva directamente en racismo con los gitanos y también con los andaluces (p. 561 ). En ciertos pasajes hay también una profunda  mirada sexista, como cuando, en una conversación con Durruti sobre Federica Montseny, se pregunta «no sé cómo podríamos relegar al gineceo a esa mujer» (p. 463).

O cuando explica que Margarita Nelken, la socialista y feminista que conoció a García Oliver cuando ella tenía cuarenta y dos años, le resultaba «guapetona todavía» (p. 368 ) y, aparentemente atraída por el autor, cuando él entró en su despacho, ella «se levantó y con un coqueteo instintivo se me aproximó hasta rozarme» (p. 438) .

Juan García Oliver, ante el micrófono de la emisora ECN1 Radio CNT-FAI Barcelona (que funcionó de septiembre de 1936 a junio de 1937) en el Cine Coliseum de Barcelona (foto: Pérez de Rozas / AFB)

Así surge un patrón que se dará más veces de infinitas críticas dirigidas a los cenetistas y/o a otros adversarios con posturas enfrentadas a la suya, y de afirmaciones rimbombantes como que «mi concepción triangular de la estrategia que había de conducir a la victoria del anarcosindicalismo era correcta» (p. 679). Lo que tenemos es una interpretación personal, su lectura del pasado, muchas veces a la defensiva y otras no, pero siempre con una dosis importante de teleología, su autojustificación a posteriori. Y esto lo vemos claramente con su perspectiva sobre la estrategia revolucionaria y la cuestión del poder.

En la primavera de 1937, en pleno retroceso del proceso revolucionario, los Amigos de Durruti reconocieron que «la CNT estaba huérfana de teoría revolucionaria».[13] Estas memorias confirman dicho análisis una y otra vez. Si nos limitamos a los años treinta del siglo pasado, vemos como en el tercer congreso de la CNT (en mayo de 1931) se adoptó la nueva estructura sindical de las Federaciones Nacionales de Industria, ideadas por la flor y nata del anarcosindicalismo español —gente de la talla de Joan Peiró y Valeriano Orobón Fernández—, planteada como una herramienta para luchar mejor en una sociedad capitalista más concentrada y para vertebrar una nueva economía revolucionaria. Ese acuerdo fue pisoteado por varios sectores anarquistas y por los anarcosindicalistas más radicales, García Oliver incluido, para frenar la amenaza de los «reformistas» que, en su opinión, eran personas «carentes de ideología válida» (p. 176 ). Como dice el refrán, «dime de qué presumes y te diré de qué careces». La alternativa radical planteada por el autor fue la famosa «gimnasia revolucionaria», mitificada repetidamente y defendida a ultranza como «la práctica insurreccional de la clase obrera al servicio del comunismo libertario» (p. 190).  A diferencia de las Federaciones Nacionales de Industria, las conspiraciones insurreccionales no tenían un mandato de los comités responsables. Esa política de enfrentamiento militar avanzó gracias al poder carismático que los miembros del grupo de afinidad Nosotros ejercían sobre los comités de defensa de Barcelona y de Cataluña, a quienes José Peirats describió como «los demagogos de la revolución».[14] Estos tumbaron los planes revolucionarios de sus rivales en el seno de la CNT sin preocuparse por impulsar un proyecto revolucionario coherente: no tenían más programa que repetir el mantra de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Sus complots armados dejaron a la inmensa mayoría de los cenetistas como espectadores, alejados del combate, mientras que unos grupillos de hombres disparaban sus escasas armas en las calles, antes de huir de la policía o del Ejército.[15] Según García Oliver, «las batallas más serias entre los libertarios y el Estado español» (p. 185)  ocasionadas por su táctica facilitaron la victoria de julio de 1936 porque crearon una «mística revolucionaria» (p. 180) . Comparadas con otras memorias de militantes de la época, sorprende la ausencia de una actitud autocrítica, igual que choca que se le dediquen menos de treinta páginas  al período que va desde el nacimiento de la República hasta la insurrección de octubre de 1934, que él cree tan decisiva y clave para la lucha libertaria.

Una consideración ponderada nos lleva a conclusiones diferentes. En términos generales, el golpe militar de 1936 representaba la rebelión de una parte de las fuerzas coercitivas del Estado y la fragmentación del poder estatal. Los «ensayos» de 1932-1933 —con enfrentamientos entre un poder estatal intacto y grupos aislados, mal armados y sin apoyo popular— terminaron en la represión, la huida, el encarcelamiento o la muerte de los insurrectos, y la ausencia de elementos básicos que sí se dieron en la lucha urbana-callejera de julio de 1936, como las barricadas. Por algo Julián Vadillo describe la política insurreccional como «un fracaso»,[16] igual que los delegados cenetistas en el congreso de Zaragoza de mayo de 1936, que la criticaron duramente. Seguramente por ese motivo le dedica menos de dos páginas a dicho congreso; de hecho, el poco espacio que brinda a la gimnasia revolucionaria afirma el «éxito» de esta, pero sin mostrar evidencias.

García Oliver y Federica Montseny, dos de los cuatro ministros anarconsindicalistas del gobierno Largo Caballero (los otros dos eran Juan Peiró y Juan López Snahchez), en la imagen junto a Jaume Aiguadé ((ERC) y Anastasio de Gracia (PSOE), en octubre de 1936

No es mi intención minusvalorar el sacrificio de la militancia obrera y anarcosindicalista en julio de 1936. La victoria en las calles de Barcelona en julio —y también en muchas de las zonas donde fracasó el golpe— fue el resultado de la lucha heroica de las masas anarcosindicalistas, sí; pero no solo de ellas. Y tampoco puede olvidarse que, en los episodios insurreccionales de 1932-1933, la presencia numérica de las masas anarcosindicalistas fue muy inferior comparada con su intervención en julio de 1936. Además, en julio, hubo una alianza con militantes de otros grupos antifascistas y unidades del Ejército y la policía que todavía respetaban la autoridad del Estado republicano. Si, por fin, «se pudo» con el Ejército, fue también en parte porque no se tenía enfrente a todo el Ejército, y porque un sector de este se mantuvo leal al Gobierno republicano.

Tampoco entre los contemporáneos de García Oliver en el movimiento libertario encontramos una ratificación del éxito de la gimnasia revolucionaria. Federica Montseny criticó su «golpismo revolucionario»,[17] mientras que Fidel Miró lo describió como el arquitecto de los «intentos revolucionarios, sin pensar en serio en una verdadera revolución social».[18] Para muchos en la CNT, desde pestañistas hasta faístas, e incluso para algunos del grupo Nosotros, García Oliver era un «anarco bolchevique autoritario»,[19] fuerte descalificativo viniendo de los medios libertarios. Por más que le irritase, la realidad es que su obsesión por los aspectos técnico-militares de la insurrección era proporcional a su despreocupación por la intervención de las masas y su desinterés por la estructura de la sociedad futura. En su exilio francés en los años veinte recibió la influencia de los simpatizantes de los plataformistas rusos sobre cómo tomar el poder a través de un ejército revolucionario. Más tarde, se rumoreó que había quedado prendado con la Técnica del golpe de Estado de Curzio Malaparte, publicado en 1931.[20] El militarismo vanguardista resultante le dejó aislado incluso dentro de Nosotros, donde se agrupaban sus más veteranos compañeros de lucha. También provocó cierto estupor cuando habló de «tomar el poder» en un mitin público en el Sindicato de la Madera de Barcelona a principios de 1936.[21]

Pero, a pesar de su retórica maximalista, el reusense era «transigente con las ideas»[22] y 1936 fue claramente el año de sus grandes virajes. Justo después de declararse a favor de tomar el poder, la CNT aceptó el frentepopulismo y la necesidad de no repetir su huelga electoral de noviembre de 1933, para frenar al autoritarismo. García Oliver se alineó con las nuevas circunstancias políticas (pp. 241-243)  y esa misma postura pendular fue la que mostró en julio, después del golpe militar. En la calle, destacó por su valor y su astucia táctica, y tomó varias veces la iniciativa en las luchas callejeras contra el ejército faccioso. Pero su habilidad con el fusil y la ametralladora no se trasladó a una política revolucionaria perspicaz. Como nos cuenta con mucho detalle en la parte del libro dedicada al Comité de Milicias —que fue la semilla de estas memorias—, con el golpe sofocado en Barcelona y con la CNT dueña de facto de la ciudad y de gran parte de Cataluña, los cenetistas se reunieron el 23 de julio en un pleno regional improvisado para fijar su rumbo. No existen actas de ese pleno, pero se sabe que se presentaron dos opciones: o seguir con la táctica de colaboración antifascista con los demás grupos del Frente Popular o adoptar una política revolucionaria basada en la supremacía numérica de la CNT en las calles y en las fábricas, lo que fue designado como «ir a por el todo». La mayoría de los delegados se mostraron temerosos de una «dictadura anarquista» y solo Josep Xena (el representante de la comarcal del Baix Llobregat) y García Oliver hablaron a favor de la revolución social. Según comentaría uno de los presentes, el reusense defendió su posición «con menor obstinación, pero mucha mejor argumentación y elocuencia».[23]

Juan García Oliver visita la Escuela Popular de Guerra (foto: Virus Editorial)

«Menor obstinación» podría haber sido el lema de García Oliver de entonces en adelante. El pleno del 23 de julio le delegó al nuevo Comité de Milicias, una entidad dominada por los sindicatos y que tenía un aire radical, aunque también incluía a los partidos republicanos de clase media y a los demás partidos frentepopulistas; asimismo, tenía vínculos institucionales con la Generalitat. Queda claro que ese pleno marcó un antes y un después para García Oliver y para la CNT: ambos alcanzaron la cima de su poder y, desde ese momento, su declive fue inevitable. El reusense se convirtió a partir de entonces en un defensor acérrimo del colaboracionismo, del frentepopulismo y de los compromisos con el poder: actuó como el hombre fuerte de la CNT en el Comité de Milicias, con pretensiones de dirigirlo. Luego, siguiendo la lógica de la colaboración antifascista, aceptó su disolución y la entrada de consejeros anarcosindicalistas en la Generalitat a finales de septiembre. Unas semanas después, García Oliver entraba en el Gobierno central de la República como uno de los de cuatro nuevos ministros de la CNT-FAI. A la vista de todo esto, puede concluirse que su «ir a por el todo» de julio había sido más bien un gesto, un guiño a su pasado revolucionario, algo teórico… y a esto le siguió una práctica profundamente reformista.

Para resumir su trayectoria, en los años críticos de la República nos enfrentamos con una ironía amarga que, al final, muestra la mala praxis de un revolucionario profesional. Cuando la revolución quedaba lejos, en 1931, se destacó por su postura radical e insurreccional y por su insistencia en la inmediatez. Y cuando la revolución se convirtió en una realidad en el verano de 1936, optó por el frentepopulismo y la colaboración, una política que permitió la reconstrucción del Estado republicano que tan debilitado había quedado por el golpe militar. Las contradicciones son patentes. En 1931 se opuso a las Federaciones Nacionales de Industria alegando que llegarían a burocratizar los sindicatos y anularían los impulsos revolucionarios, pero más tarde se convirtió en uno de los hombres fuertes de la CNT jerarquizada y burocratizada de la Guerra Civil, en un ministro gubernamental y en el bulldog de los comités superiores que iba repartiendo amenazas a los disidentes que cuestionaban su política frentepopulista.[24] Es difícil cuantificar el daño infligido a la CNT por su táctica insurreccional. La hemorragia de afiliados —desde la altura máxima de un millón de afiliados entre 1931 y 1932 hasta más o menos la mitad de esa cifra en mayo de 1936— es solo una medida de sus efectos. En términos cualitativos, con la Revolución de Julio varios militantes se dieron cuenta de que la organización de la CNT no estaba preparada para las nuevas necesidades y de lo ventajosas que hubieran sido las Federaciones Nacionales de Industria, boicoteadas por los insurreccionalistas entre 1931 y 1936, a la hora de reestructurar la sociedad y dirigir la economía.[25] Pero sus huellas quedaron ocultas bajo las pasos, o las pisadas, de un militante cuyo arco vital le llevó de hombre de acción a hombre duro de la burocracia cenetista. Ese es mi balance. Pero aquí está su historia contada por él mismo.

Juan García Oliver (deecha) en París, 1974. A la izquierda, José Martínez Guerricabeitia (foto: Estel Negre)
Notas

[1] Respecto al deseo de control, véase Julián Vadillo: Historia de la FAI. El anarquismo organizado, Catarata, Madrid, 2021, p. 188.

[2] Pilar tenía dos hijos de una relación anterior.

[3] «Introducción» de Agustín Guillamón a «Correspondencia entre Diego Camacho “Abel Paz” y Juan García Oliver», Balance, n.º 38, septiembre de 2014, p. 5.

[4] José Martínez: «García Oliver visto por su editor», Tiempo de Historia, n.º 55, junio de 1979, p. 23.

[5] Dado su conflicto con Valeriano Orobón Fernández, el arquitecto de la Alianza Obrera, es difícil saber si este es un fallo de memoria o una omisión intencionada, aunque en otra ocasión el reusense volvió a incurrir en el mismo error, así que bien podría haber sido un lapsus puro y duro.

[6] He consultado el sumario del caso Dato (mil quinientos folios), que se encuentra en el Archivo General de la Admistración (Alcalá de Henares) y también he leído varias entrevistas, declaraciones y testimonios de los protagonistas. La entrevista más extensa y sincera es con Pedro Mateu, realizada por Antonio Sánchez: «Yo maté a Dato», Interviú, 11-17 de noviembre de 1976, pp. 35-36. Las fuentes indican que Ramón Casanellas llegó a principios de enero para comenzar con los preparativos del plan para el atentado. Los demás integrantes del comando llegaron el día 11. Para más información sobre este episodio, véase León-Ignacio, Los años del pistolerismo. Ensayo para una guerra civil, Planeta, Barcelona, 1981, pp. 167-196.

[7] Véase Tierra y Libertad, 29 de noviembre de 1930, donde puede leerse que «querer perpetuar el sindicalismo es querer eternizar las clases sociales».

[8] Carta de García Oliver a Diego Camacho (22 de mayo de 1974), Agustín Guillamón, Balance, op. cit., p. 50.

[9] José Luis Gutiérrez Molina, Valeriano Orobón Fernández. Anarcosindicalismo y revolución en Europa, Libre Pensamiento, Valladolid, 2002.

[10] Juan Pablo Calero Delso: El gobierno de la anarquía, Síntesis, Madrid, 2011, pp. 245 y 249.

[11] José Martínez, «García Oliver…», op. cit., p. 23.

[12] José Martínez, «García Oliver…», op. cit., p. 35.

[13] Los Amigos de Durruti: Hacia una nueva revolución, Agrupación Amigos de Durruti, Barcelona, 1937, p. 15.

[14] José Peirats: Examen crítico-constructivo del movimiento libertario español, Editores Mexicanos Unidos, México df, 1967, p. 93.

[15] Para ese período, véase la sección titulada «La “gimnasia revolucionaria” y el inexistente “ciclo insurreccional”», en Julián Vadillo: Historia de la CNT. Utopía, pragmatismo y revolución, Catarata, Madrid, 2019, pp. 209-213; también Julián Casanova: De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España (1931-1939), Crítica, Barcelona, 1997, pp. 102-131. Para entender el rechazo de la táctica dentro de la CNT y la FAI, véase Chris Ealham: Vivir la anarquía, vivir la utopía. José Peirats y la historia del anarcosindicalismo español, Alianza, Madrid, 2016, pp. 82-93.

[16] Julián Vadillo, Historia de la FAI, op. cit., p. 167.

[17] Federica Montseny: Mis primeros cuarenta años, Plaza & Janés, Esplugues de Llobregat, 1987, p. 66.

[18] Fidel Miró: Vida intensa y revolucionaria, Editores Mexicanos Unidos, México df, p. 272.

[19] Ángel M.ª de Lera: Ángel Pestaña. Retrato de un anarquista, Argos Vergara, Barcelona, 1978, p. 293; César M. Prieto: Los anarquistas y el poder (1868-1969), Ruedo Ibérico, París, 1972, pp. 74-75; Fidel Miró, Vida intensa…, op. cit., p. 273; Más Lejos, 30 de abril de 1936.

[20] Fidel Miró, Vida intensa…, op. cit., p. 272.

[21]  José Peirats: «Aclaraciones a unas apostillas», Presencia, n.º 7, París, abril-mayo de 1967, p. 46.

[22] Miquel Amorós: Durruti en el laberinto (2.ª edición revisada y ampliada), Virus, Barcelona, 2014, p. 15.

[23] Fidel Miró, Vida intensa…, op. cit., p. 181.

[24] Chris Ealham, Vivir la anarquía…, op. cit., pp. 139-140.

[25] José Peirats, Examen crítico-constructivo…, op. cit., pp. 93-94; Helmut Rüdiger: Ensayo crítico sobre la Revolución española, Imán, Buenos Aires, 1940, p. 36.

Fuente: Prólogo de Chris Ealham para la reedición de El eco de los pasos. El anarcosindicalismo en la calle, en el Comité de Milicias, en el Gobierno, en el exilio, en Barcelona, Virus Editorial, 2021.

Portada: Juan García Oliver en su despacho del Comité Central de Milícies Antifeixistes de Catalunya en 1936 (foto: Narodowe Archiwum Cyfrowe, 1-E-6497, originalmente publicada en Ilustrowany Kurier Codzienny / Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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