Ignacio Peiró Martín
Miquel À. Marín Gelabert

 

Extractos de la presentación a la edición de Juan José Carreras Ares, El historiador y sus públicos, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2020.[1]

 

No cabe duda de que Juan José Carreras tenía el don del consejo y de la palabra. Después de casi once años, en 1965, decidió emprender el camino de vuelta desde Alemania y opositar a cátedras de enseñanza media en España. De su estancia alemana, no absorbió el deutsche Wesen (ser alemán), pero se impregnó de su cultura universitaria a través de las prácticas históricas y controversias intelectuales que alentaron su tránsito hacia el contemporaneísmo y la atracción por el estudio de las obras de Karl Marx. En adelante, las formas de pensar la historia según los patrones marxistas se constituyeron en una referencia clave en la construcción del «discurso de método» y el estilo de Juan José Carreras, un elemento diferencial de su singular e irrepetible personalidad de historiador dentro de la comunidad española. El marxismo como ideología, además de un complemento a su antifranquismo militante, también se reflejará en su compromiso político, progresista y democrático.

Sobre el Neckar helado en Heidelberg, 1954. De izquierda a derecha, Juan José Carreras, Gonzalo Sobejano y Emilio Lledó 

A fin de cuentas, las décadas de 1960 y 1970 señalaron la etapa de mayor vitalidad y «anclaje» generacional en el pensamiento marxista de los historiadores europeos. Este «dominio» inició su declive en el universo de las principales historiografías continentales (salvo, quizás, en el mundo anglosajón) a partir de la revolución conservadora de los años ochenta hasta concluir en un proceso de disolución y abandono corporativo, marcado por el umbral simbólico de 1989-1991. En el espacio profesional español, el retroceso se ralentizó y, en cierta medida, la relación entre marxismo e historia mantuvo un cierto atractivo intelectual, al menos hasta la segunda mitad de la década olímpica.

Dejando de lado el abigarrado colectivo formado por los arribistas de la política y otros deslumbrados por las modas académicas, y sin mencionar tampoco la tardía recepción de la historiografía marxista británica por parte de los jóvenes historiadores sociales; entre la multiplicidad de las causas que concurrieron a determinar la continuidad del marxismo en el contexto de la segunda hora cero de la historiografía española,  destaca la presencia de un puñado de numerarios de reconocido pedigree marxista y señaladas implicaciones políticas en el entorno del PCE. Tras superar una larga travesía del desierto y acceder a cátedras universitarias en los años de la Transición, estos catedráticos obtuvieron el crédito de la profesión y, junto a los «maestros liberales» de la academia franquista, colaboraron en la creación del ambiente de continuidad rupturista y pacto transacional necesario para «la construcción progresiva de una matriz disciplinar democrática». En el entrecruzamiento de voluntades, cambios sociales y estrategias profesionales que se sucedieron con rapidez en la década de los noventa y el primer lustro del nuevo siglo, no se limitaron sólo a pasar el testigo a la siguiente promoción de discípulos y extender la influencia de su magisterio más allá de sus departamentos universitarios.

Para entonces, sin embargo, en la contradictoria realidad de la historiografía española se estaba desarrollando un nuevo fenómeno de negación colectiva del pasado, caracterizado por el incesante goteo de deserciones del marxismo y lavados de patinas izquierdistas. En esta ocasión, los protagonistas fueron los oportunistas de ayer y alguno de los antiguos compañeros de viaje. De puertas adentro, se tenía la impresión de que estos personajes volvían a recuperar los argumentos de Gracián sobre el tacitismo para justificar tanto el desgaste de las máscaras políticas de otros tiempos como la culminación de sus metamorfosis historiográficas. Por supuesto, en aquellos momentos y aún después, nadie pensó en que se tratara de una oleada de cínicos fingimientos, traiciones revisionistas o maquiavélicos instintos de conservación, sino todo lo contrario: las renuncias y su «liberación de las adhesiones marxistas», apenas diez años después de las multitudinarias conmemoraciones del centenario de la muerte de Karl Marx, se consideraron un paso natural en el camino seguido por la normalización disciplinar. A mediados de los años noventa, también parecían el resultado lógico de la adaptación a las circunstancias del compromiso ciudadano con el presente y el activismo político. En este orden de cosas, estos historiadores no dudaron en manifestar a sus diferentes públicos la autenticidad de los motivos intelectuales e integrar las simpatías y fines políticos en sus formas de relacionarse con el pasado.

Guiones de clase elaborados por Juan José Carreras, con bibliografía y textos, sobre Marx y Ranke (1983-1985)

Y todo eso, de acuerdo a un amplio abanico de explicaciones nominales muy reconocibles en el espacio comunitario: desde quienes redescubrieron la firmeza de sus emociones y valores vitales nacionalistas (en tanto alternativa y rechazo del metarrelato nacional español), hasta aquellos otros que, en contraposición, volvieron a sentir las certezas morales de sus filosofías conservadoras y transcendentes sospechas interpretativas (combinadas con los ciegos fervores del nacionalismo y filias neoliberales), pasando por los escépticos que trataron de dar sentido a la historia, pensando la sensatez de sus retornos a la tradición de la objetividad y la fe en el talante comprensivo encarnado en las culturas políticas del viejo humanismo cristiano, el liberalismo o la socialdemocracia. En el plazo corto, una consecuencia involuntaria del proceso fue la preparación del terreno para la fragmentación de la comunidad profesional. Más a la larga, sobre ese escenario se acumularon los debates acerca de los usos públicos de la historia, las intensas querellas sobre las políticas del pasado y las inextricables polémicas entre la escurridiza memoria y la peligrosa historia que, en sus combativas derivas ideológicas, contribuyeron a plantar las semillas del relativismo filosófico y los revisionismos históricos cuyas nefastas secuelas perduran hoy día en la academia historiográfica.

En el otoño-invierno de 2002, la mirada hacia el mundo exterior de Juan José Carreras no era precisamente optimista, ante los avances selectivos de la globalización y los acelerados giros de la disciplina histórica. Y es que, desde que el politólogo norteamericano Francis Fukuyama anunciara el apocalíptico fin de la historia a comienzos de la década de 1990, el fin de millénaire había traído consigo la apoteosis global de las narrativas postmodernas. En Seis lecciones sobre historia, la magistral síntesis de historia de la historiografía donde, como un trasunto del Ángel de la Historia benjaminiano, Carreras sobrevoló por las ideas de los historiadores, desde Aristóteles y San Agustín hasta alcanzar «el reino de los “significantes desencadenados”». En su opinión, las ilusiones científicas acumuladas durante generaciones por los eruditos (el principio de realidad, la confianza en las fuentes y la veracidad de las narraciones), estaban amenazadas por la deconstrucción que, transformada «en la forma hegemónica de la posmodernidad», ha colonizado «la terminología hasta el extremo de que muchos historiadores la utilizan alegremente, como sinónimo de crítica, sin apercibirse de sus implicaciones epistemológicas». Una percepción, cuya construcción podemos rastrear desde los inicios de la década anterior.

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Desde tales alturas de la filosofía de la historia, no sorprende pues que en el paisaje final contemplado por Juan José Carreras dominaran las sombras sobre las luces; ni tampoco que, sobre el vacío horizonte de futuro de la historia universal (entiéndase la historia de la historia internacional), apenas se proyectaran factores de orientación, comprensión y esperanza. Con la tensión crítica que le proporcionaba su compromiso con el estatuto científico de la historia marxista, dos citas (la primera del poema épico de Hans Magnus Enzensberger Der Untergang der Titanic. Eine Kömedie, y la segunda de Walter Benjamin, «un judío alemán, que se suicidó en Port Bou en 1940»), le sirvieron para advertir de los incendios que potencialmente amenazaban con la destrucción del conocimiento histórico y el hundimiento de la profesión de historiador.

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Juan José Carreras con Ignacio Peiró, Josep Fontana y un grupo de alumnos en 1986

 

En la base de esta reflexión estaba su fidelidad al marxismo. Pero no sólo eso. Cargadas de matices, conceptos y analogías, las conferencias reflejan, al mismo tiempo, su alineamiento con la corriente del «pesimismo cultural», integrada por la vasta familia de pensadores de la cultura occidental contemporánea que reflexionaron sobre la gran paradoja histórica civilización o barbarie (Weber, Nietzsche, Freud, Elias, Adorno, Horkheimer o su admirado Walter Benjamin). E incluso, por decirlo con las palabras de su colega y nuevo amigo Enzo Traverso, en Seis lecciones sobre historia se atisban rasgos de la dimensión melancólica de la cultura de izquierda. Aunque, eso sí, una melancolía utópica dialécticamente «refractaria a la resignación». Por consiguiente, la postrera conclusión del emérito profesor («hay que hacer algo más que limitarse a sollozar y seguir nadando»), se puede entender también como la manifestación de un estado de ánimo prudentemente combativo, alejado de cualquier tipo de conformismo. Era una crítica lúcida y, en cierta manera, intransigente que seguía enarbolando el estandarte del materialismo histórico como instrumento para el cambio de la historiografía en la época transmoderna. Carreras estaba convencido de que el marxismo era un pensamiento «fuerte». La única filosofía del conocimiento capacitada para presentar una alternativa intelectual al dominio del pensamiento «débil». A su juicio, se trataba del último reto intelectual importante que quedaba para actuar de contrapeso frente a las culturas postmodernas de la globalización que estaban sometiendo seriamente a prueba la fe de los intelectuales ante la derrota de «la utopía de la razón, la marxista y la ilustrada» y también de la ciencia.

Todas estas ideas, fueron presentadas ante el público de queridos y viejos amigos, historiadores y jóvenes estudiantes de letras, reunidos en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza en su «amable y cordial» despedida académica. Habían pasado treinta y siete años desde su llegada al Instituto Goya de la capital aragonesa, cuatro menos de su ingreso en el cuerpo de profesores agregados de universidad y un cuarto de siglo del concurso de acceso en que obtuvo la cátedra de Historia Contemporánea, Universal y de España de la Universidad de Santiago de Compostela. Desde la Facultad gallega, inició el recorrido que le llevó primero a la Autónoma de Barcelona y, apenas un par de cursos después, de regreso a Zaragoza. En todo el tiempo transcurrido hasta 2002, es difícil saber si variaron mucho los puntos de vista de Juan José Carreras sobre el mundo, la política, la sociedad o la universidad española. Lo que parece seguro es que, cumplidos los setenta y cuatro años, mantenía la coherencia intelectual como expresión de la gama de capacidades, valores humanos y herramientas de cultura que poseía y supo desplegar durante toda su trayectoria universitaria: encanto personal, inteligencia, flexibilidad estratégica, astucia de la razón historiográfica y experiencia cosmopolita.

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Desde finales de los años setenta en adelante, todo este cúmulo de capacidades de Juan José Carreras se reflejó en el espacio universitario: primero, en la práctica docente y el interés por la renovación de la didáctica de la historia (representadas en sus programas y clases magistrales, además de las cursos y conferencias que impartió en centros de segunda enseñanza y secciones locales de la Universidad Nacional a Distancia). En segundo lugar, en la relación de investigaciones históricas que dirigió. Y, en último término, en la configuración en el área de Historia Contemporánea del departamento que lideró con firmeza mientras, al mismo tiempo, consolidaba su imagen de catedrático y jefe de filas de la profesión.

Curso en la Universidad de Santiago de Compostela a finales de los años 80, foto incluida en el libro de Carlos Forcadell (ed.) Razones de historiador. Magisterio y presencia de Juan José Carreras (Institución Fernando el Católico, 2009)

Si en los años setenta, en los que paradójicamente afianzó su carrera profesional, apenas publicó en medios profesionales y, en consecuencia, tal como corroboran múltiples testimonios esparcidos por la geografía académica (Barcelona, Santiago, Valencia, Murcia) su magisterio operó en lo fundamental por vía de la oralidad en sus cursos y conferencias, fue en la siguiente década de 1980, cuando este panorama varió substancialmente debido a varias razones coadyuvantes. La primera es una poderosa circunstancia contextual. El mantenimiento de un crecimiento imparable del alumnado universitario y de las nuevas titulaciones siguió representando un incremento equivalente del profesorado contratado no numerario, un problema estructural enquistado. La Ley que reformó la universidad en agosto de 1983 pretendió resolver o atenuar el problema tratando de consolidar la situación laboral del profesorado en precario por una doble vía. De un lado, a través del aumento de las plantillas y de su dotación. De otro, la asimilación funcionarial a través de los llamados concursos de idoneidad. Todo ello confirió un nuevo valor a la tesis doctoral y su volumen se disparó en pocos años. Después de todo, mientras en la segunda mitad de los años setenta se acentuó la paulatina obsolescencia de un perfil de maestro universitario hegemónico en las décadas anteriores, el catedrático franquista, el grueso de los estudiantes con aspiraciones investigadoras optó por acercarse a los modernos profesores (catedráticos o no) que garantizaban la actualización de sus planteamientos, una mayor conectividad internacional y una proyección profesional más sólida.

Derivado de esta primera circunstancia es, en segundo lugar, el reflejo de las investigaciones dirigidas desde su posición hegemónica de nuevo y moderno catedrático de contemporánea. De esa década son las tesis de Enrique Bernad, Luis Germán Zubero, Julián Casanova, Gonzalo Pasamar, Emilio Majuelo o Bernardo Maiz, prácticamente una decena, dirigidas por Juan José Carreras. En su conjunto, cubrían períodos que abarcaban desde la primera mitad del siglo XIX al primer franquismo, y se abordaban procesos históricos en términos de estructura social, comportamiento electoral, conflictividad y movimientos sociales (anarquismo, movimiento obrero), formación de clase, resistencia o legitimación cultural. Testimonio de esta investigación, de una u otra forma, son los prólogos a diversas publicaciones que aportamos en este volumen.

La tercera razón tiene que ver con el paulatino éxito académico del materialismo histórico, que se autoalimentó en forma de congresos, homenajes, colecciones editoriales, nuevas revistas y, principalmente, una nueva actitud ante el conocimiento de la obra de Marx y del pensamiento marxista generado tras la gran crisis interna de la segunda mitad de los años setenta y de la promoción de diversas escuelas marxistas internacionales. El caso del marxismo británico sería paradigmático. Esta nueva actitud se volcó en el desarrollo de todo un abanico de debates internacionales, recepcionados en España con mayor o menor prontitud. Nos referimos a los orígenes del mundo capitalista y a la formación del capitalismo industrial, la formación e incidencia social y política de la burguesía decimonónica, la aplicabilidad de la categoría revolución o la interpretación de amplios arcos cronológicos en términos de transición por cuanto al modo de producción. En sus formas más específicas de investigación, darían lugar el estudio de tipologías de la propiedad y explotación agraria, las dinámicas demográficas (y su relación con los ciclos económicos), los circuitos comerciales, los efectos generales de las diversas crisis seculares, la incidencia política de los diversos movimientos organizados en la sociedad industrial y las diferentes formas de legitimación intelectual al servicio o en oposición al poder político, entre muchas otras. Fue la década dorada de la investigación explícitamente marxista aplicada a la historia económica, social, política, de la cultura, de los intelectuales o de la ciencia. Y, además, coincidió con la conmemoración en 1983 del centenario del fallecimiento del pensador de Tréveris.

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Juan José Carreras en el año 2000

 

Parece evidente que todo este bagaje fue reflejándose en los programas de las asignaturas en las que impartía docencia, desde sus tiempos en la Facultad de Ciencias Económicas hasta el diseño de las materias propias de los cursos de doctorado en los años ochenta y noventa. Una tarea no especialmente sencilla dadas, las circunstancias propias de la transición docente en el marco del Área de Historia Contemporánea de la Facultad zaragozana. Y un proceso, en cualquier caso, dilatado en el tiempo, lento y progresivo, de la mano del acceso a la docencia de su grupo de discípulos. Su dedicación fue decantándose, de acuerdo con las necesidades del Departamento, hacia cursos especializados (Historiografía, Historia de las Ideas Políticas) o de doctorado, dejando las algunas asignaturas de historia contemporánea, a cargo de sus jóvenes discípulos, recién doctorados. Por poner un ejemplo, a finales de la década de los ochenta, el profesor coruñés apenas impartía una asignatura en la licenciatura de historia: Historia de las Ideas Políticas; mientras que Carmelo Romero, Enrique Bernad, Emilio Majuelo o Julián Casanova se repartían el conjunto de asignaturas contemporaneístas de las que Jesús Longares (catedrático) o José A. Ferrer Benimeli (profesor titular), no se encargaban. ¿En qué residía el hecho diferencial en la docencia del profesor Carreras? Los testimonios esparcidos en su homenaje señalan virtudes profesionales claramente tipificadas. Aparte de su incorporación del materialismo histórico y de su acercamiento crítico a las tradiciones marxistas, residía en su competencia profesional, en su brillantez expositiva, en una llamada a las fuentes originales para la comprensión de los procesos observados, en una lectura atenta y crítica de los textos (sus cuadernillos de textos), en la maestría del detalle y en la facilidad para la generalización desde la minuciosidad. También emanaba de un conocimiento poco común de la bibliografía internacional, que permitía incorporar continuas novedades a sus temarios y a sus clases. Observado a día de hoy, tanto la estructura de materias como el anclaje referencial que se extrae de esos programas permite identificar claras tendencias: la monografía y el ensayo sobre el manual; la historiografía internacional sobre las introducciones de segundo nivel en castellano; la historia de las ideas y los conceptos sobre la narración cronológica de procesos, etc. En este sentido, son célebres sus programas iluminados con dibujos o collages, pero lo más interesante de esos programas reside principalmente en que funcionan como mecanos que se iban construyendo a medida que transcurría el curso, de manera que crecían y se interrelacionaban hasta construir una totalidad.

Sin embargo, probablemente lo más modernizador de su docencia y algo por lo que debe ser recordado es su convencimiento de que no existe historia sin historiografía, y no existe historiografía sin historia de la profesión de historiador, de ahí que desde los años ochenta fuera impulsando una línea de investigación absolutamente novedosa en España, la historia de la historiografía, por la que, junto a su razón marxista, es reconocido internacionalmente. Como hemos advertido, además, estas características tendrán también su reflejo en la paulatina configuración del área de Historia Contemporánea en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, la complementariedad de su profesorado y la proyección nacional e internacional de sus obras individuales, en las décadas en las que ejerció como indiscutible señor (el Herr como era conocido en los pasillos del Departamento) e indiscutido Vordenker. Todo junto, contribuyó conformar la imagen pública de un profesor de historia, socialmente comprometido, que había creado desde mediados de los años sesenta junto con una cuidada fama de ágrafo, completada con unos coquetos y estudiados desaliños indumentarios. No cabe duda de que Juan José carreras fue un gran seductor.

En este libro hemos pretendido compilar algunos de los textos de Juan José Carreras que presentan una más dificultosa accesibilidad. Representa su faceta más pública. Se han dispuesto en secuencia cronológica pero, al mismo, tiempo se han agrupado de acuerdo a su naturaleza. Así, los artículos publicados en la prensa periódica, separadamente de los textos universitarios. Siguiendo el criterio de otras ediciones de la obra de Juan José Carreras, prescindimos de notas y aparato crítico. Lejos de constituir una última compilación de su Opera Minora los textos que siguen son, en realidad, testimonio de la formación de su pensamiento y de su proyección paulatina sobre públicos diversos, a los que dedicó, por igual, lo mejor de sí mismo durante las cuatro décadas que siguen a su retorno desde Heidelberg.

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[1]           El libro completo se puede descargar en la página: 
https://ifc.dpz.es/publicaciones/novedades

Portada: Juan José Carreras en los años 70

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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