Carlos Gil Andrés
Profesor de Historia
IES Inventor Cosme García. Logroño

 

La historia ocurrió hace un siglo. La cuenta Josep Pla en El cuaderno gris. Pardal era un humilde pescador de Calella de Palafrugell. Un día se le acercó un veraneante engreído, con aires de superioridad, y le preguntó si sabía leer. “Si, señor, para mi desgracia”. El veraneante, con la mosca en la oreja, le pidió que le contara qué libros había leído. “¿Libros? Nunca he leído ninguno”, respondió Pardal, con cara triste y estirada: “¿Es que no tenemos bastantes problemas?”.

Leer es meterse en problemas. La anécdota de Pla me recuerda a un personaje de Los libros arden mal, la novela de Manuel Rivas: “lástima que se le metiesen las ideas. ¿Para qué quiere las ideas un pobre? Para complicarse la vida”. La lectura siempre ha sido una práctica peligrosa. Hace pensar. Es mucho mejor vivir en la ingenua felicidad que imagina Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Un mundo futuro en el que está prohibido leer y los bomberos, en vez de apagar incendios, se encargan de provocarlos para quemar los libros: “Un libro es una arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo de un hombre culto?”.

Quema de libros en la Plaza de la Ópera en Berlín el 10 de mayo de 1933 (foto: Bundesarchiv)

Quemar libros es algo tan antiguo como la lectura. Vivimos en una atmósfera cargada con el humo y las cenizas de las bibliotecas incendiadas a lo largo de la historia. En el siglo III a. C. el emperador Shi Huandi ordenó que se quemasen todos los libros de China para que la historia comenzara con su reinado. El final de la Edad Antigua fue también el de la Biblioteca de Alejandría, víctima del fuego, la violencia y el fanatismo religioso. Con la caída de Constantinopla en 1453 desapareció lo que quedaba de su biblioteca, que ya había sido arrasada por los cruzados. El monje Savonarola ha pasado a la historia de Florencia por la quema en 1497 de libros y obras de arte. El fuego inquisidor purifica los pecados. Lo mismo debía pensar el cardenal Cisneros cuando mandó quemar los libros en árabe de La Madraza de Granada. Podríamos escribir una historia universal de la intolerancia que, de hoguera en hoguera, nos llevaría hasta nuestro tiempo, hasta el fuego de la biblioteca de Sarajevo en 1992, la destrucción de la biblioteca de Bagdad en 2003 o la ira contra los libros y los manuscritos de los yihadistas de Mali en 2012.

Un capítulo especial de esta historia de barbarie es la inquina contra los libros de los regímenes totalitarios del siglo XX. A los tiranos no les bastaba con el sometimiento de la población. Querían dominar la memoria. En mayo de 1933 Hitler estrenó sus poderes dictatoriales con piras de libros en las plazas y universidades alemanas. Un anuncio del terror nazi. Ya lo había escrito Heinrich Heine, uno de los autores censurados: “donde se queman libros se terminan quemando también personas”.

Placa recordatoria en el Schlossplatz en Brunswick. La placa cita una frase de Heinrich Heine en su obra Almansor: «Das war ein Vorspiel nur, dort wo man Bücher verbrennt, verbrennt man auch am Ende Menschen» («Eso solo fue un preludio, ahí donde se queman libros se terminan quemando personas»).(foto: Wikimedia Commons)

En el verano de 1936 las hogueras exterminadoras llegaron también a España. Al terminar el año, los alcaldes de los pueblos riojanos respondían al Gobernador Civil que no podían cumplir su orden de retirar “los libros, folletos, impresos y grabados pornográficos o de literatura socialista, comunista, libertaria, etc.”. No quedaba ninguno “pernicioso”. Habían desaparecido en las hogueras encendidas en las plazas. Se habían expurgado y depurado los fondos de las escuelas, bibliotecas y librerías. Fuera la podredumbre intelectual de los hijos de Caín, fuera los títulos antipatrióticos, separatistas y heréticos, fuera las ideas extremistas envenenadoras del alma popular. Ya lo había dicho el rector de la Universidad de Zaragoza, “el fuego purificador es la medida radical contra la materialidad del libro”.

En todas las dictaduras totalitarias leer un libro prohibido se convirtió en un acto subversivo. Lo sabían los millones de estudiantes chinos trasladados al campo para su reeducación durante la Revolución Cultural de Mao, como los dos jóvenes protagonistas de Balzac y la joven costurera china. Lo sabía cualquier ciudadano ruso amenazado por las purgas estalinistas. En la URSS de Stalin se destruía a los libros y a los autores de los libros, como Isaak Babel, acusados de “actividades antisoviéticas”. Después de Stalin cesaron las ejecuciones pero continuó el secuestro y la destrucción de los manuscritos. Es casi un milagro que hoy podamos leer El doctor Zhivago, publicado en Italia en 1957, o Vida y destino, que apareció en Suiza en 1980, años después de la muerte de Vasili Grossman. Conservamos muchos poemas de Anna Ajmátova porque los memorizaron los amigos que la amaban. Como los resistentes de la pesadilla de Fahrenheit 451, cada uno de ellos portador del secreto de un libro aprendido de memoria.

Quema de libros en la plaza Zaharra de Tolosa, el 11 de agosto de 1936 (foto: Ser Histórico)

Quizá tuviera razón Mijail Bulgakov, otro autor soviético censurado, cuando escribió en El maestro y Margarita que “los manuscritos no arden”. Nosotros lo tenemos mucho más fácil. No tenemos que aprender una obra entera de memoria, ni arriesgarnos para salvar un ejemplar valioso. No hace falta tener madera de héroes. Es mucho más sencillo. Basta con entrar en una librería y comprar un libro. Y encontrar el tiempo y el lugar para leerlo. Y contarlo.

A veces basta una frase. Montag, el bombero de Fahrenheit 451, empezó a verlo todo de manera diferente cuando, en medio de un incendio de libros, cayó en sus manos una página desgajada y leyó una línea que prendió en su cerebro como si se la hubiesen grabado con un hierro candente: “El tiempo se ha dormido a la luz del atardecer”. Esa línea cambió su vida. Tiene que haber algo en los libros, decía, cosas que no podemos ni imaginar.

Fuente:La Rioja 25 de abril de 2021

Portada: Quema de libros en el patio de la Universidad Central de Madrid, en la calle San Bernardo, el 30 de abril de 1939 (foto: Virgilio Muro/ABC)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

 

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