Sebastiaan Faber
Catedrático de Estudios Hispánicos (Oberlin College, Ohio [EEUU]) y autor de «Memory Battles of the Spanish Civil War: History, Fiction, Photography» (2018) y «Exhuming Franco: Spain’s Second Transition» (en curso de publicación).
 
1. La destrucción de Gernika

En la primera entrega de este ensayo, repasamos la biografía del hispanista norteamericano Herbert Rutledge Southworth (1908-1999) hasta la publicación de su segundo libro, Antifalange (Ruedo Ibérico, 1967), un estudio crítico de la biografía del líder falangista Manuel Hedilla escrita por su correligionario Maximiano García Venero. El tercer libro de Southworth, que apareció ocho años después, fue mucho más ambicioso. La destrucción de Guernica, publicado por Ruedo Ibérico en francés en 1975 —saldría en castellano e inglés en 1977— probablemente sea su mayor contribución a los estudios sobre la Guerra Civil. En más de 500 páginas, Southworth reconstruye con precisión forense los hechos sobre el bombardeo de Gernika del 26 de abril de 1937 o, mejor dicho, analiza el complejo tejido de informes, inventos y transmisiones a través de los cuales los supuestos hechos sobre el bombardeo llegaron a construirse en las esferas públicas de España, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. Hoy diríamos que el libro es un estudio clásico de las fake news. Sería reeditado en castellano en 2012 a cargo de Ángel Viñas.

Entre otras muchas aportaciones historiográficas, el libro de Southworth detalla el papel central que tuvieron los empleados anónimos de los medios de comunicación internacionales, incluidos los redactores de a pie en los diarios y las agencias de prensa. También arroja luz sobre las condiciones de trabajo de los corresponsales extranjeros en España durante la Guerra Civil, particularmente en la zona nacional. Describe con detalle las repetidas torpezas por parte de los oficiales franquistas que intentaron, en vano, controlar el relato de un evento extremadamente perjudicial para su imagen en el extranjero. Finalmente, explica cómo las noticias sobre Guernica fueron recibidas de forma muy diferente en diferentes territorios nacionales; y cómo los prejuicios y las afiliaciones políticas de los recipientes de esos hechos hicieron que personas por lo demás racionales e inteligentes aceptaran a pies juntillas los relatos ilógicos o contradictorios que les suministraba “su” prensa (en particular los periódicos católicos) y las defendieran ferozmente durante décadas. Southworth narra, por ejemplo, cómo un profesor de Filología Inglesa de la universidad norteamericana de Dartmouth, D. Jeffrey Hart, pudo escribir en 1973 un artículo para la revista conservadora National Review en el que defendía unas tesis sobre la destrucción de Guernica a las que, para entonces, incluso el régimen de Franco había dejado de suscribir. Para Southworth, casos como estos ilustraban “la necesidad que sentía la derecha conservadora de perpetuar los mitos nacionalistas de la guerra civil de España” ya que, después de todo, se trataba de “su gran victoria de este siglo” (Southworth 1977: 410).

D. Jeffrey Hart (1930-2019) (foto: Bettman/Getty Images)

Su libro sobre Guernica no solo fue el libro más ambicioso de Southworth sino también el que más éxito tuvo. “En los parámetros en que la definió” —escribió Ángel Viñas en 2013, en el prefacio a una preciosa edición de la obra, revisada por el propio Viñas, en la editorial Comares— “es una obra que, en su conjunto, no ha sido superada. Con ella disparó un torpedo demoledor en la línea de flotación de la historiografía profranquista” (2013: xviii). Publicado en los Estados Unidos por la Universidad de California, el libro gozó de una buena recepción crítica, con lo que el hispanista de Oklahoma por fin adquirió cierto prestigio en el mundo anglosajón. Gracias al historiador Gabriel Jackson, que trabajaba en la Universidad de California, San Diego, Southworth había ocupado brevemente un puesto de profesor visitante en esa universidad, lo que le permitió ayudar a los bibliotecarios a catalogar su colección, que UC San Diego le había comprado; y a finales de los 70 y principios de los 80, el prestigioso Times Literary Supplement le invitó varias veces a que escribiera críticas de estudios históricos. También se consolidó su fama en la España democrática, donde su obra, censurada en los años franquistas, por fin podía circular libremente. Entre 1977 y 1979, publicó tres artículos en la revista Historia 16; en 1978, Plaza y Janés le publicó la segunda edición en español de El mito de la cruzada de Franco; y fue entrevistado en revistas como Tiempo de Historia y diarios como El País.

2. Años de desánimo

A pesar de todo, sin embargo, la correspondencia con José Martínez, conservada en el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam, revela que hacia finales de los años 70 y en la década de los 80 Southworth estaba cada vez más alicaído. En sus cartas al fundador de Ruedo Ibérico (al que se dirigía en castellano) confesaba experimentar cierta sensación de fracaso. Le parecía, por ejemplo, que sus libros se vendían más bien poco en España. Martínez —que pasaba por su propia etapa de desaliento— intentó animarle. Sí, las cifras de ventas eran bajas —le decía— y Ruedo Ibérico incluso había perdido dinero con su libro; pero eso era de esperar, dado el tipo de obras que Southworth producía. Martínez también le recordó que Southworth había podido escribir los libros que quería, lo que no dejaba de ser un privilegio. Y le aseguraba que la importancia histórica de su obra estaba fuera de toda duda.

José Martínez, editor de Ruedo Ibérico (foto: revistahincapie.com)

Southworth respondió que ser un escritor norteamericano en Francia le había sido perjudicial: si “mis libros han recibido una acogida fría”, decía en diciembre de 1978, es porque “los franceses están contra los norteamericanos, por principio”: “aunque he pasado la última mitad de mi vida fuera de mi país, y que soy izquierdista, no me perdonan mi origen”. Por otro lado, agregó, “La verdad es que una vez que cedí a la tentación de [ar]reglar mis cuentas con los franquistas y los falangistas, no he querido pararme. Me dio tanta satisfacción.” “Una cosa que los europeos no comprenden,” añadió, “es la dificultad de ser izquierdista norteamericano.” Southworth, en cierto sentido, era un exiliado político de su país, donde en las universidades aún reinaba el anticomunismo. Estaba convencido de que alguien como Pierre Vilar, el historiador marxista francés, nunca podría haber tenido una carrera académica exitosa en los Estados Unidos.

En su última obra, El lavado de cerebro de Francisco Franco, publicada en castellano póstumamente en 2000 (y en inglés dos años después), Southworth retoma un tema que ya había tocado varias veces: el supuesto complot comunista para apoderarse de España que los rebeldes militares franquistas decían haber descubierto y frustrado, y que se convirtió en un pilar fundamental para la justificación a posteriori de la rebelión militar en la esfera pública internacional, en particular entre el lobby católico de Gran Bretaña. Con su celo y precisión acostumbrados, Southworth no solo demuestra que los cuatro documentos utilizados para “probar” el complot eran claramente falsos, sino que, una vez más, adquirieron vida propia en su paso por diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Como en el caso de Guernica, Southworth explica cómo las inversiones políticas y afectivas de los intelectuales —así como su apego a una determinada visión de España y de la guerra— les cegaron ante las evidentes contradicciones de las supuestas pruebas documentales presentadas. La segunda parte del libro estudia la influencia ejercida en la visión política de Franco y sus compañeros conspiradores desde finales de los años 20 por la propaganda anticomunista de la Entente Internationale Anticommuniste (EIA), con sede en Ginebra.

Southworth, al que un derrame cerebral a finales de los años noventa había condenado a la cama, sabía que este iba a ser su último libro y, de hecho, murió pocos días después de terminar el manuscrito. En sus primeras páginas, repasa su carrera como hispanista. Su decisión de centrar el grueso de su trabajo en la guerra de propaganda, en la que él mismo había participado cuando trabajaba para De los Ríos y la OWI, decía, posiblemente naciera de un sentimiento de “deuda” con la Segunda República española —no solo “por haberme dado una causa histórica a la que defender con convicción apasionada” sino por “haberme inspirado un gran deseo de ganar la guerra propagandística, aunque fuese tardíamente”. Además de esa sensación de agradecimiento, sin embargo, confesó que también le había movido “el asco que me inspiró la naturaleza de la propaganda católica favorable a Franco, durante la contienda y después de ella”: “fue uno de los motivos que me hicieron pasar horas y horas pegado a la silla, dándole a la máquina de escribir” (2000: 2-3)

3. Objetividad apasionada y compromiso político

La importancia de la obra de Southworth en la historiografía de la Guerra Civil Española es indudable. Aun así, era una rara avis en la comunidad académica. Es difícil ubicarlo como historiador o hispanista: nunca formó parte de ninguna escuela en particular, ya sea en un sentido institucional o intelectual (Viñas 2013: xii). El núcleo de su trabajo lo constituye una noción de verdad histórica que es al mismo tiempo ingenua y altamente sofisticada. Por un lado, toda su obra puede ser descrita como una búsqueda obsesiva de la verdad sobre lo ocurrido en España. En su papel de detective, Southworth encarna una fe positivista, decimonónica, en la existencia de —y posibilidad de recuperar o reconstruir—la historia “como realmente ocurrió”, para recurrir a la trillada frase de Ranke. Operando como un Sherlock Holmes del pasado, parece confiar plenamente en que su método, su intuición y sus recursos le permitirán resolver el enigma, atravesar todas las capas de mentiras e invenciones, y descubrir la verdadera naturaleza de los acontecimientos. Ya en los años 60, esta era una posición algo anacrónica; no es casual que el distinguido historiador francés Pierre Vilar, en su introducción a Destruction de Guernica, le compare a los pintores naïfs (2013: 1).

Herbert R. Southworth (foto: Tiempo de Historia)

Por otro lado, sin embargo, cabe argumentar que la visión de Southworth de la verdad histórica no es ingenua sino escéptica y profundamente relativista. Su sed de verdad le impulsa a escribir elaboradas genealogías a lo Michel Foucault que acaban demostrando que la verdad histórica es una construcción discursiva.

El uso que hace Southworth de la bibliografía y del acervo documental —es decir, de su propia biblioteca— manifiesta una combinación similar de fe y escepticismo. Por un lado, los documentos son la base de toda su obra; por otro, él es más consciente que nadie del hecho de que ninguna prueba documental, ni tampoco todas las pruebas combinadas, proporcionan un acceso directo a ninguna verdad histórica como tal.

La particular concepción de Southworth de la verdad histórica también se complica por el hecho de que su compromiso es en realidad doble. Por un lado, está decidido a averiguar lo que realmente ocurrió en España. Por otro, también está abierto y orgullosamente comprometido con la causa republicana. Para Southworth, sin embargo, estos dos compromisos no están en conflicto. Uno de los mayores logros de El mito de la cruzada de Franco es, precisamente, que demuestra que el rigor y el compromiso político no sólo tienen por qué excluirse mutuamente, sino que su combinación puede ser muy poderosa. Al final, la energía que impulsa a Southworth, durante décadas, a emprender su búsqueda de la verdad, se nutre de su indignación por la derrota de la República, causada en parte por la traición a la República por parte de los poderes democráticos de Occidente. Y esa indignación es de naturaleza política.

 

Bien mirado, el poder político de su obra reside menos en la posición prorrepublicana del autor que en su rigor académico alimentado, un celo que, a su vez, refleja la convicción de que la precisión intelectual es un imperativo moral. Para Southworth, la inmoralidad de Marrero y Calvo Serer no radica tanto en su postura política como en su falta de seriedad y responsabilidad como escritores. Es verdad que ambos hablan de libros que estaban prohibidos por la censura y que, por lo tanto, sus lectores no pueden consultar por sí mismos. Pero esto sólo profundiza el imperativo moral del rigor. Lo que concluye Southworth en El mito es que ninguno de los dos está a la altura: al fingir haber leído libros que en realidad nunca abrieron, traicionan a sus lectores.

De la misma manera que la fuerza política de la obra Southworth radica en su rigor, para él, la descarada falta de rigor de los franquistas es un claro signo de su debilidad política. Son descuidados no porque sean perezosos o incompetentes, sino porque tienen algo que ocultar. No pueden permitirse el lujo de ser rigurosos porque eso significaría reconocer públicamente la falsedad de sus posiciones oficiales. Y Southworth no duda señalar la complicidad de la intelectualidad franquista en su propia decadencia intelectual. Es verdad que la censura y la consiguiente falta de recursos explican en parte sus deficiencias académicas; pero si ello realmente les importara, exigirían que se levantara la censura. Evidentemente, se benefician demasiado de la situación como para querer cambiarla. De ahí su perversión.

Jay Allen (foto: albavolunteer.org)

Para Southworth, entonces, la objetividad —interpretada como un compromiso incondicional con la verdad y la integridad académica— no es lo mismo que la neutralidad o la imparcialidad. Por el contrario, en el contexto de la Guerra Civil Española, Southworth cree firmemente que los intentos de los observadores e historiadores de ocupar una posición políticamente neutral generalmente los llevan a interpretaciones inexactas. Como escribe en El mito:

Quizá todos los estudiosos “imparciales” de un conflicto no pueden sustraerse a la tendencia normal de acusar y defender igualmente a cada uno, repartiendo la responsabilidad y los crímenes de la guerra en dos partes iguales y endosando una a cada bando: esto significa una visión errónea del lado republicano, que sin duda tenía de su parte el Derecho y la Justicia. (1963: 146)

Hugh Thomas (foto: loff.it)

Una década más tarde, Southworth volvió a tratar este punto en una polémica con Hugh Thomas sobre la tendencia de este último, en su popular historia de la guerra, de alternar cuidadosamente los informes de las crueldades en la zona rebelde con los informes sobre los excesos en la republicana: la “inclinación de Thomas por buscar igualar la culpa de las atrocidades entre los dos lados combatientes” (Southworth 1975: 662). Para Southworth, el trabajo del historiador no es ser imparcial. Es ser lo más objetivo posible en la recopilación y evaluación de las pruebas históricas, y luego, si viene a cuento, formular un juicio moral. El periodista estadounidense Herbert Matthews, corresponsal del New York Times en zona republicana y autor de varios libros sobre España y la guerra, sostuvo igualmente que la política de estricta imparcialidad que mantuvo su periódico con respecto a la guerra española iba en contra del sentido común y de las normas periodísticas básicas. El Times tenía un corresponsal en cada lado de la guerra y, desde el principio, se estableció que las versiones leal y rebelde de los eventos en España tendrían una cobertura estrictamente igual, hasta el número de palabras que se le concediera a cada una. En el caso de Matthews, esto casi siempre implicaba que sus despachos se recortaran significativamente. “En el esfuerzo por ser ‘imparcial’”, escribió en A World in Revolution, su libro de memorias, el Times ignoró “los valores de las noticias, la exactitud y la honestidad” (1971: 39). El periódico acabó por sacrificar su compromiso con la objetividad y la verdad en aras de una especie de una imparcialidad mecánica.[1]

Herbert Matthews (derecha) con Ernest Hemingway y Hugh Slater (foto: spartacus-educational.com)

La obra de Southworth, así, nos invita a repensar la antigua noción de que la vocación académica es necesariamente desapasionada o desinteresada. Hasta finales de los años 60, fue una idea hegemónica en el mundo universitario estadounidense —donde, durante la Guerra Fría, sirvió para vacunar campos enteros contra la influencia de corrientes marxistas— que, fue importada en la academia estadounidense junto con el modelo universitario alemán a finales del siglo XIX. La obra de Southworth, en cambio, argumenta implícita y explícitamente contra este ideal del académico “que trasciende la moralidad y la ideología en su búsqueda desinteresada de la verdad” (Graff 1987: 62). En su lugar, Southworth propone una noción de erudición que también es positivista, pero en la que el rigor se considera la expresión metodológica de un compromiso con la verdad, un compromiso que, al final, es siempre profundamente político. En este sentido, la obra de Southworth es menos anacrónica de lo que puede parecer a primera vista: prefigura una concepción de la erudición como una forma de acción política y social que no se generalizaría en el mundo académico estadounidense hasta los años setenta.

4. Polémicas personales

Ahora bien, esto no quiere decir, ni mucho menos, que el trabajo de Southworth sea impecable. Si la gran fuerza de Southworth es su convicción de que la ética, el compromiso político y el rigor académico van juntos (ya que los dos primeros proporcionan la paciencia y la energía para seguir fiel al tercero), a veces, la tremenda inversión personal en su proyecto académico parece socavar su posición. Esto quizás sea más obvio en lo que respecta a su estilo. Por más polémico que le guste ser, Southworth a veces recurre innecesariamente a la hipérbole. “Es dudoso”, escribe, por ejemplo, sobre un trabajo académico de Calvo Serer, “que un profesor español haya dado jamás a un [simposio] internacional una contribución tan pobre en investigación, tan descuidada en la forma, tan repleta de ideas de segunda mano y de plagios” (1963: 11). Del mismo modo, Southworth llama a Marrero “el peor crítico del mundo” en referencia a los pasajes de este último sobre el poeta sudafricano y profrancés Roy Campbell (1963: 83). En una propuesta de una odiosa nota a pie de página de Campbell sobre Lorca, en la que el sudafricano aprovecha la oportunidad para elogiar su propia obra, Southworth escribe: “Ciertamente, ningún poeta ha escrito nunca un homenaje menos generoso a un compañero más desgraciado, ni tampoco nunca ningún poeta ha valorado sus propias obras con tan mal gusto” (93). Preston recupera un pasaje característico de una carta de Southworth a su amigo Jay Allen, el periodista, en 1971: “La gente dice que soy destructivo, que tengo mal carácter y que nunca digo una palabra agradable de nadie, pero alguien tiene que decir quiénes son los hijos de puta y quiénes son buena gente. En el mundo académico todo es cortesía, tú me haces un favor y esperas que te lo devuelva. Me gusta pensar que soy una bocanada de aire fresco” (Preston 2007: 434).

Roy Campbell (derecha) con Laurie Lee y Mary Campbell, en Toledo, 1935 (foto: spartacus-educational.com)

Una segunda debilidad de la obra de Southworth es su actitud contradictoria con respecto a otros estudiosos de la Guerra Civil. Por un lado, como investigador académico, espera que sus colegas se adhieran a los mismos altos estándares de rigor, precisión e integridad que él mismo establece. Por otro lado, sin embargo, no duda en desconfiar de sus motivos y tiene poca paciencia para los desacuerdos. El ejemplo más destacado de esta actitud es la problemática relación de Southworth con la persona y la obra de Burnett Bolloten (1909-1987), el corresponsal de United Press en España durante la guerra que, como expliqué en la primera entrega, dedicó el resto de su vida a tratar de llegar al fondo de las complejas luchas políticas internas del campo republicano. Bolloten, solo un año más joven que Southworth, había comenzado como simpatizante de los republicanos y admirador de los comunistas, pero, con el tiempo, se volvió muy crítico de las políticas represivas de estos últimos hacia los anarquistas y la izquierda no estalinista. Una primera versión de la detallada investigación de Bolloten fue publicada en 1961 como The Grand Camouflage. Entusiasmado por la dura crítica de Bolloten al Partido Comunista, el gobierno español tomó la inusual decisión de permitir la publicación de una traducción al español del libro, con prólogo de Manuel Fraga Iribarne.[2] Para Southworth, esto en sí mismo constituía una prueba sólida de la duplicidad y perfidia política de Bolloten. Quince años después, Southworth y Bolloten se enfrascaron en una polémica en las páginas del Times Literary Supplement, en la que Southworth insinuó que Bolloten se había dejado convertir en un instrumento de la CIA. En el último libro de Southworth, escrito casi cuarenta años después, el hispanista de Oklahoma mantuvo su visión extremadamente negativa de su colega como un “enemigo de la República”. Perdido en medio de su voluminosa correspondencia con José Martínez, di con una ficha en el puño y letra de Southworth que, a modo de definición de diccionario, ponía: “Bolloten: Sustantivo, un argumento ilógico rodeado de notas a pie de página”.

Burnett Bolloten en 1980 (foto: Wikimedia Commons)

Southworth, en fin, se tomó las disputas académicas de forma extremadamente personal. Los que cuestionaban sus afirmaciones, o que no estaban de acuerdo con él, se convertían, para él, en enemigos. Estaba convencido de que esa hostilidad era mutua: que ellos iban a por él, y que, por tanto, era su derecho y su deber complicarles la vida. Su difícil relación con Ricardo de la Cierva, por ejemplo —el prolífico y proteico historiador-propagandista a quien Franco había puesto a cargo del departamento especial de estudios sobre la Guerra Civil— se convierte en un chiste recurrente en su correspondencia con José Martínez. Como si se tratara de una pelea de boxeo intelectual mantenida durante décadas, Southworth nunca deja de buscar agujeros en la defensa de su oponente. La mayoría de las veces, lo logra.

En los meses previos a la publicación de su legendario ensayoLos bibliófobos:Ricardo de la Cierva y sus colaboradores”, en la revista Cuadernos de Ruedo Ibérico, Southworth le escribe en febrero de 1971 a Martínez sobre su “obra destructora del amigo Ricardo”: “Creo que el anuncio de la obra le ha molestado mucho; vamos a ver lo que hace la publicación…. [D]ebemos esforzar[nos por] dar un verdadero golpe al pretencioso”. La pieza presentaba una crítica devastadora de la ambiciosa Bibliografía sobre la guerra de España (1936-1939) y sus antecedentes, publicada en 1968. Southworth calificó la obra de fracaso total, tan deficiente en estructura como en contenido, “de calidad mediocre, fabricada con indiferencia”. “[J]amás en la historia de las letras eruditas”, escribió con su característico gusto por las hipérboles, “fue publicado un catálogo con tanta información errónea”. En realidad, Southworth concluyó acertadamente, la bibliografía de De la Cierva no era más que una fachada: “Detrás de su aspecto seudoerudito está construyéndose la interpretación neofranquista de la historia de la guerra civil.” En agosto de 1971, le dice alegremente a Martínez que le gustaría escribir otro artículo sobre el historiador franquista, ya que “está muy enfadado conmigo”.

Ricardo de la Cierva con Franco (foto: Fundación Nacional Francisco Franco)

Naturalmente, los amigos de los enemigos de Southworth también eran sus enemigos. Así, cualquier académico que pareciera tomarse en serio el trabajo de De la Cierva se convirtió en sospechoso. Cuando el hispanista británico Raymond Carr le permitió al franquista contribuir un texto a una colección de ensayos sobre la guerra, Southworth intuyó que Carr se había convertido en cómplice de una campaña concertada para introducir al público angloparlante a la lectura franquista sobre la guerra. Southworth estaba particularmente alerta a las sutiles maneras en que la legitimidad del régimen era reforzada por el trabajo de historiadores conservadores de España como Stanley Payne (estadounidense) o Brian Crozier (británico), que, a su vez, insistían en referirse a Southworth como “propagandista” o “comunista”.

Payne fue objeto de una pequeña contracampaña por parte de Southworth en diciembre de 1972. En junio del año anterior, el hispanista de la Universidad de Wisconsin había invitado a De la Cierva a Madison para participar en un simposio sobre la guerra. En el anuncio del evento, que había sido reproducido en el boletín de la Society for Spanish and Portuguese Historical Studies (SSPHS), De la Cierva había sido presentado como “de la Universidad de Madrid, director de la Unidad de Estudios de la Guerra Civil Española”, es decir, como si fuera un historiador independiente y legítimamente universitario. Tan pronto como Southworth vio el anuncio, le puso una nota a Thomas A. Glick, presidente de la SSPHS, instándole a corregir el error: De la Cierva, señaló, no era “parte de la Universidad, sino parte integral del aparato de propaganda de Franco”. “Si los patrocinadores visibles de La Cierva, como el profesor Carr en Inglaterra y el profesor Payne en los Estados Unidos, desean presentar a su protegido a los lectores y estudiantes”, escribió, “¿no sería mejor para la ética de la Academia decir la verdad sobre él?

Mientras esperaba una respuesta de la SSPHS, Southworth escribió a Martínez que estaba bastante esperanzado en que “este incidente puede proporcionarnos la ocasión de dar a [De la Cierva] un golpe fuerte”: “Todo este mundo de historiadores norteamericanos va a discutir, va a conocer el asunto, que Payne invitó al propagandista de Franco y escondió su verdadera identidad. Es muy importante. ¿Tuvo vergüenza Payne de revelar las actividades de [De la Cierva]? Por qué consintió [De la Cierva] esconder su verdadera identidad?

Poco después, Clara E. Lida, miembro del Consejo Ejecutivo de la SSPHS, le escribió a Southworth, agradeciéndole su corrección. Aunque declaró que la SSPHS no podía, legalmente, tomar una posición política particular frente al régimen de Franco, añadió que ciertamente no se le permitía elogiar a los empleados del régimen, y mucho menos bajo falsos pretextos. Aunque fue una pequeña victoria, Southworth la disfrutó al máximo.

El episodio del SSPHS también deja claro que el hispanista americano cumplió una función crucial de vigilancia que, al final, sirvió para proteger la integridad de su campo académico. Nunca permitió que sus colegas olvidaran que De la Cierva era, ante todo, un funcionario de un régimen autoritario para el que las necesidades políticas de su empleador siempre superaban cualquier compromiso con el rigor académico. Ocultar ese hecho, como Southworth creía que Payne estaba haciendo, era erosionar la integridad académica de la historiografía sobre España.

Stanley G. Payne en 2016 (foto: Javier Oliaga/todoliteratura.es)
6. Southworth como hispanófilo

Como muchos hispanistas nacidos fuera de la Península Ibérica, Southworth no sólo estaba impulsado por un compromiso político sino también por sentimientos afectivos hacia España y su gente. Como hispanófilo, pensaba que el pueblo español merecía vivir en paz y libertad política. En este sentido, vio su trabajo como un acto de amor, de servicio: “Siempre he escrito para el público español”, dijo en una entrevista con Fernando Samaniego en El País en 1977. Vio el régimen de Franco como una continuación despiadada de la guerra y estaba convencido de que cualquier reconciliación verdadera de las partes en conflicto no podría ocurrir sin “el reconocimiento general de la verdad sobre los orígenes, los hechos y las consecuencias de la guerra”:

Puede haber discrepancias y habrá siempre, pero no puede continuar la situación que ha durado casi cuarenta años en que una sola versión de los hechos de la guerra civil se ha permitido en el país, mientras gran parte de la población sabía, por sus propias experiencias, que esa versión fue manchada por falsedades. (Samaniego 1977)

En sus palabras de clausura de su libro sobre Guernica, sostuvo igualmente que cualquier futura “comprensión entre Madrid y Bilbao” sólo sería posible si el régimen se sinceraba primero sobre su papel en el bombardeo de Guernica. De hecho, volver a visitar el evento podría alimentar un proceso de paz: “Guernica podría, … en otras circunstancias políticas, ser un símbolo de reconciliación, con tal de que se dijese toda la verdad sobre el ataque y la campaña de mentiras que le siguió” (2013: 568).

Mesa redonda en la Casa Social de Gernika, abril de 1977, dentro de los actos conmemorativos del 40 aniversario del bombardeo. De izquierda a derecha, Luis de Aguirre (comisario general del Ejército de Euskadi), Fernando García de Cortázar, Herbert R. Southworth, Manuel Tuñón de Lara y Ángel Viñas (foto de Betargui, reproducida en el blog de Iñaki Anasagasti)

Como hispanófilo, nada le irritaba más que la sugerencia de que, como extranjero, pretendía empañar la reputación de España. En 1986, afirmó que había escrito El mito para mostrar a España que “no todos los extranjeros éramos como el general Eisenhower, deseoso de abrazar al autoproclamado caudillo de España” (Southworth 1986). Cuando Marrero trata de atribuir la mala reputación de España en el Occidente democrático a los furtivos tratos de un “grupo de expertos” internacional antifranquista empeñado en reforzar la Leyenda Negra, Southworth deja claro que ni él ni otros observadores extranjeros son culpables del aislamiento de España:

[E]l pueblo español no se ve privado de sus derechos a causa de un “complot” extranjero, sino por la decisión del ejército español, de la Iglesia española y de la “élite” española que ocupa los puestos clave del régimen, quienes proclaman ante el mundo que no puede considerarse a su pueblo lo suficientemente inteligente para votar. Pero que nadie piense que al levantar el fantasma de la leyenda negra este libro intenta atacar al pueblo español; éste es tan capaz de gobernarse a sí mismo como cualquier otro pueblo de Europa occidental. Los que piden libertad política para España tienen más confianza en los españoles que el general Francisco Franco Bahamonde. (1963: 172)

Southworth fue igual de contundente en reclamar su derecho, como norteamericano, de pensar, hablar y escribir sobre la guerra española. La guerra —escribía en una tribuna en El País— “aunque perteneciendo a los españoles, que han sufrido más sus consecuencias, también nos pertenece, también pertenece a la historia del mundo”: “la lucha que representaba la República sigue siendo un símbolo de esperanza para los que combaten en favor del progreso social en todas las partes del mundo” (Southworth 1986).

Catálogo de la Southworth Spanish Civil War pamphlet collection de la Universidad de California

Eso sí, la hispanofilia de Southworth era poco usual. Para empezar, se obsesionó con el país mucho antes de poner un pie en él. Y aunque después viajaría a España con cierta frecuencia, no llegó a vivir en ella hasta principios de los 80, cuando empezó a pasar varios meses al año en Sitges. Sin duda, la distancia con el objeto de su amor infundió a la relación con el país cierto nivel de romanticismo y proyección. A fin de cuentas, Southworth era un intelectual sin hogar: en Estados Unidos, se sentía cultural y políticamente fuera de lugar, pero tampoco dejó de ser un extranjero en Marruecos y Francia.[3]

Sin embargo, si España era su verdadera patria emocional e intelectual, lo era sólo de manera virtual. Al no haber conocido España antes de la Guerra Civil, Southworth no sufrió el tipo de nostalgia que marcó gran parte de la obra de Gerald Brenan y que ayudaría a suavizar la actitud de Brenan ante la dictadura. A Southworth, en cambio, el régimen no le producía más que disgusto. Su situación, en este sentido, no era muy diferente a la de los republicanos españoles exiliados, con los que, de hecho, le gustaba compararse: anhelaba volver a una patria que no existía y que quizás nunca había existido. Y como muchos exiliados, cuando, tras la muerte de Franco y el fin de su régimen, España se embarcó en un rápido proceso de transformación social, cultural y política, Southworth ya no sabía muy bien qué pensar de “su” país. En el otoño de 1978, le mencionó a José Martínez que iba a vender su castillo francés y que estaba considerando la posibilidad de mudarse a España, donde esperaba encontrar una abundancia de sol y material de trabajo. Martínez, en carta de enero de 1979, trató de disuadirlo, advirtiéndole que se estaba preparando para una terrible decepción “social y cultural”. Se podría encontrar algo de calor solar en la nueva España, pero poco más: “Somos un pueblo extraño. En el fondo, muy poco solidario. Mafiosos sí somos un poco. Pienso que no hallarás calor humano en mi país, si es que no lo puedes pagar… en dinero, en influencia, en servicios, etc.

Herbert R. Southworth, foto de la portada del libro Herbert R. Southworth, Bizitza eta Lana/Vida y obra (Museo de la Paz de Gernika, 2002)
6. La vida después de Franco

En los años tras la muerte de Franco, los nuevos líderes intelectuales y políticos españoles pretendían expresar su gratitud a los estudiosos extranjeros que, a lo largo de los cuarenta años de dictadura, habían apoyado la causa. Los nombres de Gerald Brenan, Pierre Vilar, Ian Gibson, Gabriel Jackson y Herbert Southworth, cuya obra había sido introducida clandestinamente en el país desde los años sesenta, habían adquirido un aura casi mítica, y se les reservaba un lugar especial en los medios de comunicación posfranquistas.[4] Aunque Southworth nunca llegó a alcanzar el estatus de leyenda de Brenan, el estudioso del bombardeo de Gernika fue, sin embargo, “adoptado” por el País Vasco, recientemente autónomo, de la misma manera que Brenan se convirtió en el proyecto favorito del joven gobierno regional de Andalucía. Así, en abril de 1977, Southworth fue convidado a participar en una mesa redonda de historiadores sobre la destrucción de Gernika; un año más tarde, se le invitó a formar parte de una comisión internacional para establecer los hechos del evento y preparar la creación de un museo para conmemorarlo, junto con la cultura vasca en general. Este museo fue finalmente creado en 1998; ahora cuenta con  los extensos archivos de Southworth. Sin embargo, están sin catalogar. Cuando averigüé sobre su disponibilidad en marzo de 2019, desde el Gernikako Bakearen Museoa Fundazioa me contestaron que “debido a los recortes de personal que estamos teniendo en el centro, los trabajos en este fondo han sido paralizados”.

Este artículo procede de un capítulo de mi libro Anglo-American Hispanists and the Spanish Civil War: Hispanophilia, Commitment, Discipline (Palgrave, 2008), incorporando datos nuevos.

Archivos Consultados

Abraham Lincoln Brigade Archives, The Tamiment Library and Robert F. Wagner Labor Archives, New York University, New York, USA.

Jay Allen Papers, Abraham Lincoln Brigade Archives, The Tamiment Library and Robert F. Wagner Labor Archives, New York University, New York, USA.

José Martínez Guerricabeitia Papers, International Institute of Social History, Amsterdam, Netherlands.

Office of Strategic Services Personnel Files from World War II. National Archives at College Park, Maryland.

 

Obras citadas

Bolloten, Burnett. 1961. The Grand Camouflage: The Communist Conspiracy in the Spanish Civil War. New York: Praeger.

———. 1961. El gran engaño. Pról. Manuel Fraga Iribarne. Barcelona: Luis de Caralt, 1961.

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[1] Para Pierre Vilar, Southworth fue un historiador objetivo apasionado (2013: 9). Por su parte, Ángel Viñas afirma que fundamentó su objetividad “dando fe de sus simpatías y preferencias públicamente”: “Southworth se declaró, desde su primer libro, antifranquista y pro-republicano comprometido. Nunca disimuló la repugnancia que le inspiró el papel de la Iglesia Católica durante la guerra y después. Tampoco ocultó su combatividad intelectual antifascista. [Los] pre-juicios que gravitan sobre la labor del contemporaneísta es algo que Southworth nunca relegó al cajón de los sobreentendidos. Al contrario, exhibió sus aprioris sin vergüenza alguna. Nunca se refugió en un academicismo estéril. … Southworth aplicó a su trabajo la máxima clásica del «conoce a tu enemigo». Nunca la disimuló. Nunca la encubrió. Fue un historiador objetivo, apasionado y vitalmente antifranquista” (2013: xvi, xviii).

[2] Según George Esenwein, la edición publicada en España se realizó sin el beneplácito de Bolloten. Ver la primera entrega de este ensayo, nota 1.

[3]Herbert no consiguió ser del todo bien recibido en la comunidad académica estadounidense a causa de su inveterada rebeldía y su malicioso sentido del humor”, escribe Preston. “No disimulaba su desprecio hacia la política de Washington en América Latina, que le recordaba la traición a la República española” (2007: 433).

[4] Preston recuerda que, una vez muerto Franco, Southworth se convirtió en “una figura de culto de primer orden” en las universidades españolas (2007: 434).

Portada: Gernika tras el bombardeo (foto: Oficina de Turismo de Gernika, turismo.gernika-lumo.net)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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