Presentación
Neil Davidson fue un militante socialista y un historiador y sociólogo marxista extremadamente innovador. Cuando falleció el pasado domingo 3 de mayo de 2020 estaba en la cúspide de su capacidad intelectual y era el principal intelectual escocés de su generación. Su muerte prematura, a la edad de 62 años, ha sido un duro golpe para su familia, amigos y camaradas (…) Neil es más conocido por su formidable trayectoria intelectual. Sin embargo, no era simplemente un académico; entendió la relación que guardaba la teoría con la práctica. Neil ayudó a organizar muchos eventos políticos importantes. Por ejemplo, en abril de 1999 organizó una reunión contra la guerra [de los Balcanes] en Edimburgo con unos 100 asistentes para escuchar a oradores del SWP, del Partido Socialista Escocés, del Partido Laborista y del Partido de los Trabajadores Kurdos, junto a un opositor serbio a Milosevic. Este éxito convenció a Neil y a otros para lanzar la Campaña de Edimburgo contra la Guerra en Europa (ECAWE). El grupo se reunía semanalmente lanzando panfletos, buzoneando propaganda, formando piquetes contra los políticos favorables a la guerra, reclutando afiliados de diversos sectores sindicales y movilizando para las manifestaciones, una de las cuales tuvo como interviniente a Nicola Sturgeon, por entonces una diputada recién elegida al parlamento escocés (…).
Neil se había dedicado al estudio de cómo el marxismo debía teorizar el nacionalismo y la historia escocesa en un momento en que ninguno de los dos temas era tratado seriamente en los círculos marxistas (…) Neil identificó los procesos que habían ocurrido en Escocia como un temprano ejemplo de lo que Gramsci llamó revolución pasiva. Este concepto se utilizó para contrastar la forma adoptada por el Risorgimento italiano y las revoluciones desde arriba con lo que encarnó la Revolución Francesa, donde la dinámica principal había provenido desde abajo. La era clave para la revolución pasiva, según el esquema de Gramsci, se sitúa entre 1859 y 1871. Sin embargo, desde las últimas décadas del siglo XVII Neil ya identificó un conjunto diferente de circunstancias que habrían desembocado en una revolución comparable en Escocia.
El prolongado interés de Neil por la revolución burguesa, entendida como un proceso histórico mundial, culminó en su magistral estudio en torno a How Revolutionary Were the Bourgeois Revolutions (2012) [Transformar el mundo: revoluciones burguesas y revolución social, Pasado y Presente, 2013, con prólogo de Josep Fontana], que contribuyó a cambiar nuestra percepción del proceso revolucionario. Pudo demostrar cómo se estableció el sistema capitalista a través de una serie de revoluciones sociales y políticas y no como el resultado automático de la expansión del intercambio y el comercio. Argumentó que, dado que el sistema capitalista era el resultado de tales revoluciones en lugar de una consecuencia de la naturaleza humana, eso significaba que podía ser combatido y derrotado.
El enfoque que Neil dio al marxismo fue creativo. Rechazaba las ortodoxias asfixiantes. Además de Lenin y Trotsky, también fue influido por algunos de los marxistas más creativos: Benjamin, Gramsci, Lukács y Luxemburg. Para Neil, la interacción entre los elementos subjetivos y objetivos de la lucha era una cuestión compleja. No hubo un solo curso de desarrollo, sino varios, que dieron lugar a una multiplicidad de posibles resultados para cada situación. El concepto dialéctico de la posibilidad objetiva, cuyo desenlace dependía tanto de innumerables factores subjetivos como de circunstancias imprevisibles, significaba que no existía inevitabilidad y que el triunfo o la derrota no estaban predeterminados en ninguna situación concreta. Neil entendió que este reconocimiento de la naturaleza abierta de la historia social era lo que confería a la praxis revolucionaria un lugar decisivo (…)
Raymond Morell
Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article15975 (16 de mayo)
Neil Davidson
Prefacio
Para nadie habrá sido una sorpresa que durante los años de predominio neoliberal se produjera un ataque virulento de los ideólogos de la burguesía triunfante contra el marxismo; lo más sorprendente es que esas arremetidas recibieran a menudo apoyo teórico de algunos marxistas, y quizá ningún otro concepto de su acervo recibiera más «fuego amigo» que el de la «revolución burguesa», al darse por sentado que la versión asociada al estalinismo era la única posible y que la credibilidad intelectual requería por tanto abandonarlo. Aunque la intención de esas críticas internas fuera reforzar el marxismo desembarazándolo de lo que se entendía como un injerto extraño, innecesario y equívoco, sus argumentos convergían de hecho con los de anteriores antimarxistas, quizá capaces de entender con mayor perspicacia lo que estaba en juego: la integridad del materialismo histórico como tradición intelectual coherente. El subtítulo de este libro refleja por tanto una creencia generalizada en la izquierda de que las revoluciones burguesas — o quizá deberíamos denominarlas ahora «Los Acontecimientos Anteriormente Conocidos como Revoluciones Burguesas»— eran menos significativas de lo que antes se creía. Preguntarse hasta qué punto fueron verdaderamente revolucionarias esas revoluciones equivale por tanto a preguntarse qué tipo de revoluciones fueron. De hecho, el actual consenso las ha rebajado de revoluciones sociales a solo políticas, y es precisamente esa reclasificación la que quiero cuestionar en este libro. ¿Por qué? La importancia de ese concepto marxista particular, relacionado con acontecimientos históricos, puede no ser tan inmediatamente obvia como la de los que se relacionan, por ejemplo, con las crisis económicas, que como se nos ha hecho evidente recientemente, constituyen una característica inexorable del mundo contemporáneo y así seguirá siendo mientras perviva el capitalismo. Sin embargo, hay cuatro razones principales por las que las revoluciones burguesas deberían mantener nuestra atención.
La primera es que no se trata simplemente de una cuestión de historia, aunque sin duda seguirán asombrando a futuras generaciones; uno de los problemas persistentes de la izquierda durante gran parte del siglo xx fue su incapacidad para distinguir entre revoluciones burguesas y proletarias. Los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo que siguieron a la Segunda Guerra Mundial fueron acertadamente apoyados por la mayoría de los socialistas en razón del imperativo autodeterminista; pero esto no tenía por qué conllevar la suposición de que los nuevos regímenes nacidos de esas revoluciones nacionales eran socialistas en ningún sentido. ¿Cómo entendemos, por ejemplo, el contenido social de la revolución china de 1949? ¿Fue una revolución proletaria que llevó — aunque en ella no participaran apenas auténticos proletarios— a la creación de un Estado obrero de transición al socialismo? ¿O fue más bien, como se argumentará aquí, una forma moderna de revolución burguesa que llevó a la formación de un régimen de capitalismo de Estado, cuyos gestores han adoptado ahora — sin que tuviera lugar ninguna contrarrevolución— una de las versiones más extremadas del neoliberalismo? Con otras palabras, la definición que se dé de la revolución burguesa y el capitalismo tiene consecuencias fundamentales para la caracterización de la revolución proletaria y el socialismo.
En segundo lugar, si la teoría de la revolución burguesa ilustra el proceso por el que el capitalismo en sus múltiples formas llegó a dominar el mundo, de ello se siguen determinadas conclusiones políticas. Por encima de todo, el sistema capitalista, que sus actuales beneficiarios presentan como producto de una evolución pacífica en virtud de su coherencia con la naturaleza humana, fue en realidad impuesto tras siglos de violencia revolucionaria ejercida por —o por cuenta de— sus predecesores. Las consecuencias políticas de esta conclusión son dobles. Por un lado, eso significa que las continuas afirmaciones sobre la improcedencia de las revoluciones son claramente dolosas. «Si nuestra propia sociedad es producto de una revolución victoriosa —explica Terry Eagleton—, eso es ya de por sí una respuesta a la acusación conservadora de que todas las revoluciones acaban fracasando, retrocediendo a un estado anterior o llevando a una situación mil veces peor, o devorando a sus propios hijos.»1 Por otro lado, si el sistema capitalista llegó a dominar el mundo mediante la revolución, esto plantea también la cuestión de por qué quienes desean que el socialismo lo sustituya no deberían avalar igualmente la opción revolucionaria. La respuesta que suelen dar a esta cuestión los defensores del capitalismo es que este ha generado la democracia, lo que hace ilegítimo cualquier recurso actual a la revolución excepto quizá en regiones donde la democracia se ve restringida o ni siquiera existe. Ninguna de esas afirmaciones es defendible. Si suponemos que la democracia burguesa requiere como mínimo un gobierno representativo elegido por la población adulta, en la que todos los votos tienen el mismo peso y pueden ejercerse sin intimidación por parte del Estado, entonces se trata de un acontecimiento relativamente reciente en la historia del capitalismo, muy posterior a las revoluciones burguesas en Occidente. De hecho, lejos de ser algo intrínseco a la sociedad burguesa, la democracia representativa se ha introducido en gran medida debido a la presión de la clase obrera, que a menudo incluía la amenaza de una revolución, y se ha extendido a otras partes del mundo por la presión de los oprimidos.2 El capitalismo y la democracia tampoco han sido compatibles desde siempre. Como observa el autor de un estudio reciente y no excesivamente crítico, en un tono innecesariamente dubitativo: «La historia del capitalismo sugiere que la democracia y el capitalismo podían desacoplarse porque generan valores que entran a menudo en conflicto».3 Si repasamos las actividades antidemocráticas apoyadas y en algunos casos promovidas por Estados Unidos en los territorios más próximos, limitando nuestras consideraciones a los dirigentes elegidos cuyos nombres comienzan por la primera letra del alfabeto, la suerte corrida por Allende en Chile, Arbenz en Guatemala y Aristide en Haití debería desvanecer cualquier sueño de que las opciones democráticas vayan a ser respetadas allí donde se opongan a los intereses del poder capitalista.
Tercero, las llamemos o no revoluciones burguesas, el significado de los acontecimientos anteriormente descritos de esa forma seguirá siendo cuestionado hasta que, como dijo Gracchus Babeuf en el contexto de la Revolución Francesa, sean superados por otra revolución, mayor, más solemne y definitiva. Con otras palabras, a menos que se realice con éxito la revolución socialista, ni la francesa ni ninguna otra revolución burguesa estará nunca verdaderamente «asentada», sino que siempre estará abierta al redescubrimiento, la reinterpretación y la apropiación fraudulenta. El ejemplo más obvio de esto no es el de Francia y la revolución de 1789, sino Estados Unidos y la de 1776. El historiador Gordon Wood, escribe: «La gente quiere saber lo que pensaría Thomas Jefferson de la discriminación positiva, o cómo juzgaría George Washington la invasión de Iraq; los estadounidenses parecen tener una necesidad especial de esas figuras auténticamente históricas aquí y ahora».4 En el caso del Tea Party, el movimiento populista de derechas surgido en 2009 a raíz de la elección como presidente de Barak Obama, la cuestión no es tanto lo que pudieran pensar Jefferson o Washington de los acontecimientos actuales — ya que los portavoces del Tea Party aseguran saber con precisión lo que habrían pensado— sino más bien la forma en que se trata la revolución como un acontecimiento fuera de la historia, cuya función es proporcionar los principios fundamentales para una lucha eterna entre la «tiranía», entendida como las «intromisiones» del Estado en cuestiones como el bienestar y la redistribución, y la «libertad», entendida como prerrogativa individual frente a las restricciones, sobre todo en relación con la acumulación de capital. A este respecto, como escribe Jill Lepore, «ninguna carta vence a la revolución». Y prosigue: «Desde el primer momento, el principal activo político del Tea Party fue su nombre: el eco de la Revolución le confería a un movimiento disperso, difuso y confuso, cierto grado de legitimidad y la apariencia, digamos, de coherencia. Aparte del nombre y el indumento, el Tea Party ofrecía una analogía: rechazar el rescate es como arrojar por la borda el té de la Compañía Británica de las Indias Orientales; la reforma sanitaria es como la Ley del Té de 1773; nuestra lucha es como la suya».5
El intento del Tea Party de apropiarse de la Revolución Americana es, en resumen, un ejemplo perfecto de lo que Walter Benjamin advirtió en 1940: «Solo puede traer del pasado la chispa de la esperanza aquel historiador que esté firmemente convencido de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si acaba triunfando, y ese enemigo no ha dejado de triunfar».6 Ese pasaje notoriamente críptico puede interpretarse de diversos modos, pero lo que parece decir Benjamin guarda relación con el eslogan del Partido que O’Brien le hace repetir a Winston Smith en 1984: «Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado».7 El pasado se puede cambiar para adaptarlo a las necesidades de la clase dominante, y solo la victoria del socialismo asegurará que permanezca a salvo. Quizá ni Benjamin podía imaginar que hasta los patriotas caídos en la batalla de Lexington y Concord serían exhumados para justificar los objetivos del Tea Party, ni tampoco podía haber previsto que la lucha por separar a la Iglesia del Estado en Francia tras la Revolución se convertiría actualmente en una justificación para oprimir a las mujeres musulmanas negándoles el derecho a vestir el hiyab o el burka.
El proyecto de reclamar figuras o momentos particulares del pasado histórico para la política contemporánea no es nuevo ni se limita a Estados Unidos, ni tampoco es exclusivo de la derecha. De hecho, la apropiación por la derecha del caso estadounidense solo es posible porque — como argumentaré en el capítulo 4— fue la menos decisiva y la más ambigua de todas las revoluciones burguesas «clásicas». En los casos neerlandés, inglés y francés han solido ser la izquierda liberal y la socialista las más activas en reivindicar la continuidad entre ellas mismas y los participantes en esas revoluciones. El problema a este respecto es que para «aventar la chispa de esperanza encendida en el pasado» a la izquierda no le sirven el mismo tipo de distorsiones que urde la derecha, sino que tendría que hacer exactamente lo contrario. En la mayoría de los aspectos los revolucionarios de 1776 están tan alejados de los socialistas actuales en sus creencias, propósitos, objetivos y valores como lo están de Sarah Palin y sus seguidores. Las revoluciones burguesas tienen importancia histórica más allá de si sus episodios y participantes particulares forman parte o no de la tradición socialista.
Cuarto, pese a su oposición al concepto marxista de las revoluciones burguesas como fenómenos históricos, los comentaristas burgueses han comenzado recientemente a emplear su propia interpretación del término. De hecho, el único tipo de revolución social que la ideología burguesa reconocía hasta 1989 eran las llamadas revoluciones comunistas, ya que estas implicaban supuestamente una ruptura con el desarrollo evolucionista del capitalismo y la imposición de un tipo diferente de economía. Tras las revoluciones en Europa Oriental iniciadas ese año, se incorporó un tipo adicional: las que revirtieron las revoluciones originales y permitieron a la economía volver al capitalismo privado. Fue en el contexto de esos acontecimientos cuando la burguesía se reapropió del concepto de revolución burguesa y de su vínculo con el capitalismo, pero de una forma opuesta a cualquier concepción marxista. Hubo ya precursores de ese desplazamiento semántico antes de 1989, en particular en Gran Bretaña entre los seguidores de Margaret Thatcher, uno de cuyos historiadores de corte, Norman Stone, escribió en 1988:
¿Por qué fueron únicos los ingleses? Según Alan Macfarlane, el mejor escritor sobre estas cuestiones, fueron excepcionales incluso en tiempos de los anglosajones. […] Otros autores disienten, asegurando que la diferencia específica inglesa se produjo realmente a mediados del siglo xvii, cuando hubo «una revolución burguesa». Si esto fuera cierto, entonces la mayor parte de la Europa continental no la experimentó hasta un siglo después, con acontecimientos como la Revolución Francesa. Pero yo me siento tentado a preguntar: ¿Qué revolución burguesa inglesa? En muchos aspectos, nunca hemos tenido ninguna. […] Las instituciones inglesas se mantienen al servicio del capitalismo y las empresas con éxito, aunque hay muchas señales de que eso está cambiando ahora.
Stone valoraba las acciones del régimen de Thatcher como «un comienzo de esa revolución burguesa que en mi opinión nunca ocurrió realmente en este país, y si Margaret Thatcher entra en la historia como el complemento natural de Oliver Cromwell, habrá que darlo por bueno». Stone estaba por supuesto menos preocupado por la «revolución burguesa» como asalto contra una aristocracia feudal, que por la clase obrera socialista, o más precisamente, el movimiento obrero organizado y el Estado del bienestar de posguerra, «medidas socialistas» soldadas a «esa estructura feudal semimodernizada».8 El concepto de «revolución burguesa» se ha reincorporado por tanto al discurso de la ideología burguesa, pero invirtiendo su significado original, ya que en esta versión actualizada la revolución burguesa no iba contra los grilletes precapitalistas que impedían al sistema alcanzar un predominio pleno, sino contra los intentos de imponerle restricciones, ya fueran estas sindicatos eficaces, medidas de bienestar universales o propiedad pública, y ya fuera en Occidente, en la supuesta alternativa «post-capitalista» representada por los regímenes estalinistas en el Este, o en regímenes nacionalistas radicales insuficientemente serviles hacia las potencias imperialistas dominantes.
El derrocamiento final de los regímenes estalinistas suscitó un empleo más generalizado de la expresión «revolución burguesa» y se ha utilizado desde entonces para describir cualquier movimiento destinado al «cambio» de un régimen al que se oponen las potencias occidentales, como en el caso de las llamadas «revoluciones de colores» en las antiguas repúblicas soviéticas. Un escritor e intelectual ucraniano, Olexander Invanets, caracterizó en la BBC las manifestaciones que en diciembre de 2004 obligaron a repetir las elecciones presidenciales como «una revolución burguesa ucraniana»,9 y una terminología similar se ha venido aplicando desde entonces en el Sur Global: la victoria de la Alianza Popular Tai por la Democracia («las camisetas amarillas») al obligar a dimitir al primer ministro Thaksin Shinawatra en 2006 fue descrita como «la revolución burguesa» de «la clase media que odia la democracia».10 Sin embargo, las revoluciones burguesas han vuelto al lenguaje de los medios burgueses no solo como una descripción, sino también como un programa. Al tiempo que ensalzaba la Guerra del Golfo iniciada en 2003, Christopher Hitchens aseguraba que Estados Unidos había emprendido una revolución burguesa que abarcaría finalmente todo Oriente Medio. Mientras que «en 1989 el mundo comunista se vio convulsionado por una revolución desde abajo», los iraquíes tendrían que ser rescatados de su régimen por una «revolución desde arriba» brindada por la «intervención estadounidense».11 Hitchens ha vuelto repetidamente sobre este tema en sus artículos periodísticos: «Lo que está sucediendo actualmente en Iraq se parece más a una revolución social y política que a una ocupación militar. Es una revolución desde arriba, pero no por eso menos radical».12 Toma como modelo el ejemplo de la intervención estadounidense en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, argumentando que a diferencia de los cambios más limitados impuestos en Japón, «se parecería más a una revolución desde arriba o a lo que los idealistas coloniales solían llamar “la misión civilizadora”: todo, desde el sistema educativo hasta las carreteras».13 Hitchens tiene la desfachatez de invocar a los héroes de la revolución que creó los Estados Unidos de América para justificar el actual imperialismo estadounidense: «Aquel viejo radical Thomas Paine estuvo siempre junto a Jefferson, urgiendo que Estados Unidos se convirtiera en una gran superpotencia para la democracia».14 Y si los motivos de los dirigentes actuales de Estados Unidos no están enteramente libres de interés egoísta, tampoco lo estaban los de sus predecesores revolucionarios: «Bajo Lincoln, la Unión no estaba de todo corazón contra la esclavitud».15 Finalmente, en un acto de insolencia sin paralelo, Hitchens llama a su lado a uno de los grandes luchadores por la liberación negra, en apoyo de su alegato en pro de la invasión de Iraq: «Como dijo en una ocasión Frederick Douglass, los que quieren la libertad sin lucha están pidiendo la belleza del océano sin el tronar de la tormenta».16 Las observaciones de Douglass tienen por supuesto importancia en relación con la invasión estadounidense de Afganistán e Iraq, pero no exactamente la que imagina Hitchens. En su discurso sobre la emancipación de las Antillas, Douglass recordó «la revolución; la maravillosa transformación que tuvo lugar en las Indias Occidentales británicas hace veintitrés años», y citó la famosa frase del revolucionario irlandés Daniel O’Connell: «quien quiera ser libre, debe asestar el golpe». Con otras palabras, el contexto de ese discurso del que Hitchens abusa tan vergonzosamente era la lucha anticolonial en el Caribe e Irlanda:
Si no hay lucha no hay progreso. Los que aseguran estar en favor de la libertad y sin embargo reprueban la agitación son los mismos que quieren la cosecha sin arar el terreno, los que quieren lluvia pero abominan de los truenos y relámpagos. Quieren el océano sin el tremendo rugido de sus aguas. La lucha puede ser moral o puede ser física, y puede ser a la vez moral y física, pero tiene que ser una lucha. El poder no concede nada sin exigírselo. Nunca lo hizo y nunca lo hará.17
Recientemente hemos oído de nuevo ese tremendo bramido en las manifestaciones, levantamientos y huelgas que comenzaron a extenderse por todo el norte de África y Oriente Medio en enero de 2011. La primavera árabe, el primer gran movimiento revolucionario del siglo xxi, ha disipado las proclamaciones intervencionistas liberales de que las invasiones de Afganistán e Iraq, las llamadas revoluciones desde arriba, eran necesarias porque las masas árabes eran incapaces de liberarse a sí mismas. Están sin duda en marcha intentos de hacer retroceder esas revoluciones cuando todavía se están desarrollando: la intervención de la OTAN en Libia formó parte de ese intento; pero otro aspecto, más relevante para nuestro tema, es la afirmación de que son esencialmente burguesas, obra de profesionales respetables de clase media organizados mediante Facebook y Twitter. La reciente revolución árabe está apenas iniciada: tiene potencial para convertirse en revolución socialista; puede acabar como una revolución política. Pero lo que no es y no será es una revolución burguesa. Uno de mis propósitos en lo que sigue es demostrar por qué es así.
Este libro nació de otro. En 2003, por primera vez desde que se creó en 1969, el comité del premio en memoria de Isaac y Tamara Deutscher no hubo acuerdo en cuál de los aspirantes al premio debería recibirlo, por lo que se nos concedió conjuntamente a Benno Teschke por The Myth of 1648 y a mí por Discovering the Scottish Revolution. Como mi libro era un intento de desvelar la revolución burguesa escocesa, hasta entonces prácticamente desconocida como tal, contenía necesariamente algunas reflexiones generales sobre su naturaleza. Sin embargo, esas observaciones estaban muy comprimidas y dispersas a lo largo del texto en los apartados donde parecían más relevantes.18 Carecían de profundidad y concentración, comparadas por ejemplo con las extensas consideraciones teóricas que abrían otras dos obras históricas a las que se había concedido previamente el premio: The Class Struggle in the Ancient Greek World (1981), de Geoffrey de Ste. Croix,* y Ehud’s Dagger (2000), de James Holstun.19 Yo no habría dedicado necesaria-mente más tiempo a pensar sobre las revoluciones burguesas de no ser por el hecho de que constituían uno de los temas comunes con el libro de Teschke, lo que nos dio la oportunidad de debatir sobre él en la ceremonia de concesión del premio el 9 de octubre de 2004. La junta editorial de Historical Materialism, durante cuya conferencia anual tuvo lugar, acordó publicar mi contribución, aunque su contenido era mucho más amplio que mis observaciones de aquel día y su excesiva longitud requería que se repartiera en dos números de la revista (véase la Bibliografía).20 Tras haber comenzado a pensar más sistemáticamente sobre el tema, planeé desarrollar la conferencia publicada en un libro, pero otras prioridades me impidieron hacer nada serio al respecto durante varios años. Cuando Anthony Arnove se puso en contacto conmigo en 2008 por cuenta de Haymarket Books tras haber oído que yo pretendía escribir tal libro, ofreciéndose a publicarlo, acepté inmediatamente con las habituales promesas superoptimistas sobre los plazos probables de entrega, que superé ampliamente. Sea como sea, este libro es el resultado de aquel plan.
Lo que sigue es esencialmente un ejercicio de historia de las ideas, en este caso de la idea de revolución burguesa, aunque esa historia es por supuesto inseparable de la de los acontecimientos que la hicieron nacer. En la primera parte exploro su compleja prehistoria en la Reforma y el pensamiento de la Ilustración. En la segunda parte presento su surgimiento durante el periodo formativo del marxismo y a continuación su trasformación, de un importante instrumento del análisis materialista histórico, en un aspecto más de la ortodoxia estalinista. La tercera parte comienza con la crítica revisionista de esa ortodoxia antes de repasar los subsiguientes intentos marxistas de reconstruir el concepto o de hallar una alternativa viable. En la cuarta parte intento, sobre la base de la discusión anterior, establecer la relación estructural entre la revolución, la lucha de clases y la transición de un modo de producción a otro, antes de situar las revoluciones burguesas en ese marco general, concluyendo luego con un ensayo interpretativo sobre la historia de la revolución burguesa como serie de transformaciones nacionales y como proceso global acumulativo. En un epílogo tomo dos monumentos situados en Edimburgo e inspirados por importantes momentos de la historia general de la revolución burguesa como punto de partida para algunas reflexiones finales sobre su significado actual.
El premio en memoria de los Deutscher puso en marcha el proceso de escritura de este libro, pero tengo deudas más sustantivas con Isaac Deutscher, principalmente las referidas a su ejemplo personal como historiador. Deutscher no ocupó un puesto académico y durante parte de su exilio en Gran Bretaña tuvo que ganarse la vida como kremlinólogo para varias publicaciones como The Observer y The Economist. Hasta el admirador más entusiasta de Deutscher reconocería que el premio que lleva su nombre no constituiría un honor tan elevado si esos fueran sus únicos escritos, pero lo cierto es que aquellos artículos periodísticos le permitieron dedicarse a escribir las grandes biografías de Stalin y Trotski que todo el mundo conoce y varios ensayos sustanciales que componen su auténtico legado. Para alguien como yo, que durante muchos años trabajé fuera del sistema universitario, Deutscher era un modelo de cómo producir obras históricas que combinaban el compromiso político con el respeto a las normas académicas. No siempre estuve de acuerdo con las conclusiones políticas a las que él llegaba, pero la claridad de su estilo significaba que, cuando menos, siempre era posible entender cuáles eran esas conclusiones. Por decirlo brevemente, esto no siempre ha sido cierto en lo que respecta a los ídolos teóricos de la izquierda.21 De importancia más directa para nuestro tema, Deutscher fue una de las primeras personas en consolidar y articular propiamente muchas ideas dispersas sobre el tema de la revolución burguesa desde la obra de los primeros marxistas. Algunos de los problemas a los que dio lugar el concepto, y a los que él contribuyó a proporcionar una solución, vienen sugeridos por las historias de nuestros países respectivos.
Escocia y Polonia no son evidentemente comparables en términos de situación geográfica, extensión territorial, tamaño de la población o trayectoria política. A principios de la era moderna, sin embargo, estaban estrechamente ligadas por el comercio y una de las primeras grandes migraciones escocesas; a finales del siglo XVII quizá hasta 40.000 escoceses vivían y trabajaban en Polonia, principalmente como comerciantes o soldados.22 Los investigadores polacos han localizado los nombres de 7.400 varones escoceses en 420 lugares de su país, la mayoría procedentes de mi propio lugar de nacimiento en el nordeste de Escocia. De hecho, un Davidson — con el que no guardo ninguna relación que yo sepa— se hizo rico gracias a un monopolio concedido por la corona polaca para importar vino desde Hungría.23 El tamaño de la presencia escocesa en Polonia se explica en parte por los rasgos que ambos reinos tenían en común. Aunque en extremos opuestos de Europa, eran los dos únicos estados europeos en los que la clase dominante había resistido con éxito el avance del absolutismo. Si Escocia había escapado a él no era, como en Inglaterra, porque la población hubiera conseguido derrocarlo, sino porque, como en Polonia, los barones feudales eran demasiado poderosos para que se construyera a su costa tal Estado. Por consiguiente, ambos mantenían la clásica organización socioeconómica militar-feudal y las monarquías estamentales en un periodo en el que habían sido sustituidas por doquier al sur del Tweed [Thuaidh] y al oeste del Vístula. Las semejanzas eran ampliamente reconocidas. El republicano inglés James Harrington observó sobre Escocia a finales de la década de 1650 que «la nobleza […] gobernaba en ese país de una forma muy parecida a la de Polonia, solo que el rey no era elegido».24 Tampoco pasaban desapercibidas esas semejanzas para los propios escoceses. «Las facciones chocaban entre sí con gran severidad — escribía John Clerk de Penicuik durante los últimos años del primer Parlamento escocés— de forma que nos hallábamos a menudo al estilo de una Dieta polaca, espada en mano, o al menos con la mano en la empuñadura de la espada.»25 La divergencia entre sus posteriores destinos es bien conocida. Escocia se incorporó al Reino Unido junto a su vecina Inglaterra en 1707, poco después de la anotación de Penicuik en su diario; pero en la segunda mitad del siglo xviii ya contribuía al pensamiento ilustrado, al desarrollo industrial y a la expansión imperial británica en una medida desproporcionada a su tamaño. Durante aquel mismo periodo Polonia también perdió su soberanía, pero con el efecto contrario. Sufrió sucesivas pérdidas de territorio y población hasta desvanecerse repartida entre Prusia, Austria y Rusia durante más de un siglo. Pese a esos resultados tan diferentes, se puede hacer la misma pregunta sobre los dos países: ¿Dónde se sitúa en sus respectivas historias, si es que la hubo, la revolución burguesa? Cualquier intento historiográfico serio tiene que ser capaz de responder a esa pregunta, bien señalando el periodo en el que tuvieron lugar o explicando por qué fueron innecesarias (…)
Notas
- Terry Eagleton, Why Marx Was Right, 182.
- Daron Acemoglu y James Robinson, «Why Did the West Extend the Franchise?», pp. 1182-86; Göran Therborn, «The Rule of Capital and the Rise of Democracy», pp. 4, 17.
- Joyce Appleby, The Relentless Revolution, pp. 433-34.
- Gordon S. Wood, «No Thanks for the Memories».
- Jill Lepore, The Whites of Their Eyes, p. 14.
- Walter Benjamin, «Tesis de Filosofía de la Historia», Tesis VI, p. 80.
- George Orwell, 1984, pp. 43 y 262.
- Norman Stone, «Owning up to a Revolution».
- Marina Denyenko, «Middle Class Backs Orange Revolution».
- Joshua Kurlantzick, «The Bourgeois Revolution».
- Christopher Hitchens, «The Old Man», p. 52.
- Christopher Hitchens, «A Liberating Experience», p. 469.
- Christopher Hitchens, Regime Change, p. 30.
- Ibid., p. 48.
- Ibid., p. 56.
- Ibid., p. 101.
- Frederick Douglass, «West India Emancipation», pp. 428, 436, 437.
- Neil Davidson, Discovering the Scottish Revolution, pp. 9-15, 73-76, 170, 182, 272-79, 290-94.
- James Holstun, Ehud’s Dagger, 9-140; Ste. Croix, The Class Struggle in the Ancient Greek World, 3-111.
- Neil Davidson, «How Revolutionary were the Bourgeois Revolutions?»; Neil Davidson, «How Revolutionary were the Bourgeois Revolutions? Continued», versión bastante abreviada de la conferencia publicada como «Bourgeois Revolution: on the Road to Salvation for All Mankind».
- Neil Davidson, «The Prophet, His Biographer and the Watchtower», pp. 97-99, 101-8.
- Thomas M. Devine, Scotland’s Empire, 10-13.
- T. C. Smout, «The Culture of Migration», pp. 109-10. Más tarde muchos polacos emigraron a su vez a Escocia. La primera oleada fue la de los mineros que se asentaron en los terrenos carboníferos del Lanarkshire entre la década de 1870 y la Primera Guerra Mundial; la segunda la de los miembros del ejército polaco que se quedaron en Escocia después de la Segunda. Deutscher sirvió en una de sus unidades y fue brevemente encarcelado por oponerse al antisemitismo de algunos de sus compatriotas. Véase Tamara Deutscher, «Isaac Deutscher, 1907-1967», p. vii. La tercera oleada se está produciendo ahora mismo, tras la incorporación de Polonia a la Unión Europea en 2004.
- James Harrington, «The Commonwealth of Oceana», p. 159.
- John Clerk, Memoirs of the Life of Sir John Clerk, 49.
Fuente: Prefacio de Transformar el mundo. Revoluciones burguesas y revolución social (Barcelona, Pasado y Presente, 2013, traducción de Juan Mari Madariaga). Prólogo de Josep Fontana.
Portada: Manifestantes del Tea Party en Springfield (Illinois) con un cartel que adapta un lema de la revolución americana al ideario neoliberal (foto: Brendan Mialowski/AP)
Imágenes: Conversación sobre la historia
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