Noticia de libros
El siglo XXI se ha abierto con una gran incertidumbre cuando no indiferencia por el respeto de los derechos humanos fundamentales que nacieron asociados a los orígenes del liberalismo; un episodio más de ese paisaje histórico jalonado por el divorcio entre libertad económica y las aspiraciones de libertad o igualdad política. En 1926, cuando las consecuencias de la Gran Guerra hacían socialmente muy costoso el retorno a políticas de liberalismo económico, Keynes desveló en “El final del laissez faire ” los supuestos irreales en que se apoyaba la idea de los benéficos efectos derivados del principio de la libre competencia. El laissez faire había sido un “pretexto científico” que permitió conciliar el egoísmo (ventajas privadas) con el socialismo (bien público), una contradicción que surgió del filosofar del siglo XVIII y de la decadencia de la religión revelada. En la actualidad, sin embargo, simplismos como el del laissez faire o el de la supervivencia del más apto se han enseñoreado de diversos territorios mientras hay derechos humanos que se perciben como rémora del “progreso”. De nuevo la afirmación de Keynes de que “un estudio de la historia de la opinión es un preámbulo necesario para la emancipación de la mente” recupera todo su sentido. Ricardo Robledo («Orígenes del liberalismo», 2003). El estudio de Freeden nos demuestra cómo el liberalismo ha sido, al mismo tiempo, algo de lo que sentirse orgulloso y algo que censurar y lamentar. Pero, a fin de cuentas, es una de las teorías e ideologías políticas más importantes y generalizadas. Se presenta a continuación un fragmento de su libro.
Michael Freeden
Premio Sir Isaiah Berlin de la Asociación de Estudios Políticos británica y Medalla de la Ciencia de la Universidad de Bolonia en 2012.
Las ideologías son cosas precarias y volátiles. Pueden salirse de sus confines razonables, pueden caer en las manos políticas equivocadas y ser objeto de abuso, pueden volverse arrogantes y abochornar a muchos de sus seguidores, pueden perder contacto con la realidad política. O pueden sorprendernos positivamente y ofrecer mucho más de lo que se esperaba de ellas.
Cuando se debate sobre el liberalismo, se tiende a obviar una cuestión importante: el uso retórico del término liberal es común en círculos que no son liberales, y que emplean la expresión de un modo tendencioso que les sirve para endulzar algunas píldoras desagradables que desean que la gente se trague. Tal es el caso de muchos partidos populistas y de derechas. Otras veces, la intención puede ser crear una caricatura hostil del liberalismo —un hombre de paja contra el cual es más fácil defender posiciones contrarias—, como hacen a menudo algunos sectores de la izquierda.
Pero hay un problema adicional: no existe una única, inequívoca cosa llamada liberalismo. Quienes piensan que este consiste en la actividad privada y libre de restricciones y quienes creen que consiste en el desarrollo de los individuos en una sociedad basada en el apoyo mutuo y en los proyectos compartidos no tienen mucho en común, aunque en ambos casos se definan como liberales. Así pues, ¿dónde reside la clave?, ¿en aumentar la libertad individual o en que se trate a todos con igual respeto?, ¿en limitar el daño a los demás o en permitir el desarrollo personal?, ¿en ser más humano o más productivo? ¿Existe un verdadero liberalismo rodeado de imitaciones imprecisas?
En esta reveladora obra, el autor arroja luz sobre el asunto. Al abordar el liberalismo como un desarrollo histórico, como una ideología política y como un conjunto de principios filosóficos, nos ofrece una descripción de sus logros, sus fallos y su continua evolución, que sigue en marcha.
Introducción
Cuando, en el entorno anglosajón, la gente comenzó a usar el adjetivo liberal en el sentido de generoso, copioso, abundante, apenas podía imaginar la poderosa corriente que el liberalismo terminaría desencadenando. Alguna señal de su vida futura emergió cuando «liberal» fue asociado con la apertura mental y la tolerancia, pero habría que esperar a que el término liberales fuese acuñado en España hace doscientos años para representar a un partido político; solo entonces el liberalismo se posicionó directamente en la escena pública, como eslogan de individuos que desean un espacio en el que verse libres de restricciones injustificables, y como un conjunto de arreglos institucionales fundamentales cuyo objetivo es legitimar y civilizar las prácticas de la política. Sobre todo, el término se ha vuelto indicativo de ideas y políticas destinadas a reformar, emancipar y abrir una ventana de oportunidades para los individuos que desean vivir sus vidas de acuerdo con su propio entendimiento. Así pues, el liberalismo compite por su implementación y su reconocimiento público al igual que lo hacen todas las ideologías y todos los sistemas de creencias sostenidos colectivamente, y, como todos ellos, ha sido denunciado por numerosos sectores de la sociedad.
Sin embargo, el problema es el siguiente: no existe una única, inequívoca cosa llamada liberalismo. Todos los liberalismos que han existido, y que existen, seleccionan deliberada o inconscientemente ciertos ítems del enorme repertorio liberal acumulado y excluyen otros, porque algunos elementos son incompatibles entre sí y porque las modas y prácticas intelectuales cambian. Como consecuencia, una multitud de sistemas de creencias y de teorías anida bajo el título de liberalismo, y ninguno de ellos puede contener todas las posibilidades —las ideas y los arreglos políticos— que el término en su plenitud máxima si bien hipotética puede abarcar, o que las prácticas políticas liberales han abarcado a lo largo del tiempo y el espacio. Consideremos, por ejemplo, expresiones como «liberalismo clásico», «liberalismo social»1 o «neoliberalismo»: tres versiones del asunto que aún están vigentes. El liberalismo clásico giraba en torno a la libertad individual (con la que el liberalismo mantiene su más estrecho vínculo etimológico), así como en torno a la independencia humana y el gobierno de la ley o Estado de derecho, y restringía de manera importante lo que los Estados y los gobiernos tenían derecho a hacer a los individuos. El liberalismo social —y el nuevo liberalismo que surgió en Gran Bretaña hace poco más de un siglo, en tándem con algunos de sus equivalentes socialdemócratas escandinavos— exploró las condiciones para un desarrollo y un crecimiento individual sostenidos por redes de asistencia mutua e interdependencia. De esa rama del liberalismo surgió el moderno Estado de bienestar. Sin embargo, de forma particularmente confusa, «neo» y «nuevo» reman en direcciones muy distintas. El neoliberalismo, un producto sobre todo de la segunda mitad del siglo xx, enfatiza las consecuencias beneficiosas de los mercados competitivos y del progreso personal mucho más que el fomento general del bienestar humano. Sus credenciales liberales, como se argumentará en el capítulo 7, resultan muy polémicas. Quienes piensan que el liberalismo consiste en gran medida en la actividad privada y libre de restricciones y quienes creen que consiste en el desarrollo razonable de los individuos en una sociedad basada en el apoyo mutuo y en los proyectos compartidos no tienen mucho en común.
No menos sorprendente es que suele haber desacuerdo con respecto a cuál de las características del liberalismo es la más importante, un desacuerdo que resulta obvio tanto entre los liberales como entre sus críticos. ¿Consiste dicho liberalismo en aumentar la libertad individual o bien en que se trate a todos con igual respeto?, ¿en limitar el daño a los demás o en permitir el florecimiento de los seres humanos?, ¿en ser más productivo o más humano? ¿Existe un verdadero liberalismo rodeado de imitaciones imprecisas? ¿Han picoteado otras ideologías en el liberalismo como buitres y se han llevado las partes elegidas dejando que el resto se marchite? Para quien aborda el estudio del liberalismo, el desafío consiste en conferir sentido a estas diversas visiones en lugar de expresar una preferencia rígida por una de ellas. Por lo tanto, tal vez sea más preciso hablar de liberalismos en plural, todos ellos parte de una amplia familia en la que se dan similitudes y diferencias: muchos miembros de la familia liberal coinciden en sus características, pero algunos apenas se dirigen la palabra entre ellos.
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¿Ha triunfado el liberalismo?
Innumerables entusiastas liberales consideran que el liberalismo, como credo político-ideológico y como re-flexión filosófica sobre las características de una sociedad justa, representa la historia de un gran éxito. Una de las voces más apasionadas ha sido la de Francis Fukuyama, el filósofo estadounidense que, hace más de veinte años, anunció la victoria de la «idea liberal».2 En su opinión, el liberalismo había sido aceptado universalmente, y ninguna otra ideología podía reivindicar de forma parecida tal universalidad. ¿Suponía aquello el final del conflicto ideológico? ¿Nos habíamos vuelto todos liberales? Hay tres problemas en esa visión confiada que vienen de inmediato a la mente. En primer lugar, ¿dónde se halla la meta de una ideología?, ¿cuándo cruza esta la línea de llegada y, respirando con alivio, puede exclamar: «¡Finalmente hemos vencido al resto»? La historia ofrece pocos indicios de tal fin, en especial cuando juzgamos los acontecimientos e ideas actuales. Al cabo, ni siquiera la creencia en la magia —que en otro tiempo fue un poderoso factor a la hora interpretar lo que ocurre en el mundo— ha desaparecido por completo en las sociedades modernas. A menos que sepamos cuál es el criterio para hablar de una victoria ideológica, y que podamos establecer un final inequívoco de los choques ideológicos, lo cierto es que la pregunta carece de sentido. Desde luego, quienes dan por sentada la victoria del liberalismo se limitan a afirmar de forma acrítica que una versión de dicho liberalismo ha ganado y que las demás han perdido. Pero la afirmación carece de fundamento, ya que, en el campo de las ideas, la teoría o la ideología, aquello que se considera una victoria siempre será cuestionado. No en vano las victorias a corto plazo bien pueden concluir en derrotas a la larga. Así lo atestigua la historia del comunismo en el siglo xx; ahora bien, ¿quién sabe qué fortuna le aguarda a dicho comunismo a un plazo aún más largo?
En segundo lugar, hay escasas evidencias de que el liberalismo haya sido aceptado en la mayor parte del mundo. Junto a las aspiraciones a algún tipo de democracia liberal, encontramos ideologías basadas en la religión, formas de populismo radical, Estados autocráticos y, por supuesto, muchos regímenes conservadores. En la propia sociedad de Fukuyama, es decir, en los Estados Unidos, se acumula una gran cantidad de invectivas contra el liberalismo. En cualquier caso, ¿existe, a pesar de todo, un proceso de creciente convergencia en un punto de vista liberal? Pues bien, parece prematuro e imprudente emitir un juicio sobre la futura propagación de otras ideologías. Y es que, en un mundo que cambia con rapidez y está cada vez más fragmentado, predecir el futuro de las ideas no se ha vuelto más fácil, sino todo lo contrario. Es más, quienes afirman ser testigos de un movimiento hacia una globalización creciente tal vez están hablando de visiones del globalismo que difieren notablemente y que compiten entre sí; por ejemplo, una globalización de los valores del mercado frente a una globalización de la solidaridad humana. Así pues, la globalización del liberalismo no deja de ser una idea que brilla en los ojos de algún observador, y puede que nunca ocurra.
En tercer lugar, Fukuyama dio a entender que había una cosa clara, inequívoca, llamada liberalismo. Pero las evidencias sugieren lo contrario y, a la hora de intentar comprender el liberalismo, puede sernos de gran ayuda reconocer que hay varias formas de verlo. Cada perspectiva iluminará algunas de las características de dicho liberalismo mientras oculta otras. Así, cuando contemplamos un cuadro, podemos preguntarnos sobre el artista, sobre la composición, sobre su estética, sobre las técnicas y los materiales utilizados, sobre su valor comercial o su lugar en la historia del arte. Todo depende de qué asunto nos interesa más. De manera similar, en el caso del liberalismo, como en el de todas las ideologías, no existe un enfoque distintivo que nos diga todo lo que queremos saber al respecto, no hay una definición única y sencilla que abarque todas sus manifestaciones.
Por lo tanto, este libro explorará el liberalismo desde varios ángulos. Por recurrir a la imperfecta metáfora de Fukuyama, digamos que hay muchos corredores liberales en esa supuesta carrera, de modo que incluso si declarásemos de forma impetuosa el triunfo el liberalismo, seguiría sin revelarse cuál de sus muchas versiones ha ganado. Las ideas y los arreglos que anidan bajo la etiqueta «liberalismo» pueden mutar significativamente, como sin duda han hecho ya en el pasado. Los frecuentes ataques de «finalismo» que sufren tanto los comentaristas políticos como los profetas sociales exudan algo más que un soplo de utopismo, de inevitabilidad teleológica o, tal vez, incluso de cinismo. En cualquier caso, aunque ninguna definición del liberalismo podrá incluir todas sus variedades, detallaremos en el capítulo 4 sus características más duraderas.
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El atractivo del liberalismo
Hay algo en el liberalismo que hace que mucha gente lo encuentre muy atractivo. Aunque se queda lejos del universalismo final que le atribuye Fukuyama, un gran número de filósofos políticos lo consideran como una noble visión de la vida social y política que debería extenderse a todos. Incluso a falta de eso, el liberalismo representa un conjunto de ideas ampliamente venerado, al menos en el mundo occidental —aunque, como veremos, también es detestado tanto por los radicales como por los conservadores—. Además, las prácticas liberales sobre el terreno tienen consecuencias institucionales, y dichas consecuencias se entrelazan en un gran —y a veces autocomplaciente— tapiz histórico. Muchas de esas prácticas están contenidas en la expresión «democracia liberal». Como principio de buen gobierno, dicha democracia liberal tiene raíces firmes en numerosos países y es un objetivo al que aspiran muchos otros. Contiene un mensaje claro: la democracia, si con ello nos referimos al gobierno por parte del pueblo, es un gran invento, pero la victoria en las elecciones y el gobierno popular, por sí solos, no son más que un kit mínimo. Y ese kit es necesario pero insuficiente para que un sistema político sea llamado «liberal». Los liberales sostienen que la democracia debe mostrar características adicionales para que se la pueda considerar un digno sistema de gobierno. Ha de ser justa, tolerante, inclusiva, moderada y autocrítica, no debe consistir simplemente en la búsqueda del gobierno de la mayoría. La democracia liberal implica no solo elecciones, sino además elecciones libres. Implica no solo un gobierno representativo, sino también un gobierno responsable —es decir, que rinda cuentas— y limitado. Implica no solo el derecho a votar, sino un derecho de voto que sea igual para todos y que no esté sujeto a supervisión. E implica atención al bienestar de todos los miembros de una sociedad, un principio que requiere cierta actividad gubernamental pero que puede estar abierto a diversas interpretaciones. Las cualidades que los liberales exigen son extensas y variadas: es mucho más fácil predicar el liberalismo que hacerlo realidad.
Las prácticas liberales afectan a las constituciones, al grado de apertura permitido en el debate político y al conjunto de derechos que las sociedades están dispuestas a distribuir entre sus miembros. A menudo, implican también ambiciosos esquemas de redistribución de la riqueza para aumentar las oportunidades vitales de todos, aunque algunos comentaristas, generalmente desde una perspectiva conservadora o libertaria, pueden condenar eso como una forma de socialismo. Y, como suele ocurrir con cualquier ideología, puede abrirse una brecha entre los principios declarados y la práctica efectiva. Los principios liberales pueden ser violados incluso por aquellos que los suscriben, y algunas sociedades los rechazan sin pensárselo dos veces. Así pues, dadas las circunstancias, es posible que tengamos que decidir si lo que más nos acerca a identificar las características del liberalismo son los principios liberales o, por el contrario, las prácticas liberales. Y es que evaluar el liberalismo no es una actividad intelectual de sillón —aunque no hay nada malo en tal actividad—. Tiene que ver más bien con el tipo de política en la que una sociedad se embarca a la hora de la verdad.
Pero también hay marcos mentales liberales, patrones de pensamiento que operan en el mundo del discurso, el lenguaje y la disputa políticos. Así, filósofos, politólogos, historiadores de las ideas, políticos en ejercicio y partidos intervienen en dicho mundo con dispares modelos, objetivos, críticas y certezas. El liberalismo, entendido como conjunto de principios rectores para llevar una buena vida, suele ser contemplado a su vez por los filósofos y los moralistas como un conjunto vinculante de virtudes y preceptos que merece un esta-tus universal. Por lo tanto, si bien Fukuyama consideraba que se trataba de una ideología universal, algo que claramente no es, lo cierto es que varios teóricos políticos sostienen que se trata de un imperativo filosófico y ético que debería ser universal: estaríamos hablando de la más elevada expresión de las normas de moral social y de justicia. Para dichos teóricos, el liberalismo existe como un conjunto general de ideales que son apropiados para todas las personas con buen juicio, indepedientemente de si en la actualidad se realiza o no. En resumen, para muchos, el liberalismo representa una etiqueta que es buscada con entusiasmo y que, una vez alcanzada, es defendida con firmeza. Sus partidarios se tumban placenteramente bajo la cálida luz del término; sus detractores desprecian su carácter no terrenal o su hipocresía.
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Una plétora de liberalismos particulares
Hay otro asunto en juego. Aunque el liberalismo surgió de un conjunto de creencias europeas, ni siquiera en el continente europeo hay consenso con respecto a su significado. En Europa, su reputación y las connotaciones que despierta lo han ubicado en puntos muy diferentes del espectro político: en el centroizquierda en el Reino Unido, en el centroderecha en Francia y Alemania. En los países escandinavos, especialmente en Suecia, muchas ideas liberales se han difundido bajo el título de socialdemocracia, mientras que la etiqueta «liberalismo» ha sido vinculada a menudo con un individualismo elitista o de clase media. En gran parte de Europa, y fuera de ella, socialistas de todas las tendencias han acusado al liberalismo de actuar en contra de los intereses de las clases trabajadoras y de promover un egoísmo antisocial, una acusación que supone un desafío para el mensaje de inclusión que muchos liberales desean difundir. En la Europa del Este posterior a la caída del comunismo en 1989, se ha considerado que el liberalismo ofrece protección contra la intrusión de los Estados y que proporciona un refugio dentro de la sociedad civil para quienes huyen de la centralización. Sin embargo, para otros europeos del Este lo que hace el liberalismo es ofrecer los deliciosos frutos de una prosperidad impulsada por el mercado, algo que esas sociedades no habían podido disfrutar en el pasado, pues sus sistemas ideológicos y políticos les habían negado tales frutos. A todo ello hay que añadirle que el liberalismo es también objeto de una comprensión errónea y de la ambivalencia. Así, en los Estados Unidos es contemplado como un partidario del gobierno de gran tamaño y de los derechos humanos, o, por el contrario, como el debilitador evangelio del Estado paternalista. Además, en algunas sociedades altamente religiosas, el liberalismo es equivalente a la herejía, ya que, de forma falsa, afirmaría que los seres humanos, y no Dios, representan la medida de todas las cosas, y elevaría así la hibris secular de las preferencias individuales por encima de la voluntad divina.
Lo anterior apenas puede sorprendernos, ya que cualquier doctrina que goce de tal notoriedad atraerá en el curso de su historia las sospechas y las críticas severas. Hay quienes condenan el liberalismo como una doctrina oficiosa, peligrosa y debilitadora bajo cuya bandera se han infligido daños tanto sociales como personales. Muchos posestructuralistas han acusado a los liberales de fomentar falsos ideales de armonía y cooperación, y de ser dañinos individualistas. Algunos de sus oponentes culturales lo critican por haberse erigido sobre la sabiduría social acumulada por la tradición. Ha sido denunciado como un manifiesto del capitalismo, disfrazado de empatía. Ha sido rechazado como un conjunto de ideas occidentales que busca reemplazar o subyugar otras interpretaciones culturalmente significativas de la vida social, ofreciendo un pretexto no solo para la explotación a gran escala dentro de la propia Europa sino también —de forma no menos perturbadora— para las políticas practicadas en las antiguas colonias europeas. Ha sido criticado como una doctrina que no ha logrado dar a las mujeres la posición social que se les debe; ridiculizado como una visión que exagera la racionalidad de la conducta humana a expensas de la emoción y la pasión; o menospreciado como una teoría optimista del consenso artificial, una teoría que oculta la diversidad y la discontinuidad —ambas vitalizadoras— de los seres humanos.
En resumen, el liberalismo ha sido adoptado por buscadores de la verdad, respaldado por humanistas, defendido por reformadores sociales, desechado por ideologías rivales, atacado por quienes lo consideran una cortina de humo para la conducta antisocial y, por último, objeto de apropiación indebida y deliberada por parte de aquellos que desean disfrazar sus verdaderas intenciones políticas. En sus múltiples formas, ha sido, al mismo tiempo, algo de lo que sentirse orgulloso y algo que censurar y lamentar. Pero, a fin de cuentas, es una de las teorías e ideologías políticas más importantes y generalizadas. Su historia conlleva un crucial legado de práctica política, pensamiento civilizado y creatividad ético-filosófica. Durante su curso, sus diversas corrientes han dado a luz algunos de los logros más importantes del espíritu humano. Sin el liberalismo sería inconcebible el Estado moderno. El Estado que los liberales tenían en mente es uno que coloca el bien de los individuos por encima del de los gobernantes; que reconoce tanto los límites como las posibilidades del gobierno; que posibilita esos intercambios comerciales que son necesarios para lograr un nivel de vida digno; que justifica la propiedad privada beneficiosa para la prosperidad individual; que libera a los individuos de las onerosas trabas a su libertad y su crecimiento; que respeta la ley y los arreglos constitucionales. Sin las concepciones liberales de la dignidad humana, sería difícil imaginar, y no digamos ya sostener, la originalidad y la singularidad de las personas. Pero el liberalismo ha logrado más que todo eso. En su historia más reciente, también ha defendido la necesidad de preocuparse por las dificultades y el bienestar de los demás, y ha insistido en la necesidad de ser sensibles a las diferencias sociales.
1. También conocido como socioliberalismo, liberalismo progresista, liberalismo democrático o liberalismo moderno. (N. del T.)
2. F. Fukuyama, The end of History and the last man, Free Press, Nueva York, 1992 (ed. española El fin de la Historia y el último hombre, en Planeta, 1992)
ÍNDICE y Fragmento del libro:
Michael Freeden, Liberalismo. Una introducción. Madrid: Página Indómita, 2019.
Traducción de Roberto Ramos Fontecoba.
En los medios:
«Los 10 mejores ensayos para regalar (o para quedártelos tú, mejor)», Daniel Arjona, El Confidencial, 23 de abril de 2019.
«¿Qué es ser un liberal?», Ramón González Férriz, El Confidencial, 9 de abril de 2019.