Jim Shultz
New York Review of Books

Autor y activista político nativo de California, director ejecutivo del Democracy Center desde hace un cuarto de siglo. En 1998 se instaló en Bolivia, donde trabajó 19 años en proyectos de cooperación al desarrollo.

 

La noche de la instalación de Evo Morales como presidente de Bolivia, en 2006, las calles de La Paz echaban chispas. Un hombre que, de niño, se había alimentado de restos de piel de naranja se estaba convirtiendo en el líder de su nación. Por primera vez en la historia del país, la mayoría de los indígenas, al mirar al palacio nacional, veían a uno de los suyos, un presidente que venía de entre ellos y conocía su vida de primera mano. Las calles se llenaban de personas humildes mientras los glitterati de América Latina hacían acto de presencia: el presidente venezolano Hugo Chávez había acudido en un todoterreno de ventanas oscuras; el viejo escritor uruguayo Eduardo Galeano se preparaba para dar un discurso. Mientras yo recorría las calles abarrotadas en taxi, el conductor aimara me dijo, meneando la cabeza y sonriendo: “¡Imagínese, un campesino va a ser presidente!».

Pero el momento que mejor recuerdo llegó después de la ceremonia formal en el Congreso, cuando Morales —o simplemente “Evo”, como la mayoría de la gente lo llamaba— subió al escenario en medio de la Plaza San Francisco, un lugar donde, tres años antes, la gente había sido asesinada a tiros por el orden político corrupto. Un mar de decenas de miles de personas se extendía a lo largo de varias manzanas, y Evo estaba tan boyante como nunca le había visto. “¿Saben qué?”, le dijo a la multitud. “Creo que el palacio presidencial es demasiado grande para mí. Voy a pedirle al vicepresidente y al presidente de la Cámara que también vivan allí”. La gente aplaudió. Luego echó una mirada pícara hacia el vicepresidente y su compañera. “Está bien, no tendrían que dormir allí todas las noches”. El gentío elevó un clamor.

Más allá de la política y de la ideología, fue la informalidad y humildad salvajes de todo aquello lo que me hizo amar a Bolivia aquella noche tanto como lo había amado en los diecinueve años que mi familia vivió allí, de 1998 a 2017. Y es por eso que fue tan terriblemente triste ver la renuncia de Evo en la televisión boliviana un domingo por la mañana hace tres semanas. Algo que había comenzado maravillosamente, Bolivia en su mejor momento, había terminado en una escena demasiado familiar: la de un líder perseguido por la ira de la gente, huyendo a otro país. Y luego se desató una ola de violencia que ya se  ha cobrado más de una docena de vidas.

El final de la histórica presidencia de Morales tiene la calidad de una de esas pruebas de manchas de tinta en las que cada uno ve lo que quiere ver. La izquierda global, desde el laborista británico Jeremy Corbyn hasta una serie de intelectuales extranjeros, denunció inmediatamente lo que había ocurrido como un golpe militar, vinculándolo en la imaginación pública a las escenas antiguas y familiares de tanques entrando en las capitales sudamericanas. Los que odian a Evo desde hace mucho tiempo, en cambio, lo declararon un golpe contra los males de la dictadura socialista. Pero si algo aprendí en mi época en el país es esto: nada es simple en Bolivia. Tampoco lo fueron el ascenso y la caída de Evo Morales.

***

Morales siempre ha sido una moneda de dos caras. Por un lado, no cabe duda de que era un hombre carismático. En una fiesta unas semanas antes de su primera elección, mi hija pequeña quedó tan embelesada con él que le pidió que bailara con ella. Tampoco cabe duda de que tenía una profunda y genuina preocupación por los pobres. Pero también poseía una vena autoritaria que ponía nerviosos a sus aliados más cercanos. En el período previo a las elecciones de 2005 que le llevaron al poder a él y a su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), participé en una serie de reuniones con líderes de movimientos sociales de izquierda de todo el país que debatían lo que ellos llamaban su “problema con Evo”. Morales podía convertirse en el primer candidato serio de la izquierda en décadas, pero lo que ya entonces les preocupaba eran sus experiencias personales con su manejo del poder.

Evo Morales en La Paz, 2005, todavía como líder del MAS en la oposición (imagen: Ali Burafi/AFP via Getty Images )

Una vez asumida la presidencia, la consolidación de ese poder se convirtió en su máxima prioridad. El MAS redactó y obtuvo aprobación pública para una nueva y amplia constitución nacional. Entre sus muchas disposiciones había un cambio que le permitiría a Evo postularse para un segundo mandato. Morales y sus aliados se propusieron derrotar a sus adversarios de la derecha en las urnas, pero a veces también recurrieron a violentos conflictos callejeros. De sus críticos a la izquierda se ocuparon incitando a algunos a convertirse en miembros del gobierno y tildando de peones de Estados Unidos a los que se resistían.

Con su base consolidada, Evo comenzó a hacer cosas muy buenas. Al restablecer el control del Estado sobre los recursos naturales de la nación, que se habían venido privatizando en los años anteriores, justo cuando comenzaba el boom mundial de productos básicos, pudo construir una base industrial que produjo un sólido crecimiento económico a lo largo de toda la recesión mundial que siguió al colapso financiero de 2008. Su gobierno utilizó esos fondos para construir escuelas y clínicas de salud, pavimentar carreteras y establecer un programa de subsidios en efectivo para ayudar a los niños a permanecer en las escuelas. Las tasas de pobreza disminuyeron y el orgullo indígena aumentó. En su segunda elección, en 2009, Morales derrotó a su oponente por un margen de casi tres a uno. Impulsado por su popularidad en Bolivia, también se convirtió en un potente símbolo internacional, pronunciando poderosos discursos en todo el mundo sobre los derechos de los indígenas y la protección de la Madre Tierra.

En Bolivia, sin embargo, el compromiso real de Evo con ambas causas se puso cada vez más en tela de juicio. Esta tensión alcanzó un punto álgido en 2011 cuando Morales declaró que pasaría por alto  las vehementes objeciones de las comunidades indígenas locales y construiría una carretera a través de la selva tropical TIPNIS en el este del país. A modo de protesta, esas comunidades organizaron una marcha larga y difícil hacia la capital que generó una gran reacción pública. Morales se enfrentó a esta manifestación con una brutal represión policial que fue transmitida en vivo por la televisión nacional. Cuando las mujeres manifestantes expresaron su disidencia a gritos, la policía de Morales les calló la boca con cinta adhesiva. Docenas de personas resultaron heridas en el conflicto, que se cobró la vida de un bebé. El brillo de la presidencia de Evo comenzó a verse empañado.

En 2014, Morales rompió una antigua promesa cuando indicó que se postulaba para un tercer mandado, argumentando que su primer mandato no “contaba” porque se había producido bajo la antigua constitución. Aunque su decisión provocó nuevas quejas por su falta de respeto a las reglas democráticas, acabó reelegido una vez más, de nuevo por un amplio margen. Poco después, anunció que pretendía presentarse para un cuarto mandato, una medida que extendería su permanencia en el puesto de presidente de Bolivia a veinte años, un periodo sin precedentes. Admitiendo que la constitución que su propio partido había escrito se lo impedía, accedió a dejar que los votantes se pronunciaran sobre su cuarto mandato en un referéndum nacional. En febrero de 2016, los votantes bolivianos se lo negaron por un margen estrecho.

Pero Morales y sus aliados estaban decididos a encontrar una manera de mantenerse en el poder. Parte de su motivación fue un deseo genuino de continuar avanzando en la realización de su visión para la nación. Pero muchos miembros del  partido estaban ansiosos por aferrarse a las oportunidades personales que suele ofrecer el control del gobierno. Andando el tiempo, el gobierno de Morales, como tantos otros regímenes bolivianos anteriores, ha sufrido una serie de escándalos de corrupción de alto nivel.

En 2017, los jueces de la Corte Suprema, nombrados a dedo, emitieron un fallo tan obviamente complaciente con el Presidente como legalmente endeble. Al margen de lo que decía la Constitución  ——declaraba el tribunal— primaba el “derecho humano” de Evo de postularse para la presidencia tantas veces como quisiera. Tanto a sus adversarios tradicionales como al creciente número de críticos entre sus antiguos seguidores les parecía que Evo estaba decidido a ser presidente de por vida. Por todo el país, estallaron protestas bajo el lema “Bolivia dijo que no”. La desintegración de Venezuela bajo uno de los aliados más cercanos de Morales, Nicolás Maduro, incrementó el temor de que los abusos de Evo contra la democracia empujaran al país en la misma dirección que su vecino del norte. Pero Evo no tenía intención alguna de renunciar.

***

En Bolivia, las elecciones son un espectáculo en sí mismas. La votación es obligatoria, pero todo uso de automóviles y camiones está prohibido. A partir del viernes por la noche y hasta que se complete la votación del domingo, también está prohibida la compra de alcohol. Estas normas implican que la gente de   todo el país se dirija a las urnas en pie, a veces recorriendo kilómetros, en un ambiente  festivo de calles vacías. Luego regresan a casa para empezar a beber lo que hayan comprado antes.

Sin embargo, la votación presidencial del 20 de octubre de 2019 se produjo bajo una nube de ilegitimidad. La oposición, desde la derecha, el centro y la izquierda, se había aliado vagamente detrás de Carlos Mesa, un ex presidente de barba gris, políticamente moderado. 

Bajo la nueva constitución boliviana, si ningún candidato obtiene una mayoría y si el ganador termina con un margen de voto de menos del 10 por ciento, los dos primeros finalistas entran en una segunda vuelta unas semanas después. Ese parecía el escenario hacia el cual se dirigían Morales y Mesa el domingo por la noche, mientras la televisión anunciaba los resultados de la votación. Evo ganaba, pero por poco menos del 10 por ciento.

Entonces, de repente, los informes de votación se detuvieron durante casi veinticuatro horas. Cuando se reanudaron, el margen de Morales había aumentado a poco más del 10 por ciento que necesitaba para ganar sin segunda vuelta. Morales y el MAS se declararon victoriosos. La oposición alegó un fraude. 

¿Qué había sucedido y cuáles eran los resultados reales? En los días posteriores a la votación, las fuerzas de la oposición en todas las principales ciudades del país organizaron huelgas de protesta. Se cerraron escuelas y negocios. Se cortaron carreteras. Los partidarios de Morales en las zonas rurales, a su vez, tomaron represalias, cortando las principales carreteras de entrada y salida de las ciudades. Desde el palacio presidencial, Morales los animó a través de los medios y Twitter, diciéndoles que comprobaran hasta dónde llegaba la voluntad de las ciudades si sus suministros de alimentos  quedaran bloqueados. Los opositores acusaron al presidente de tratar de someter a su pueblo mediante el hambre.

Barricada levantada en El Alto por partidarios de Evo Morales el 19 de noviembre de 2019 (foto: Gaston Brito Miserocchi/Getty Images)

En Santa Cruz, la segunda ciudad más grande del país y siempre el corazón de la oposición derechista, las protestas fueron feroces. El jefe del Comité Cívico local (una coalición de grupos de interés locales), Luis Fernando “Macho” Camacho, se las arregló para ocupar el centro del escenario en este drama nacional. Abogado de cuarenta años, católico conservador, vinculado desde hace mucho tiempo con extremistas de derecha en las tierras bajas, intentó viajar a La Paz con una carta de renuncia que dijo que obligaría a Morales a firmar.

Comenzó a estallar la violencia en todo el país. En Cochabamba, la pacífica ciudad de los altos valles donde mi esposa y yo habíamos vivido y criado a nuestros tres hijos, un adolescente que protestaba contra Morales fue asesinado. En el pequeño pueblo rural de Vinto, unos matones de la oposición sacaron a la alcaldesa del MAS de su despacho, le cortaron el pelo, la cubrieron de pintura roja y la obligaron a caminar descalza por las calles. Cuando llamé a mis amigos en Bolivia, me dijeron que se  temían  lo peor.

El partido gobernante y el de Mesa acordaron que la Organización de Estados Americanos (OEA) auditara la votación y los resultados. El informe del 30 de octubre de la organización, escrito en la jerga técnica del análisis de sistemas, concluyó finalmente que el voto estaba demasiado lleno de irregularidades para ser certificado como confiable: los sistemas informáticos utilizados para el recuento de los votos habían sido manipulados; una cuarta parte de las hojas de recuento de la muestra presentaban signos de interferencia. Según un análisis estadístico, el aumento de última hora de los votos por Morales resultaba “altamente improbable”. Un análisis rival realizado por un instituto progresista de Washington, DC, afirmó que los cargos de fraude eran exagerados.

Aun así, el informe de la OEA, combinado con los informes de las noticias locales sobre cubos de basura llenos de boletos de votación, la renuncia de un alto funcionario electoral y la evidencia de otros intentos de fraude poco sofisticados, acabó por anular la legitimidad del voto para todos salvo los partidarios más leales de Morales. Se incrementaron las protestas en las ciudades, donde los manifestantes exigían una repetición integral de las elecciones administradas por un organismo independiente. Morales y sus aliados estuvieron en desacuerdo y declararon válidos los resultados originales.

El 8 de noviembre, mientras aumentaba el alboroto, algunos policías subieron a la azotea de la estación central de policía en Cochabamba, ondeando banderas bolivianas y declarándose “amotinados” contra el gobierno nacional. Dijeron que no estaban dispuestos a ayudar a Morales a sofocar las protestas, en las que participaban muchos de sus propios familiares. En caída de dominó, un departamento de policía urbana tras otro se alineó con la rebelión. Incluso en La Paz, la policía le informó a Evo de que ya no actuaría contra sus oponentes.

Morales cedió y anunció que apoyaría una nueva votación supervisada por un organismo independiente. Pero los acontecimientos políticos en Bolivia suelen tomar  su propio impulso . Esto lo presencié de primera mano en muchas ocasiones, como en el año 2000, cuando los hanitantes de Cochabamba echaron del país a la corporación Bechtel en la famosa Revuelta del Agua (después de que el conglomerado de infraestructura disparara las tarifas de agua), y de nuevo en 2003, cuando la nación se alzó para derrocar al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada después de que su represión dejara docenas de muertos en las Tierras Altas. Ahora Morales fue víctima de una marea pública similar. Su insistencia en postularse para un cuarto mandato y su defensa de unas elecciones que parecían fraudulentas fueron la gota que colmó el vaso.

Los llamamientos de la oposición a que se repitieran las elecciones se transformaron en una demanda general que pedía que Evo dimitiera, impulsada con fuerza por una derecha que acababa de envalentonarse. El 10 de noviembre, mientras la nación se preparaba para más violencia, un ex aliado de Morales tras otro se unió a la demanda de renuncia, incluida la poderosa Central Obrera Boliviana, la gran federación de sindicatos del país. Poco después, el ejército boliviano sumó su voz al llamamiento a que Morales se fuera. El comandante del ejército, el general Williams Kaliman, designado por Morales, emitió una declaración: “Después de analizar la situación conflictiva interna, sugerimos al presidente del Estado que renuncie a su mandato presidencial, permitiendo la pacificación y el mantenimiento de la estabilidad por el bien de nuestra Bolivia”.

Un manifestante partidario de Evo Morales se arrodilla frente a la policía militar en La Paz el 15 de noviembre de 2019 (foto: Gaston Brito Miserocchi/Getty Images)

Unas horas más tarde, un Morales cansado se sentó ante las cámaras y anunció su renuncia. Evo dijo al pueblo boliviano que había sido víctima de un “golpe cívico” pero sostuvo que “es mi obligación como primer Presidente indígena y de todos los bolivianos buscar [la] pacificación. Y por eso y por otras muchas razones estoy renunciando”. 

Mientras activistas de capitales políticas lejanas como Londres y Washington se pusieron a debatir la semántica de la palabra “golpe” y si Bolivia había vivido un golpe, los bolivianos dirigieron su atención a dos dramas simultáneos que se desarrollaban en el país. Uno fue la aceptación de parte de México de la petición de asilo de Morales y su salida del país. El otro era el problema de resolver la línea interrumpida de la sucesión presidencial. El vicepresidente y los respectivos jefes del Senado y de la Cámara de Diputados, todos ellos aliados de Morales, también habían renunciado a sus cargos. Finalmente, el 12 de noviembre, en una sesión del Congreso boicoteada por el MAS, la vicepresidenta del Senado, Jeanine Áñez, una cristiana conservadora de la oposición derechista, pero  la siguiente en la línea de sucesión, se autoproclamó presidenta interina.

Desde el principio, Áñez señaló que no veía su corta permanencia  en el cargo como un simple puente hacia nuevas elecciones. A su llegada a la capital, levantó un libro gigante encuadernado en cuero y declaró: “La Biblia ha vuelto a palacio”. Reemplazó a los ministros del gabinete de Morales, que habían renunciado, por aliados de la derecha política. No había ni un solo hombre o mujer indígena entre ellos (sólo más tarde nombró a uno). Tanto en la forma como en la acción, tenía el aspecto de alguien que acababa de ser elegido con un gran mandato para el cambio, en lugar de ser elevado al cargo por accidente y por un límite constitucional de noventa días.

Pronto, el conflicto en las calles de Bolivia se volvió mortal. Fuera de Cochabamba, miles de cocaleros, el núcleo de la base política de Evo, marcharon hacia el centro de la ciudad. En las afueras, un aluvión de policías y militares los detuvo, desencadenando tres días de batallas que dejaron a nueve partidarios de Evo muertos y más de un centenar de heridos. Más tarde, la policía afirmó que los cocaleros estaban armados y habían disparado dinamita. Un abogado de derechos humanos que conozco, que estaba en el lugar de los hechos, lo llamó una masacre. Áñez emitió un decreto concediendo una amnistía preventiva a los soldados y a la policía, una acción que según algunos equivalía a “una licencia para matar”. El 19 de noviembre, en la ciudad de El Alto, no lejos de la capital, los partidarios de Morales pretendieron ocupar y quemar una planta de almacenamiento de gas. Las acciones policiales y militares allí dejaron un saldo de ocho muertos entre partidarios del expresidente. El día anterior, en un barrio cercano, un joven policía murió a golpes por las fuerzas que exigían el regreso de Evo.

Manifestación de apoyo a Evo Morales frente a la embajada boliviana en México el 11 de noviembre de 2019 (foto: Claudio Cruz/AFP via Getty Images)***

Hablamos con nuestros amigos en Bolivia a menudo actualmente, para hacerles saber que pensamos en ellos y para escuchar sus relatos de lo que está sucediendo sobre el terreno. Vienen de entornos diversos y tienen diferentes puntos de vista sobre la política. Algunos son activistas y otros no tienen ninguna implicación política. Pero lo que comparten hoy es el miedo. Hablan de bandas de motociclistas que se lanzan a las calles con intenciones poco claras, pero con una amenaza obvia. Las familias con las que nuestros niños una vez fueron a la escuela vieron cómo se incendió la ladera de la colina detrás de sus casas en llamas y pueden oír los disparos justo al final de la calle. Los vecindarios se han organizado para defender su propia seguridad. Las sirenas de advertencia suenan en la noche, y a la gente del pueblo donde vivíamos se les dice que apaguen las luces de sus casas.

Nos quedamos en casa. No sabemos quién nos va a atacar”, nos dijo un viejo amigo, llorando durante toda nuestra llamada.

Me preocupa  mi hijo que está  en el ejército”, nos dijo otro.

Ya no hay fruta en el mercado y el resto de alimentos se están acabando también”, nos dijo una madre con un hijo pequeño.

Bolivia en su estado normal es un lugar de paz espléndida. Era un país donde nuestros vecinos rurales cuidaban de sus vacas y sembraban maíz, donde la mujer que nos vendía las  verduras en el mercado dominical se burlaba de mis gigantescos pies gringos. Pero también es un lugar donde las convulsiones políticas violentas pueden surgir aparentemente de la nada; junto con nuestros amigos bolivianos,  vivimos muchas. Esta vez se siente diferente, sin embargo. Nadie sabe cómo terminará.

Las cosas no tenían por qué haber llegado a este extremo. Pablo Solón, un respetado activista boliviano al que conozco desde hace dos décadas, estuvo en el centro del gobierno de Evo desde el principio. Se desempeñó como negociador climático de Morales y más tarde como su embajador ante las Naciones Unidas. Pero rompió con Morales hace años por la implacable destrucción del medio ambiente por parte del gobierno en nombre del desarrollo. Entrevistado después de la renuncia de Morales, Solón compartió el mismo lamento de muchos de los que formamos parte de aquella alegre noche en La Paz hace catorce años. “Si Evo hubiera respetado ese referéndum, habría terminado su tercer mandato como probablemente el mejor presidente de Bolivia”, dijo. “Pero no  lo  hizo.”

Las constituciones tienen un propósito. Evitan que una nación se descarrile por completo. Bolivia está viviendo esa lección ahora de la manera más dura. Actualmente, esta lección  nos serviría a los estadounidenses, también.

Imagen de portada: Pintada en La Paz el 11 de noviembre de 209, tras la dimisión de Evo Morales (foto: Ronaldo Schemidt/AFP via Getty Images)

Este artículo se publicó en inglés en NYR Daily, el blog del New York Review of Books el  21 de noviembre de 2019 


Traducción: Sebastiaan Faber. Revisión de Silvia Mendlewicz.

Otras obras del autor:

 The Democracy Owners’ Manual (Rutgers University Press, 2002)

Dignity and Defiance: Stories from Bolivia’s Challenge to Globalization (UC Press, 2009).


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