José Luis Martín Ramos
Catedrático emérito de Historia Contemporánea. Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en historia del movimiento obrero y de la guerra civil española. Su último libro: «Guerra y revolución en Cataluña. 1936-1939″, Crítica, Barcelona, 2018.
“La batalla de las internacionales”, tal como la calificó en su obra el historiador G.D.H. Cole, no tuvo un desenlace definitivo; la confrontación entre socialdemocracia y comunismo habría de dominar la historia de la izquierda a lo largo del siglo XX, por no hablar de su impacto en la historia general del siglo. En 1920 el balance que podía hacerse era favorable a la socialdemocracia; en aquella década la evolución del sistema político general, de manera particular la generalización del sufragio universal en los primeros años de la postguerra, le proporcionó un amplio espacio político por donde crecer a partir de su identificación entre democracia y parlamentarismo. Por el contrario, la Internacional Comunista se vio frenada por el fin del ciclo revolucionario en Europa y desestabilizada, inmediatamente después por la incidencia en ella del conflicto que estalló en el Partido Comunista Ruso y la URSS; lo que era una importante ventaja moral y logística – la existencia de un estado propio – se convirtió también en un problema político e incluso ideológico. Al acabar la década, la socialdemocracia parecía estar en el camino de conseguir hasta sus últimos objetivos, en tanto que el movimiento comunista se sumía en el aislamiento fuera de la URSS y en la autodestrucción dentro de ella. No fue tampoco el desenlace definitivo. Todo cambió de nuevo, cuando la crisis de 1929 y su deriva en larga depresión económica dio paso a un escenario mundial nuevo. La socialdemocracia cayó enredada en las elucubraciones teóricas y los argumentos de legitimación que había interiorizado, sin alternativa importante, en su identificación con el evolucionismo político; no solo no fue capaz de dar una respuesta coherente con su identidad a la depresión económica, sino que introdujo una nueva orientación que la alejaba del camino histórico en el que se había situado desde sus orígenes.
La prolongación de la crisis del movimiento de la Segunda Internacional, que facilitó la construcción inicial de la Internacional Comunista, se vio aliviada por la formación de una tercera plataforma internacional que no quiso constituirse como organización sino como puente entre los dos movimientos internacionales rivales. Fue la denominada Unión de Viena, o de los “reconstructores”, que respondía al objetivo de no romper definitivamente con los partidos de la Segunda Internacional, sino de reconstruir la unidad del movimiento obrero sobre la hipótesis de la recuperación de los principios del socialismo y del internacionalismo, obviamente vulnerados en 1914. Reunida por primera vez en febrero de 1921, sus promotores eran el Partido Socialista Suizo, el Partido Socialista Austriaco y el Partido Laborista Independiente, a los que se sumaron las minorías de la SFIO y del USPD que habían rechazado la integración en la Internacional Comunista en 1921 pero mantuvieron la denominación del partido, abandonada por sus rivales terceristas, mayoritarios. La dirección intelectual principal correspondía a los austriacos, a Adler y Bauer; a los que había que sumar la potencialidad de la presencia en el USPD minoritario de antiguas figuras de la Segunda Internacional, como Bernstein y Kautsky, y sobre todo de la personalidad emergente de Hilferding, que había empezado a destacar antes de la Gran Guerra por sus estudios sobre la evolución monopolista del capitalismo bajo la hegemonía del capital financiero. Adler se había enfrentado al sueco Branting en el congreso fallido de restauración de la Segunda Internacional, en Berna en 1919. Branting en su moción, triunfadora en aquel congreso, identificó al socialismo con una versión de la democracia que la restringía a su dimensión institucional parlamentaria y consideró la vía electoral como único camino para el cambio sistémico del capitalismo al socialismo; los instrumentos de la lucha de clases pasaban a ser las instituciones de la democracia parlamentaria, incluido el sufragio universal y descalificaba la revolución rusa – en su desenlace de octubre – y a los bolcheviques; y en cualquier caso nada sería realmente socialista si no respondía a un acuerdo de “la mayoría del pueblo”. En la reunión constitutiva de la Unión de Viena, en línea de la respuesta que Adler y Longuet habían dado a Branting en Berna, se propuso el reconocimiento de la diversidad de vías de lucha y acceso al socialismo; y frente a la descalificación de los bolcheviques, el estado soviético y el movimiento internacional que habían promovido, se propuso hacer de puente y explorar la posibilidad de la reunificación.
La voluntad de hacer de puente y la postulación de la pluralidad de vías tuvo su contraparte. Cerrado el período traumático de las rupturas y las escisiones, la dirección de la Internacional Comunista, y de manera muy particular Lenin y Trotsky, impusieron en el verano de 1921 -en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista- una rectificación de la política de confrontación con la socialdemocracia. Como reconoció públicamente Trotsky, contra lo que habían esperado un año antes, la revolución en Europa no iba a ser cosa de meses, sino de años. El tiempo de la revolución dejaba de ser el inmediato para pasar a un tiempo largo; había que abandonar los empeños insurreccionales, que fracasaban sin remedio como el protagonizado por el KPD en Alemania en marzo de aquel año, y plantearse la conquista de la mayoría de las clases trabajadoras. La conquista de la mayoría –del pueblo o de las clases trabajadoras, discriminar eso era un segundo nivel- aproximaba las concepciones políticas y los comportamientos; una primera concreción de ello por parte comunista fue la propuesta de establecer un frente único entre todas las organizaciones obreras. Consciente de que se estaba llamando a hacer casi todo lo contrario de lo que se había venido practicando Lenin llegó a argumentar que el recién nacido movimiento comunista se había “empachado un poco” en su lucha contra el centrismo socialista[1].
No fue posible. Los partidos socialistas rechazaron en todas partes ese frente único, que solo supieron ver como una maniobra. Por otra parte, si bien Lenin y Trotsky habían impuesto en el congreso sus posiciones de rectificación, éstas no fueron secundadas en la base de la Internacional; la mayoría de partidos importantes, -el francés, el italiano, el alemán-, la rechazaron, la bloquearon o la interpretaron en términos restrictivos, efectivamente como una maniobra para desautorizar a las direcciones socialistas, lo que no era el objetivo de quienes impulsaron la rectificación. El gran éxito, efímero, de la Unión de Viena, fue la reunión en Berlín de delegaciones de las tres plataformas internacionales, en abril de 1922. En la reunión, Vandervelde, por la Segunda Internacional, descalificó el frente único como un intento comunista de abrazar a la socialdemocracia para ahogarla y Paul Faure, en nombre de la Unión de Viena, reclamó que no se aplicaran sentencias de muerte a los socialistas revolucionarios que estaban siendo procesados en Moscú y la autodeterminación para Georgia; por su parte, Radek, cabeza de la delegación comunista, pidió el apoyo a la URSS, pero cedió en el documento final el compromiso sobre los juicios de Moscú y dejó abierta la cuestión de Georgia a un debate conjunto. Se constituyó una comisión permanente para examinar la convocatoria de un congreso mundial de unidad, pero aquí acabaron los acuerdos; en la primera reunión de la comisión, en junio, Vandervelde rechazó la convocatoria del congreso y Radek se retiró de la reunión ante tal negativa. Y así, como el rosario de la aurora, acabó aquel intento.
La Unión de Viena no sobrevivió al fracaso de Berlín y un año más tarde, en mayo de 1923, los partidos que la formaban- con excepciones de menor importancia- decidieron participar junto a los restos de la Segunda Internacional, en la fundación de lo que había de ser continuadora de esta última la Internacional Obrera y Socialista. Ya antes, el USPD y el SPD, tras constituir en julio de 1922 un único grupo parlamentario, se fundieron en un solo partido que habría de mantener la denominación y la orientación histórica de la socialdemocracia alemana; la izquierda socialista fue absorbida por la mayoría revisionista, y Hilferding, nombrado ministro de finanzas entre agosto y octubre de 1923, habría de convertirse en el nuevo teórico del reformismo alemán[i]. El congreso de la IOS adoptó una solución de compromiso al asumir una identidad anticapitalista, aceptando solo la vía democrático-parlamentaria y restringiendo el uso de la violencia como acción defensiva ante un ataque frontal y antidemocrático de la reacción; se descartó el modelo insurreccional y se denunció al estado soviético como una degeneración del concepto de dictadura del proletariado, que solo subsistiría en algunos sectores de la socialdemocracia como metáfora social.
La recomposición de la socialdemocracia como movimiento internacional fue pareja a los avances de sus partidos en los escenarios nacionales. Los presupuestos programáticos de la Internacional acordados en 1923 y la práctica política de los partidos no sólo se atuvieron al reformismo, lo establecieron como identidad definitiva; una identidad que ya no se alteró salvo en los levantamientos armados –defensivos y por tanto conformes a los principios de 1923- de febrero y octubre de 1934, en Austria y España. Fue determinante en su evolución, incluida la doctrinal, el acceso al gobierno. Durante la guerra lo había hecho en el seno de los ejecutivos de unión nacional en Bélgica, Francia y el Reino Unido, pero no en Alemania ni en Austria y aquella participación se presentaba como un hecho extraordinario. La generalización del sufragio universal puso la base para que se convirtiera en ordinario. El SPD fue el partido predominante durante la revolución de noviembre de 1918 y a partir de las elecciones de febrero de 1919, constituyó la minoría mayoritaria del parlamento alemán hasta 1932; formó parte de sucesivos gobiernos de coalición – en los que su aliado principal fue el Centro católico- en 1918-1920, 1921-1923 y 1928-1930, encabezando los primeros y los últimos; su líder incontestable, Ebert, fue Presidente de la República desde 1919 hasta su muerte en 1925. La caída del Imperio Austriaco llevó también, en coalición con los socialcristianos, al Partido Obrero Socialdemócrata a la jefatura del gobierno, que mantuvo tras las primeras elecciones por sufragio universal en 1919; su titular Karl Renner, en un alarde de optimismo extremó la argumentación parlamentarista habitual sosteniendo que el escenario de la lucha de clases, que primero había pasada de las fábricas y las calles al Parlamento, ahora se situaba en el gobierno. Optimismo excesivo, la ola de reacción ante la revolución húngara y el ascenso del socialismo maximalista en Italia llevó a los socialcristianos a formar coalición con otros grupos y expulsar del poder a la socialdemocracia hasta 1945. La socialdemocracia sueca participó por primera vez en el gobierno, entre 1917 y 1918, con Branting que alcanzó la jefatura desde 1920 hasta 1926, con breves interrupciones; tras un interregno conservador el Partido Socialdemócrata recuperó el control del gobierno en 1932 hasta finales del siglo XX. El Partido Laborista Británico lo consiguió por primera vez en 1924 y repitió entre 1929 y 1931, liderado por el antiguo “laborista independiente” Ramsay Mac Donald. En Bélgica, el Partido Obrero siguió formando parte del gobierno constituido en la guerra hasta 1921, volvió a él brevemente, en coalición con los católicos, y de nuevo, siempre junto a los católicos, entre 1936 y 1940, aunque solo lo presidió, con Spaak, en 1938-1939. La excepción, parcial, en ese panorama, fue la SFIO, que se coaligó con éxito con el Partido Radical en las elecciones de 1924, en un Cartel de Izquierdas, pero rehusó a participar en el gobierno subsiguiente, dominado por el Partido Radical; entre las posiciones antagónicas de Renaudel, partidario irrestricto del participacionismo gubernamental, y los sectores de izquierda (Zyromski, Bracke), contrarios a ella y al bloque con los radicales, Leon Blum impuso una peculiar solución intermedia, de apoyo parlamentario pero no participación gubernamental.
La socialdemocracia se transformó de sociedad paralela, de partido de oposición alternativo al sistema, en partido de gobierno. La cuestión del gobierno pasó a ser su punto nodal, su referencia de estabilidad por encima de las fluctuaciones electorales y las divisiones internas. Un hecho que fue asumido doctrinalmente por el SPD en su congreso de Kiel, en 1925, cuando tuvo que debatir cuál había de ser su posición ante la estabilidad de la “coalición burguesa” que los había desplazado del poder ¿había que volver ahora a reclamar el programa máximo? De ninguna manera; como fundadores y “verdaderos pilares” de la república democrática, concluyeron que su deber era no reclamar desde la oposición los límites que se estaría obligado a respetar si se estuviera en el poder. La socialdemocracia empezó a despojarse de sus señales de identidad más tradicionales. El programa máximo quedó arrumbado como un documento retórico que no orientaría ni la acción de gobierno, ni de la oposición; la oposición siempre debería hacerse desde la perspectiva del gobierno.
En la segunda mitad de la década, salvo en Italia donde la alternativa a la crisis del régimen liberal había sido el fascismo, la socialdemocracia alcanzó el cénit de su fuerza electoral y parlamentaria. En Alemania cosechó su mejor resultado en una elecciones generales – las de 1919 habían sido constituyentes – consiguiendo prácticamente el 30% de los votos; en Suecia sobrepasaba ya el 41,1% en 1924; en el Reino Unido, el laborismo había desplazado al partido liberal como opción alternativa al conservador, con el que casi se equiparaba en votos y los superaba claramente en escaños en 1929; en Bélgica, rozó el 40% de los votos en 1925; incluso en Austria se mantuvo en el nivel del 39-42% desde 1923, aunque la mayor capacidad de los socialcristianos en la concentración del voto conservador y en la política de coalición -en la que la socialdemocracia, para escarnio póstumo de Renner, no encontró interlocutor- le impedían recuperar la presencia en el gobierno; la formación que más lentamente avanzaba era la SFIO , que de un 17% del electorado en 1924 sólo pasó al 20% en las elecciones de 1932.
Por encima de las diferencias de porcentaje la percepción generalizada era que se estaba en situación de encabezar mayorías parlamentarias en los principales estados europeos, a condición de que, o bien se ampliara la base social de la socialdemocracia, o se adoptara la política de coalición como una opción permanente. Lo primero fue planteado ya en 1921 por el SPD cuando modificó el primer punto de sus estatutos, que lo definía como un partido obrero, para establecer una identidad más amplia, la del “pueblo trabajador de la ciudad y del campo”. Resultó una modificación más voluntarista que real; el SPD siguió siendo un partido obrero, con un 73% de trabajadores manuales y un 11% de empleados y funcionarios públicos; nunca adoptó políticas de acercamiento al mundo campesino que fueran más allá de las formulaciones doctrinales y no consiguió penetrar en el pueblo del campo. El mundo campesino siguió siendo el gran ejército de reserva de las reacciones conservadoras – no tanto en Europa oriental, donde hubo partidos agrarios reformistas – fundamental en el aplastamiento de las insurrecciones urbanas en Europa central en 1919-1920. En los años veinte la condición que parecía factible era la coalición con los “partidos burgueses” que más se acercaran a la defensa de la democracia política universal (sufragio) y al programa de mejoras materiales inmediatas al que se había reducido la política socialista. Ese coalicionismo político aparecía como la clave; aunque desde la perspectiva del movimiento obrero, en el que todavía se inscribía plenamente la socialdemocracia, y de la izquierda anticapitalista de la época, a la que también pertenecía entonces, tal caoligcaión negaba toda posibilidad unitaria con el movimiento comunista, incluso en la época en que éste lo propuso sin restricciones, entre 1921 y 1924. Los “partidos burgueses”, fueran los socialcristianos, los radicales o los liberales, estaban dispuestos a pactar con los socialistas, pero de ninguna manera con los comunistas. No sólo eso, la unidad con los comunistas fue también descartada por la socialdemocracia por considerar al comunismo como una desviación de la historia, cuyo curso progresivo los acabaría haciendo innecesarios.
El círculo de la modificación política y doctrinal de la socialdemocracia se cerró con la interpretación que Hilferding, su principal cabeza económica, añadió a sus estudios de preguerra sobre el capitalismo monopolista (El capital financiero, 1910). La intervención del estado en la economía, establecida en los tiempos de guerra y mantenida en términos de regulación después de ella, la progresiva concentración de la economía, incluso la expansión de la empresa de sociedad anónima y la introducción de la idea de la participación obrera en los beneficios de la empresa – reconocida en la legislación alemana- suponía, concluyó Hilferding, el paso a un nuevo estadio, el del “capitalismo organizado”, en el que desaparecían la concurrencia destructiva y las crisis, y ante el cual la función histórica de la socialdemocracia había de ser la de convertirse en el agente político consciente –subjetivo en el mejor sentido del término – de ese desarrollo que culminaría evolutivamente en el socialismo. Era como si Hilferding le hubiese dado la vuelta al argumento de Branting contra los bolcheviques cuando les acusó de no pretender el socialismo sino un nuevo capitalismo con muchos accionistas; de eso precisamente se trataba, pero no desde la dictadura del proletariado sino desde la democracia parlamentaria.
Esa ilusión se quebró abrupta e inesperadamente en 1929. Los hechos son conocidos y solo cabe reiterar que el problema no fue la crisis sino la depresión que generaron las respuestas deflacionistas a la crisis. Hilferding quedó en figura de profeta equivocado, pero eso no fue tampoco lo peor. Lo peor, y no solo para la izquierda y el movimiento obrero, fue que la socialdemocracia, que a lo largo de los años veinte se había ido desnudando de sus señales de identidad, incluso de las reformistas, no fue capaz de dar una respuesta propia a la crisis y la depresión. Por el contrario, asumió como única posible la receta liberal clásica del deflacionismo, que no sirvió para que la economía capitalista recuperara el camino del crecimiento y, en contrapartida, erosionó el apoyo de sus bases obreras y la enfrentó radicalmente al campesinado, por la caída de los precios agrarios, echándolo en los brazos del fascismo en Alemania, Austria y también parcialmente en Francia. Un argumento tópico, que se mantiene a pesar de las evidencias contrarias, sobre las causas del ascenso del nacional-socialismo en Alemania es el de la división del movimiento obrero expresada en dos supuestos hechos: el apoyo que Hitler habría empezado a tener entre las clases trabajadoras y la política de confrontación comunista contra la socialdemocracia, considerada bajo la etiqueta de socialfascismo como el enemigo principal. Lo primero es falso. Las clases trabajadoras, ni siquiera en parte, apoyaron el ascenso del nacionalsocialismo. El voto sumado de los partidos obreros no dejó de crecer en términos absolutos desde 1928, el año en que llegó a su porcentaje más alto el 40,4%, pasando de 12,4 millones a 13,2 en 1930 y las dos elecciones de 1932; sí se produjo un trasvase de voto del SPD, que bajó de 9,1 millones a 7,2 en favor del KPD que creció del 3,2 al 5,9. Lo segundo tampoco es cierto; la política de confrontación, desarrollada por ambas partes, pudo bloquear la oposición contra la liquidación del sistema democrático, pero no favorecer el ascenso de Hitler. El ascenso de Hitler estuvo favorecido por el mantenimiento del deflacionismo, tanto por parte del gobierno de Alemania, encabezado sucesivamente por el SPD y el Centro católico, como del gobierno del land de Prusia (2/3 de Alemania) en manos del SPD hasta 1932.. Sin llegar a ese desenlace, el empecinamiento de Mac Donald en mantener una política de recorte del gasto público, en particular del subsidio del paro, dividió al gobierno laborista en 1931; obligando a nuevas elecciones cuyo resultado fue un largo período de hegemonía del Partido Conservador –a cuya rueda se puso Mac Donald, que abandonó el laborismo – prolongado hasta las primeras elecciones después de la guerra, en 1945.
El descalabro político y doctrinal de la socialdemocracia tuvo dos tipos de respuesta interna. Una procedió del mundo sindical, de las Trade Unions y los Sindicatos Libres de Alemania, desde los que a partir de 1931 se reclamó el abandono de las políticas deflacionistas y la adopción de un “plan de gobierno” para el fomento del empleo y la recuperación del crecimiento. La otra se produjo en el seno del Partido Obrero Belga y de la SFIO[i]. Las dos compartieron la propuesta de un plan de expansión y fueron entonces y hoy todavía agrupadas bajo la etiqueta de “planismo”; no obstante, su significación ideológica y política y su trascendencia en la historia de la socialdemocracia fue muy diferente. La que corresponde a este artículo, la segunda, la impulsó Henri de Man, dirigente socialista belga formado en el campo de la socialdemocracia alemana, que en 1927 había cobrado una primera notoriedad por su publicación Más allá del marxismo, una revisitación de las tesis de Bernstein. A partir de 1933 dio un salto cualitativo en su reflexión y su influencia política; con dos nuevos textos, Socialismo constructivo (1933) y La idea socialista (1935), su ascenso a la vicepresidencia del Partido Obrero Belga y su participación en los gobiernos de coalición, en 1934-1935 y 1936-1938; en 1939, tras la muerte de Vandervelde, asumió la presidencia del partido. La propuesta de De Mann tenía dos líneas principales y un corolario. La interpretación crítica – a diferencia de Hilferding- del capitalismo como “hipercapitalismo”, negativamente dominado por el capital financiero y progresivamente alejado del desarrollo productivo; y la necesidad de articular un nuevo bloque social y político que retorne el sistema a su función productiva, mediante una economía mixta, como sistema intermedio entre el capitalismo y el socialismo, en la que al estado le corresponda la función de debilitar y sustituir al poder financiero. Henri de Mann recuperó un cierto discurso anticapitalista, pero no con una orientación ni socialista ni democrática. Ese bloque social, para ser mayoritario, había de sustituir el discurso de clase por el discurso de la producción y la afinidad entre productores, fueran estos trabajadores manuales, empleados o profesionales. En otros términos, tenía que articularse una alianza entre clases trabajadoras y clases medias, a través de sus agentes políticos, contra el capital financiero y en competencia con la oferta que el fascismo hacía a las clases medias; para ello había que sustituir también el discurso de la colectivización, de la propiedad pública de los medios de producción, por el de la distribución y la gestión del sistema en interés de la mayoría social. Esa mayoría social estaría en condiciones de conquistar el poder, nacionalizar el crédito e impulsar una economía mixta en la que el estado no competiría con la propiedad productora, la complementaría. Tras el fracaso de su “plan” de fomento del empleo y la expansión en 1934-1935, al que los socialcristianos se opusieron, De Mann cerró su propuesta ideológica y política considerando, en 1937, que el partido había de dejar de ser un partido revolucionario de clase para convertirse en un partido popular, “un partido de gobierno democrático y mayoritario, un partido constitucional, de orden y de autoridad, un partido nacional”; y todavía fue más allá, del marxismo y de la socialdemocracia, al diluir de todas esas etiquetas la referente a la democracia y enfatizar la autoridad, el orden y la identidad nacional, léase nacionalista.
La propuesta de De Mann fue acogida en Francia por Marcel Déat y su grupo “neosocialista”, sin grandes aportaciones teóricas aunque con una prolongación práctica de empatía con el nacionalsocialismo a partir de la rendición de Francia ante Alemania en 1940. De Mann, como Deat, defendieron una política de “neutralidad” ante la nueva Alemania nacional-socialista, de rechazo a la articulación de un frente antifascista y, por el contrario, de aceptación de concesiones a Alemania en Europa Central y Oriental a cambio de mantener la paz en la Occidental. Se opusieron también a resistir tras la derrota y la ocupación de sus países, pero De Mann tras una breve colaboración asociada al intento de Leopoldo III de crear una “zona libre” a semejanza de la Francia de Vichy -rechazado por Hitler- abandonó el país y se exilió a Suiza. Déat, por el contrario se mantuvo como irreductible colaboracionista, junto a Laval y Doriot.
Más allá de la diferencia en su relación con el nacional-socialismo, la trayectoria final de De Mann resultó embarazosa para la socialdemocracia que había de reconstituirse después de la segunda guerra mundial, tanto por su período de colaboración como por su interpretación autoritaria del sistema constitucional. No obstante, es difícil no ver en toda su propuesta de 1933-1937 uno de los antecedentes de la redefinición de la socialdemocracia de postguerra en términos de partido del “estado del bienestar”, de keynesianismo de izquierda; de gestor de políticas redistributivas que huyó tan pronto como pudo de los proyectos de nacionalización de servicios e industrias de los primeros años de la postguerra. No en vano uno de los protagonistas de esa redefinición, Paul Henri Spakk había compartido militancia y neutralismo con Henri de Mann, y algo más cuando en 1938 escribió: “Lo que muchos reclaman es que el progreso se realice dentro del orden político. Reclaman un Estado fuerte. Y tienen razón. No opongamos la idea de la democracia a la idea de la autoridad. La democracia es un régimen de autoridad basado en la confianza y el control”. El futuro secretario general de la OTAN, la de los tiempos duros entre 1957 y 1961, no estaba tan alejado de De Mann en sus ideas sobre democracia, constitucionalismo y autoridad, ni tampoco en la concepción de su partido, que dejó de llamarse “obrero” a partir de 1945 para ser Partido Socialista Belga, como partido popular y de gobierno. Como no lo estuvo el SPD cuando en 1959 aprobó en 1959 un nuevo programa, suma de Lasalle y de De Mann, en la que dejaba explícitamente de ser “el partido de los obreros” para ser “el partido de todo el pueblo”, sin ni siquiera el calificativo de trabajador que todavía se había mantenido en 1921.
La influencia, no confesada, de De Mann en la socialdemocracia se produjo a largo plazo. En los años treinta empero, excepto en el Partido Obrero Belga, fue minoritaria. No obstante, la Internacional Obrera y Socialista, como ocurriera a su antecesora veinte años atrás, no fue capaz de articular una respuesta homogénea ante el fascismo. La Conferencia de Paris, en agosto de 1933, no pudo llegar a una posición común. La socialdemocracia sueca, una parte del socialismo italiano (Saragat) y los “neosocialistas” se atuvieron a la tradicional alianza con el centro y la derecha democrática, añadiendo una insistencia en nacionalizar el discurso para competir de manera más eficiente con el fascismo. En contra de ellos, los austriacos (Otto Bauer), el ala izquierda del Partido Obrero Belga – liderada entonces por Spaak- y la otra facción del socialismo italiano (Nenni) empezaron a postular como acción prioritaria un acercamiento al movimiento comunista. La mayoría de la SFIO, liderada por Blum y Faure, se situaron en una posición intermedia: rechazo de la nacionalización, ratificación del principio de solidaridad internacional, aunque sin decidirse todavía por abandonar la concepción tradicional del “bloque de izquierdas” en el que el interlocutor principal era el Partido Radical. La dispersión doctrinal y política atenazó a la socialdemocracia europea y su expresión culminante fue su falta de apoyo explícito como tal internacional a la República española durante la guerra civil; facilitando el sorprendente “neutralismo” del Partido Obrero Belga y alimentando el tramposo equívoco de la “no beligerancia” argumentada por Blum por razones de política nacional francesa. Además, desde el establecimiento de la dictadura nacional-socialista en Alemania y el régimen parafascista de Dollfuss en Francia, el SPD y el Partido Socialista Austríaco desaparecieron en la práctica, apenas sobreviviendo en el exilio. Esta vez, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, no hubo derrumbe de la Internacional Obrera y Socialista, había dejado de existir ya virtualmente antes.
[1] Milos Hajek, Historia de la Tercera Internacional. La política de frente único (1921-1935). Crítica, Barcelona, 1984.
[2] Donald Sassoon, Cien años de socialismo. Edhasa, Barcelona, 2001; Geoff Eley, Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000. Crítica, Barcelona, 2003; William Harvey Maehl, The German Socialist Party. Champion of the First Repubic, 1918-1933. Allen Press, Lwrence, Kansas, 1986; Hans Mommsen, From Weimar to Auschwiz., Cambridge University Press, 1999.
[3] Mario Teló, La soialdemocrazia europea nella crisi degli anni trenta. Franco Angeli, Milan, 1985; Zev Sternhell, Ni droite, ni gauche: l’ideologie fasciste en France.Folio, Paris, cuarta edición ampliada, Paris, 2012; Marcel Déat, Mémoires politiques. Editions Denoel, Paris, 1989.
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Gracias porque necesitamos estudios de fondo para comprender la evolución de Europa, vecina «política» de imperios como Rusia, Turquía o USA. El no analizar estas tendencias, nos conduce a aceptar el simplista de los «pensadores» maniqueísmo que asesoran a jefes de ciertos estados (Rusia, China, Turquía Iran). Firma Luis Bertrand Fauquenot