Introducción[1]
Luis Castro
I.- Los shocks de Nixon y Trump
Aunque Trump y sus partidarios admiran y toman como ejemplo al presidente Reagan, el actual momento de Estados Unidos recuerda más bien al de los primeros años de la presidencia de Nixon, cuando este tomó algunas decisiones unilaterales que alteraron profundamente el orden mundial. Aconsejado por John Conally, su secretario del Tesoro, Nixon implantó entonces la “Nueva política económica” (el Nixon shock), cambiando las reglas de juego del capitalismo mundial, que los propios EE.UU. habían establecido desde la conferencia de Breton Woods de 1944. La NEP supuso el fin del patrón oro, sustituido por los cambios flotantes de las divisas, la subida del 10 por ciento en los aranceles y otras medidas encaminadas a estabilizar la economía y reducir el déficit comercial de EE.UU., que entonces apuntaba a Japón como principal responsable[2]
Connally, no menos expresivo que hoy Donald Trump, dijo entonces: “lo que los extranjeros pretenden es jodernos y lo que tenemos que hacer, por consiguiente, es joderlos primero a ellos”[3]. La lectura que se hacía entonces de la situación mundial no era muy distinta de la de ahora: EE.UU. había ayudado a muchos países a recuperarse tras la IIGM y ahora rivalizaban con EE.UU. y especulaban en perjuicio del dólar. Está de más decir que, lo mismo que ahora, los EE.UU. no contaron con nadie para decidir sobre asuntos que afectaban a casi todo el mundo. Otro dicho famoso de Connally fue: “el dólar es nuestra moneda y vuestro problema”, dirigido a políticos europeos preocupados por sus economías. La idea estaba clara: nosotros tenemos nuestra política monetaria y vosotros debéis adaptaros a ella. (Al año siguiente Nixon visitó China y abrió relaciones con ella, también con profundas consecuencias globales a largo plazo).
Nixon y su secretario de Estado Kissinger también decidieron actuar a su aire cuando apoyaron estratégicamente a Israel en la Guerra del Yom Kipur (1973), contraviniendo las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, que pedía una solución negociada. De la victoria israelí se derivó, entre otras cosas, la decisión de la OPEP de subir los precios del crudo provocando una crisis en los países capitalistas. Ahí se vio cómo un conflicto militar localizado puede derivar fácilmente hacia una grave crisis económica general[4], mientras que ahora podría ocurrir a la inversa, como sostiene el artículo que presentamos, pues presenta la guerra comercial con China como “un posible preludio de una guerra a tiros”.
La historia no se repite, o no se repite del todo. Por ejemplo, Nixon tuvo que devaluar el dólar por primera vez desde la Gran Depresión; ahora no hace falta, pues son los mercados los que lo hacen. Tras llegar casi a la paridad con el euro tras el acceso de Trump a la Casa Blanca, ahora, a comienzos de mayo de 2025, el dólar se cotiza a 0,88 euros. Como señala Walter LaFeber, con Nixon “la era del todopoderoso dólar acabó temporalmente y, con ello, parte del poder político de Washington”[5]. Cabe preguntarse si ahora, cuando el dólar va perdiendo fuerza como divisa de referencia, no estaremos en un turning point semejante al de 1971. Está por ver que la avalancha de directivas presidenciales firmadas por Trump sea capaz de detener la decadencia relativa de la economía de EE.UU. y si no está causando más bien lo contrario: la erosión del dólar, de los títulos de la deuda y de las bolsas, agravando debilidades económicas estructurales que podrían arrastrar a la economía norteamericana, y con ella al resto del mundo capitalista, a una nueva recesión. Más allá de ello, es difícil conjeturar si este embrollo económico no tendrá derivas peligrosas en lo militar. Que la purga de altos cargos y funcionarios haya llegado también a Defensa y a Estado para colocar a elementos “leales” a Trump, incluso sin experiencia, es inquietante[6].
Aunque aquí nos referimos especialmente a la política internacional, constatemos de pasada que también hay paralelismo entre Nixon y Trump en su enfoque de la política interior y su talante personal desconsiderado. Trump nos recuerda las malas artes del “tramposo” Nixon (tricky Dicky), quien en una entrevista de la CBS en 1977 afirmó que “cuando el presidente hace algo, significa que no eso no es ilegal”. Trump actúa sobre ese supuesto y sorprendentemente (o no tanto) ahora nos encontramos con que el Tribunal Supremo de EE.UU., de mayoría conservadora, sostiene una postura parecida, considerando que hay inmunidad para los actos oficiales del presidente aún en el caso de que no se hallen dentro de sus competencias constitucionales.

II.- ¿Es Trump imprevisible?
Aunque es difícil decir hasta dónde llegará esta deriva de la presidencia trumpiana, el artículo de Michael Beckley que hoy presentamos, aun con todas sus carencias y sesgos ideológicos, muestra qué realidades mueven el derrotero político de Trump (o, mejor dicho, la percepción que se tiene de ellas, a veces distorsionada). La idea general es que la política de Trump, a pesar de todo, es válida, obedece a factores estructurales irresistibles y puede y debe seguir adelante, siempre que haga algunos cambios de estrategia.
El artículo de entrada despeja algunas lecturas apresuradas sobre la conducta de Trump. Es cierto que sus bandazos y contradicciones han impuesto la imagen de un individuo descontrolado, solo movido por su ego y su afán de lucro y de poder; de un tipo impulsivo que no para de hablar, gesticular y firmar con su rotulador de punta gorda todo tipo de decretos. (De nuevo se impone el paralelismo con Nixon, que a veces seguía “la estrategia del loco”). Según este cliché, sostiene su sobrina Mary, es un error hablar de las estrategias o agendas del tío Donald “como si operara de acuerdo con cualquier principio organizativo. No lo hace”[7]. Y, por tanto, será difícil adivinar, como como señala Branco Milánovic, “como será su gobierno en los próximos cuatro años”[8].
Habiendo algo, o bastante, de verdad en esa visión, nos equivocaríamos si despojáramos a Trump de toda racionalidad política y nos centramos demasiado en su extravagante personalidad. Como señala Jesús A. Núñez, “Trump tiene un plan, aunque a veces no lo parezca”[9]. Como ya indicamos aquí, ese plan en buena medida es el Project2025, elaborado por la Heritage Foundation, que le ha surtido también de un plantel de personal adecuado para implementarlo, como ya lo hizo en su etapa presidencial anterior, cuando, según la propia HF, Trump asumió 2/3 de sus propuestas[10]. (Ahora, entre otros, están la onda de la HF el vicepresidente Jack Vance, J. Radcliffe, director de la CIA, Rush Vought, de la Oficina del presupuesto federal, Broke Rollings, secretario de agricultura, y Peter Navarro, asesor para asuntos comerciales).
Algunas de las propuestas del Project2025 de la HF se están cumpliendo casi al pie de la letra, como la profunda transformación de la burocracia federal mediante despidos masivos, la disminución o eliminación de agencias gubernativas, como como la USAID, la deportación de inmigrantes o la destitución de altos cargos del Consejo de Seguridad Nacional (NSC) y de la Agencia de Seguridad (NSA), sobre la base de la supuesta falta de lealtad hacia el presidente[11]. En todo caso, Trump pone su sello personal al aplicar este programa de la derecha alternativa (alt right) y en algún asunto va más allá de lo que le sugieren los asesores de la HF, que por cierto en algunos puntos difieren de opinión. Es el caso de la política comercial, donde Kent Lassman defiende un enfoque favorable al libre comercio, mientras que Peter Navarro sugiere un zafarrancho arancelario general, no solo contra China, sino contra todos los países que tengan tratos con ella, siendo más bien este criterio el que ha seguido Trump[12]. En todo caso, la HF considera que la Organización Mundial del Comercio es una institución “muy ineficaz” y principal causante del déficit comercial crónico de EE.UU. y por ello conviene, como ya ha hecho China, ignorar sus recomendaciones.
Esto último evidencia uno de los flancos más vulnerables del gobierno de Trump: la disparidad de intereses políticos y económicos de los distintos sectores que lo apoyan: los magnates de la industria y las finanzas tradicionales, los tecnocapitalistas de Silicon Valley, el republicanismo usual, ligado a intereses locales, los movimientos ultras e integristas, en gran medida representados por la HF, etc.

III. Un trumpismo “centrado” para un país “canalla”
El artículo de Beckley que presentamos profundiza precisamente en esa cuestión: partiendo de que el régimen político de Trump se consolidará en el futuro, al responder a “fuerzas estructurales profundas”, debe, sin embargo, reorientarse con “una estrategia más centrada y coherente” para mantener la hegemonía global de Estados Unidos, reducir la dependencia de terceros países y, en casa, consolidar los valores culturales del american way of life. De otro modo, se daría en EE.UU. un “descontrol [que]… podría desestabilizar el mundo y socavar su propio poder a largo plazo”. Esa corrección ya se ha hecho en uno de los aspectos más chirriantes y contradictorios, como es la política arancelaria, a instancias del secretario del Tesoro, Scott Bessent.
Beckley propone otras correcciones, como, por ejemplo, que EE.UU. solucione los déficits militares “antes de seguir adelante con la subida de aranceles”, pues no se descarta que la guerra comercial con China “acabe a tiros”. Además, plantea fortalecer el bloque comercial con Canadá y México, y hacer frente al “debilitamiento” de los aliados (UE, Japón, Corea del Sur, Taiwán). Envejecidos y volcados a unas políticas de bienestar social, estos países han descuidado su defensa y ahora son incapaces de hacer frente a conflictos graves provocados por “rivales autocráticos”, de modo que descargan la responsabilidad en el “amigo americano”, de cuya generosidad abusan. En contraste, China, Rusia y otras dictaduras sí se rearman a marchas forzadas aún a costa del bienestar de sus súbditos.
En ese contexto, Beckley sugiere a Trump una tercera vía entre el multilateralismo y el aislacionismo. Dado su poder económico, militar y tecnológico, EE. UU. ya no necesitaría mantener buena parte de sus compromisos exteriores de defensa ni su despliegue global de fuerzas, con unas bases militares cada vez más vulnerables, pero mantendría la capacidad de intervención rápida en cualquier punto del planeta, apelando solo a aquellos aliados que resulten fiables y en los momentos que convenga. El objetivo estratégico sería una nueva contención (roll back), ahora enfocada a China y otros países autocráticos de Eurasia.
En ese mundo, Estados Unidos sería un país “canalla”, esto es, uno que va a lo suyo y que ignora los acuerdos y normas internacionales, así como la estructura institucional que los sostiene (ONU, FMI, BM, OMC, etc.), Estos entes, según el análisis de Beckley (que en este punto coincide con la HF) se consideran “politizados” en un sentido izquierdista y “contrarios a los intereses y valores de Estados Unidos”, a lo cual no es ajeno la presencia en ellos de países del Sur global, cada vez más alérgicos al imperio de las barras y estrellas.

Conclusión
El enfoque de Beckley no deja de tener graves carencias de tipo intelectual, ético y político. De entrada, defiende una actitud irresponsable por parte de una potencia que, desde la carta del Atlántico y la conferencia de Bretton Woods, ha tenido un papel hegemónico incontestado en un orden global creado a su medida. Que EE.UU. esté perdiendo poco a poco ese papel en un mundo multipolar no tiene por qué ser una amenaza existencial. Y siendo los principales responsables de la situación actual del mundo, hoy no pueden ni deben desentenderse de ella, ya que los grandes problemas de la humanidad (degradación del medio natural y agotamiento de los recursos, cambio climático, crisis biosanitarias, desigualdades sociales) solo pueden ser planteados y resueltos desde una óptica multilateral. Lo que implica entre otras cosas concebir la seguridad de los estados no como un juego de suma cero que lleva a la rivalidad permanente y a la amenaza de la guerra, sino como algo compartido, que va más allá de lo militar, teniendo en cuenta que, como señalaba Bertrand Russell, los intereses que unen a todos los miembros de la familia humana son mayores que aquellos que los enfrentan, “siendo el primero y más importante el de sobrevivir”[13].
Pero el artículo de Beckley pasa de largo sobre estos temas y solo se refiere al multilateralismo para denigrarlo y certificar cínicamente su estado comatoso. Ni siquiera menciona a la OTAN. Tampoco al juego sucio de Trump en el plano político interior, con su desprecio de las urnas, los tribunales, la prensa y la oposición, y su usurpación de funciones del Congreso y de los estados. Una conducta política que ya está suscitando fuertes resistencias tanto dentro como fuera de EE.UU. y que, de no revertirse, lesionaría gravemente el sistema legal y democrático de EE.UU.
Nixon tuvo que dimitir ante la amenaza de un impeachment. Trump ha tenido dos procesos de este tipo en su primer mandato y ahora mismo está involucrado en varios pleitos judiciales por distintos delitos. ¿Los superará y, haciendo caso de los consejos de Beckley, se “centrará” para dar estabilidad y continuidad a su mandato? Pero, en ese caso, ¿puede haberlas en un mundo donde la primera potencia se comporta como un “estado canalla”?, ¿puede ser ese “un mundo libre que funciona”, como dice Beckley?, ¿o habrá una amplia movilización política tanto dentro como fuera de EE.UU. que señale la salida Trump y enderece la situación hacia la sensatez y hacia la vida, como pedía Russell?

La era del unilateralismo estadounidense
Cómo una superpotencia canalla[14] transformará el orden global
Michael Beckley*
Desde el final de la Guerra Fría se ha esperado en gran medida que Estados Unidos siga en política exterior uno de estos dos caminos: preservar su posición como líder del orden internacional liberal o retroceder y adaptarse a un mundo multipolar ya no solo estadounidense. Pero, como argumenté en Foreign Affairs en 2020, la trayectoria más probable siempre ha sido una tercera opción: convertirse en una superpotencia canalla, ni internacionalista ni aislacionista, sino agresiva, poderosa y cada vez más volcada a lo suyo.
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, le ha dado a esta visión una definición nítida al aumentar los aranceles a niveles que recuerdan la infame Ley Smoot-Hawley de 1930, al recortar la ayuda exterior, al desairar a los aliados y al proponer apoderarse de territorio extranjero, incluidos Groenlandia y el Canal de Panamá. Sin embargo, Trump es más un impulsor que un arquitecto, y canaliza frustraciones latentes desde hace mucho tiempo en el liderazgo global y las fuerzas estructurales más profundas, que empujan la estrategia estadounidense hacia adentro. La verdadera pregunta ahora no es si Estados Unidos seguirá su propio camino, sino cómo y con qué fin.
Comprender los factores impulsores de este cambio no es solo un tema de debate académico; es esencial para dar forma a lo que ha de venir. Si no se controla, el giro unilateral de Washington podría desestabilizar el mundo y socavar su propio poder a largo plazo. Pero si se reconocen y se reorientan, estas fuerzas podrían formar la base de una estrategia más centrada y coherente, que limite el exceso de la hegemonía liberal sin renunciar a las fortalezas clave de ese orden liberal.

¿Por qué no seguir solos?
Una de las razones por las que Estados Unidos se está volviendo canalla es porque puede. A pesar de décadas de advertencias de decadencia, el poder estadounidense sigue siendo formidable. El mercado de consumo del país rivaliza con el tamaño combinado de los mercados de China y la eurozona. La mitad del comercio mundial y casi el 90 por ciento de las transacciones financieras internacionales se realizan en dólares, canalizados a través de bancos vinculados a Estados Unidos, lo que le da a Washington el poder de imponer sanciones paralizantes. Por otro lado, Estados Unidos tiene una de las economías menos dependientes del comercio mundial: las exportaciones representan solo el 11 por ciento del PIB (un tercio del cual va a Canadá y México) en comparación con el promedio mundial del 30 por ciento. Las empresas estadounidenses suministran la mitad del capital riesgo mundial, dominan la producción de artículos de primera necesidad como la energía y los alimentos, y generan más de la mitad de las ganancias mundiales en industrias de alta tecnología, como los semiconductores, la aeroespacial y la biotecnología, casi diez veces más que China. Estados Unidos depende de China para obtener insumos industriales de gran volumen (productos químicos básicos, medicamentos genéricos, tierras raras y chips de gama baja), pero China depende mucho más de Estados Unidos y sus aliados para las tecnologías de alta gama y la seguridad alimentaria y energética. Ambas partes sufrirían una ruptura, pero las pérdidas de China serían más difíciles de reemplazar.
Militarmente, Estados Unidos es el único país que puede librar grandes guerras a miles de kilómetros de sus costas. Aproximadamente 70 países, que representan una quinta parte de la población mundial y un tercio de su producción económica, dependen de la protección de Estados Unidos a través de pactos de defensa y necesitan de la inteligencia y la logística de Estados Unidos para mover sus propias fuerzas más allá de sus fronteras. En un mundo tan profundamente dependiente del mercado y de las fuerzas armadas de Estados Unidos, Washington tiene una inmensa capacidad para revisar las reglas o abandonarlas por completo.
Estados Unidos no sólo tiene los medios para luchar solo, sino también, cada vez más, el motivo para hacerlo así. El orden liberal liderado por Estados Unidos ha ido más allá de su propósito original, convirtiéndose en un laberinto de cargas y vulnerabilidades. No ha fracasado, pero ha triunfado sobre amenazas que ya no existen: la devastación de la Segunda Guerra Mundial y la expansión del comunismo. A principios de la década de 1950, la Unión Soviética controlaba casi la mitad de Eurasia y desplegaba el doble del poder militar de Europa Occidental. Los partidos comunistas, comprometidos con la abolición de la propiedad privada, controlaban un tercio de la producción industrial mundial y ganaron hasta el 40 por ciento de los votos en las principales democracias occidentales. En estas circunstancias, la amenaza al estilo de vida estadounidense era clara, así como la necesidad de defender el orden capitalista. Esa estrategia funcionó: Occidente llegó a ser próspero y democrático, y el bloque soviético colapsó. Pero el éxito creó nuevos problemas que el viejo orden no ha podido resolver.
Muchos de los aliados de EE.UU. que Washington ayudó a proteger, por ejemplo, son hoy incapaces de soportar cargas importantes. Al amparo de las garantías de seguridad de Estados Unidos, los países de Europa occidental, así como Canadá y Japón, han recortado drásticamente el gasto en defensa, han ampliado los estados de bienestar y se han enredado profundamente con los mercados chinos y la energía rusa. Muchos aliados de EE.UU. luchan por asegurar sus propias periferias y mucho menos por mantener la estabilidad global. Y cuando estallan las crisis, siguen recurriendo a Washington para hacer cumplir la libertad de navegación en el Mar de China Meridional frente a la agresión china, para armar a Ucrania contra Rusia o para proteger el transporte marítimo de los ataques hutíes en el Mar Rojo. Los países que alguna vez anclaron el orden liberal se han convertido en dependientes, drenando el poder de Estados Unidos en lugar de reforzarlo.
Es más, al facilitar la integración de Rusia y China en el orden liberal, Estados Unidos empoderó a sus adversarios más peligrosos. Ambos regímenes se beneficiaron de un sistema de alianzas liderado por Estados Unidos que pacificó a sus rivales históricos en Alemania y Japón, frenó la proliferación nuclear y aseguró las rutas comerciales globales. Con sus flancos y líneas de suministro relativamente seguros, comenzaron a redibujar el mapa de Eurasia por la fuerza: Rusia a través de las invasiones de Georgia y Ucrania; China a través de la militarización de islas artificiales en el Mar de China Meridional, invasiones del territorio de la India y la escalada de amenazas contra Taiwán.
También obtuvieron acceso a los mercados, instituciones y redes occidentales, y luego explotaron ese acceso para hackear, intimidar y saquear el sistema. Rusia lava la riqueza oligárquica a través de los bancos occidentales, difunde desinformación y utiliza la energía como arma para fracturar a Europa. China protege su mercado interno mientras inunda otros con exportaciones subsidiadas, gastando diez veces más en política industrial que el promedio de los países que pertenecen a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. China ahora domina sectores manufactureros estratégicos como la construcción naval, los drones, la electrónica y los productos farmacéuticos, y está utilizando ese dominio como arma para coaccionar a Estados Unidos y sus aliados cortando las exportaciones de tierras raras, amenazando las cadenas de suministro de medicamentos, llenando Taiwán de drones e inundando Europa con vehículos eléctricos a bajo precio. En su país, Pekín censura las ideas extranjeras; en el extranjero, explota la Internet abierta para robar propiedad intelectual, plantar malware en la infraestructura occidental y difundir propaganda. Asume roles de liderazgo en instituciones como el Consejo de Derechos Humanos de la ONU solo para subvertir las normas liberales para las que fueron establecidos. Lo que alguna vez fue una piedra angular de la estrategia de Estados Unidos, la apertura, se ha convertido en un caballo de Troya.
Además, el orden liberal se ha vuelto más difícil de controlar. Después de la Segunda Guerra Mundial, Washington apoyó la descolonización e integró nuevos países en los mercados e instituciones globales, alimentando la globalización y el “ascenso del resto” y duplicando el número de estados soberanos. Pero el éxito tuvo un costo. A medida que proliferaban nuevos actores, la autoridad se fracturaba y los puntos de veto se multiplicaban. Las instituciones que alguna vez amplificaron la influencia de Estados Unidos, como la ONU, la Organización Mundial del Comercio y el Banco Mundial, se han convertido en escenarios de estancamiento y posturas antiestadounidenses.
En casa, las consecuencias han sido igualmente corrosivas. La globalización impulsó el crecimiento, pero vació las industrias estadounidenses y concentró las ganancias. Entre 2000 y 2020, la producción industrial de Estados Unidos (excluidos los semiconductores) cayó casi un diez por ciento y uno de cada tres puestos de trabajo en las fábricas desapareció. Casi todo el crecimiento neto del empleo se destinó al 20 por ciento más rico de los códigos postales, dejando atrás a gran parte del país. Las consecuencias sociales han sido asombrosas: aumento de las peticiones de discapacidad, sobredosis de drogas y trabajadores en edad productiva que abandonan la fuerza laboral al nivel de la Gran Depresión. Muchas comunidades perjudicadas conservan su influencia política gracias a un sistema electoral que amplía las voces rurales sobre las mayorías urbanas. El resultado: un drástico giro que nos aleja del internacionalismo liberal y nos acerca al proteccionismo y los controles fronterizos.

La tormenta que se avecina
Como argumenté en 2020, dos tendencias poderosas —el cambio demográfico y la creciente automatización— están rehaciendo el panorama global y reforzando la deriva hacia el unilateralismo estadounidense. El rápido cambio demográfico está debilitando a las grandes potencias en Eurasia y desestabilizando franjas del mundo en desarrollo. Mientras tanto, las nuevas tecnologías están reduciendo la necesidad de Estados Unidos de mano de obra extranjera, energía y grandes bases militares. El resultado es una creciente asimetría: un creciente desorden y debilitamiento de los aliados, por un lado, y un aumento de la autosuficiencia y las capacidades de ataque a distancia de EE.UU. por el otro. A medida que esa brecha se amplíe, Washington tendrá tentaciones más fuertes de hacerlo solo.
Empezando por la demografía, Estados Unidos es la única gran potencia cuya fuerza laboral se prevé que crezca a lo largo de este siglo. Para 2050, la fuerza laboral de las principales economías de Eurasia perderá alrededor de 200 millones de adultos de 25 a 49 años, la cohorte que impulsa la productividad, el reclutamiento militar y el crecimiento económico, con disminuciones del 25 al 40 por ciento en muchos países. Para 2100, la cifra superará los 300 millones, y se prevé que solo China se desprenderá del 74 por ciento de su fuerza laboral en edad de trabajar. La proporción de personas mayores se duplicará con creces en la mayoría de los países para mediados de siglo, lo que llevará las tasas de apoyo (el número de trabajadores por jubilado) a niveles ruinosos; el de China, por ejemplo, caerá de diez a uno en 2000 a menos de dos a uno en 2050. El declive demográfico ya está recortando más de un punto porcentual el crecimiento anual de las principales economías euroasiáticas y la relación deuda/PIB se ha disparado por encima del 250 por ciento en promedio. A medida que otras economías se contraigan y se tensen, la economía de Estados Unidos se volverá más central para el crecimiento global y su base fiscal y personal militar más robustos en términos relativos.
Sin embargo, es poco probable que Estados Unidos convierta su ventaja demográfica en una nueva era de hegemonía liberal. En cambio, la disrupción demográfica está aumentando los riesgos para las defensas aliadas al alimentar un peligroso desequilibrio: los rivales autocráticos se están militarizando a pesar de la disminución de la población, mientras que los aliados democráticos se están rearmando lentamente, limitados por el envejecimiento del electorado y las crecientes obligaciones de asistencia social. A medida que la balanza euroasiática se inclina hacia las autocracias, los riesgos para los compromisos de defensa de EE.UU. siguen aumentando.
Este patrón ya es visible. Rusia, China y Corea del Norte están haciendo lo que las autocracias en apuros han hecho durante mucho tiempo: recurrir a los militares para proteger sus regímenes. Cuando el crecimiento se desacelera y los disturbios amenazan, los dictadores canalizan recursos a las fuerzas armadas para reprimir la disidencia, disuadir a los rivales y garantizar la lealtad dentro de sus filas. La Unión Soviética siguió este camino en las décadas de 1970 y 1980, duplicando el gasto en defensa incluso cuando su economía y población se estancaban. Hoy, Rusia está haciendo lo mismo: dedicando el ocho por ciento del PIB a la defensa, recortando los presupuestos civiles y reemplazando las pérdidas en el campo de batalla de Ucrania a un ritmo de 25.000 a 30.000 soldados por mes. China, a pesar del colapso de su fuerza laboral, está llevando a cabo la mayor concentración militar en tiempos de paz desde la de la Alemania nazi en la década de 1930. Corea del Norte, aunque empobrecida y envejecida, continúa invirtiendo recursos en armas y guerra.

Trump está derribando el sistema que ha mantenido la paz durante generaciones
Mientras tanto, los aliados demócratas luchan por mantener el ritmo. Japón, Corea del Sur, Taiwán y los países de Europa se están rearmando lentamente, frenados por la reducción de las bases impositivas y el envejecimiento de los electorados, que priorizan el gasto social sobre la defensa. Se prevé que el número de reclutas de Taiwán se reduzca a la mitad para 2050. Japón, Corea del Sur y Ucrania están luchando por cumplir con los objetivos de reclutamiento. Las fuerzas británicas, francesas y alemanas se han estancado o disminuido. El resultado es una tormenta ya próxima: autocracias que se preparan para el conflicto; democracias que responden con muy poco y demasiado tarde y Estados Unidos cada vez más inseguro sobre si defender a aliados lejanos compensa los crecientes riesgos.
Esa creciente aversión de Estados Unidos a los enredos extranjeros se profundizará a medida que el mundo en desarrollo se deslice más hacia las tensiones demográficas. Mientras que los países ricos están envejeciendo y encogiéndose, gran parte del Sur global está explotando en tamaño. Solo África agregará más de mil millones de personas para 2050, principalmente en países que ya luchan contra la pobreza, la gobernanza débil y el estrés climático. El desempleo juvenil supera el 30 por ciento en muchos de estos estados y los sistemas educativos están colapsando. Aproximadamente la mitad de los países de África se encuentran en situación de sobreendeudamiento y una cuarta parte está en conflicto armado, con tendencias similares en Oriente Medio y Asia meridional. Los aumentos repentinos de la población joven, que afectan a los estados donde la capacidad es más débil, están impulsando la inestabilidad, el extremismo y la migración masiva. A medida que los migrantes huyen hacia las Américas y Europa están alimentando una reacción populista y reforzando el instinto de Estados Unidos de aislarse.
Mientras tanto, las nuevas tecnologías están haciendo que ese instinto no solo sea plausible, sino seductor. Los aviones no tripulados, los bombarderos de largo alcance, las armas cibernéticas, los submarinos y los misiles de precisión permiten potencialmente a Estados Unidos atacar objetivos en todo el mundo mientras depende menos de las grandes bases permanentes en el extranjero, que son cada vez más vulnerables a los adversarios armados con tecnologías similares. Como resultado, el ejército de EE.UU. está cambiando: de ser una fuerza orientada a proteger a los aliados a otra centrada en castigar a los enemigos lanzando ataques desde el territorio de EE.UU., desplegando zonas de muerte automatizadas con drones y minas cerca de las fronteras de los adversarios y enviando ágiles unidades expedicionarias para alcanzar objetivos de alto valor y escabullirse antes de sufrir bajas. El objetivo ya no es la disuasión a través de la presencia, sino la destrucción a distancia.
Esta misma lógica está remodelando la economía de Estados Unidos. La automatización y la IA están reduciendo la demanda de mano de obra extranjera. La fabricación aditiva, o impresión 3D, y la logística inteligente están comprimiendo las cadenas de suministro y permitiendo la relocalización. La IA está reemplazando a los centros de llamadas extranjeros. Con fábricas cada vez más automatizadas, energía barata y el mercado de consumo más grande del mundo, las empresas estadounidenses están volviendo a casa, no solo por seguridad, sino porque tiene sentido comercial. La dependencia de Estados Unidos respecto de la economía global no desaparecerá, pero se está volviendo más reducida y más selectiva, y será más fácil de cortar cuando llegue la próxima crisis global. Una economía fortaleza se está elevando para acompañar a una fortaleza militar. Y, juntas, están haciendo que la desconexión se vea más segura e inteligente.
Esta es la razón por la que una superpotencia canalla no es una hipótesis, es el camino de menor resistencia. La cuestión ya no es si Estados Unidos se volverá canalla, sino en qué tipo de canalla se convertirá. ¿Será una potencia imprudente e hipernacionalista que arremete, corta lazos y persigue ganancias ilimitadas a gran costo y a largo plazo? ¿O puede canalizar su fuerza hacia una postura más estratégica, que evite la extralimitación pero preserve el núcleo del orden liberal con un grupo más estrecho de socios capaces?

Un mundo libre que funciona
Si en la vida se tratara solo de dinero y el objetivo de la política exterior fuera apoderarse de él lo más rápido posible, entonces Trump podría ser un líder ideal. Al imponer aranceles a amigos y enemigos por igual, recortar la ayuda exterior, proponer apoderarse de territorio estratégico y decirles a los aliados que se las arreglen por sí mismos, el enfoque de Trump podría exprimir algo de dinero extra, al menos por un tiempo.
Pero la economía no es el único juego en la ciudad. También está la geopolítica. Y al tratar los asuntos globales como un juego transaccional, Estados Unidos corre el riesgo de derribar el mismo sistema que ha mantenido la paz durante generaciones. Las guerras comerciales no solo elevan los precios. Deshacen alianzas y empujan a los rivales a la confrontación. Así es cómo el mundo se desmoronó en la década de 1930: proteccionismo, miedo y potencias en ascenso sin otra forma de crecer que a través de la fuerza. A los funcionarios de Trump les gusta comparar a China con Japón en la década de 1980, un socio comercial que eventualmente pudo ser obligado a hacer concesiones. Pero China no es un aliado democrático bajo la protección de Estados Unidos. Es una autocracia revanchista con armas nucleares que, al igual que las grandes potencias de antaño, considera que la economía y la seguridad son dos caras de la misma moneda. Su doctrina de fusión civil-militar se hace eco con mayor precisión de la ideología de “nación rica, ejército fuerte” del Japón imperial. Desde la perspectiva de Pekín, las guerras comerciales que Washington está avivando no son meras disputas económicas. Son un asalto al amplio poder nacional de China, y un posible preludio de una guerra a tiros.
Y al igual que Japón antes de Pearl Harbor, Pekín se ve enfrentado a un Estados Unidos económicamente hostil, pero militarmente vulnerable. El ejército de EE. UU. tiene solo dos bases principales a menos de 500 millas de Taiwán, ambas ahora objetivo de misiles chinos. Las reservas de municiones de EE.UU. se agotarían a las pocas semanas de una guerra importante. Mientras tanto, el 77 por ciento de los jóvenes estadounidenses no son aptos para servir en el ejército, en gran parte debido a la obesidad, el uso de drogas y la falta de educación. Trump planea presentar un presupuesto de defensa de 1 billón de dólares, pero la reconstrucción de la base industrial de defensa de Estados Unidos podría llevar años. Al aumentar los aranceles antes de solucionar sus déficits militares, Estados Unidos puede estar eligiendo una pelea que no está completamente preparado para ganar.
Algunos argumentan que Estados Unidos debería simplemente eludir el conflicto sacrificando a Taiwán y Ucrania y aceptando un mundo dividido en esferas de grandes potencias: China en Asia, Rusia en Europa del Este y Estados Unidos en el hemisferio occidental. Señalan la Guerra Fría, cuando Washington toleró a regañadientes la dominación soviética de Europa del Este, como prueba de que tales acuerdos pueden preservar la paz. Pero la analogía es peligrosamente defectuosa. A diferencia de la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial, Rusia y China no están defendiendo las fronteras de la victoria, sino que están tratando de derribar lo que ven como fronteras de la derrota. Sus reclamaciones territoriales no terminan con Ucrania y Taiwán: ahí comienzan. Moscú busca restaurar un “mundo ruso” que se extienda por Europa del Este y Asia Central. Pekín reclama la mayor parte de los mares de China Meridional y China Oriental y gran parte de la India. Funcionarios militares y propagandistas chinos incluso han lanzado amenazas a territorios estadounidenses como Guam y Hawái, presentándolos como reliquias del imperialismo occidental.
Conceder a China o a Rusia partes de estas esferas no les satisfaría, sino que les daría el poder de ir a por más. Y dondequiera que pisen sus botas, la violencia y la represión seguirán. En Ucrania, Rusia ha bombardeado salas de maternidad, torturado a civiles, secuestrado niños y saqueando tesoros culturales. En Georgia, Siria y Chechenia arrasó ciudades y apuntaló regímenes brutales. China ha aplastado las libertades de Hong Kong, ha impuesto la ley marcial en el Tíbet, ha construido campos de concentración en Xinjiang y ha militarizado el Mar de China Meridional con fortalezas artificiales en islas y enjambres de milicias marítimas. Una esfera rusa o china ampliada no traería orden ni prosperidad, sino que extendería la maquinaria del terror de Estado.
La expansión tampoco se detendría ahí. La historia muestra que las grandes potencias rara vez detienen su avance a menos que lo detengan la fuerza o la geografía. A lo largo de los siglos XIX y XX, Estados Unidos se expandió hasta dominar el hemisferio occidental y los mares circundantes. Alemania y Japón tuvieron que ser aplastados en la Segunda Guerra Mundial para poner fin a sus ambiciones imperiales. Gran Bretaña y Francia, aunque devastadas por esa guerra, se aferraron a sus imperios hasta que las revueltas anticoloniales y la presión de Estados Unidos los disgregaron. La Unión Soviética también presionó hacia afuera, armando a las insurgencias en todo el mundo en desarrollo, reprimiendo los movimientos de reforma en Europa del Este con tanques y colocando misiles nucleares en Cuba. Sólo la resistencia sostenida de Occidente contuvo su avance. No hay razón para creer que Putin y Xi serán excepciones a esta regla histórica.
Incluso dejando de lado los riesgos de seguridad, el argumento de las esferas de influencia se derrumba por motivos económicos. La riqueza descomunal nunca ha provenido de economías fortaleza. Proviene de sistemas comerciales marítimos abiertos que permiten un crecimiento económico sostenido y compuesto. Si Estados Unidos se retirara al continentalismo y cediera esferas a Pekín y Moscú, podría seguir siendo más seguro y rico que la mayoría. Pero sería mucho más pobre y con más probabilidad de enfrentarse a focos de conflicto en el futuro.

Oportunidad para salir de la crisis
La mejor estrategia no dividiría el mundo con China y Rusia, sino que los contendría con el bloque consolidado del mundo libre. Ese proyecto comenzaría en casa. América del Norte ya forma la zona de libre comercio más grande del mundo. Canadá, México y Estados Unidos poseen colectivamente 500 millones de habitantes, vastas reservas de energía y un amplio espectro de capacidades industriales. La profundización de este núcleo continental, con infraestructura compartida, cadenas de suministro seguras y movilidad laboral, le daría a Estados Unidos una base floreciente desde la cual competir globalmente sin depender de adversarios.
En el extranjero, Estados Unidos debería anclar una defensa estratificada contra el eje de las autocracias: China, Irán, Corea del Norte y Rusia. Las democracias de primera línea, incluidas Polonia, Corea del Sur, Taiwán y Ucrania, deben estar fuertemente armadas con misiles de corto alcance y lanzacohetes, defensas aéreas móviles, drones merodeadores y minas para repeler las invasiones. Detrás de ellos, los aliados principales, incluidos Australia, Francia, Alemania, Japón y el Reino Unido, reforzarían el frente con misiles de mayor alcance y fuerzas móviles terrestres, aéreas y navales diseñadas para atacar a través del teatro y apoyar la defensa de primera línea. Estados Unidos serviría como el último respaldo y facilitador, proporcionando inteligencia satelital, transporte pesado y logística, disuasión nuclear y ataques aéreos y de grandes misiles lanzados por portaaviones, bombarderos furtivos y submarinos. El objetivo no es solo ganar un concurso de grandes potencias. Se trata de canalizarlo.
Esa misma alianza militar formaría también un bloque económico. Estados Unidos ofrecería acceso al mercado a cambio de compromisos tangibles de que los aliados gasten más en defensa; se desacoplen de Rusia y China en sectores críticos como los semiconductores, las telecomunicaciones, la energía y la fabricación avanzada y otorguen a las empresas estadounidenses acceso recíproco a sus mercados. Los acuerdos comerciales incluirían normas conjuntas sobre el control de las inversiones, las exportaciones y los subsidios industriales, y apoyarían la coproducción de tecnologías avanzadas. El objetivo no sería resucitar un orden liberal universal, sino consolidar una estrecha alianza económica, que defienda a sus miembros, aísle a los adversarios y ejerza el poder de negociación colectiva.
Si hay un lado positivo en el sombrío panorama actual, es que la crisis crea oportunidades. Los órdenes internacionales duraderos —el sistema westfaliano de estados soberanos, la paz europea que surgió del Congreso de Viena de 1814-1815, el orden liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial— se forjaron al calor de la rivalidad entre las grandes potencias, cuando el miedo, no el idealismo, obligó a los países a unirse. Lo mismo ocurre con la renovación estadounidense: a lo largo de su historia, Estados Unidos ha invertido a gran escala solo cuando la supervivencia nacional estaba en juego. Fue la Guerra Civil la que impulsó la rápida expansión de la red ferroviaria del norte, sentando las bases para las líneas transcontinentales posteriores. Los temores de la Guerra Fría, no el consenso en tiempos de paz, provocaron la creación del sistema de carreteras interestatales y la Ley de Educación para la Defensa Nacional. La investigación y el desarrollo militar financiaron los avances que dieron lugar a la industria de los semiconductores, la tecnología GPS e Internet. Para bien o para mal, las preocupaciones de seguridad nacional han sido el motor más constante de la inversión pública en Estados Unidos.
La rivalidad actual con China y Rusia puede volver a desempeñar ese papel galvanizador, impulsando la acción para reconstruir la infraestructura y la industria, fortalecer las cadenas de suministro, revivir la base industrial de defensa, atraer a los mejores talentos mundiales y restaurar la confianza cívica. El objetivo no es solo ganar un concurso de grandes potencias. Se trata de canalizarlo, arreglar lo que está roto en casa y dar forma a un mundo que refleje los intereses y valores estadounidenses. Un mundo libre que funcione para Estados Unidos y para aquellos que estén dispuestos y sean capaces de apoyarlo.

Notas
[1] Introducción y traducción de Luis Castro. El título original hace referencia a una potencia “canalla” (rogue superpower).
[2] Japón exportaba a EE.UU. electrónica y automóviles, que eran más competitivos por el recurso intensivo a la robotización. De hecho fue entonces cuando la balanza comercial de EE.UU. tenía valores negativos por primera vez en el s. XX.
[3] Josep Fontana, Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945, 2011, pp. 456 – 457
[4] No anduvo lejos entonces un conflicto de mayor envergadura. Nixon decretó el nivel de alerta DEFCON 3 (de 5) y llegó a considerar el uso del arma atómica. Las bases americanas en España fueron usadas entonces sin conocimiento del gobierno de Franco.
[5] Walter LaFever, America, Russia and the Cold War. 1945-1996. 1997, p. 265.
[6] “Trump purga altos cargos de seguridad nacional”, DW, 4/4/2025. https://www.dw.com/es/trump-purga-altos-cargos-de-seguridad-nacional/a-72134648. Por otra parte, Trump ha anunciado un presupuesto para defensa en torno al billón de dólares anuales, lo que sin duda gravitará sobre la desmesurada deuda pública, que supera el 120 % del PIB y es el 43,5 % del total mundial.
[7] Mary L. Trump, Demasiado y nunca suficiente. Cómo creó mi familia al hombre más peligroso del mundo. Cit. en https://conversacionsobrehistoria.info/2024/11/10/donald-trump-tentativas-sobre-el-personaje/.
[8] https://conversacionsobrehistoria.info/2024/11/25/la-ideologia-de-donald-j-trump/.
[9] https://www.eldiario.es/internacional/trump-plan-veces-no-parezca_129_12234273.html.
[10] https://conversacionsobrehistoria.info/2024/10/09/proyecto-2025-la-institucionalizacion-del-trumpismo/.
[11] Él NSC es un comité asesor del presidente sobre asuntos de política exterior y militares, mientras que la NSA se encarga del espionaje y contraespionaje global en redes y telecomunicaciones
[12] Heritage Founation, Project 2025. PRESIDENTIAL TRANSITION PROJECT, 2024, cap. 26 sobre política comercial. Es el único epígrafe que contiene dos aportaciones distintas sobre un mismo tema.
[13] Bertrand Russell, Common Sense and Nuclear Warfare, 1959.
[14] Rogue superpower, en el original. (N. del T.). El calificativo se viene usando en EE.UU. para referirse a países como Rusia, China, Corea del Norte y otros, que no respetan las normas internacionales ni los derechos humanos.
*Michael Beckley es profesor asociado de Ciencias Políticas en la Universidad de Tufts, senior fellow no residente en el American Enterprise Institute, Director para Asia en el Foreign Policy Research Institute y Moynihan Public Scholar en el City College de Nueva York.
Fuente: Conversación sobre la historia y Foreign Affairs, 16 de abril de 2025 (traducción Luis Castro, CSH).
Portada: Red lights and No U-Turn signs are seen in front of Capitol Hill in Washington D.C., the United States, on Jan. 24, 2019. Photo:Xinhua
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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Debemos agradecer a Michael Beckley la sinceridad, ¡¡Nada de “fake news” ni de “ideología barata” ni de otros “venenos mentales para manipular”!! ¡¡La verdad (o algo que se le aproxime)!! Y esa verdad es que ¡¡se trata de canalladas (o quizás algún otro calificativo cercano a ese que también podría ser adecuado para calificar de qué se trata la cuestión)!! Creo que la historia humana cada vez más nos lleva a dejar de lado visiones unilaterales que hacen que usemos el calificativo de “humano” o “humanitario” como sinónimo de una cierta y supuesta bondad de la especie. Aunque es verdad, ¡hay seres humanos buenos, nobles! Pero también los hay de los otros y que, según podemos observar, estos últimos son los que suelen “tener ” a su cargo nuestro destino. ¿Habrá alguna otra forma de resolver el homo hominis lupus?