Josephine Quinn
Nuestra civilización es un inmenso tejido en el que se mezclan elementos muy diferentes, en el que la rapacidad nórdica convive con el derecho romano, y las nuevas costumbres burguesas con los restos de una religión siríaca. En un tejido así, no tiene sentido buscar un hilo que haya permanecido puro, virgen y sin la influencia de otros hilos cercanos.
James Joyce
Irlanda, isla de santos y sabios, 1907
Las civilizaciones son una forma tan familiar de ver el mundo hoy en día que pueden parecer hechos naturales, un modelo universal para la organización de la sociedad humana, cuando lo cierto es que son una invención europea relativamente reciente, parte de un fenómeno al que yo llamo «pensamiento civilizatorio».
Hasta bien entrado el siglo XVIII, la tradición bíblica de que toda la tierra fue poblada por los hijos de Noé después de que sobrevivieron al Gran Diluvio alentaba un enfoque inclusivo del pasado: todos los seres humanos compartían orígenes comunes y todos eran miembros de la misma familia. El «descubrimiento» del Nuevo Mundo y la difusión de los misioneros cristianos por todo el globo trajeron historias fascinantes de nuevos pueblos, que fueron incluidos diligente- mente en este esquema bíblico.
El concepto de civilización surgió en dos etapas: singular y plural. Cuando el sustantivo fue acuñado por primera vez en Francia en la década de 1750, hacía referencia a un concepto abstracto de sociedad avanzada. A partir de la década de 1760 fue defendido por filósofos escoceses que establecieron un conjunto estándar de evoluciones que conducían a esta plena realización del potencial humano, desde caza- dores hasta industriales, pasando por pastores, agricultores y comerciantes. Como explicaría más tarde el liberal británico John Stuart Mill, el progreso hacia la civilización, en este sentido, viene determinado por la existencia de agricultura, ciudades, industria, tecnología y comercio:
Cualesquiera que sean las características de lo que llamamos vida salvaje, lo contrario de estas características, o más bien las cualidades que la sociedad adquiere al desprenderse de ellas, constituye la civilización. Así, una tribu salvaje es un puñado de individuos, errantes o dispersos por una vasta extensión de país; por el contrario, una población densa, que vive en un hábitat fijo, y en gran parte reunida en ciudades y aldeas, es lo que llamamos población civilizada. En la vida salvaje no hay comercio, ni manufacturas, ni agricultura, o casi nada de esto; a un país rico en productos de la agricultura, el comercio y las manufacturas, lo llamamos civilizado.

La civilización en este sentido singular era, en teoría, un estado al que cualquier sociedad humana podía aspirar con suficiente esfuerzo y educación, y todas las sociedades humanas podían clasificarse de acuerdo con su éxito en este aspecto. En la práctica, la norma fue establecida por Europa occidental. «Estos elementos», explica Mill,
«existen en la Europa moderna, y especialmente en Gran Bretaña, en un grado más elevado y en un estado de progresión más rápida que en cualquier otro lugar o tiempo».
Este concepto abstracto de civilización también constituía un apoyo muy útil para el imperialismo de Europa occidental. Mill, que trabajó para la Compañía Británica de las Indias Orientales durante más de treinta años, opinaba que las sociedades civilizadas se habían ganado un derecho a la libertad y la soberanía del que carecían las menos desarrolladas. Tenían el deber de ayudar a los demás en su propio viaje por el mismo camino, pero como dijo en 1859: «El despotismo es un modo legítimo de gobierno en el trato con los bárbaros, siempre que el fin sea la mejora de estos últimos».
Hasta bien entrado el siglo XIX no existían «civilizaciones», solo «civilización», y las opiniones de Mill representan la culminación de esta primera etapa del pensamiento civilizatorio. Si en su opinión la civilización podía descomponerse, era solo por grados. Sin embargo, en la época en que escribía, el universalismo de la Ilustración y la idea de un progreso histórico constante estaban dando paso al particularismo y al relativismo cultural. Algunos estudiosos ya habían comenzado a utilizar la forma plural «civilizaciones» para describir grupos humanos específicos en lugares concretos, con sus propias historias características y su idiosincrasia duradera, dentro de las cuales el desarrollo era un proceso interno y autogenerado.
En 1828, el historiador y político francés François Guizot ofreció una serie de conferencias en la Sorbona sobre una «Historia general de la civilización en Europa». En la primera de ellas, habló sobre «la civilización general de toda la raza humana». En la segunda, sin embargo, se centró en las «civilizaciones», en los casos individuales de esta civilización general, y especialmente en las que precedieron a la civilización «europea» que más le interesaban: indios, etruscos, romanos y griegos, entre otros.
Estos pueblos ya tenían caracteres distintos: «Cuando echamos la vista atrás hacia las civilizaciones que han precedido a la de la Europa moderna», reflexionaba, «resulta imposible no quedar impresionado por la unidad de carácter […] Cada uno aparece como si hubiera emanado de un solo hecho, de una sola idea […] que prevaleció universalmente y determinó el carácter de sus instituciones, sus costumbres, sus opiniones, en una palabra, todos sus desarrollos». En Egipto, por ejemplo, fue la teocracia, y en Fenicia el comercio.
Esto los ubica en caminos diferentes de los de la civilización «esencialmente europea» de la época de Guizot, compartida por Inglaterra, Francia, Alemania y España, y determinada por la complejidad y la libertad: «Aunque en general el predominio de un único principio ha llevado normalmente a una tiranía, la variedad de elementos de la civilización europea y la guerra constante en la que se han visto comprometidos han dado a luz en Europa a esa libertad que tanto apreciamos». Esos múltiples elementos fueron, en opinión de Guizot, la Iglesia cristiana, los romanos y «los rudos bárbaros germanos» que les sucedieron.

Y esto a su vez ejemplifica otro aspecto del pensamiento de la civilización europea: la búsqueda de ancestros culturales indígenas. Algunos, como Guizot, se centraron en Alemania, Roma y la Iglesia romana. Otros, alentados por el apoyo «filo-helénico» europeo a la Guerra de Independencia griega contra los turcos otomanos (1821- 1830), se fijaron en cambio en los griegos. Este enfoque se ilustra claramente en una sorprendente afirmación hecha por el propio John Stuart Mill en 1846, que sostenía que la victoria ateniense sobre los persas en la batalla de Maratón fue uno de los acontecimientos más importantes de la historia inglesa:
Los verdaderos antepasados de las naciones europeas (como bien se ha dicho) no son aquellos de cuya sangre nacen, sino aquellos de quienes se deriva la parte más rica de su herencia. La batalla de Maratón, como parte de la historia inglesa, es más importante que la batalla de Hastings. Si el resultado de aquel día hubiera sido diferente, los britanos y los sajones podrían estar todavía vagando por el bosque.
Fuesen cuales fuesen sus gustos sobre modelos históricos, los intelectuales europeos del siglo XIX se centraron cada vez más en las civilizaciones más que en la civilización, y en identificar y clasificar los rasgos culturales inherentes a las sociedades individuales más que en su progreso hacia un ideal humano compartido. Desde este punto de vista, las culturas no solo estaban bastante separadas unas de otras, sino que tenían techos naturales para su desarrollo. Con el tiempo, esto contribuyó a justificar formas más duras de dominio imperial sobre lo que en ese momento se percibían como pueblos irremediablemente diferentes e inferiores. El imperio ya no tenía un límite natural.
La distinción entre diferentes pueblos no era nada nuevo, por supuesto, ni tampoco lo era el feliz descubrimiento de que el carácter de la tribu a la que uno pertenecía resultaba ser el más atractivo objetivamente, pero la construcción de una clasificación general de la cul- tura humana sí que era una novedad. Y esta novedad se vio alentada por otra noción popular que surgió casi al mismo tiempo: que los humanos podían dividirse en «razas», con diferentes capacidades naturales e inteligencia, cuya evolución estaba predeterminada —o limitada— por estas características biológicas innatas. Estas razas se clasificaron en una variedad de sistemas codificados por colores que colocaban a los australianos en la parte inferior, seguidos por los africanos y los asiáticos orientales, en este orden, y los europeos en la parte superior.
La idea de una civilización europea podría seguir siendo problemática. Muchos colonos europeos en los nuevos Estados Unidos vieron la Revolución Americana como una clara ruptura con el Viejo Mundo. Mientras tanto, las preocupaciones sobre Rusia eran cada vez más grandes entre los que se quedaron en Europa. Una alternativa atractiva era «Occidente», una noción más flexible que podía utilizarse junto a Europa o en lugar de ella; podía abarcar la parte de Europa que se desease, y podía extenderse a las colonias de europeos de ultramar.
Este Occidente funcionaba junto con una noción igualmente flexible de lo que constituía «Oriente». En el siglo xix, la frontera entre ambos a menudo marcaba divisiones políticas dentro de Europa: en 1834, el ministro de Asuntos Exteriores británico, el vizconde Palmerston, describió una coalición entre Gran Bretaña, Francia, Portugal y España como una «alianza entre los estados constitucionales occidentales» y «un contrapeso a la Santa Alianza de oriente»: Rusia, Prusia y Austria. Una oposición similar aparece en los debates internos rusos entre «occidentalizadores» y «eslavófilos», y en la Guerra de Crimea de 1854 se reforzó la idea de una distinción entre Rusia (que por entonces ya operaba sola) y el resto.

La misma distinción binaria podría aplicarse no solo a la frontera entre Europa y Asia, sino también a la raza y la religión. En 1891, Edward Freeman, profesor de historia moderna en Oxford, publicó una Historia de Sicilia en la que invocaba la misma oposición fundamental entre sus primeros habitantes, griegos y fenicios, y los habitantes cristianos y musulmanes que llegaron después:
Había que debatir la cuestión […] de si la isla central del mar central debe pertenecer a Occidente o a Oriente, a los hombres de estirpe aria o a los de estirpe semítica. Y, como sucede siempre que los hombres de estirpe semítica entran en el campo de batalla, el conflicto entre razas se agudizó desde el principio debido al conflicto entre credos. Sicilia, en tanto que frontera de Europa, tuvo que ser vigilada o conquistada, primero a los fenicios y posteriormente a los sarracenos.
El pensamiento civilizatorio y Occidente se fueron uniendo lentamente en una idea de «civilización occidental» caracterizada por la democracia y el capitalismo, la libertad y la tolerancia, el progreso y la ciencia. Esta idea era fundamentalmente cristiana y se basaba en la tradición bíblica, pero la Iglesia latina y el Nuevo Testamento griego contribuyeron a entretejer Grecia y Roma en el corazón de la historia. En 1912, el profesor de Cambridge J. C. Stobart comenzaba con orgullo su popular volumen Sobre la grandeza de Roma, un complemento de su trabajo de 1911 Sobre la gloria de Grecia: «Atenas y Roma están una al lado de la otra como los progenitores de la civilización occidental».
Las fronteras imaginarias de la civilización occidental continuaron cambiando a lo largo del siglo XX. El «Telón de Acero» que cayó sobre Europa en 1945 delineó una nueva frontera basada en los intereses rusos, y Occidente se convirtió en un punto de encuentro de la alianza entre Estados Unidos y las naciones de Europa occidental. Los hechos ocurridos en septiembre de 2001 acercaron Oriente al mundo islámico, y mientras termino de escribir este libro, la guerra en Ucrania está complicando el panorama una vez más.
La forma en la que se escribe sobre las civilizaciones también ha cambiado. A mediados del siglo XX, las jerarquías directas habían pasado de moda, reemplazadas por estudios que adoptaban un enfoque aparentemente neutral, comparando las distintas civilizaciones en lugar de clasificarlas, aunque todavía se veían como entidades diferenciadas. En 1963, el gran historiador francés Fernand Braudel, experto en la zona del Mediterráneo, publicó un libro de texto escolar titulado Grammaire des civilisations [Gramática de las civilizaciones], en el que sugería que las «civilizaciones» tienen sus propio carácter, así como un «inconsciente colectivo». Adoptó la idea de que, a nivel superficial, eran permeables: «A primera vista, de hecho, cada civilización se asemeja bastante a un depósito de mercancías transporta- das por ferrocarril, que recibe y despacha constantemente numerosos pedidos», pero las diferencias entre ellas todavía «tienen características más o menos permanentes» que son «apenas susceptibles de experimentar cambios graduales».
Una generación más tarde, el final de la Guerra Fría supuso un nuevo impulso para el pensamiento civilizatorio. En 1996, el politólogo de Harvard Samuel P. Huntington definió las civilizaciones como el rasgo característico de una nueva era, argumentando que las distinciones más importantes entre las personas habían pasado a ser más culturales y religiosas que políticas o económicas. Identificó nueve civilizaciones contemporáneas con sus propias marcas geográficas y religiosas, incluyendo una civilización «Occidental» que llegaba hasta el antiguo Telón de Acero, y más allá se encontraban la «Ortodoxa» y la «Islámica». Lo más importante para lo que nos ocupa es que este estado de la situación reflejaba para él una condición humana permanente: «La historia humana es la historia de las civilizaciones. Es imposible considerar el desarrollo de la humanidad en otros términos». Además, «durante la mayor parte de la existencia humana, los contactos entre civilizaciones han sido intermitentes o inexistentes».

Por lo tanto, cada cultura crece como un árbol único, con sus propias raíces y ramas muy distintas de las de sus vecinos. Cada una de ellas surge, florece y declina, y lo hace en gran medida aislada en sí misma. El crecimiento y el cambio son el resultado del desarrollo in- terno, no de las conexiones externas. Las civilizaciones pueden cambiar sus denominaciones según este modelo, pero no su propia naturaleza.
En el siglo XXI esta forma de pensar continúa siendo la norma, distinguiendo «Occidente», una cultura cristiana con raíces grecorromanas o incluso previamente «indoeuropeas», de «Oriente», ya sea centrado en Rusia, en China o en el islam. Incluso las ideas liberales de «multiculturalismo» asumen la existencia, o incluso el valor, de las «culturas» individuales como punto de partida. El pensamiento civilizatorio se ha convertido en un hecho civilizatorio.
El concepto de clasificación también vuelve a estar de moda. En su versión más positiva, la idea de un legado occidental característico y delimitado se basa en gran medida en el hecho de que consideran a la cultura griega y romana, especialmente a la antigua Atenas (de manera bastante optimista), como un modelo a seguir en cuanto a participación política, expresión creativa y libertad de expresión. También tiene nuevos defensores en la educación superior, como los Centros Ramsay para la Civilización Occidental que se han abierto en tres importantes universidades australianas desde 2020. En otros sectores, los extremistas vestidos con cascos espartanos o tatuados con eslóganes romanos apelan al valor intrínseco de una herencia blanca, occidental y europea, ante la amenaza del denominado Gran Reemplazo procedente del exterior.
Resulta fácil tachar de anticuada la idea de las raíces griegas y romanas en el Occidente moderno, y ciertamente no la encontraremos en la erudición moderna seria, ni siquiera en los libros de texto estándar, pero lo cierto es que todavía existe, se está volviendo cada vez más popular y es parte de un problema mayor. El pensamiento civilizatorio incorpora el supuesto básico de una diferenciación duradera y significativa entre las sociedades humanas que causa un daño real. La gente muere a manos de fanáticos partidarios de un Occidente blanco, mientras que las diferentes actitudes expresadas en algunos países europeos hacia los refugiados que huyen de las guerras en Siria y Ucrania demuestran el poder y la capacidad del excepcionalismo civilizatorio a la hora de desdeñar el sufrimiento humano.
El viejo modelo de «razas» biológicas permanentes y diferenciadas ha sido finalmente refutado por la ciencia genética. Todos los seres humanos están estrechamente relacionados entre sí; más estrechamente que, por ejemplo, la población de chimpancés del mundo, mucho más pequeña que la humana. Por supuesto, las diferencias genéticas entre grupos de personas que viven alejadas entre sí aumentan con el tiempo, pero los avances recientes en la recogida y el estudio del ADN antiguo han revelado que las agrupaciones genéticas más densas que se pueden mapear en el mundo actual son completamente diferentes de las del pasado relativamente reciente. Son una instantánea única de un proceso humano continuo de conexión e intercambio.
Nuestros antepasados viajaban con mucha frecuencia, recorrían largas distancias y a menudo se encontraban con gente nueva. La migración, la movilidad y la mezcla están arraigadas en la historia de la humanidad. En palabras del genetista de Harvard David Reich, un árbol «es una analogía peligrosa para las poblaciones humanas. La revolución del genoma nos ha enseñado que se han producido repetidamente grandes mezclas de poblaciones altamente divergentes. En lugar de un árbol, una metáfora más apropiada podría ser una enredadera que lleva mucho tiempo ramificándose y entremezclando sus tallos».

Ya es hora de hacer una puntualización similar para la cultura humana. El pensamiento civilizatorio tergiversa los fundamentos de nuestra historia. No son los pueblos los que hacen la historia, sino las personas, y las conexiones que crean entre sí. La sociedad humana no es un bosque lleno de árboles, con subculturas que se ramifican a partir de troncos individuales, sino que es más bien como un lecho de flores, que necesita una polinización regular para volver a germinar y crecer de nuevo. Las culturas locales diferenciadas van y vienen, pero son creadas y sostenidas por la interacción, y una vez que se establece el contacto, ninguna región está realmente aislada.
Desde estas líneas sostengo que nunca ha habido una cultura occidental o europea única y pura. Lo que se denominan «valores occidentales»: libertad, racionalidad, justicia y tolerancia, no son única u originalmente occidentales, y el propio Occidente es en gran parte un producto de vínculos muy duraderos con una red mucho más amplia de sociedades, tanto al sur como al norte y al este. El período en el que se centra este libro es, por el contrario, una era de entrelazamiento, en la que los individuos y las sociedades actúan y reaccionan unos con otros. Estas interacciones no son siempre positivas o pacíficas. De hecho, las mayores transformaciones pueden ocurrir en momentos de gran agitación y antagonismo (migración, guerra y conquista) y la gente puede aprender más de sus rivales, incluso de los acérrimos.
Mi historia no es la de la expansión interminable de una red social o económica, por ejemplo, de la constante marcha hacia delante del progreso humano, o de la «luz de Oriente», como decían algunos estudiosos del siglo XIX, que solo alcanza su pleno apogeo en Occidente. Hay giros y vueltas, pistas paralelas y curvas ocasionales. Tampoco se trata de un libro sobre la «influencia», un concepto omnipresente, pero sin sentido, que le da la vuelta a las cosas, atribuyendo el mérito de la transferencia cultural al modelo, no a sus adoptantes. Además, el pasado no actúa sobre el futuro: las personas eligen interpretar, desarrollar o adaptar lo que encuentran.
Este libro se basa en gran medida en investigaciones históricas, arqueológicas y científicas recientes, incluida la «revolución del genoma» del siglo XXI, que está transformando nuestra comprensión del movimiento de los humanos y de sus interacciones en el pasado. No obstante, también utiliza formas más antiguas de considerar la historia y su desarrollo, como son los viajes, los encuentros y las relaciones. Por otro lado he sido deliberadamente conservadora, dejando de lado muchas teorías interesantes y plausibles sobre el contacto y la transmisión cultural entre sociedades distantes para concentrarme en los ejemplos mejor documentados. Cerca de cuatro milenios separan las dos revoluciones que enmarcan mi investigación: la aparición de los instrumentos de navegación en mar abierto en el Mediterráneo, que permitió el primer enlace rápido hacia el oeste, y el desarrollo de una nueva navegación que amplió drásticamente el horizonte occidental. Durante gran parte de este período, Europa se mantuvo en la periferia de las redes culturales, comerciales y políticas más amplias, hasta que los estados marineros del lejano oeste comenzaron a crear un nuevo mundo atlántico bajo el poder cristiano, un mundo que estaba aún más conectado a distancias aún más largas, pero que fomentaba nuevas ideologías de distancia y separación.
A lo largo de este tiempo, los humanos viajaron motivados por el comercio, la diplomacia, la prosperidad, la aventura y el saqueo. No estaban limitados por ideas sobre civilizaciones, sino por las barreras reales de los desiertos, las montañas y los mares, y, negándose a permanecer aislados, las superaron.
Los primeros contactos entre los imperios de Egipto y Mesopotamia y el mundo ubicado más al oeste se hicieron a través de la región que los primeros viajeros europeos llamaron el Levante, la tierra del sol naciente, y a través de algunas de las comunidades urbanas más anti-guas del mundo. Es por tanto en una de estas ciudades donde comienza nuestra historia, la ciudad que dio nombre a los primeros veleros de alta mar.

Josephine Quinn, historiadora: “Hablar de civilizaciones es una forma artificial de pensar sobre el mundo”
María Ramírez
Después de décadas estudiando el mundo antiguo, la historiadora y arqueóloga Josephine Quinn ve la historia como una red de conexiones. Las que hoy permiten encontrar una pinza de ropa siciliana en un depósito de hace 3.000 años en Huelva o cuentas de vidrio de Mesopotamia en tumbas escandinavas. La historia europea es más compleja y más interesante que una simple evolución de la cultura greco-romana, como cuenta en su último libro, Cómo el mundo creó Occidente, recién publicado en español.
La catedrática de historia antigua, especialista en griegos, romanos y fenicios, se acaba de mudar a la Universidad de Cambridge después de más de dos décadas en la de Oxford. Cuando llegó a principios de año, heredó un curso sobre imperios antiguos, que solo incluía los clásicos, y ahora lo ha ampliado en colaboración con sus colegas para incluir el chino, el indio o el persa.
Hace un par de semanas, recibió los comentarios al final del trimestre y le alegró que los estudiantes destacaran que habían disfrutado estudiando en particular la historia comparada de China y Roma. Su manera de enfocar las clases ha cambiado tras una carrera de estudio de la historia del Mediterráneo como una realidad compleja y variada, como cuenta en su libro. El ensayo relata 4.000 años de historia a través de las conexiones entre comunidades y pueblos distantes que muestran cuánto de Oriente Próximo, India o China ha estado siempre entrelazado con lo que hoy llamamos cultura occidental.
Esta es nuestra conversación, editada por extensión y claridad.
¿Cómo define “Occidente”?
Este es uno de los asuntos centrales del libro. Me refiero a “lo que llamamos Occidente”. Por supuesto, no todos queremos decir lo mismo con esto. Lo he definido de manera amplia como las naciones de Europa occidental y sus colonias en el extranjero, como Estados Unidos y Australia. Cuando la gente habla de Occidente, eso es instintivamente lo que quiere decir.
Es una idea que surge del momento colonial que empieza con la llegada al Atlántico y luego a América de portugueses y españoles, y después de otros marineros europeos. El libro termina en 1500, cuando llegamos a lo que ahora llamamos Occidente, que, por supuesto, nadie llamaba así entonces. “Occidente” es un concepto de la década de 1850 como mínimo. En cierto modo, solo se popularizó en el siglo XX. Pero Occidente es una creación del momento colonial de finales del siglo XV.

¿Por qué el Oeste como idea se percibe como algo positivo y el Este no? Incluso hoy en Europa, a los países de Europa central como Polonia y otros del antiguo bloque comunista se les llama “del Este” y no les gusta por las connotaciones…
Hay dos respuestas, una es contemporánea y la otra es histórica.
La respuesta contemporánea es que hay dos modelos de lo que llamo “pensamiento civilizatorio” en el mundo actual. Uno es el modelo asociado con personas como Putin, Modi y Xi, la idea de una serie de civilizaciones nacionales grandes y separadas, como Rusia, China, India, todas en principio iguales, pero bastante separadas unas de otras.
“Occidente” es un concepto de la década de 1850 como mínimo. En cierto modo, sólo se popularizó en el siglo XX. Pero Occidente es una creación del momento colonial de finales del siglo XV
Luego hay otro modelo competidor, y ese es del que estamos hablando aquí, que es mucho más común en Estados Unidos, Europa Occidental o Israel, que es la idea de Occidente y el resto, donde esencialmente la civilización equivale a la idea de la civilización occidental, y no se opone tanto a otras civilizaciones como a una idea de barbarie en mayor o menor medida. Según este modelo, la civilización de verdad es la civilización occidental. Y dentro de ese tipo de modelo incluiría gran parte de Europa central y oriental. Así Occidente parece lo positivo porque todo el modelo está sesgado hacia eso.
¿Y la respuesta histórica?
El problema al hablar hoy sobre la historia medieval y antigua es que la gente piensa en civilizaciones y esa es una idea moderna. El término en singular de civilización aparece en la década de 1750, pero el término civilizaciones en plural aparece por primera vez en la década de 1820. Solo se popularizó de verdad a finales del siglo XIX. Hablar de civilizaciones es una forma artificial de pensar sobre el mundo.
El punto crucial en relación con su pregunta es que se trata en gran medida de una forma de pensar sobre el mundo que se inventó en Europa occidental. Empieza con intelectuales franceses y escoceses, y luego se extiende al resto de la Europa académica. Al principio, empieza como un concepto neutral, abstracto. No hay ninguna razón por la que la civilización occidental deba ser mejor que cualquier otra civilización. Pero como estas personas escriben en Occidente, todos sus ejemplos y sus ideas sobre la civilización provienen de sus propios mundos. Las civilizaciones consistían entonces en ciudades, leyes, un conjunto de cosas que son distintivas de lo que se conoce como Occidente.

¿Qué falta en el marco del pensamiento que divide el mundo en civilizaciones?
El problema con la idea de civilizaciones es que terminas con una imagen de la sociedad humana como un bosque de árboles donde cada árbol tiene sus propias raíces y ramas. Están en contacto, pero son fundamentalmente entidades separadas. Creo que la historia es mucho más complicada que eso.
Las cosas cambian porque nuevas personas se conocen e intercambian ideas desconocidas. Y eso es lo que realmente crea nuevas ideas, la historia misma. No suceden muchas cosas en una isla sin contacto. La historia se crea por el cambio, y el cambio no puede venir completamente desde dentro.
El problema con la idea de civilizaciones es que terminas con una imagen de la sociedad humana como un bosque de árboles donde cada árbol tiene sus propias raíces y ramas. Están en contacto, pero son entidades separadas. La historia es mucho más complicada que eso
El verdadero problema de pensar en civilizaciones es que crea un mundo donde las civilizaciones están en deuda solo consigo mismas y se desarrollan desde dentro de sí mismas. Y eso es lo que lleva a ideas como que Grecia y Roma son las raíces de la civilización de Europa occidental. Hay versiones de eso en todo el mundo: por ejemplo, el hinduismo como raíz de la civilización india. Nunca es toda la historia. Y tampoco es que no sea así en absoluto.
Lo realmente crucial son las conexiones entre personas y comunidades. Mi idea de la historia es que, en lugar de contar historias de pueblos concretos o lugares, incluso si no los llamamos civilizaciones, es mejor contar las conexiones que conforman la historia como una red.
Ahora que parece que está en crisis, ¿siempre ha existido la globalización?
Sí. Algo clave fue la invención de la navegación marítima. Navegar en mares en lugar de simplemente subir y bajar ríos tuvo un efecto similar a la invención del transporte aéreo. La diferencia que marcaron los veleros fue tan radical como la aviación.
El verdadero problema de pensar en civilizaciones es que crea un mundo donde las civilizaciones están en deuda sólo consigo mismas y se desarrollan desde dentro de sí mismas

¿Y qué deberíamos estudiar más en Europa para comprender mejor de dónde venimos? Usted ha escrito mucho de los fenicios…
Los fenicios son una parte muy subestimada de la historia europea, en especial de la historia mediterránea. Hay tantas cosas que todavía no sabemos… por ejemplo, sobre la España de la Edad del Hierro, porque no entendemos del todo los efectos que el asentamiento fenicio tuvo en España.
Mucho de eso se ha perdido, aunque menos en España que en otros lugares, porque el griego y el latín son lenguas relativamente conocidas y bien estudiadas, pero se ha prestado mucha menos atención al fenicio. Mientras escribía el libro, descubrí que en realidad ha habido mucha selección sobre qué se estudia sobre la propia Europa.
¿Por ejemplo?
La Escandinavia de la Edad del Bronce. Tiene una historia extraordinaria, con industria metalúrgica, conexiones económicas muy avanzadas y viajes de larga distancia… de ahí, las relaciones simbólicas entre Suecia y el Egeo. Puedes ver los mismos símbolos que aparecen en el arte rupestre en Suecia y en pequeños objetos de arte en el Egeo, y en todos los lugares entre medias.
La gente a menudo mira las conexiones entre Europa y Asia occidental, el norte de África, en especial Egipto, Mesopotamia, en busca de cómo ocurrió una especie de milagro en Grecia. Pero nunca miran en otras direcciones hacia el norte y el oeste, porque eso altera la lógica de que la civilización es algo que se mueve de este a oeste… Como si hubiera una infancia en Oriente, una madurez en Grecia y Roma y luego el pleno florecimiento en el Renacimiento en Europa Occidental. Pero esa lógica significa que no puedes mirar a otro tipo de historias dentro de la propia Europa Occidental.
Por ejemplo, las historias del oeste de España, es decir, los extraordinarios mitos que se conservan en los textos romanos sobre las primeras leyendas españolas, con reyes, reinas, ideas y la expansión de la agricultura. Todo es narración, pero nos dice algo sobre las personas que contaron las historias. Debería haber más libros infantiles sobre mitos ibéricos igual que los hay sobre mitos griegos.

¿Hasta qué punto la mirada más reduccionista de la historia antigua es algo anglosajón?
Sucede en escuelas de toda Europa, con la idea de que Grecia y Roma son las raíces de la civilización occidental. El problema es que no se enseña suficiente historia, porque si se enseñara más historia, la gente estaría menos segura de eso.
Es cierto que hay una forma particularmente inglesa de hablar sobre la civilización y las raíces griegas y romanas, pero esa idea fundamental de Grecia y Roma como originaria de Occidente parece haberse filtrado a muchas culturas “occidentales”. Soy una mujer irlandesa, trabajo en el Reino Unido y escribo sobre Europa. No puedo ser más noroccidental. Es por eso que al final decidí escribir el libro sobre cómo el mundo interactuaba con Occidente. Los escritores solo pueden escribir desde sus propias perspectivas.
En su libro cuenta cómo la extrema derecha utiliza la historia griega, en particular de Esparta, cuyos símbolos aparecieron hasta entre los asaltantes del Capitolio. ¿Por qué?
Parte de esto se debe a la falta de educación. Si supieran más sobre Esparta, no la tomarían como un modelo para una verdadera masculinidad estadounidense heterosexual blanca. Algo muy distintivo de Esparta es que trataban a las mujeres mucho mejor que en cualquier otro lugar.
Es algo realmente extraño. Como las ideas sobre el heroísmo de los espartanos en las guerras persas, cuando en realidad lo que pasó fue espantoso. Un general tomó una serie de malas decisiones que llevaron a sus tropas a una masacre. Algunos de los soldados eligieron luchar hasta la muerte en lugar de ser asesinados mientras huían, y esto se ha convertido en una idea de una gran victoria. Y, de hecho, fue una derrota terrible para los espartanos y podría haberse evitado con una planificación mejor.
Hay una película llamada 300 que se utiliza hasta en las aulas en el Reino Unido. Es completamente absurda. No tiene nada que ver con la historia. A la gente le cuesta distinguir entre ficción, escrita para la taquilla, y la realidad. Se toma la idea de un espartano heroico, una idea militar, muy varonil, y se convierte en una forma de fantasía. Y no tiene nada que ver con la historia que conocemos de Esparta y su gente.

Con la visión que plantea de la historia, ¿deberían los museos organizarse de otra manera?
Los museos se siguen organizando a menudo con la idea de civilizaciones: aquí están las Américas, aquí el antiguo Occidente y Europa. Pero puede haber diferentes soluciones. No creo que todos los museos deban organizarse de una manera particular.
Cuando el Museo Ashmolean de Oxford fue rediseñado, hace unos diez años, hubo una reorganización de la colección. Una de las ideas que funcionó fue la de caminar por el museo como si estuvieras caminando en esos lugares. Tú, el visitante del museo, te conviertes en el vehículo de las relaciones.
Puedes caminar desde Grecia hasta Chipre. Lo ideal habría sido navegar, pero eso habría sido demasiado para el museo… Se trata de un mapa enorme y caminas por todo el Mediterráneo. No funciona del todo por los límites del edificio, pero da una perspectiva diferente de lo que era moverse entre lugares específicos. Creo mucho en la experimentación cuando se trata de museos.
Y hablando de experimentación, ¿la tecnología, como los avances en las pruebas de ADN, ha cambiado las ideas que tenía sobre la historia?
Sí, está cambiando todo el tiempo. Ahora hay un trabajo de ADN antiguo que se está desarrollando en asentamientos asociados con los fenicios en el Mediterráneo central, en el norte de África, Sicilia y el Egeo.
Al observar el ADN antiguo de los entierros en estos lugares, hay muy poco ADN del Levante. No hay duda de que hay allí algún asentamiento original en el siglo IX, VIII y VII a.C., pero parece que las poblaciones locales se vuelven genéticamente predominantes. Probablemente hay una gran cantidad de movimiento dentro del Mediterráneo central. A nadie le sorprendió que ciertos puertos del norte de África tuvieran una gran variedad de personas enterradas allí. Pero no creo que nadie se esperara que muy pocos de ellos tuvieran alguna herencia levantina detectable.
Este es un aspecto importante del trabajo con ADN antiguo. Necesitas ponerlo en contexto, pero te plantea nuevas preguntas.
La gente de la Antigüedad se movía mucho más de lo que cualquiera de nosotros hubiera pensado incluso hace diez años
Otro aspecto de los estudios de ADN antiguo es la forma en que ahora se pueden identificar primos, a veces a miles de kilómetros de distancia entre sí, a menudo en el norte de Europa y en la estepa. La gente de la Antigüedad se movía mucho más de lo que cualquiera de nosotros hubiera pensado incluso hace diez años.
A menudo esto ocurre en situaciones en las que no podemos saber qué refleja exactamente eso, especialmente si no sabemos mucho sobre arqueología. Ahora los científicos y los arqueólogos están mejorando mucho trabajando juntos. Yo diría que nadie ha escrito todavía la guía definitiva del ADN antiguo del Mediterráneo.
¿Será su próximo libro?
Alguien lo debería escribir… Es muy emocionante. Diría que mi comprensión del Mediterráneo central es completamente diferente a la que tenía hace diez años debido a los avances científicos, particularmente en el ADN antiguo.
Ahora mismo tengo un nuevo proyecto académico sobre la anarquía en el antiguo Mediterráneo. En cierto modo, surge de mi trabajo sobre los fenicios, que eran bastante anti-Estado.

Índice de la obra
- Una única vela
- El palacio de Minos
- Las rutas del ámbar
- El mar en erupción
- Banda de hermanos
- La ciudad del alfabeto
- Cambio de régimen
- No soy tu siervo
- A través de las columnas
- La invención de Grecia
- El Mediterráneo asirio
- El que vio las profundidades
- El río amargo
- El Rey de Reyes
- La versión persa
- Pensamiento continental
- De elefantes y reyes
- Nubes en Occidente
- Luchando por la libertad
- Roma, Ciudad Abierta
- Vientos alisios
- Los caminos de la sal
- El ascenso de los bárbaros
- Reyes del mundo
- El padre de Europa
- El Movimiento de Traducción
- La señal de la cruz
- Kalila wa-Dimna
- La tierra de las tinieblas
- Un nuevo mundo
Agradecimientos
Notas
Fuente de la entrevista: eldiario.es 9 de abril de 2025
Portada: Leónidas en las Termópilas (1814), obra de Jacques-Louis David (Wikimedia Commons)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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