Donald Trump. Tentativas sobre el personaje

 

Justo Serna

 

El artículo que ahora se presenta es fruto de una observación de años. Se remonta, como mínimo, a los ochenta del siglo XX. Pero el motivo más cercano arranca de 2016, que es cuando el republicano Donald J. Trump se postula y gana las elecciones presidenciales de EE. UU. frente a Hillary Clinton, la candidata del Partido Demócrata.

Antes y después de esa fecha, la figura de Trump forma parte de mis intereses. Como historiador o como espectador y lector curioso he dedicado mucho tiempo a hacerme con memorias de magnates del último capitalismo.

Y aún sigo.

A lo largo del tiempo me he beneficiado de esa literatura empresarial, cuanto más fantasiosa, mejor. Es decir, he disfrutado leyendo hagiografías de emprendedores industriales y financieros.

No es una rareza mía.

Esos volúmenes, escritos generalmente por empleados de los magnates o, también, por ghost writers, ayudan a entender el alma humana, sus afanes, sus mentiras y sus caprichos. Y ayudan a entender qué es el capitalismo de las últimas décadas.

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Me resulta fascinante averiguar directa o indirectamente, entre líneas, cómo se defienden estos plutócratas. Me interesa saber cómo justifican esas inmensas riquezas, los patrimonios que acumulan, las rentas de que disfrutan. Me interesa ver cómo se exponen o hacen ostentación ante sus admiradores: a la manera de guías, gurús u oráculos.

Entre los ejemplos más destacables, ya antiguos, de esa literatura están: Autobiografía de un triunfador (1984), de Lee Iacocca (y William Novak), Made in Japan (1986), de Akio Morita (y Mitsuko Shimomura), De Pepsi a Apple (1993), de John Sculley (y John A. Byrne).

Etcétera, etcétera.

Es una literatura de ocasión, puramente circunstancial, pero muy reveladora. A Donald J. Trump lo descubrí gracias a mi curiosidad por esas obras hagiográficas.

Fue en 1988 cuando leí por primera vez El arte de la negociación (1987), que firma Donald J. Trump con la ayuda de Tony Scwartz. Supe de Trump por dicho volumen y por las noticias que regularmente daban cuenta de sus ruinas y sus remontadas, de sus negocios y sus excentricidades. Sí, excentricidades, generalmente reflejadas por la prensa del corazón: su matrimonio con Ivanka Trump, su ruptura, etcétera.

Lo penúltimo que he disfrutado con interés es el film The Apprentice (2024), de Ali Abbasi, un mordaz y preciso biopic del joven Donald J. Trump.

Aquello que ahora sigue es mi aproximación al candidato republicano de 2016 y, luego, presidente de los Estados Unidos. Son las reflexiones, las humildes cavilaciones, que su ejecutoria me ha ido provocando entre 2016 y 2023. Por supuesto son eso: tentativas o aproximaciones.

Donald J. Trump. Primeras impresiones
 (9 de noviembre de 2016)

Entre otras cosas, en Donald J. Trump llama la atención un estilo provocador, rústico, una forma primitiva de expresarse: sin trabas, sin hipocresías civilizadas.

Como nos recordaba Mark Singer en El show de Trump (2016), el Sr. Trump emplea una muletilla frecuente: es la fórmula “créanme”, seguida por un gesto de indolencia, algún histrionismo o un rápido sacudimiento de la cabeza.

Cada vez que repite “créanme”, muchos de sus espectadores nos hacemos la misma pregunta: ¿se cree él mismo lo que dice? El arte de la negociación, publicado en 1987, fue la primera alabanza que se dedicó a sí mismo.

En sus páginas se jactaba de su principal técnica retórica: él habla rellenando su verbo con la “hipérbole veraz… una exageración inocente, y una muy efectiva manera de promoverse”. Eso dice.

Para Trump, hipérbole veraz no es un simple oxímoron o contradicción entre términos incompatibles. Dicho de otra manera, la hipérbole veraz implica exagerar jactanciosa y jovialmente, como lo haría cualquier tipo en la barra del bar: es saltarse las normas y la lógica poniéndote a ti mismo como referencia.

Lo que comenzó como una regla publicitaria para justificar las libertades que Trump se toma con la verdad pronto se convertirá en una nueva versión del sueño americano, una realidad ingeniosamente extrema: tú eres la alternativa, tu palabra lo es. Tus éxitos te justifican.

Si tú eres la justificación de ti mismo, señala Aaron James en Trump. Ensayo sobre la imbecilidad (2016), algo semejante puedes hacer con los frenos y con las inhibiciones del mundo civilizado. A estas normas de educación, Trump las llama “corrección política”.

Así, por ejemplo, reírte de discapacitados que reclaman subvención o propinar a alguien un puñetazo “bien merecido” por ser parte del sistema no pasan de ser actos “políticamente incorrectos”, algo que él celebra.

Esta forma de primitivismo exalta a quien carece de frenos o los ha perdido. En realidad, es la forma más descarnada de egoísmo insolidario. Y es la forma más corriente del populismo rampante.

¿Y qué es el populismo? Es la política de la demagogia. Es decirle al pueblo lo que supuestamente desea escuchar. Es hacerle gestos de campechanía, de cercanía. ¿Con qué objeto? Con el fin de que ese pueblo tome al político como un líder accesible y plebeyo, como un dirigente próximo. Parafraseemos:

“Yo me presento ante vosotros tal cual soy: sin ambages, sin maquillajes, incluso zafio. Por eso simpatizo y bromeo. De hecho, soy como vosotros y mi cuna no es la de un gran señor, pues no soy sólo hijo de potentado. Nadie me ha regalado nada: si tengo bienes o propiedades, es gracias a mi perseverancia y, quizá, a algo de inteligencia.

“No he venido a robaros, sino a enriqueceros. Si una persona como yo ha podido llegar a la más alta magistratura, ¿cómo no os va a servir mi ejemplo? Soy el espejo en el que miraros y soy el líder que necesitáis. Pienso como vosotros y lo que hago no tiene otro fin: vuestro beneficio”.

Pude analizar la figura de Silvio Berlusconi tiempo atrás. Ahora veo reproducidos y agravados ciertos elementos… Lo inquietante es que su ejemplo empieza a cundir. A cundir el populismo. Pero el populismo no es sólo la falsa campechanía.

Es también la dureza representada. Es la eficacia expeditiva. Es igualmente la autoridad impostada del líder suspicaz: soluciones fáciles para cuestiones abstrusas; salidas sencillas para problemas complicados. Y todo ello con puesta en escena patriótica.

Edición en DVD del concurso televisivo The Apprentice, conducido por Donald Trump

 

Donald J. Trump. “Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?”
(11 de noviembre de 2016)

“Desde Maine hasta California, el norteamericano capitalista y demócrata se complace en la más norteamericana de las burlas, esa pregunta norteamericana: Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?

Donald McCloskey, La retórica de la economía (1985)

La vida de Donald J. Trump no es la historia de una ambición. Es, por el contrario, la historia de distintos afanes: entre otros, el empeño de ser  más rico que su progenitor.

El marco general de su vida madura es el del capitalismo sin freno y a la vez protegido. Es el negocio sin cortapisas morales y es el agio rampante: él es o se ve como el líder que se impone valiéndose del individualismo posesivo y de herencias que multiplica.

La acción transcurre en los Estados Unidos.

¿De qué trata esta historia, la de Donald J. Trump? De la obtención de un lucro fastuoso, de la lucha por el poder instrumental, de la satisfacción de una voracidad insaciable, de la manipulación.

Es un cuento muy remoto y muy presente: nos muestra la arrogancia del magnate, el dominio del potentado, la exhibición del plutócrata. Y la mentira: el embuste como medio y remedio de sus carencias y deficiencias.

En la cultura popular, los ricachones tienen mala prensa. Es tal la desmesura de sus bienes y de sus patrimonios acumulados, que sólo pueden provocar envidias.

Por ello, esos ricachones se protegen: no hacen ostentación de unos recursos que otros puedan ambicionar. Esos magnates guardan e igualmente preservan el linaje. Reservan su intimidad, actuando públicamente con decoro.

Tienen como divisa la morigeración: por ello, de exhibir algún lujo, éste siempre será moderadamente expuesto. La disipación aumenta las envidias. La exhibición ostentosa de los apetitos puede acrecentar las antipatías.

Recuérdese, por ejemplo, esa figura ficticia que fue Charles Foster Kane (inspirado en William Randolph Hearst). Me refiero al protagonista de Ciudadano Kane (1941). Fallece rodeado de todo tipo de pertenencias: solo e inmensamente rico.

Ha cumplido el sueño americano, pero vive y muere emocionalmente amputado. Cuando Orson Welles lo imagina así está vengándose del propio mito. Kane ha conseguido auparse a lo más alto, ha dominado a sus contemporáneos y ha manipulado la verdad hasta hacerla desaparecer, pero recibe su merecido.

Cambiemos de registro.

La literatura popular ha representado, ultrajándolas, la figura del avaro que oculta su oro y la efigie del tacaño que viste harapos mientras sepulta una bolsa inmensa de plata bajo el colchón.

Esta imagen es común en la tradición y llega a la caricatura xenófoba: la de tipos de nariz aguileña, sujetos encorvados por tanta contabilidad usurera. Es la imagen deformada y antisemita del hebreo errante, de ese judío ávido de lucro que cobraría intereses exorbitantes y que atesoraría riquezas.

Ahora bien, esa figura estereotipada del avaricioso ricacho cobra otra dimensión en la sociedad del espectáculo, en el mundo del capitalismo de consumo. Entonces, la envidia puede convertirse en estima y la riqueza puede ser ya objeto de ostentación, por decirlo con Thorstein Veblen.

En la América del esplendor, el adinerado convierte su propia fortuna en conquista estética y moral. En la tradición alemana de Max Weber y Werner Sombart, en la tradición estrictamente puritana, el capitalista es industrioso, no dispendioso.

En cambio, en la América de las oportunidades, el ideal puede ser otro. Sin complejos, los lujos dicen mucho de la calidad de los ricos.

En ese caso, la tendencia humana es la de dejarse llevar por la avaricia y el egoísmo, actitudes que son imitados en la sociedad del triunfo. ¿Imitados por quién? Por la multitud expectante, deseosa de alcanzar la riqueza.

Por ello, esos públicos son fáciles de seducir. En ese caso, pueden llegar a odiar la medianía, la moderación y la normalidad; pueden llegar a admirar a los magnates y a los mangantes que roban o que no pagan impuestos.

Démosle a esto un sentido moral.

Corrupción es usar a los demás sin otro fin que el del propio beneficio. Es degradar a quien está dispuesto a sacrificar su dignidad, pues todos tenemos un precio. Es convertir a éste o a aquél en medio para el medro.

Basta con que ciertos tipos sin escrúpulos obren desconsideradamente; basta con que algunas gentes se muestren capaces de utilizar los recursos ajenos a su antojo; basta con que determinados  individuos estén dispuestos a ganar poder fuera de todo límite. Si esto último no es objeto de reproche por parte de las víctimas, entonces la corrupción moral se extiende.

Pero corrupción es también hacer favores, tener clientelas cautivas, confraternizar con quienes poco o nada tienen o con quienes creen merecer más en una sociedad que en principio prima lo impersonal.

En la sociedad compleja, desarrollada, sabemos qué papeles debemos cumplir y en qué circunstancia y bajo qué códigos.

Cuando eso no sucede, cuando la crisis deja a muchos en la intemperie convirtiéndolos en damnificados, el crédito público e institucional se resiente o se quiebra.

Es entonces cuando aparecen los personalismos, las historias de los triunfadores que se saltaron las reglas. Es entonces cuando aparecen la demagogia y el favor a cambio de contraprestaciones: o el provecho particular de quien se sirve de su riqueza e influencia para sortear obstáculos legales.

En realidad, el favorecido, el cliente, no recibe gratuitamente, pues queda atrapado en la red de las obligaciones personales.

Si, además de potentado, el individuo entra en liza electoral y promete con largueza populista, entonces despierta la admiración y la esperanza de quienes desean saltarse el sistema que los ha dañado.

Por un lado, se alienta el orgullo comunitario que une lo patriótico y lo primario. Por otro, se favorece un individualismo sin complejos que mezcla también lo patriótico con el interés más rapaz. En ese caso, no se perdonan, sino que se premian la ostentación, el lucro e incluso los embustes.

En Italia, por ejemplo, Silvio Berlusconi se presentaba como el tipo avispado, listísimo, que sabía llevar sus negocios y que, por tanto, sabría llevar el país al modo de un capitán de empresa.

También en el mundo de Donald J. Trump, en la Torre Trump, se premia, se imita y se idealiza el comportamiento del jefe.

El jefe es un pícaro expansivo y avasallador, o depredador, con muy buena cabeza, un varón que habla campechanamente, como hablan las gentes sencillas. Tiene las cualidades propias de los hombres sin artificios, carente de las hipocresías de los intelectuales y los civilizados o la impostura extranjera.

Ése es Trump, un negociante que presuntamente habría sabido ascender y prosperar gracias a su buena administración, gracias a sus dotes: encarnaría lo expeditivo, la contundencia expresiva y el provecho personal.

Desde el momento en que se postula como candidato de su partido, el hombre sin complejos despliega un programa de demagogias varias, promesas generosas, derroches verbales y desmesura emocional. Todo ello frente a la presunta frialdad despiadada del Sistema y de sus élites.

Una vez conquistada la Presidencia, para que ese mejunje ideológico funcione habrá que tirar de presupuesto, habrá que gastar a manos llenas, habrá que materializar lo que no se tiene o lo que se ejecutará a crédito.

Frente a la fantasía, las promesas y los embustes…, la política estricta y decente, democrática, resulta rutinaria y decepcionante. Durante un tiempo, no pocos ciudadanos creen disponer de un instrumento eficaz, adecuado para resolver sus problemas, con un sistema de partidos que compiten leal y legalmente, usando los recursos con moderación y buen juicio.

Creen contar con un régimen político liberal, no intervencionista: un régimen de derechos que deja hacer a los individuos, que permite que cada uno sea feliz a su manera.

Ahora, tras décadas de funcionamiento, hay un gran descontento: además, lo público ha sido vilipendiado. La democracia está llena de taras y los representantes no siempre tienen comportamientos ejemplares.

Desde hace tiempo, no pocos ciudadanos intentan remontar el estado de abatimiento haciéndose valer. Tratan de salir de la resignación. ¿Con acciones de protesta? No. Frente a la voz o frente a la lealtad, se opta por la salida. Ya lo dijo Albert Hirschman.

De pronto o paulatinamente, muchos electores creen haber encontrado una salida a las averías o deterioros del sistema democrático. Una salida, insisto: o un interlocutor distinto, un guía nuevo y un gobernante que no es político. Y el candidato insólito refuerza esa impresión de outsider.

Será él —con sus hipérboles, con su histrionismo o con sus ingeniosas mentiras—quien establezca el temario y quien disponga la agenda.

Trump hace que sea noticia espectacular, casi circense, aquello que interesa a sus potenciales votantes. Y lo convierte en hecho informativo. Por las exageraciones u ocurrencias, por los embustes que tanto persuaden.

La dieta informativa está repleta de noticias banales que son el centro de la discusión pública. Muy bien, saquémosles punta, parece decirse Trump.

Para ello, nada mejor que hacer hincapié o burla de las debilidades o deterioros de la mercancía tradicional: de esa democracia averiada y de la candidata moderada, fría y previsible.

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Donald J. Trump. Charlatán, ilusionista, vendedor
(29 de enero de 2017)

El estado general es de confusión, de aturdimiento. Ignoramos aún los efectos, las consecuencias. Pero, qué quieren, nos tememos lo peor de Donald J. Trump.

Leemos la prensa y lo comprobamos: se multiplican los artículos y los diagnósticos (casi clínicos) que tratan de desentrañar la naturaleza obstinada y errática de sus decisiones y de sus obsesiones.

Yo he leído biografías del personaje y algún que otro libro de memorias. Es tan desolador lo que aprendes que efectivamente temes lo peor.

En cierta ocasión, un biógrafo le preguntó si se había analizado, si había acudido a alguna terapia. La respuesta fue terminante: “No me gusta analizarme porque tal vez no me guste lo que encuentre”.  Sin duda es consciente de sí mismo y sin duda demuestra ser un tipo jocundo, siniestramente jocundo. Se sabe manipulador.

Donald J. Trump reúne al menos tres condiciones que lo hacen temible para el cargo que desempeña.

Es un charlatán a tiempo completo, es decir, su verborrea inacabable y sus ideas y ocurrencias le impiden demorarse, le impiden reflexionar, le impiden actuar con prudencia, cosa que tampoco desea.

El habla desatada le permite ser temerario, dejando aparte las consecuencias de su verbo facundo. Eso le obliga a saltarse la lógica y la congruencia. Por supuesto, desconcierta y desarma a quienes aplican el orden y el concierto a la vida, que podemos ser muchos, o incluso la mayoría.

Es un ilusionista a tiempo completo, es decir, se vale constantemente de trucos, de juegos que despistan y que trasladan la observación del objeto. Como mago que es, Trump sabe que ha de enredar, sabe que ha de desplazar la atención. No para tapar lo que debe permanecer oculto, sino por máxima exhibición: cuanto más se expone más aturde, más confunde.

Es un vendedor a tiempo completo, es decir, lo suyo es un negocio. Eso significa que no hay acto que él emprenda que sea desprendido. Todas sus actuaciones tienen un único fin: vender su mercancía a pesar de la resistencia o la indiferencia de sus potenciales compradores, que ahora son siempre espectadores, que ahora somos todos.

Charlatán, ilusionista y vendedor. Y, por encima de todo manipulador: multimillonario caprichoso, excéntrico, amante de la ostentación y poseedor de lujos inverosímiles.

Juego de mesa comercializado por Donald Trump en 1989 (foto: sfgate.com)

Ha sabido gobernar sus intereses y sobre todo ha sabido gobernar a los demás, a sus subordinados. Ha sabido manejarlos a su antojo haciendo de ellos una clase de servicio.

¿Cómo? Con incentivos positivos y negativos, engatusándolos o amenazándolos, ofreciéndoles riquezas y  compensaciones o castigándolos, en fin, con puniciones y venganzas materiales.

“En mi vida”, decía ya en 1987, “he demostrado que sé hacer bien dos cosas: vencer obstáculos y motivar a los buenos colaboradores para que den lo máximo de sí”. Por supuesto, Trump ya se valía de una neolengua. Lo anterior puede traducirse con otras palabras. Permítanme estas ficticias comillas…

“En mi vida he demostrado que sé hacer bien dos cosas. La primera es convertir a mis oponentes en obstáculos, cosa que me obliga a vencerlos, en efecto, pues yo no puedo operar teniendo rivales, hecho que me fuerza a destruir al adversario, a desligitimar a quienes se me oponen.

“La segunda cosa es convertir a mis subordinados en meros instrumentos; es explotar para mí todo su potencial, es sacar de ellos lo que siempre me pueda beneficiar. Son servidores y, como tales, me deben rendición. Yo soy el dueño de las ideas, de mis ideas, y soy, pues, un hombre de convicciones”.

Fin de la falsa cita.

Un político con convicciones y sólo con convicciones es un ser temible, decimos con Max Weber. Un tipo así es capaz de cualquier cosa porque se lo dictan su idea y su cavilación. Un político con poder, con mucho poder, siempre intimida, pero si ese mandatario es capaz de aplicar su credo sin atenerse a razones, sin atemperarse, entonces es miedo lo que provoca.

Eso lo sabe Trump desde antiguo y además lo pone ahora en escena, lo representa con actos y enunciados realizativos. Es decir, que se cumplen, que se ejecutan, en el momento de realizarlos. De ahí, el teatro de la firma, esa sucesión de órdenes ejecutivas que al ser rubricadas en público no sólo se dictan.

Al dramatizarse el acto de la firma para el objetivo de la cámara convierte este hecho en ilustración ejemplarizante, en decisión representada.

La decisión se toma en otra parte, pero se materializa con pompa y circunstancia, con palmeros que rodean al presidente y con espectadores que asisten al teatro de operaciones.

En fin…

“Sería profundamente injusto decir que Trump miente todo el tiempo”, admite Mark Singer. “Jamás me atrevería a sugerir que miente cuando está dormido”, añade con sorna.

Por otra parte, si se trata de dormir, es sabido que un manipulador suele dormir poco tiempo. Concretamente, según nos indican sus biógrafos, Trump únicamente duerme cuatro horas al día. Él mismo lo ha confesado.

“Sospecho”, admite Singer, “que se debe menos a que funcionalmente requiere de poco sueño, que a su inquietud ante la incapacidad de manejar su subconsciente. Tal vez cuatro horas sea el máximo periodo de tiempo que puede resistir sin tener todo bajo control. Nunca lo sabremos”.

Anuncio pagado por Donald Trump en varios periódicos de Nueva York tras la detención de los cinco jóvenes acusados por la violación de Trisha Meili en Central Park en 1989
Psicopatología
(14 de junio de 2019)

Elvira Lindo menciona la serie When They Seen Us (2019) en una columna dominical de El País. Es un drama policial y judicial. Con finura y sensibilidad, la escritora nos presenta el caso, que podemos ver en su adaptación televisiva para Netflix.

Es la historia de cinco muchachos a los que imputaron, juzgaron y condenaron por un delito gravísimo que no cometieron: la violación de una corredora en Central Park. Eso sucedía a finales de los años ochenta del siglo XX.

En sus dos primeros capítulos, la serie es sobrecogedora. Sin sentimentalismos. Vemos cómo se cierne la fatalidad burocrática, fiscal y policial, sobre unos muchachos negros.

Creo que es muy oportuna la mención de Elvira Lindo. La serie vale el esfuerzo a pesar de que tiene ciertos esteticismos innecesarios y un guión irregular.

Punto y aparte.

En uno de sus primeros capítulos, en algún momento, contemplamos a Donald J. Trump cuando es aún joven y un magnate inmobiliario. Ya resulta un broncas y un oportunista.

En el televisor de alguno de los personajes vemos a Trump encizañando en pantalla contra los muchachos y contra los derechos de las minorías.

Esto ocurrió realmente.

La cosa es obvia. Sabemos cuál es la retórica del demagogo peligroso: esta gente recibe privilegios y subvenciones y luego, ya ven, violan a nuestras mujeres. Hay que quitarles beneficios y chiringuitos.

Por supuesto, Trump no lo dice así, con ese terminacho actual; lo dice peor. Sus maneras de expresarse revelan a un inmisericorde que no se compadece.

Resulta repugnante la campaña organizada en la prensa de aquellos años por parte de Trump. La campaña es para restaurar la pena de muerte y por tanto para rematar a los cinco de Central Park.

Él mismo lo reveló en uno de sus libros autobiográficos que leí en su momento El arte de la negociación: alguien como Trump no se psicoanaliza, no acude al psiquiatra.

Como admite en esas presuntas memorias de 1987 que —insisto— leí con asombro, Trump no va a ningún terapeuta. Al menos no iba por entonces. No acude a médico o sanador, repite, porque con toda probabilidad no le gustaría descubrirse internamente. No le gustaría averiguar cómo es en realidad.

Eso es lo que indica en El arte de la negociación, un título confuso que en realidad alude a El arte de hacer negocios o a El arte de hacer tratos (The Art Of The Deal). En sus memorias nos enseña cómo ganar, no dinero, sino víctimas. Como sumar trofeos y añadir damnificados.

Era y es un depredador. Reputados psiquiatras norteamericanos y extranjeros ya lo han diagnosticado. Eso sí: a distancia. La coincidencia es asombrosa. O no tanto: es un psicópata.

No nos confundamos, tal cosa no significa necesariamente asesino en serie. Significa que está falto de ciertas emociones humanas o que al menos las tiene inertes o amputadas. Significa, en fin, que carece enteramente de sentimientos compasivos o de empatía: que carece de toda forma de altruismo o de benevolencia.

Desde que lo averigüé no dejo de darle vueltas. Y más vueltas. Estamos rodeados.

Trump como ficción
(2 de octubre de 2020)

 He leído el libro escrito por la sobrina de Donald Trump, en este caso Mary L. Trump, sobre su pariente. Lo he leído de un tirón y dos veces. Dos veces. Principalmente para convencerme de que estaba leyendo una obra de calidad y no un mero libro de circunstancias.

Y, en fin, para convencerme de que estaba conociendo de manera clínica —y no cínica— a un personaje necesitado de terapia.

Too Much and Never Enough: How My Family Created the Worlds Most Dangerous Man (2020). Así se titula el volumen de la sobrina. Tiene su punto estridente, sí. Quizás sin saberlo, o conscientemente, Mary L. Trump, la autora, encarna para su tío lo peor o casi lo peor que podría encarnar un enemigo.

Mary L. Trump es lesbiana, es madre, está separada y, para más inri, forma parte de su familia, justamente el núcleo de parientes que deberían guardar silencio ante la obra magna del presidente.

Lo leí —el libro— en castellano, en la edición de Urano, y a pesar de algunos defectos formales, tal vez provocados por la urgencia de la edición, es un volumen interesante.

Permite ver a Trump como epítome, como epifenómeno (perdón por los terminachos). Permite verlo como efecto de las masas que en principio lo apoyaban por su incorrección. Permite ver el comportamiento patológico de un individuo que está al frente de numerosos poderes y que cuenta con recursos de todo tipo para saciar su voluntad de eso, de poder.

En algún otro momento y en algún otro libro he abordado la figura de Trump a partir de las lecturas, creo que abundantes, que he hecho sobre el personaje. El payaso, el vendedor, el comediante, el pícaro, el hijo de papá, etcétera, son sólo algunas de las figuras que encarna y que en su imagen se solapan.

En el libro de Mary L. Trump, el actual presidente de los Estados Unidos es sobre todo y principalmente un depredador, un tipo carente de sentimientos o de afectos duraderos. Un depredador.

Es un individuo que ha debido crearse una ficción de sí mismo convenciéndose de sus cualidades cuando en el fondo ha sido eso, un hijo de papá, dependiente de los recursos y apoyos de su padre, Fred.

Me refiero al descendiente del alemán emigrado, aquel que juzgó tan severamente a sus descendientes, sobre todo a las personas que no eran duras, crueles, dispuestas a sacrificar al oponente.

Mary se salta las reglas. Se salta el pacto de silencio o de confidencialidad que ciñe a sus miembros. Ella no se siente concernida. O, al menos, ya no se siente concernida.

“Espero que este libro termine con la práctica de referirse a las «estrategias» o «agendas» de Donald, como si él operara de acuerdo a cualquier principio organizativo. No lo hace”. No hay tal principio organizativo.

Aparte de ser sobrina, Mary L. Trump ejerce de psicóloga. Sobre este asunto tiene estudios de postín. Pero la autora se contiene.

En absoluto pretende diagnosticar a su tío a trote cochinero y sólo a partir de los pocos datos personales, privados e íntimos que de él ha podido reunir. Ahora bien, como experta en la materia, sabe interpretar el comportamiento, la conducta, las tendencias y las prevalencias del actual presidente norteamericano.

“El ego de Donald ha sido, y es, una barrera frágil e inadecuada entre él y el mundo real, que, gracias al dinero y el poder de su padre, nunca tuvo que negociar por sí mismo”, dice Mary L.

“Donald siempre ha necesitado perpetuar la ficción que empezó mi abuelo de que es fuerte, inteligente y, por lo demás, extraordinario, porque enfrentarse a la verdad —que no es ninguna de esas cosas— es demasiado aterrador para que él lo contemple…”

Trump y la autocracia
(7 de enero de 2021)

Masha Gessen es especialista en autócratas, palabra que suena inquietantemente próxima a psicópatas, a sociópatas y a falócratas. ¿Es arbitraria esta asociación? Tal vez lo sea. O quizá no. Quizá no sea tan caprichosa esta operación que reúne a autócratas, psicópatas, sociópatas y falócratas.

Al menos, si uno se informa, si uno lee, entre otros, el libro de Masha Gessen, Sobrevivir a la autocracia (2020).

En Estados Unidos, “ningún actor político poderoso se había propuesto destruir el sistema político en sí, hasta que Trump ganó la candidatura republicana”, dice rotundamente Masha Gessen.

Es cierto. “Probablemente se tratase del primer candidato importante que no se presentaba a presidente sino a autócrata. Y ganó”, dice Gessen. Y vaya si ganó. Su mandato ha sido un deterioro institucional cuyas consecuencias aún ignoramos.

Su ejecutoria ha sido ejemplo de tendencia autócrata, de arbitrariedad como regla de gobierno. Y ha sido ejemplo de gobernante que alienta y alimenta las peores pasiones de la masa adepta o acérrima.

En Trump hallamos la voluntad firme de autoabastecerse, de apropiarse, de acopiar recursos y de satisfacer unas necesidades que nunca se colman. Y todo ello con un sentimiento y un pensamiento (vamos a llamarlos así) de propiedad.

Pero hay algo más, mucho más.

“El desdén fue el combustible de la campaña de Trump: hacia los inmigrantes, hacia las mujeres, hacia las personas con discapacidad, hacia las personas de color, hacia los musulmanes —hacia cualquiera, en otras palabras, que no fuera un hombre blanco sin discapacidades, heterosexual y nacido en EE.UU.— y también hacia las élites que habían consentido al Otro”, señala Gessen.

El desdén y el resentimiento alimentan la antipolítica y destruyen la confianza. Es el precio literalmente de la desconfianza. Ciertos políticos como Trump hacen campaña desde la antipolítica y sobre todo nutren el resentimiento de los votantes hacia las instituciones, pues se supone que éstas, las instituciones, han arruinado sus vidas.

Por eso, Trump, Bolsonaro, etcétera, siguen alimentando las fuentes del resentimiento incluso después de ocupar el cargo presidencial, como si fuera otra persona la que aún estuviese en el poder. Están al frente, pero hablan y se comportan de acuerdo con una retórica insurgente, de oposición radical, presuntamente ajena al sistema.

Es por eso por lo que la probabilidad de que Trump –el bufón, el ordinario, el racista– se volviera presidencial, moderado, era remota, pero la había, admite Gessen.

La había para ceguera de muchos y de nuestro estupor. No supimos ver enteramente o leer la literalidad de lo que se decía, la verdad exacta y paradójica que había detrás de un discurso mentiroso.

Como dice Masha Gessen, “los autócratas suelen dejar claras sus intenciones desde el principio. Si decidimos no creerles o ignorarles, lo hacemos a nuestra cuenta y riesgo”. Y el riesgo es el de que la vulneración de principios ha sido cada vez más grave para desolación nuestra.

“Trump, su familia y sus funcionarios no son arteros: parecen actuar de acuerdo con la creencia de que el poder político debería generar enriquecimiento personal y, en esto, aunque no en cuanto a los detalles de sus componendas, son transparentes”.

Son transparentes en cuanto al uso del poder y en cuanto a sus intenciones. Sin duda, dentro de un sistema democrático, aún “existe la esperanza de revertir la tentativa autocrática, pero incluso así, la mitad del país en el que vivo”, dice Gessen, “funciona, en el espacio público, como una autocracia”.

Y algunos de esos son los asaltantes del Capitolio, aquellos que con procedimientos ilegales y violentos y con brutalidad manifiesta se apropian de un símbolo del poder constitucional.

Muchos de ellos son hombres blancos cabreados, los “Angry White Men”. Su naturaleza, su ideología y su sociología podemos seguirlas en un libro esencial, muy fino, que Alberto Haller ha publicado en España en la editorial que dirige: Barlin Libros.

Me refiero al volumen de Michael Kimmel titulado Hombres (blancos) cabreados (2019), cabreados con el sistema y las instituciones.

Ya lo estaban en 2016. Y fue entonces cuando Trump se presentó como su portavoz o médium. El misterio —que no es tal— es por qué tras su mandato la cuota de ese supremacismo dolido y agresivo ha aumentado. Sus problemas no se han solucionado, pero desde la Presidencia se ha alimentado el desdén y el resentimiento.

“La América de Trump es como él”, añade Gessen. ¿Y cómo es? Pues “blanca, masculina, heterosexual, permanentemente asediada, agresiva”.

La campaña de 2016 prometía devolver sus seguidores a un pasado fantasioso. En esos “viejos buenos tiempos” se supone que sus empleos y sus hijas habrían estado bajo protección, a salvo de los inmigrantes de tez oscura.

En ese pretérito perfecto, los blancos no habrían tenido que tratar a los afroamericanos como a iguales. En ese mundo que han perdido, “las mujeres no se metían en política, los homosexuales no manifestaban su orientación sexual y las personas transgénero no existían”, concluye Gessen.

La mentira repetida cien veces y la fantasía más dañina machaconamente expuesta son factores de movilización extensa e intensa. Y pueden ser factores de insurrección, no de protesta, como bien diagnosticó Joe Biden.

La tendencia autocrática no ha muerto.

We will be back in some form
(21 de enero de 2021)

Podría escribirse una historia del siglo XX y de los siglos anteriores a partir de frases memorables.

Son oraciones que fueron pronunciadas en momentos especiales (o no), pero que al final acabaron por ser lapidarias o mnicas, rodeadas (o no) de banda sonora. Son frases que por alguna razón o por contexto o por sus múltiples significados acabaron por hacerse célebres, fórmulas que identifican, que estimulan, que activan.

Expresan, con pocas palabras, un deseo, una expectativa o una experiencia que afecta no sólo a una persona. De hecho, afectan a naciones enteras o a grupos que luchan con orgullo por sus derechos o por su reconocimiento.

Punto y aparte.

En el repertorio de canciones que Frank Sinatra se vio obligado a repetir en las últimas décadas de su vida había una, un estándar, que él detestaba particularmente. Detestaba la pieza, pero sus rendimientos fueron inmensos. Fue el tema que mayor celebridad le dio en los últimos años de su vida. Me refiero a la canción My Way (1968), A mi manera.

¿Cuál es la filosofía de esta canción?

My Way justifica o defiende las decisiones individuales que uno toma a pesar de los posibles errores que haya podido cometer a lo largo de una vida. Es una filosofía razonable y con su punto de cinismo.

Le gustara o no, Sinatra quedó inevitablemente vinculado a ese título, My Way, que le hizo doblemente famoso en todo el mundo, incluso entre quienes ignoraban el excelso repertorio del crooner. Él no fue su compositor, sino Paul Anka. La historia es muy conocida.

Cuenta la leyenda que, estando en París a la altura de 1968, Paul Anka oyó una canción francesa de mucho sentimiento: Comme dhabitude. Era una pieza que había sido compuesta en 1967 por Claude François y Jacques Revaux con letra de Giles Thibault.

Anka quedó prendado. Se aseguró los derechos de la canción para su productora norteamericana y sin más olvidó el botín.

Un día, poco tiempo después, Paul Anka se encontró con Frank Sinatra. Éste le confesó que estaba cansado del mundo espectáculo y que quería retirarse.La gente del rock lo había desplazado y los años del Rat Pack lo habían envejecido. Eso sí, tras una vida de desenfreno, whisky y amistad.

Estamos hablando de finales de los años sesenta. Fue entonces, justo entonces, cuando Paul Anka se acordó de la canción francesa de la que había adquirido los derechos. Cambió algo la melodía e, inspirándose en lo que Sinatra acababa de decirle, comenzó a reescribir la letra en inglés.

¿Cuál era su filosofía?

Un hombre, ya en la última parte de su vida, mira escépticamente lo que ha sido la existencia. Revisa sus circunstancias, valora sus decisiones y, con orgullo gamberro y luciferino, dice no arrepentirse de nada. Anka le ofrece la canción a Sinatra.  A finales de 1968, Frank ya está grabando My Way.

No pasó mucho tiempo antes de que dicha pieza se convirtiera en el himno del propio Sinatra, aunque llegara a odiar la canción. Y no pasó mucho tiempo antes de que esa pieza llegara a convertirse en el himno de muchos seres humanos. De aquellos que no se arrepienten, de aquellos que viven y que asumen con coraje, con audacia y algo de cinismo sus propias decisiones.

Punto y aparte.

Donald J. Trump se ha despedido de La Casa Blanca a los sones de dicha pieza y yo he sentido un repeluzno.

Sinatra fue un tipo admirable y peligroso. Fue solidario en la campaña de John F. Kennedy prestándole High Hopes (1959), la canción que abría la expectativa, la esperanza de una Nueva Frontera, de un mejor devenir. Y Sinatra fue al final un republicano de orden.

Que Trump se retire temporalmente con My Way nos resulta insultante e incómodo a muchos, a muchos que adoramos a Sinatra. Creo que Frank habría detestado aún más la pieza.

Mientras sonaba la canción, el exmandatario pronunció unas frases, algunas de cuyas palabras quedarán para la historia. ¿Cuáles? Entre ellas, la mejor es ésta:

We will be back in some form”.

Es una amenaza y una esperanza. Es una observación y una meta. Traduzco y abrevio rápidamente lo que Trump dijo a sus acérrimos seguidores y, por extensión, a sus adversarios.

“Gracias, muchas gracias. Muchas gracias. Les amamos y lo digo de todo corazón”, empieza. “Han sido cuatro años increíbles, hemos logrado mucho juntos”, añade. “Quiero agradecer a toda mi familia, a los amigos, al personal y a tantas otras personas por estar aquí”, por resistir. “Quiero agradecerles su esfuerzo, su arduo trabajo”, añade.

Parafraseo…

La gente no tiene ni idea de lo duro que ha sido este trabajo. Ignora lo duro que ha trabajado esta gente para acompañarme. “Podrían haber tenido una vida mucho más fácil”, pero no. “Simplemente… decidieron hacerlo por mí realizando un trabajo fantástico”.

“Hemos logrado muchas cosas”, insiste con orgullo. Y, de grado o a la fuerza, añade:

“Nuestra primera dama ha sido mujer de gracia sin par, de mucha belleza y mucha dignidad. Y ha sido tan popular entre la gente, tan popular entre la gente…”

“De hecho, cariño, ¿te gustaría decir algunas palabras, por favor?”, afirma dirigiéndose y comprometiendo a su esposa. Melania Trump intervendrá pronunciando unas palabras escuetas.

“¿Qué más se puede decir, verdad?”, apostilla Trump. “Pero lo que hemos hecho —es verdad, cariño, ha sido un gran trabajo—, lo que hemos hecho ha sido asombroso, se mire como se mire”.

A partir de ese momento, Trump comienza a enumerar algunos de sus logros con citas y referencias… dudosas. Se refiere a la Space Force, a los veterinarios, al recorte de impuestos.

“De hecho”, añade con prosa campanuda, “ha sido el recorte de impuestos y la reforma más grande en la historia de nuestro país”.

Luego sólo lamentará la incidencia del “virus chino”. “Las cifras de trabajo han sido absolutamente increíbles”, señala.

“Cuando comenzamos, si no hubiéramos sido afectados por la pandemia, habríamos tenido cifras que nunca se hubieran visto”, dice hipotética, fantasiosamente. “Aun así”, insiste, “nuestras cifras son las mejores de la historia”.

“Hicimos algo que realmente se considera un milagro médico, pues así lo llaman: un milagro. Y ese milagro fue la vacuna”, añade atribuyéndose el mérito. “Conseguimos desarrollar la vacuna en nueve meses en lugar de nueve años o cinco años o diez años o más tiempo”, justifica.

“Sólo puedo decir esto: hemos trabajado duro. Nos hemos entregado a fondo. O, como dirían los atletas, nos hemos dejado la piel…” Eso añade con soberbia.

“Tuvimos muchos obstáculos, y los superamos. Y sólo”, sugiere con sorna, “obtuvimos setenta y cinco millones de votos, cosa que es un récord en la historia de los presidentes en ejercicio”. “Es un récord histórico”, insiste. “Ha sido, realmente, un honor”.

Pasa después a enumerar sus otros logros (reales o presuntos), sus nombramientos, también con cifras de récord.

Y admite que “hemos hecho mucho aunque todavía hay cosas por hacer”. Es sorprendente.

“Lo primero que tenemos que hacer es presentar nuestros respetos y nuestro cariño a las personas y familias, tan destacables, que sufrieron tan gravemente por culpa del virus de China”. Sufrieron. Pasado perfecto.

“Lo del virus es una cosa horrible que cayó al mundo. Todos sabemos de dónde vino, pero es algo horrible, horrible. Así que tengan mucho cuidado, tengan mucho, mucho cuidado”.

Y concluye: “siempre batallaré por ustedes. Estaré atento, estaré escuchando y a la vez ya les digo que el futuro de este país nunca ha sido mejor”.

Por ello, añade: “deseo mucha suerte y mucho éxito a la nueva administración. Creo que tendrán un gran éxito, pues tienen la base para hacer algo realmente espectacular”. Es un deseo que puede interpretarse como un autoelogio.

“Y ello a pesar de la peor plaga desde, supongo…, supongo que desde 1917, desde hace más de cien años”, añade con error.

“Y a pesar de todo, a pesar de todo, las cosas que hemos hecho han sido simplemente increíbles”, dice con suficiencia. “Eso sí: no podría haberlo hecho sin ustedes”.

“Así que esto sólo es un adiós, los amamos. Volveremos de alguna forma…”

“Les deseo una buena vida. Nos veremos pronto. Gracias, muchas gracias”.

De algún modo volveremos…

Algunos hombres fuertes
(2 de diciembre de 2022)

Frente a la tibieza de los varones apocados o débiles ante los retos y amenazas del mundo presente, unos cuantos hombres fuertes se impondrían sin apenas restricciones en los gobiernos de sus respectivos países.

A esos dirigentes, la democracia se les antojaría un sistema ineficiente, lento, rehén del garantismo, de la división de poderes.

Para esos hombres fuertes, las urgencias del presente se resolverían mejor con autoridad, personalismo, dureza y crudeza. Más aún: con la crueldad inevitable a que obligan los ataques de los enemigos.

Por ello, esos hombres fuertes postularían más poder para sí mismos, como líderes autoritarios, y postularían menos intereses representados, menos equilibrios institucionales, menos pesos y contrapesos.

¿Es así?

Si el mundo en el que ahora vivimos es ése, entonces es que nos hallamos en circunstancias extremas, abracadabrantes.

Y si no es enteramente así, al menos por los hechos políticos que ocurren y por su deriva, ese mundo se le parece o se le va pareciendo cada vez más.

Punto y aparte.

Sobre estos asuntos, es interesante leer un volumen cuya traducción española es La era de los líderes autoritarios (2022). Prefiero su título en inglés: The Age of the Strongmen.

Su autor, Gideon Rachman, es un afamado periodista británico del Financial Times, concretamente editorialista de política internacional.

Esta obra que menciono es una investigación notable. En muchos aspectos, envidiable. Es una radiografía del presente, de nuestro presente. Y a la vez es un relato persuasivo, bien documentado, fruto de numerosos años de trabajo de campo.

Durante mucho tiempo, efectivamente, Rachman ha viajado a lo largo y ancho del mundo, estudiando sobre el terreno el devenir político de decenas de países para detectar y analizar las derivas autoritarias que pueden apreciarse en sistemas democráticos y no democráticos.

Podemos leer The Age of the Strongmen como un ejercicio destacable de periodismo de investigación. Podemos leer dicho libro también como un ensayo aleccionador acerca de las últimas tendencias políticas populistas. O, en fin, podemos leerlo como una aproximación psicológica a la personalidad de líderes efectivamente autoritarios.

Su tesis principal es la de que todo comenzó a cambiar a comienzos del nuevo milenio con la elección de Vladimir Putin, a quien Rachman dedica unas páginas lucidísimas.

A comienzos del nuevo milenio… se imponen y se extienden tendencias autoritarias que debilitan, doblegan o quiebran regímenes constitucionales.

Rachman habla de líderes fuertes que ejercen el poder o que pretenden ejercerlo más allá de los límites normativos y de las reglas

¿Ejemplos?

Aparte de Putin, tendríamos a Trump, Xi Jinping, Orbán, Bolsonaro, Modi, Erdogan, Duterte y, entre otros más, a Johnson. ¡Al propio Boris Johnson!

¿Qué tendrían en común? Son líderes de tendencia autoritaria u hombres directamente autoritarios y arbitrarios, dirigentes que amenazan o quiebran la democracia.

¿Cómo?

Desobedeciendo las normas, saltándose los límites, patrocinando el culto a su personalidad, valiéndose del victimismo y del chovinismo en que simultáneamente se amparan. Etcétera.

Empezaron a confirmarse, a consolidarse, a comienzos de este nuevo siglo y Putin sería el modelo y, tras él, vendría una galería siniestra de hombres fuertes que habrían ido alcanzando el poder en los distintos continentes.

No se trata tanto (o no siempre) de regímenes de partido único con un líder adorado, al modo de los fascismos en los años treinta, sino de sistemas políticos de tradición o apariencia legal. Eso sí, con grietas a partir de las cuales se puede destruir ello mismo: la frágil o incipiente legalidad.

Más aún, el mundo último o penúltimo se caracterizaría por la irrupción de esos tipos duros, extravagantes, que por fin ejercerían su poder para oponerse y destruir los privilegios de las élites tradicionales.

Así se presentan habitualmente.

Serían, sí, tipos que a la vez conectarían con el pueblo, al que invocarían prometiendo respuestas populistas o directamente antipolíticas.

Creo entender la tesis de Gideon Rachman, que he parafraseado y reconstruido con mis propias palabras. Creo incluso que su desarrollo resulta muy convincente. Pero hay varias pegas que podrían contradecirla.

La primera: Trump es un típico o prototípico hombre fuerte, pero su oposición pudo derrotarlo para alivio de millones de ciudadanos de allí y del resto del mundo. Los demócratas habrían rescatado la democracia americana de la peor deriva. Sin embargo, la amenaza y la historia continúan.

La segunda: Boris Johnson fue apeado por su propio partido. Con ello se habrían impuesto la tradición constitucional (no escrita) y las buenas prácticas del Reino Unido. Se habrían impuesto, a la postre, a la quiebra de las normas y las instituciones, a la arbitrariedad del premier británico, caído en desgracia.

La tercera y fuera del libro: Giorgia Meloni, primera ministra de Italia (de la que Rachman no puede hablar en el texto) también seguiría el patrón de los hombres fuertes. Pero es mujer y, además, su poder no es un superpoder, si se me permite la expresión. Meloni se vería así amenazada por los propios varones de los otros partidos con los que forma un gabinete de coalición. Curiosamente, más allá del género, esto mismo es una tradición de los efímeros gabinetes italianos.

Etcétera, etcétera.

La radiografía de Gideon Rachman está muy bien fundamentada y es muy convincente si hablamos de países sin Estado de Derecho consolidado. Pero queremos creer que (aún) no se ajusta bien a las democracias occidentales en que las derechas radicales tienen numerosos obstáculos que salvar: contrapesos, poderes intermedios, equilibrios institucionales, intereses contradictorios. O la firme, legal y democrática oposición de los ciudadanos menos amodorrados.

Estaremos atentos.

La nueva bufonería
(9 de enero de 2023)

Lo dije hace un tiempo y lo vuelvo a repetir. Debemos tomar en serio a los farsantes de la política, a los estrafalarios, a los enajenados. Pueden parecernos payasos, charlatanes, etcétera. De algunos de sus ardides se valen, ciertamente.

Donald Trump y Jair Bolsonaro, entre otros, hacen muchas pantomimas y, a la vez, son bocazas e irremediablemente histriónicos.

Pero esos oficios en los que se inspiran son dignos y se ejercen en terreno acotado: sus chocarrerías y facundias se realizan en el circo y en la feria. En cambio, la nueva bufonería que encarnan principalmente Trump y Bolsonaro está fuera de campo. Ambos convierten el escenario de la política en un circo, en una feria o en ambas cosas a la vez.

Como el flautista de Hamelín, también ellos arrastran multitudes. Como el mago de Thomas Mann (Mario y el mago, 1929), también saben seducirlas y perturbarlas con bufonadas e ilusionismos para su propio beneficio.

Que ahora no estén en el poder no los hace menos amenazantes. Pueden regresar en próximas elecciones, si para entonces aún existe el mundo tal como lo conocemos. Pero, antes de que eso pueda ocurrir, alientan la deslegitimación y la parálisis de las instituciones.

Se burlan de sus oponentes, se guasean de lo más serio y trascendente y, en fin, deterioran o erosionan todo aquello de lo que no se apropian.

El ruido, las amenazas y la incorrección política son su revestimiento. Pero son también su carta de presentación. Son lo que aparentan ser.

El anverso o el reverso de su estrépito mediático es la antipolítica organizada, la destrucción institucional de la democracia. Y la antipolítica se basa en la desconfianza, el desdén y el resentimiento.

Ciertos políticos como Donald Trump o Jair Bolsonaro viven permanentemente en campaña de deslegitimación, estén en el poder o fuera del poder.

¿Cómo?

Mostrando y aplicando abiertamente sus políticas destructivas o, si han perdido las elecciones, alentando, justificando o comprendiendo la rebelión antidemocrática.

¿Desde dónde?

Qué curioso: desde Florida, desde Orlando, que no es sólo la sede de la fantasía. Tampoco es la tierra de promisión. Es el lugar de la espera. Y en todo ello el resentimiento es la clave. Hay que nutrir el resentimiento de los ciudadanos desorientados hacia las instituciones. Se supone que éstas, las instituciones, han arruinado sus vidas y es por ello por lo que deben alzarse y lanzarse.

¿Con qué objeto?

Con el fin de acabar con las democracias que están en manos de burócratas y de políticos profesionales y protocolarios en alianza con el progresismo o el ateísmo.

Por eso, Trump, Bolsonaro, etcétera, siguen alimentando las fuentes del resentimiento con una retórica insurgente, de oposición radical, ajena al sistema.

Como dice Masha Gessen en Sobrevivir a la autocracia (2020), “los autócratas suelen dejar claras sus intenciones desde el principio. Si decidimos no creerles o ignorarles, lo hacemos a nuestra cuenta y riesgo”.

Estos autócratas, si pierden el poder, deslegitiman al ganador y, sobre todo, a las nuevas mayorías parlamentarias que directa o indirectamente los han apeado.

Por ello alientan nuevas formas de rebelión antisistema, que podrían derivar en golpismo si a ello se une una insurrección militar.

Y por eso asaltan y ocupan la sede del poder democrático. Con brutalidad manifiesta se apropian de los símbolos constitucionales para desnaturalizarlos o destruirlos. ¿Son Trump o Bolsonaro sus responsables? ¿Dirigen personalmente esos ataques?

La retórica de la desconfianza, del desdén y del resentimiento es el combustible que pone en marcha estas acciones. Además, sus proclamas ideológicas burlescas o dementes se basan en la incorrección política más arrogante. Por eso, la extravagancia o la nueva bufonería de que hace gala una parte de la derecha alternativa no es inocua.

Ensayan, promueven y ponen en práctica formas nuevas de desestabilización cultural y política.

Hay que hacerles frente. Con instituciones robustas, con el Estado de Derecho y, por nuestra parte, con el activismo intelectual. Los ciudadanos debemos pronunciarnos. No somos su público. Tampoco ellos son meros payasos o charlatanes. Son autócratas o aspiran a serlo enteramente. La nueva bufonería no tiene ninguna gracia.

Repito. Hay que hacerles frente.

Ya están aquí.

Algunos nunca se fueron.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Matrioshka con distintas imágenes de Donald Trump, a la venta en Amazon

Ilustraciones: Justo Serna y Conversación sobre la historia

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