Combates por la historia en la educación[1]
Joaquín Prats Cuevas
Catedrático Emérito de Didáctica de la Historia
Universidad de Barcelona
La historia es una disciplina escolar que se encuentra en claro retroceso y que, en algunos casos, corre el peligro de desaparecer de los currículos educativos. Así ha ocurrido ya en nuestra Educación Primaria en la que se ha diluido en una imprecisa área curricular llamada: Conocimiento del medio social y cultural. Esta disolución ha supuesto un retroceso considerable en su didáctica, en la medida que la pérdida de entidad como conocimiento científico coherente, ha convertido las informaciones históricas en meros apuntes eruditos o en un salpimentador pretendidamente útil para la comprensión (en realidad, pseudocomprensión) de determinados problemas sociales. La opción de eliminar la historia como materia específica ha acabado prácticamente con la enseñanza de esta disciplina en la educación primaria, a diferencia de lo que ocurre en la mayor parte de países europeos y, por lo tanto, con las nada desdeñables posibilidades educativas que tiene en los primeros años de escolarización obligatoria.
Esta tendencia continúa y la hemos visto y la estamos viendo en otros países. Es un fenómeno que se enmarca en un cambio general de la situación de estos conocimientos en el mercado general de los saberes, en determinada concepción de la cultura contemporánea, y en el debate sobre la objetividad de la ciencia, que ha ocupado gran parte del último tercio del siglo XX, tema al que dedicaré unas consideraciones en la parte final de este ensayo.
Este texto se centrará en la defensa de las humanidades y, en concreto, de la historia; pero no cualquier historia, sino aquella que la comunidad científica reconoce como tal. La que Tzvetan Todorov (2002) considera que se sustenta en la “exigencia básica de verdad y, por lo tanto, también la escrupulosa recolección de informaciones”. Aquella que reivindica Ricardo García Cárcel cuando reclamaba “la necesidad de una historia crítica, metodológicamente rigurosa, que exorcice mitos y leyendas y que aborde el pasado sin complejos” (García Cárcel, 2011).
Reivindico la historia científica como pieza fundamental en los estudios primarios y secundarios y, me atrevería a proponer también universitarios, sea cual sea la rama del saber que se curse. Ello en la línea de considerar la formación en humanidades como un elemento básico y no solamente complementario en la formación de todos nuestros conciudadanos. Es una materia fundamental para la educación en la medida que la disciplina histórica es la que, de manera más central, “contribuye a la explicación de la génesis, estructura y evolución de las sociedades presentes y pretéritas; proporciona un sentido crítico de la identidad dinámica y operativa de los individuos y grupos humanos, y promueve la comprensión de las distintas tradiciones y legados culturales que conforman las sociedades actuales” (Moradiellos, 2009). Junto a estas propiedades, hay que añadir que puede actuar como eje estructurante del conocimiento de lo social, al tiempo que es imprescindible para construir una conciencia de pertenencia a un mundo amplio y multicultural. Estas son sus grandes posibilidades y las que justifican su defensa en los programas educativos.
En el año 1949, Cahier des Annales publicó la Apologie pour l’histoire, obra póstuma de Marc Bloch (2011), historiador que había sido fusilado por los alemanes cinco años antes. Lucien Febvre glosó esta obra en: “Hacia otra Historia”, que es el último capítulo de un librito que marcó a toda una generación y que fue objeto de debate y reflexión para muchos historiadores. Se trata del famoso Combats pour l’histoire (Combates por la Historia), publicado en España el año 1970, con una magnífica traducción de Enrique Argullol y Francisco Fernández Buey.
Combates por la historia (Febvre, 1970) puede considerarse, junto con Apologie pour l’histoire de Marc Bloch (2011), el manifiesto de la tendencia historiográfica reunida en torno a la revista “Annales”. Frente a la historia diplomática característica del positivismo, Lucien Febvre defiende una historia total que incluya aspectos económicos, sociales, religiosos, culturales, etc. y reivindica la historia como el “estudio científico elaborado” de las sociedades pretéritas. Por ello, la historia debe ser, por definición, absolutamente social. Con un lenguaje directo y a menudo irónico Lucien Febvre reivindicó una renovación constante de la ciencia histórica y de sus relaciones con el resto de las ciencias.
De la relectura de este autor surge el título de este texto, “Combates por la historia”, añadiéndole al final, “en educación”. Salvando todas las distancias y sin pretender emular la trascendencia del libro del reconocido historiador francés, aspiro a dejar constancia de la importancia que la disciplina histórica tiene en la formación básica de todo ciudadano crítico y consciente de sus deberes y derechos.
Parece obvio lo que defiendo, aunque lo obvio, a veces, no lo es tanto. Prueba de ello es que los programas de historia en la enseñanza son un tema candente, de clara dimensión política, en constante revisión por parte de gobiernos y administraciones y objeto de discusión ideológica.

Los debates del papel de la historia en la educación
El origen de la historiografía actual es inseparable de su uso público. La historia es una disciplina que, entre otras funciones sociales y educativas, contribuyó a conformar la visión sobre la identidad social y política de las naciones. La aparición de la historia en el escenario educativo está ligada a la formación de los Estados nacionales. A lo largo del siglo xix, en casi todos los países occidentales, se incorpora como materia en la primera y segunda enseñanza, al tiempo que se crean los estudios universitarios de dicha especialidad. A partir de entonces, comienzan los debates sobre el carácter que debía tener esta disciplina a la hora de llevarla a las aulas escolares. En la mayoría de los casos, la enseñanza de la historia pasó a ser una forma de ideologización para transmitir ideas políticas y sentimientos patrióticos. La consolidación de los Estados liberales y el surgimiento de los nacionalismos supusieron un interés, por parte de los gobiernos, de fomentar el conocimiento de la historia nacional como medio de afianzar ideológicamente la legitimidad del poder y cimentar y estimular el patriotismo de los ciudadanos. No en vano ya señalaba Jerzy Topolsky (1985) que “la Historia y su conocimiento son uno de los principales elementos de la conciencia nacional y una de las condiciones básicas para la existencia de cualquier nación.
En las últimas décadas, la historia y su enseñanza ha experimentado una importante evolución en su configuración como disciplina científico-académica. La tendencia general, que muchos hemos venido defendiendo desde hace años, ha sido la de considerarla como una ciencia social que sirva para educar la conciencia colectiva de los ciudadanos, así como para reconocer e identificar las raíces sociales, políticas y culturales de las diferentes naciones, priorizando una historia común, intentando evitar manipulaciones del conocimiento de pasado y excluyendo el fomento de posiciones xenófobas.
El análisis de los currículos y de los libros de texto muestra que los países que están modernizando su educación proponen contenidos históricos que responden, cada vez más, a las exigencias de la ciencia histórica y no a la proclamación de una historia esencialista y etnicista, basada en un concepto de nación con valores “eternos”, las grandes epopeyas históricas y, en muchos casos, con un relato de los hechos construido a la defensiva y justificado por su rivalidad secular con otros países. Asimismo, los programas escolares tienden a evitar, en la mayoría de los países, visiones que resalten la pretendida “maldad” de los vecinos y la exagerada bondad de los propios en las situaciones de tensión bélica de épocas pasadas. La tendencia de incorporar una historia científica desnacionalizada ha tenido éxito en su plasmación curricular en la mayoría de los países europeos más occidentales.
Cuando se implantó en Francia esta visión moderna de la enseñanza de la historia, se produjo un debate público, con una dominante política, en la que Michel Debré, encabezando la organización gaullista antieuropeísta, el “Comité pour l’indépendance et l’unité de la France”, denunció la desnacionalización de los programas de Historia que hacía el primer gobierno Mitterrand, del que era ministro de Educación Alain Savary. La preocupación de Debré y sus seguidores era que si “se ocultaba a los estudiantes de secundaria las glorias de la nación” [sic] y si se introducía una historia que no ensalzara la “grandeur”, desaparecería la idea de Francia y su destino en lo universal, por utilizar una expresión que se usó mucho en nuestro país. El cambio de los contenidos históricos en la educación francesa tuvo que ser, en parte no sustancial, renegociado políticamente años después.
En Inglaterra ocurrió algo parecido. En el 2011 volvió a surgir la polémica acerca de los contenidos en la enseñanza de la historia. Tras algunos años en los que se primaba un aprendizaje histórico basado en la comprensión de los fenómenos históricos, a través de estudios de determinados acontecimientos o etapas (orientación que primaba en los programas de los años finales de educación secundaria obligatoria), algunos consejeros del gobierno de David Cameron reclamaron volver a una historia basada en el relato de las glorias nacionales. Eran las propuestas que el secretario de educación del gobierno de Cameron, Michael Gove, anunció en la Conferencia del Partido Conservador, planteando formalmente que los programas de historia en la enseñanza secundaria deberían ser revisados.
Su propuesta se basaba en el informe realizado por Simon Schama, profesor de Historia en la Universidad de Nueva York, que reclamaba una vuelta a la historia con la finalidad de fomentar un sentido de identidad nacional británico. Se trataba de reclamar una función ideologizadora y estimuladora de sentimientos patrióticos y olvidar la complejidad de la comprensión del pasado en pro de una historia relato, que exigía una práctica didáctica básicamente memorística y afectiva con la pretendida genialidad británica.

Frente a estas posiciones han surgido “combatientes” por mantener y profundizar la enseñanza de una historia científica en la educación. Richard Evans, decano de la Facultad de Historia en Cambridge, denunciaba los planes del gobierno Tory. Frente al argumento del poco interés que suscita la historia entre los escolares, en la que Gove hablaba de crisis en la enseñanza de la historia, Evans (2011) replicaba: “¿Dónde está la crisis? La respuesta es que se trata de una crisis imaginaria fabricada por aquellos que quieren convertir la historia en nuestras escuelas en un vehículo de adoctrinamiento nacionalista crudo”. Y seguía: “Lo que en realidad se pretende es sustituir la historia científica por una historia celebratoria de nuestras pretendidas glorias”.
Evans (2011) defiende la historia enseñada como una disciplina crítica, señalando que “Los historiadores, consideramos que una de nuestras principales tareas es el desmitificar, demoler las ortodoxias y desmontar los relatos políticos que propongan reclamaciones espurias de objetividad. Esto es lo que se debe hacer en las aulas”.
Esta polémica no es nueva en Inglaterra. Conviene recordar una similar a inicios de la década de los años setenta cuando un escrito de Mary Price en la revista History encendió todas las alarmas. Se trataba del artículo titulado “History in danger” (Historia en peligro) que provocó un amplio debate profesional aunque también trascendió a la esfera pública. El resultado fue muy positivo en la medida que una de las conclusiones a las que se llegó era que debía salvarse la historia en la educación de la mano de una fuerte renovación de su didáctica, dejando atrás la vieja historia-relato para introducir a los alumnos en la simulación del oficio de historiar. Así surgieron publicaciones periódicas, que aún perviven, como Teaching History o proyectos promovidos por el School Council, como Historia 13/16, que alguno de nosotros importamos y reformulamos en nuestro país, hace ya algunos años.
Debates sobre este tema los ha habido en muchos países. En los últimos meses de gobierno del señor Berlusconi se redactó un proyecto de reforma del currículo que suprimía la historia de la educación primaria y, en parte, de la secundaria. En España hay que recordar el famoso debate llamado de las Humanidades que se refería casi exclusivamente a los programas de historia.
El proyecto de decreto de la entonces ministra Esperanza Aguirre se convirtió en un catalizador de posiciones políticas, ideológicas, sociológicas y, en menor medida, de posiciones sobre temas educativos. En el debate se mezcló la concepción de Estado, la idea que unos tienen sobre los otros, incorporando, en ocasiones, los más vulgares estereotipos antropológicos, las contradicciones de los partidos políticos, las presiones de los electorados nacionalistas (español, catalán y vasco) y los ajustes de cuentas con la legislación socialista sobre educación en los gobiernos anteriores. Todos los intervinientes defendieron una historia enunciativa. La historia enunciativa, sea de la tendencia que se quiera, ofrezca una u otra visión de España, sea más social o más épica, no resuelve el principal problema de su enseñanza en los niveles obligatorios. (Prats 1999).
De todo lo ocurrido se desprenden tres conclusiones: la primera, la constatación de que algunas administraciones tienen una visión doctrinaria e ideológica de la historia como materia educativa, y la quieren poner al servicio de su visión del modelo social y político y, en algunos casos, de sus concepciones identitarias. La segunda, el poco peso que los profesionales de la educación, los historiadores y los didactas tienen en un debate que, sin duda, les afecta de lleno, y sobre el que pueden ofrecer visiones mucho más racionales y ajustadas. Y, la tercera, el carácter político que, a diferencia de otras materias escolares, tiene la historia en la educación. Ampliaré con unos párrafos esta última conclusión.
Uso y abuso político de la historia
El carácter fundacional de la propia disciplina en los sistemas educativos fue, como he señalado, la de fundamentar ideológicamente la existencia de los Estados nacionales, función que en algunos países europeos no ha sido superada. Un ejemplo bastante reciente: la construcción de los imaginarios nacionales ha constituido un elemento esencial en la disgregación y “renacionalización” de los países del Este europeo, una vez desmembrada la Unión Soviética y su área de influencia. En reuniones internacionales a las que asistí en los años noventa, quedaba patente la posición de los responsables educativos e historiadores de prestigio de países como Polonia, Chequia, Estonia, Eslovenia, Rusia, etc., que defendían una nueva “nacionalización” de sus programas escolares de historia. Pese a la comprensión teórica de fomentar una historia común, en estos países se veía la necesidad de priorizar un punto de vista netamente político, o dicho más sutilmente, como lo hacía el historiador polaco Bronisław Geremek: “gestionar el pasado con la idea de interpretar convenientemente el presente para proyectar el futuro” (Parlamentary Assembli 1997). Como consecuencia, se le atribuía a la historia una función predominantemente política.
Esta idea del uso político de la historia para la consolidación o el refuerzo de los sentimientos patrióticos frente a los vecinos es bastante común en los países latinoamericanos, tal como se desprende de los resultados de una investigación realizada en ocho países iberoamericanos (Prats Cuevas, Valls Montés, & Miralles Martínez, 2015).
Pero el uso político no solo se observa en las competencias de ordenación curricular de los gobiernos, sino que se expresa en el uso social que se hace de ella. En ocasiones, los gobiernos se esfuerzan en potenciar mitos y epopeyas históricas que parecen reforzar sus propias tesis sobre la concepción del Estado o las relaciones internacionales. Esta manipulación, probablemente no mal intencionada en muchos casos, se produce a través del fomento de centenarios, celebraciones y otros eventos. Últimamente la divulgación histórica interesada ha cobrado también presencia en series televisivas. El problema reside en que estas acciones institucionales o comerciales, por su propia intencionalidad, naturaleza y formato comunicativo en que se presentan, suelen ofrecer una visión poco objetiva de lo que conmemoran o de lo que explican. (Prats & Santacana 2011).
Ello no significa que no se deban realizar campañas, celebraciones de efemérides o series televisivas, pero éstas deberían servir para acercar la historia a los ciudadanos, escolares incluidos, y motivarles en el deseo de conocer el pasado y aprender las lecciones que puedan mejorar el presente sin ocultar diferentes visiones que expliquen las razones de cada cual en los procesos y conflictos pasados.
Otro ejemplo de lo que señalamos se está produciendo en los últimos años con las propuestas que surgen desde una óptica política: recuperar la llamada memoria histórica. Se considera memoria el despertar recuerdos sobre las atrocidades de unos sobre otros en acontecimientos penosos para los países, como, por ejemplo, guerras civiles, procesos de represión, persecuciones de minorías, etc.
Pero no hay que confundir el tratar la memoria histórica con la correcta enseñanza de la historia. La controversia científica se centra en la distinción que debe realizarse entre memoria e historia. La posición más aceptada es la que señala que la memoria histórica, en lo que tiene de memoria, es un proceso estrictamente individual, biográfico, y en ocasiones cultural y que, por tanto, no puede ser tildada de conocimiento histórico más que por metonimia. Algunos relatos pueden tomar contacto con lo que denominamos historia científica, pero no asimilarse a ésta. La historia científica, que debe ser la historia enseñada, es una trituradora de memoria que la digiere para poder producir conocimiento.
De todas formas, debe decirse que la memoria de los hechos pasados puede ser un estímulo para el pensamiento histórico, al que reta a construir su comprensión, contextualización, interpretación y, como consecuencia, a elaborar una explicación. (Prats & Santacana, 2011). Y esta perspectiva debe ser considerada como un punto para la incentivación o motivación, un primer escalón para un correcto proceso de enseñanza y aprendizaje. Estas y otras causas ponen de manifiesto la dificultad que supone enseñar (o investigar historia) intentando evadirse del contexto político.
Pese a todo hay referentes que nos indican el camino de solución. Eric Hobsbawm, en una entrevista que le realizaron Javier Paniagua y José Antonio Piqueras (1998), contestaba a una pregunta sobre esta cuestión: “El problema de la historia no es evitar la politización, porque no es posible hacerlo, pero sí que se puede evitar es subordinar el análisis histórico a fines políticos. […]. No es difícil reconocer la distinción entre una historiografía nacionalista y una historiografía del pasado nacional. […] Nunca es posible impedir el uso con fines políticos de cualquier trabajo histórico, pero se puede evitar escribir (y yo añadiría, enseñar) para un debate político en términos históricos. La misión del historiador es hacerse molesto a los intereses de los políticos.”
Lo que debe quedar claro es que “la legitima presión política para que pongamos la ciencia histórica al servicio de la comprensión del presente no debe confundirse con elaborar un conocimiento histórico al conveniente uso (y por supuesto, casi siempre al abuso) de las ideologías y las estrategias políticas, sean de clase o nacionales”, como explica de manera clara y precisa el Dr. Roberto Fernández (2014).
La historia científica y su valor educativo e instructivo
Aunque se han producido en las últimas décadas muchos cambios en la mayoría de países, como ya he señalado, todavía en una parte sustancial de los currículos de Historia, sobre todo de países latinoamericanos (Prats Cuevas, Valls Montés, & Miralles Martínez, 2015) y en menor medida europeos, el contenido fundamental de los programas recoge, con mayor o menor grado de explicitación, la historia nacional entendida como un ente anterior y superior a las personas que la integran, justificando así su inmanencia, remontándose a un pasado lejano como fundamento de un discurso teleológico. La nación se convierte, por lo tanto, en el principal sujeto de la historia.
Esta visión dificulta, como mínimo, la comprensión de dos aspectos esenciales en la formación histórica de la ciudadanía del siglo xxi: por un lado, que los auténticos protagonistas de la historia sean las gentes, las sociedades y, por otro, que los elementos básicos de la cultura y de las actuales realidades sociales y políticas participen de un pasado común y de unos procesos similares en la mayoría de los países: una “historia común”, al menos en el mundo occidental. Combatir por la historia en la educación debe situar el sujeto histórico de estudio primando estos dos aspectos.
Para ello deben considerarse tres ámbitos en los que la historia cumple una función básica en la formación de niños y jóvenes. La enseñanza y el aprendizaje de la historia deberían atender a la consecución de tres grandes objetivos globales y generales que sitúo, siguiendo en parte a Moradiellos, (2009) en el campo de la perspectiva, el conocimiento y la competencia:
1· Es clave adquirir una perspectiva y un punto de vista racional sobre la evolución y dinámica del pasado de las sociedades humanas, para tener así una mejor base para la comprensión del presente. Esta perspectiva implica que el aprendizaje incorpore, al menos, estas siete dimensiones: analizar, en exclusiva, las tensiones temporales. Estudiar la causalidad y las consecuencias de los hechos históricos. Explicar la complejidad de los problemas sociales. Permitir construir esquemas de diferencias y semejanzas. Analizar el cambio y la continuidad en las sociedades. Potenciar la racionalidad en el análisis de lo social y lo político. Y, por último, conocer y contextualizar las raíces culturales e históricas. (Prats & Santacana, 2011)
2· La enseñanza de la historia debe garantizar un conocimiento básico y preciso de acontecimientos, personajes e instituciones, conceptos, periodos y procesos de cambio y continuidad históricos en una dimensión diacrónica en un ámbito supranacional. Sin conocimientos no pueden darse competencias de ningún tipo.
3· Por último, transmitir la capacidad y la competencia necesaria para utilizar los instrumentos básicos del oficio del historiador en la visión de las cosas. Lo que Pierre Vilar (1997) llamaba aprender a “pensar históricamente”. Este último aspecto es esencial pues supone concebir la didáctica como la simulación del trabajo del historiador. Será objeto del aprendizaje de la historia, con palabras de Dr. Roberto Fernández (2014): aprender a ser “un practicante del racionalismo crítico, de la ecuanimidad analítica y de la necesaria aspiración a la objetividad en la explicación razonada y comprensiva (empírica y teórica) del funcionamiento de la sociedad”.
A ello añadiría que aprender historia, desde esta perspectiva, contribuye a desarrollar las facultades intelectuales (analizar, clasificar, discernir, etc.) y a la adquisición de sensibilidad por los temas sociales. Cuando utilizo esta expresión, sensibilidad, me refiero a una fuerza de conocimiento que implica pasión, empatía y racionalidad, lo que supone una mirada afectuosa y racional. La sensibilidad es una explosiva combinación de racionalidad y pasión, de teoría y sentimiento. (Prats & Santacana, 2011).
Desde esta perspectiva la historia entendida como materia escolar no debe concebirse como una serie de conocimientos acabados, sino como una aproximación a un conocimiento en construcción, como lo es cualquier conocimiento científico. Dicho acercamiento deberá realizarse a través de caminos que incorporen la indagación, la aproximación al método histórico y la concepción de la historia como una ciencia social y no simplemente como un saber erudito o simplemente curioso. Por ello, es importante definir la historia para ser enseñada como un corpus de saberes que no solamente incorpora lo que ya conocemos gracias a los historiadores, sino que además nos indica el camino de cómo se construye el conocimiento y cuáles son los procesos y las preguntas que debemos formularnos para llegar a tener una idea explicativa del pasado (Prats & Santacana, 2011).
Como síntesis de lo expuesto hasta aquí, se puede concluir: primero, deben abandonarse las misiones fundacionales de la historia en los aparatos escolares creados en el siglo XIX (materia para el fomento de adhesiones patrióticas ligadas a un nacionalismo defensivo), para dar paso a una historia de las gentes, de los procesos y los fenómenos que devengan en una historia común que enseñe a entendernos en un mundo globalizado. Debe evitarse el abuso de la historia y más todavía su manipulación deliberada para defender posiciones ideológicas o justificar proyectos políticos.
Segundo, enseñar historia equivale a enseñar a pensar, en este caso históricamente, por lo que la clase de Historia debe ser un laboratorio que permita trabajos de simulación del trabajo del historiador.
Por último, hay que afirmar que la historia, como disciplina académica, es una de las materias educativas con mayores posibilidades para la educación y la instrucción de la juventud. Debe ser respetada y enseñada correctamente en nuestros planes de estudio y no ser diluida, como parecía tendencia en los años noventa, en una pretendida ciencia social educativa, que, como es sabido, no se corresponde con la estructura y desarrollo del conjunto de las ciencias sociales.
La historia en el debate contemporáneo de la ciencia
Para finalizar este ensayo quiero resaltar que la situación descrita no es un elemento aislado y exclusivo de la historia y su función social y educativa. Hay que enmarcarlo en dos fenómenos que impregnan decididamente la segunda mitad del siglo XX. Por un lado, la deriva de la institución universitaria hacia un modelo eficientista y sometido a la dominante económica, marginando progresivamente los saberes humanísticos y, por otro, el debate de la ciencia de las últimas décadas, la confrontación entre postmodernismo y pervivencia de la modernidad.
Corremos el peligro de un colapso del bien común, de transformar la educación y la formación en un objeto de consumo comercializado internacionalmente, en un producto que puede ser comprado o vendido por corporaciones multinacionales en el cual las instituciones académicas acaban convertidas en meros proveedores de la demanda.
Un libro profético de Allan Bloom (1989), El cierre de la mente moderna, anunciaba lo que ha sido una deriva de la institución universitaria en los últimos cuarenta años, primero en los Estados Unidos y, en las últimas décadas, en Europa: la sustitución del modelo ilustrado, científico-humanístico y la pérdida de valor de la cultura humanística en el conjunto del saber, desligándose de las ciencias hegemónicas. Dice Bloom, “Los científicos han tenido cada vez menos que decir a sus colegas de las ciencias sociales y de humanidades y menos motivos para relacionarse con ellos. La Universidad está perdiendo todo carácter que pudiera asemejarla a una Polis y se está convirtiendo en un barco, cuyos pasajeros no son más que accidentales compañeros de viaje. […] Las relaciones entre ciencias naturales y ciencias sociales son puramente administrativas y carecen de contenido intelectual sustancial”.
Las humanidades son responsables también de esta situación ya que no han tenido el vigor para confrontarse e imbricarse con la triunfante ciencia natural hegemónica y han querido actuar como si fueran solamente una especialidad más. Se ha renunciado a la unidad del conocimiento, que encuentra quizá su mejor expresión en el hecho de que si en algún lugar de la Universidad aún hoy existen Galileo, Kepler, Newton o Marx, es en las humanidades como parte de alguna historia de la ciencia, de las ideas, o de la cultura (Ordine, 2013).
Desde mi punto de vista, es necesario dar un “nuevo sentido” a la educación dentro de una concepción científica y humanista de la realidad. Dar un nuevo sentido” tiene que estar vinculado al papel de las humanidades con sus grandes depósitos de historias, mitos y visiones del mundo. Sin las humanidades, el siglo XXI será una época en la cual nos centraremos en la civilización de los medios sin atender a la civilización de las finalidades. (Ordine, 2015). Deberemos utilizar las ciencias sociales, entre ellas la historia, no como una herramienta para la gestión de la realidad ya conformada, sino como un conocimiento que tenga la capacidad de transformación de esta realidad.
Reinventar la universidad humanista, con un proyecto ilustrado en el que la tarea pedagógica es subsidiaria, como señalaba Humboldt, de un concepto general de la cultura como medio de realización y plenitud individuales. En la discusión entre Kant y Fichte, este objetivo compartía un concepto de ciencia transparente en cuanto a su función social y sus dimensiones éticas: un ideal de una educación a la vez científica y humanística. (Bloom, 1989) Esta influencia ilustrada ha marcado los mejores centros intelectuales europeos durante decenios.
La derrota de las reacciones de finales de los sesenta, protagonizadas por un movimiento estudiantil batido o asimilado, ha degradado el ideal humanista. Pero admitir, como señala Eduardo Subirats (1991), la deshumanización como una necesidad histórica significaría aceptar el fin de la Universidad a manos de una barbarie científicamente concertada. Por el contrario, reactualizar aquella finalidad transparente que las ciencias exhibían bajo su necesaria organización académica sólo es posible hoy abriendo decididamente los espacios intelectuales para la discusión de sus contenidos, sus formas de comunicación y su emplazamiento en el corazón de las universidades. De ello depende, más que nunca, su propia supervivencia.

Junto a esta deriva de la institución universitaria que minimiza el papel de las ciencias humanas y sociales, ha influido también en el retroceso y repliegue de la historia en su consideración como ciencia, la ofensiva postmodernista que niega la posibilidad del conocimiento social obtenido a través del método científico. La tesis posmodernista ha negado esta posibilidad. Lo que llamamos ciencia social, según Lyotard (1989), constituye simplemente un “juego de lenguaje o, mejor, una pluralidad de juegos de lenguaje creados por los científicos sin otro criterio de legitimidad que el consenso de los que participa”. Ello deslegitima profundamente el carácter científico de la tarea de los historiadores y de las mismas ciencias de la educación.
Las ideas de Lyotard, Lipovetzky y Fukuyama, entre otros, con diferencias innegables entre sí, dan por sentado el final o el agotamiento de la modernidad y sus proyectos, y su reemplazo por una posmodernidad sin certezas ni utopías, individualista, eficiente y consumista.
La buena noticia es que se está produciendo una refundación de la “modernidad” después del sarampión relativista. Muchos autores han asumido una postura crítica de la posmodernidad planteando la necesidad de recrear y profundizar los proyectos de la “neomodernidad”.
Las contribuciones fundamentales de la modernidad, señala Paul Kustz (2002), son todavía significativas, pero quizás sólo como una “postmodernidad” o como un nuevo renacimiento humanista. “Es necesaria una reconstrucción del conocimiento y valores humanos, no una deconstrucción, una revisión y no una ridiculización de las potencialidades humanas”.
Jürgen Habermas (1989) abundó en esta idea señalando que la posmodernidad se parece demasiado a la premodernidad, siendo la expresión del auge neoconservador que siguió a la crisis del Estado de bienestar en los años ochenta, y que condujo al desarrollo de un sistema económico casi autónomo que subordina al conjunto de la sociedad. Hobsbawm es tajante en este tema y califica el postmodernismo como uno de los fenómenos intelectuales más reaccionarios del pensamiento contemporáneo. Quizá debemos hacer caso a Mario Bunge cuando responde con humor, en una reciente entrevista, al secreto de su longevidad. La receta para llegar a los noventa años es clara: “No fumar, no beber alcohol, no hacer demasiado deporte y, sobre todo, no leer a los postmodernos”.
Habermas convoca a recrear el proyecto moderno que, según sus palabras, “todavía no se ha completado”. El proyecto de la modernidad consistió y debe consistir en un esfuerzo por desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo para el enriquecimiento de la vida social cotidiana.
La existencia de la historia como ciencia social y su correcta enseñanza están inmersas en estos dos fenómenos estructurales y culturales. Su pervivencia está condicionada por el desenlace de las dos cuestiones. Por ello, además de la labor callada y metódica de nuestro trabajo en los archivos y en las aulas, estamos comprometidos a combatir por la pervivencia de un modelo de universidad científico-humanista, de raíz ilustrada, y por demostrar que la historia puede alcanzar, como de hecho alcanza, los niveles de objetividad y verdad que es posible en una ciencia, en este caso, social. Y que enseñarla con rigor es uno de los principales caminos para la adecuada formación de una ciudadanía libre, crítica y feliz, como decían nuestros queridos ilustrados.
Bibliografía citada
Bloch, M., Bloch, É., & Le Goff, J. (2011). Apologie pour l’histoire ou métier d’historien. Paris : Colin.
Bloom, A. (1989). El cierre de la mente moderna. Barcelona: Plaza & Janés.
Evans, R. (2011). The Wonderfulness of Us (the Tory Interpretation of History). London Review of Books, 33(6). http://www.lrb.co.uk/v33/n06/richard-j-evans/the-wonderfulness-of-us
Febvre, L. (1970). Combates por la Historia. Barcelona: Ariel.
Fernández Díaz, R. (2014). Cataluña y el absolutismo borbónico: historia y política (1. ed). Barcelona: Crítica.
García Cárcel, R. (2011). La herencia del pasado: las memorias históricas de España (1. ed). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Habermas, J. (1989). “Modernidad: un proyecto incompleto”. En N. Casullo (Ed.), El debate Modernidad Pos-modernidad (pp. 131–144). Buenos Aires: Punto Sur.
Kurtz, P. (2002). Defendiendo la razón: Ensayos de humanismo secular y escepticismo. Lima: AERPFA.
Lyotard, J.-F. (1989). La condición postmoderna: informe sobre el saber (4. ed). Madrid: Ed. Cátedra.
Moradiellos, E. (2009). Las caras de Clío: una introducción a la historia (2. ed. actualizada). Madrid: Siglo XXI de España Ed.
Ordine, N. (2015) La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona. Acantilado.
Paniagua, J., & Piqueras, J. A. (1998). Eric Hobsbawm. Un historiador del siglo XX. Aula. Historia Social, 1, 6–15.
Prats, J. (1999) “La enseñanza de la historia y el debate de las Humanidades”. En: Tarbiya. Revista de investigación e innovación educativa. Monográfico: La Educación científica y humanística. Universidad Autónoma de Madrid. Madrid.
Prats, J., Valls, R., & Miralles Martínez, P. (Eds.). (2015). Iberoamérica en las Aulas: Qué Estudia y qué Sabe el Alumnado de Educación Secundaria (1a ed.). Lleida: Editorial Milenio.
Prats, J, y Santacana, J. (2011) “¿Por qué enseñar historia” En: J. Prats (Coord) Didáctica de la Geografía y la Historia? Barcelona: Ed. Graò
Subirats, E. (1991). Metamorfosis de la cultura moderna (1. ed). Barcelona: Anthropos.
Todorov, T. (2002). Memoria del mal, tentación del bien: indagación sobre el siglo XX (1. ed). Barcelona: Ed. Península.
Topolski, J. (1985). Metodología de la historia. Madrid: Cátedra.
Vilar, P. (1997). Pensar históricamente: reflexiones y recuerdos. Barcelona: Crítica.
[1] Este escrito es parte de la conferencia que pronuncié con motivo de mi investidura como doctor Honoris Causa de la Universidad de Murcia el 29 de abril de 2016. Discursos pronunciados en el Acto de Investidura del profesor doctor D. Joaquín Prats Cuevas como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Murcia. Murcia 2016
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: lámina 10 de la Adams Synchronological Chart or Map of History, originalmente publicada como Chronological Chart of Ancient, Modern and Biblical History (Strobridge & Company, Cincinnati, OH, 1871)
Ilustraciones: Joaquín Prats Rivas y Conversación sobre la historia
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