1000 PUBLICACIONES. Conversación sobre la historia nació en agosto de 2018, sin un manual de instrucciones, con el objetivo de articular el debate sobre cuestiones históricas e historiográficas contemporáneas y actuales de dentro y fuera de España, novedades bibliográficas y debates disciplinarios. Durante sus casi cinco años de vida del blog, con un millar de publicaciones conseguidas hoy[1], se ha convertido en un referente en lengua española para la docencia y la investigación.

El blog se acerca en la actualidad a los  6.500 suscriptores y, según Google Analytics, ha tenido más de un millón de páginas vistas en el último año y un total de 3.705.000 desde 2018 (este último dato según Word Press). Somos un blog más bien artesanal, pero con amplitud de miras, que aspira a seguir siendo como esa pequeña librería a la que te acercas con la confianza de encontrar siempre algo no habitual que se escapa en otros medios. Y, que, además, espera no estar contaminada por recelos gremiales.

El agradecimiento de la supervivencia  debe ser para la generosidad de los autores que han sabido combinar la obligación de la difusión con la virtud de la rigurosidad. Es lo que pretende el Prof. Dieter Langewiesche, reconocido estudioso de las guerras europeas de los dos últimos siglos que -en la conferencia de la Universidad de Bielefeld (República Federal de Alemania) de este año, traducida para esta celebración-contesta a preguntas del tenor siguiente ¿Cómo evitar una guerra? ¿Cómo finalizarla de manera no voluntarista, sino tratando de obtener transacciones que, al menos, no generen semillas potentes de prolongación del conflicto armado? Una lección de historia que permite conocer las condiciones cambiantes que facilitaron vías duraderas de salida de la guerra y, también, los factores que hicieron precaria la paz.

[1]Conversación sobre la historia llegó al centenar de publicaciones a fines de mayo de 2019 cuando aún se llamaba De Re Historiographica y no llegaba al año de vida. En la pandemia, principios de 2021, alcanzó las 500 publicaciones.


 

 

Vías para salir de la guerra. La experiencia europea en los siglos XIX y XX[1]

                                                                                    Dieter Langewiesche * Universität Tübingen. República Federal de Alemania

La historia no es una maestra que dé lecciones para el presente. Pero puede ser útil ver cómo se abordó en el pasado un problema que nos aflige también hoy. Uno de esos problemas es cómo se acaba una guerra. Un problema histórico a largo plazo. Hoy, una vez más. En nuestro caso, justo al lado.

Tomaré en consideración las guerras en Europa, desde comienzos del siglo XIX, para preguntarme: ¿cómo se logró anteriormente finalizar las guerras y qué clase de guerras eran?, ¿por qué muchos acuerdos de paz fueron duraderos y otros no? Para acabar, me preguntaré si la visión retrospectiva de la historia nos puede dar indicios sobre vías para salir de la guerra actual en Ucrania. No podemos esperar más de una mirada hacia atrás. Con todo, se trata de un programa amplio, para una serie de problemas extraordinariamente complejos. Por ese motivo simplificaré todos los acontecimientos históricos que tomo en consideración, a fin de reducirlos a modelos fundamentales. Esto es algo que los historiadores hacen de mala gana. Yo lo intentaré, con la esperanza de poder valorar lo que haya de históricamente especial y comparable en la guerra actual.

Para empezar por el apartado fundamental, ¿qué tipos de guerras se pueden distinguir en la Europa de los dos últimos siglos, es decir, a partir de 1800? En primer lugar, hay que tener en cuenta que fueron abrumadoramente guerras de Estados. Esto es importante, ya que la participación de combatientes no estatales, sino irregulares, dificulta que se acuerde la paz. Diversidad de objetivos, un tipo distinto de lucha, ausencia de un centro de decisiones -en el que pueda adoptarse una resolución sobre la guerra y su final-, posible combinación de guerra de Estados y guerra civil: todo esto hace difícil acordar la paz. Ese género de combinaciones también existió en Europa; sin embargo, prevaleció la guerra llevada a cabo por Estados.

Un segundo gran criterio para diferenciar las guerras es el número de Estados que tomaban parte en el conflicto. Si aumenta ese número, crece también la dificultad de poner fin a la guerra. Desde 1800 ha habido tres guerras generales en Europa. Fueron simultáneamente guerras mundiales: los conflictos de las décadas en torno al año 1800; luego, las dos guerras mundiales del siglo XX, que reciben una numeración por separado, por más que las que tuvieron lugar en torno a 1800 también discurrieron a escala mundial. Se diferencian considerablemente en la forma en que tuvieron fin estas guerras europeas y globales y, también, en cuanto al tiempo que costó alcanzarlo. Intentaré explicarlo en el primer apartado, antes de tratar de las numerosas guerras que estuvieron limitadas en el espacio y de aquellas en las que participó un reducido número de Estados.

Lutzowsches Freikorps. obra de Ferdinand Hodler (1908-1909) (foto: Wikimedia Commons)

Veamos primero los inicios del siglo XIX. En 1815 el Congreso de Viena clausuró un largo periodo bélico, en el que los grandes Estados europeos habían combatido, dentro o fuera de Europa, en alianza o unos contra otros, en torno a sus posiciones en el futuro. Luego, los Estados europeos se reunieron en Viena, a fin de acordar una paz en el conjunto de Europa. Se logró. ¿Por qué?

Por un lado, esto se limitó a Europa continental, si bien los grandes Estados europeos habían protagonizado su rivalidad a escala mundial, en una diversidad de conflictos, en América del norte y del sur, en Asia oriental y Europa. Existió un escenario bélico global; sin embargo, las guerras se hicieron de forma separada y también finalizaron por separado. Únicamente en Europa se reunieron los Estados en un gran congreso. El espacio bélico global fue fragmentado; esto facilitó la conclusión de la paz en Europa. Se logró porque se cumplieron dos requisitos. Primero, el agresor principal dentro de Europa, la Francia napoleónica, se hundió en una batalla decisiva entre las principales potencias: Francia, en un bando; Gran Bretaña, Rusia, el Estado de los Habsburgo y Prusia, en el otro. De hecho, Francia capituló. Sin duda, Napoleón intentó reemprender la guerra, pero no encontró apoyo suficiente. En segundo lugar, todos los Estados que hacían la guerra estaban exhaustos. En esto veo los motivos fundamentales de que fuera posible poner fin a la guerra después de largos años de conflicto bélico: el agresor principal fue derrotado en la batalla decisiva, todos los Estados estaban agotados, su rivalidad a escala global quedó de lado.

¿Por qué duró tanto tiempo ese acuerdo de paz? En su calidad de paz para el conjunto de Europa, duró todo un siglo, hasta 1914. Entre tanto, hubo guerras, de las que hablaré enseguida, pero todas ellas estuvieron limitadas en el espacio y el tiempo, incluyendo la Guerra de Crimea, en la que participaron todas las grandes potencias con diversa intensidad. Durante un siglo se evitó un nuevo conflicto bélico en el conjunto de Europa. ¿A qué se debe este éxito extraordinario del Congreso de Viena?

Esquematizado al máximo: en lo esencial, el tratado de paz aceptó (en primer lugar) los resultados de la guerra y situó (en segundo lugar) el nuevo orden de los Estados de Europa continental bajo la garantía permanente de las grandes potencias. El ordenamiento de la paz de Viena no era una restauración. El fin de la vieja Europa, que había perecido entre la violencia revolucionaria y las guerras, quedó sellado por la paz de Viena. Esa paz estaba orientada hacia el futuro. En eso veo los cimientos de su capacidad de duración.

Para no plantearlo solo de modo tan abstracto, veamos algunos indicios de las enormes rupturas que planteó a largo plazo el tratado de paz en Europa. El congreso reconoció la “masacre masiva” de pequeños Estados europeos, que es la fórmula con la que un historiador suizo caracterizó el nuevo ordenamiento territorial europeo, a costa de muchos de los más pequeños. Los Estados victoriosos conservaron sus amplias ganancias territoriales; el principal derrotado entre los grandes –Francia- apenas fue perjudicado territorialmente. Se afirmó el ordenamiento monárquico de los Estados, amenazado por la Revolución; incluso Francia regresó a esa fórmula. Lo hizo a partir de ella misma, no obligada desde fuera, si bien ese regreso era fruto de la derrota.

Caricatura del Congreso de Viena. De izquierda a derecha: Francisco II de Austria, Federico Guillermo III de Prusia, Alejandro I de Rusia, el duque de Wellington, el mariscal Murat, Napoleón con su hijo y, bajo la mesa, Talleyrand

Los Estados europeos obtuvieron manos libres en los ámbitos coloniales y extraeuropeos de conquista. En este ámbito, el congreso de paz en Europa no estableció nada. A Francia no se le negó la vuelta al círculo de las potencias imperiales. Esto facilitó que el derrotado aceptase la paz, por más que debía devolver las ganancias que había obtenido de la guerra.

La Europa continental no fue reorganizada entonces en forma de Estados nacionales. El congreso transfirió territorios de un Estado a otros, no se les preguntó a sus habitantes, sus deseos no se tuvieron en cuenta; esas poblaciones se consideraban apéndice del territorio en que vivían. Eso simplificó considerablemente la vía para salir de la guerra.

 

Todo fue muy distinto en 1919. La I Guerra Mundial dejó una Europa de Estados nacionales. Era lo que querían los vencedores y también las naciones sin Estado propio. La concepción nacional de Europa y el nuevo orden territorial, que resultaba de la Guerra Mundial en 1919, brindó a los agentes no estatales una capacidad de actuación que anteriormente sólo habían podido alcanzar durante las revoluciones. También se produjeron revoluciones en la coyuntura en torno a 1919. Por eso, la vía de salida de la I Guerra Mundial fue una vía revolucionaria en diversas zonas de Europa. Fueron revoluciones para finalizar la guerra y para transformar el orden del Estado y la sociedad.

 Todo ello hizo que el tránsito de la guerra a un nuevo orden de paz se convirtiese en un proceso dinámico, en el curso del cual surgieron actores que no habían existido en la fase napoleónica del nuevo orden europeo o que no habían podido influir en la institucionalización del nuevo ordenamiento. Las ideas rectoras de la soberanía nacional y de la autodeterminación nacional –que funcionaron al final de la I Guerra Mundial como máximas de actuación para reconfigurar la estructura política y territorial de Europa en el ámbito de los Estados vencidos-, esas ideas rectoras en las que se expresaba la idea de progreso en el terreno de la política constitucional y social del siglo XIX, dificultaron claramente el paso de la guerra a la paz. A la vez, implantó el impulso para la revisión dentro del nuevo orden derivado de la paz, orden que precisamente no satisfacía esos ideales.

Pero ante todo hay que retener un hecho: la paz de 1919 sólo pudo poner fin a la guerra allí donde los Estados perdedores habían capitulado. En cambio, allí donde surgían nuevos Estados a partir de la masa en ruinas de los perdedores –a partir de los imperios disueltos de los Habsburgo y los Otomanos, así como de las periferias occidentales del Imperio ruso, transformado por la revolución en Unión Soviética-, en esos casos fueron nuevas guerras las que decidieron sobre el territorio soberano de los distintos Estados herederos. Los aliados vencedores tan sólo pudieron dar fe, como si fueran notarios, de los resultados de estas guerras postbélicas [Nachkriegskriege]. No intervinieron en ellas. Estaban demasiado agotados para ello y no podían saber si sus poblaciones respectivas habrían aceptado una prolongación de la lucha. Las revoluciones en Rusia y en Europa central fueron una señal de advertencia. Las direcciones de los Estados vencedores tuvieron en cuenta esa señal. De ese modo surgió entonces la nueva Europa, a partir de los tratados de paz con los que finalizó la I Guerra Mundial y a partir de las guerras postbélicas, como resultado de las cuales aparecieron Turquía y los Estados de Europa oriental y suroriental.

La maestra violenta. Las guerras de Europa en el mundo moderno Verlag C. H. Beck, Múnich, 2019

Resumamos brevemente la comparación de las dos primeras guerras mundiales, en torno a 1800 y la iniciada en 1914: una y otra finalizaron en Europa mediante congresos de paz. Pero las condiciones bajo las cuales se concluyeron los tratados de paz habían cambiado por completo. En 1815 el tratado de paz selló en lo fundamental los resultados territoriales de las guerras. Los reconocieron todas las partes; las grandes potencias los garantizaron. De esa paz no surgió una Europa revisionista. Todo lo contrario al acabar la I Guerra Mundial. Esta guerra acabó igualmente por el agotamiento de los Estados y las sociedades europeos, pero sin que esa misma Guerra Mundial hubiese creado el nuevo orden estatal de Europa. Ese nuevo orden tuvo que ser impuesto por medio de tratados de paz –que los perdedores percibieron como un “Diktat”- y a través de más guerras. De ahí que esa Guerra Mundial desembocara en guerras regionales en torno a la formación o la destrucción de Estados, vinculadas a guerras civiles. En ellas se planteaba cuáles serían las fronteras futuras de los Estados y cuál sería el orden del Estado y la sociedad en el futuro. Todos los perdedores se transformaron en repúblicas. Y en la Rusia bolchevique surgió un sistema social que en la Europa de postguerra desencadenaba, por un lado, el miedo futuro; por otro lado, la esperanza en el futuro. Ahora, Europa estaba dividida en dos en cuanto a su sistema estatal y social. El futuro tenía que mostrar si podían existir juntos en paz, si iban a ser duraderos los acuerdos de paz con los que habían acabado la I Guerra Mundial y las guerras postbélicas. Por el contrario, en 1815 la Europa de las monarquías había sobrevivido a la revolución y a las guerras y se había convertido en heredera del nuevo orden territorial del continente.

Pero, ante todo, el fin de las dos grandes guerras de comienzos del siglo XIX e inicios del siglo XX se diferencia en que vencedores y vencidos reconocieron la paz de 1815, en tanto que después de 1919 únicamente existieron los frustrados. También la mayoría de los Estados vencedores estuvo descontenta con los resultados; los vencidos lo estuvieron en todos los casos. El fin de la I Guerra Mundial llegó para todos de forma repentina y sin preparación; no hubo tiempo, ni entre quienes dirigían los Estados ni para las poblaciones, de ir adaptando las propias expectativas. Las esperanzas en una paz a medida del vencedor se transformaron de manera abrupta en lo que los vencidos percibieron como una paz que los aniquilaba. El referente del derecho democrático de autodeterminación de los pueblos, que había sido introducido en el fin del conflicto por los representantes de las dos potencias mundiales del futuro –Wilson y Lenin- había despertado expectativas que no podían realizarse. De ese modo, la Guerra Mundial, a pesar de los acuerdos de paz, dejó como legado la Europa no pacificada del revisionismo. Una situación opuesta a la guerra mundial de un siglo atrás.

Las dos fueron guerras de agotamiento; los dos bandos eran incapaces de seguir combatiendo. El agotamiento impuso el final de la guerra, pero no aseguró los resultados de los acuerdos de paz. En 1815 todas las grandes potencias garantizaban el nuevo orden territorial de Europa. Esa garantía eficaz, que fue ejecutada varias veces por medios militares, no pudo ser reemplazada por la Sociedad de Naciones, después de 1919. Ésta carecía de capacidad coactiva.

Batalla de Sakarya o Sangarios (1921), durante la guerra greco-turca de 1919-1922 (imagen: Wikimedia Commons)

Las diferencias en cuanto a la finalización de la siguiente guerra mundial –es decir, de la segunda, según el cómputo habitual- son enormes. Sin embargo, también hubo cosas en común. Las tres guerras mundiales de los siglos XIX y XX acabaron cuando, al menos, una de las partes ya no podía seguir luchando. La condición previa para la paz fue, en las tres guerras mundiales, la capitulación de uno de los bandos combatientes. Todas esas guerras crearon una nueva Europa territorial. La permanencia de la paz fue garantizada en 1815 y 1945 por las potencias mundiales. De ahí que esos sistemas de paz fueran más duraderos que los que hubo al acabar la I Guerra Mundial. En su caso, tan pronto como se acordaron dieron ya comienzo las guerras para revisarlos.

No obstante todos sus aspectos en común, las vías que en 1815 y 1945 llevaron desde grandes guerras a una larga paz a escala europea tuvieron diferencias fundamentales. La pentarquía de las principales potencias europeas –Gran Bretaña, Rusia, el imperio de los Habsburgo, Francia y Prusia- aseguró el orden estatal de la Europa del Congreso de Viena de 1815; sin embargo, no prohibía a las naciones sin Estado el camino hacia su propio Estado nacional, siempre bajo la premisa de que fueran capaces de imponerlo militarmente. Se aceptaba la guerra como modeladora del Estado, pero debía quedar restringida a escala regional. Se logró alcanzar esta regionalización de las guerras, a pesar de los enormes trastornos que desencadenaron las revoluciones y los conflictos para formar Estados en el siglo XIX. Todos esos conflictos siguieron siendo guerras regionales, por más que participaran en ellas las grandes potencias. Estas aceptaron las soluciones militares obtenidas en los campos de batalla y contribuyeron a que esas decisiones se reconocieran en los tratados de paz.

Ese radio de acción ya no existió para los Estados europeos después de 1945. Ahora pertenecían a uno de los dos bloques en los que se había dividido Europa, desde el punto de vista ideológico y de la hegemonía política, bajo la dirección de las dos potencias mundiales, EE.UU. y la URSS. La configuración de los bloques aseguró el orden de postguerra en Europa continental. Dentro de cada bloque quedaba excluida la guerra para revisar ese orden. Entre los dos bloques, la Guerra Fría, con su potencial amenaza nuclear, hizo posible el mantenimiento de la paz. Así, la II Guerra Mundial pudo ser convertida en una paz duradera. Dentro de Europa: fuera de ella, prosiguieron las guerras, como ya había sucedido en el siglo XIX.

Interrumpo aquí la comparación entre las vías para salir de las tres guerras mundiales de los siglos XIX y XX, para pasar a considerar ahora las guerras que se libraron a escala territorialmente restringida entre Estados europeos. Es una cuestión importante, ya que se consideraron guerras legítimas. En principio, las sociedades europeas reconocían desde el siglo XIX el derecho de las naciones a su propio Estado. Sin duda, esa pretensión debía imponerse a través de la guerra. De ahí el principio según el cual no hay “casi ningún Estado sin guerra”. Únicamente en la afortunada Europa septentrional se logró la disolución sin lucha de la unión de Estados, cuando Noruega se separó de Suecia, en 1905, y en 1918/1944 Islandia hizo lo mismo de Dinamarca. Luego, sólo la históricamente singular disolución pacífica de la mayor parte del imperio soviético hizo posible la secesión sin guerra de un número de Estados. Retomaré el tema cuando, para acabar, considere la guerra en Ucrania.

Batalla de Lunnern durante la guerra del Sonderbund en Suiza (1847)(imagen: Wikimedia Commons)

Comencemos por una breve explicación de por qué las naciones sin Estado, como norma, tuvieron que recurrir a la guerra para imponer su propio Estado-nación. En Europa (y no sólo en ella) hubo dos vías hacia el Estado nacional: la unificación y la separación (por tanto, formar un Estado y destruir otro Estado) fueron dos procesos vinculados entre sí de diversas maneras. Esto se alcanzó sólo mediante la guerra. Se puede diferenciar cuatro tipos de formación de Estados. Se distinguen también en cuanto al género de guerra y la manera de acabarla.

Ya hemos considerado el primer tipo, el de la formación de Estados nacionales mediante la disolución de imperios: la Gran Guerra, iniciada en 1914, que pese a los acuerdos de paz dejó como legado una Europa continental no pacificada.

En el segundo caso, el Estado-nación surge a partir de la unificación de varios Estados. Esta fue la vía para formar Estados que implicó una menor violencia. Pero incluso esta vía requirió hacer la guerra hasta la capitulación de quienes se oponían a la unidad para formar un Estado nacional. De ese modo surgió en 1848 el Estado federal suizo. La guerra se hizo en 1847, como una especie de desafío breve entre los combatientes de los cantones, salvaguardando lo más posible a la población civil. Los vencidos reconocieron su derrota como resolución política del problema. Vencedores y vencidos decidieron conjuntamente la nueva estructura del Estado y lo legitimaron a través del Parlamento. Por eso fue tan duradera, hasta hoy.

El tercer apartado es el de la fundación del Estado a través de la separación de otro Estado o Imperio. De esa forma, en la primera mitad del siglo XIX se separaron el Estado griego con respecto al Imperio Otomano y el Estado belga con respecto a la monarquía de los Países Bajos. Desde el último tercio de la centuria surgieron, dentro del mismo tipo, los Estados balcánicos, que se separaron del Imperio Otomano. Todas estas creaciones de Estados también estuvieron forzadas a hacer la guerra, si bien el tipo de guerra y las vías para finalizarla difieren mucho entre sí.

Estas guerras de independencia o para fundar nuevos Estados tuvieron en común el hecho de que las grandes potencias intervinieron en esas luchas por vía militar y diplomática, a fin de imponer, asegurar o modificar los resultados bélicos. También tuvieron en común el hecho de que los nuevos Estados eran monarquías. Se insertaron en el orden monárquico fundamental de Europa. Esto facilitó que fueran reconocidos internacionalmente.

Guerra de independencia de Bélgica en 1830: voluntarios belgas se enfrentan a las tropas de los Países Bajos (imagen: Wikimedia Commons)

La fundación del Estado nacional belga se logró porque -en la fase de su surgimiento revolucionario- se afirmó en lucha contra las tropas holandesas y, luego, obtuvo el apoyo diplomático de las grandes potencias, que lo reconocieron conjuntamente en 1830 y garantizaron su neutralidad. Sin embargo, cuando el rey de los Países Bajos hizo que sus tropas volvieran a invadir Bélgica, este nuevo Estado obtuvo la ayuda militar de Francia. El soberano holandés valoró entonces de modo realista la relación de fuerzas entre Francia y su propio Estado y retiró sus tropas. De este modo se evitó una resolución por la vía militar en 1831 y, bajo la presión de las grandes potencias europeas, el rey de los Países Bajos estuvo finalmente dispuesto, en 1839, a reconocer a Bélgica como Estado mediante un tratado. Esta paz fue duradera. Aceptaba el derecho de autodeterminación nacional.

La fundación de los Estados en la Turquía europea –como denominaban los coetáneos al espacio balcánico- transcurrieron de manera mucho más compleja. En esos procesos de secesión con respecto al Imperio Otomano se mezclaron entre sí revolución, guerra civil, guerra entre Estados, intervención humanitaria, depuración de anteriores mezclas étnico-religiosas o intervenciones diplomáticas de las grandes potencias europeas. Las vías para salir de esas guerras no crearon soluciones duraderas. Surgieron nuevos Estados, pero siguieron siendo frágiles, ya que sus fronteras resultaban polémicas y la formación de las naciones permanecía sin concluir.

Grecia tuvo muchas zonas irredentas, es decir, territorios en los que vivían griegos fuera del Estado griego. Después de la I Guerra Mundial esto condujo a una guerra con Turquía –que entonces se estaba configurando a través de otra guerra- y este conflicto territorial perjudica hasta hoy las relaciones greco-turcas.

Los Estados balcánicos lograron, sin duda, su separación bélica con respecto al Imperio Otomano, pero las grandes potencias europeas que rivalizaban por la hegemonía política en este ámbito no pudieron imponer una paz duradera entre los nuevos Estados. Los tratados de paz no estuvieron mucho tiempo en vigor, puesto que los nuevos Estados siguieron rivalizando por territorios mediante las armas. De ahí que las guerras fundacionales de los Estados balcánicos desembocaran en 1914 en la I Guerra Mundial, en cuyo transcurso se incorporaron a bandos diferentes. Sólo cuando finalizó la I Guerra Mundial acabaron también las guerras fundacionales en los Balcanes, mediante la forma de un experimento a escala europea. Los dos tratados de paz de 1920, el de Trianon y Sèvres, crearon a partir de la disolución del Imperio de los Habsburgo y del Imperio Otomano un Estado nacional, el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, denominado Yugoslavia desde 1929.

Ese Estado de nacionalidades fue una construcción endeble. Finalmente, se ha prolongado hasta nuestros días la salida de las guerras que se libraban en torno a un nuevo ordenamiento estatal en Europa suroriental. En 1991 se hundió el Estado de Yugoslavia, en medio de una guerra y de una guerra civil, asociada a sangrientas “limpiezas” étnicas, a fin de construir Estados-nación homogéneos. Esos conflictos acabaron mediante la intervención militar de los Estados de la OTAN. Por tanto, la salida de tales guerras siguió dependiendo de intervenciones militares, como había sucedido anteriormente en el siglo XIX y comienzos del XX. No obstante, hasta la actualidad no se ha alcanzado una pacificación duradera.

Funeral masivo de víctimas musulmanas de la limpieza étnica en Potocari, cerca de Srebrenica (Bosnia- Herzegovina)(foto: REUTERS/Dado Ruvic)

Por último, demos un vistazo al cuarto modelo, el de la formación de Estados mediante la separación de otros y una simultánea unificación de Estados. Por esta difícil vía, que requería antes la secesión para unificar luego una diversidad de Estados, surgieron Italia y Alemania. La unificación italiana transcurrió con mayor radicalidad, ya que creó un Estado centralizado, mientras que en Alemania la histórica pluralidad estatal de los Estados que formaban parte de la federación se transformó en un federalismo integrado por los Estados miembros: algo similar a Suiza, pero, a diferencia de ésta, con un Estado hegemónico y militarmente dominante como Prusia, que, además, se anexionó algunos Estados en el primer paso hacia la unificación. Por el contrario, el Estado nacional italiano se tragó a todos los diversos Estados junto con sus instituciones.

Los dos procesos de formación de Estados, el alemán y el italiano, surgieron a partir de diversos conflictos armados de secesión y unificación. En ambos casos hubo nociones en conflicto dentro de cada sociedad con respecto a la deseada unidad nacional; en los dos casos fue la guerra la que decidió. Se impuso el bando que tenía una superior fuerza militar. Las vías para salir de estas guerras fueron complicadas. Acabaron porque uno de los bandos se impuso en los combates decisivos. No fueron paces por agotamiento, sino paces por capitulación, que, no obstante, se legitimaron por medio de referéndums o de resoluciones parlamentarias. Quisiera precisar esto algo más, aunque no pueda abordar en sus peculiaridades los conflictos concretos que llevaron a la fundación de los Estados.

En el caso de Italia, se impuso en diversas fases bélicas la secesión con respecto a la monarquía de los Habsburgo, la fusión de los Estados italianos en un Estado centralizado y la reducción del Estado pontificio al Vaticano. Piamonte-Cerdeña, la potencia unificadora, obtuvo ayuda militar de Francia y de las milicias dirigidas por Garibaldi, así como el apoyo diplomático de Gran Bretaña. También ayudó a los italianos el hecho de que la monarquía de los Habsburgo, al mismo tiempo, hubiera de hacer una guerra en torno a la futura Alemania. La ayuda militar de Francia tuvo que pagarse con la cesión de territorios, legitimada mediante referéndums en los territorios cedidos, por cierto, bajo la presencia de tropas francesas. La ayuda militar del republicano Garibaldi y su aceptación de la monarquía se “pagó” con la fusión de todos los Estados en un Estado centralista. Todos los tronos fueron eliminados, salvo el que se elevó a la condición de Corona de Italia.

Por tanto, el Estado nacional italiano surgió de guerras de secesión contra la monarquía de los Habsburgo y de guerras de anexión dentro de Italia, cuyo resultado quedó legitimado mediante acuerdos de paz con los Habsburgo y diez referéndums. Francia contribuyó a este resultado con su ayuda militar; las demás grandes potencias lo aceptaron, aunque con ello se rompía el ordenamiento estatal que había dispuesto el Congreso de Viena. De ese modo, el resultado de esas guerras de secesión y unificación pudo transformarse en un ordenamiento pacífico estable. Sin embargo, fue frágil. Estuvo lastrado por disturbios en Italia meridional que obstaculizaban la formación de la nación, si bien no ponían en peligro la existencia del nuevo Estado-nación. Era más peligroso para la paz el hecho de que ese Estado se viera a sí mismo como nacionalmente inacabado, ya que reclamaba para sí otros territorios. Italia sólo obtuvo esos “territorios no rescatados” gracias a su cambio de bando en la I Guerra Mundial. Fue, por tanto, una vía de largo recorrido hacia la paz.

Giuseppe Garibaldi entra en Palermo el 27 de mayo de 1860. (foto: DEA / A. DAGLI ORTI/De Agostini/Getty Images/Brescia, Museo Civico Del Risorgimento)

En Italia, como también sucedía al mismo tiempo en Alemania, los acuerdos de paz, mediante los cuales habían finalizado las guerras de secesión y unificación, ya no pudieron ser legitimados y asentados a largo plazo por los agentes estatales en solitario. La nación también tenía que aprobarlos. En Italia a través de plebiscitos, en Alemania por medio de resoluciones parlamentarias. La Guerra Franco-Prusiana, que culminó la transformación bélica del Estado-nación de la pequeña Alemania, puso de relieve sin lugar a dudas hasta qué punto se había hecho difícil acordar la paz bajo las condiciones de la autodeterminación nacional.

Las guerras de unificación alemana se hicieron y acabaron como guerras de los Estados. Todas ellas acabaron porque los Estados reconocieron su derrota militar como solución en el terreno político. Durante la guerra entre Estados alemanes, la Prusia vencedora se anexionó tres Estados, algo que celebró una parte del movimiento nacional alemán, otra parte lo rechazó resueltamente. La idea de la nación alemana tenía tanta fuerza, que aquellos Estados alemanes que, en 1866/67, habían luchado contra Prusia se pusieron de su lado en 1870, cuando Francia le declaró la guerra. Los parlamentos aprobaron ese paso, de forma que la guerra de gabinete franco-prusiana se convirtió en una guerra nacional franco-alemana. No pudo acabarse exclusivamente por medio de los Estados que habían participado en ella. El emperador francés reconoció la derrota de Francia; la nación francesa no la reconoció. Se movilizaron voluntarios; se formó un gobierno republicano que prosiguió la guerra. Sólo fue posible acordar la paz cuando el nuevo gobierno reconoció la derrota militar. La paz, sin embargo, siguió siendo frágil por dos motivos:

A corto plazo, porque en Francia una parte de la nación se levantó de modo revolucionario en contra de la capitulación. El levantamiento de la Commune fue aplastado por el ejército francés de modo extremadamente sangriento y los sublevados fueron sentenciados al margen de las normas del Estado de derecho.

A largo plazo, porque la paz quedó lastrada por la anexión de Alsacia y Lorena por parte de Alemania y porque, en Argelia, la derrota de Francia desató una guerra por la descolonización. Esta guerra finalizó con la victoria del ejército francés y con sanciones, en virtud de las cuales los argelinos perdieron gran parte de las tierras de las que eran propietarios.

Estas trayectorias finales de las guerras en Europa y el norte de África condujeron a obstáculos con efectos a largo plazo entre Francia y Alemania, así como dentro del imperio francés. Habría de quedar reservado al futuro decidir si esas secuelas del final del conflicto podrían solucionarse de forma pacífica o conducirían a nuevos conflictos armados. Era una paz, por tanto, con un resultado abierto.

Revuelta independentista en Argelia (1870-71) tras la guerra franco-prusiana (imagen: Châtillonnais)

Haré ahora un breve balance de los resultados expuestos, a fin de tomarlos como punto de partida para la cuestión con cuyo análisis quiero finalizar: ¿qué peculiaridades pueden identificarse en la actual guerra de Ucrania, en qué lugar se inserta dentro de la normalidad histórica?

En la experiencia bélica de la Europa de los dos últimos siglos no hay indicios de una evolución lineal, que se pudiera caracterizar como una racionalidad creciente cuando se trata de desencadenar y finalizar las guerras. Los Estados europeos renunciaron a la guerra como un medio propio de acción tan sólo después de la II Guerra Mundial, desastrosa en tantos sentidos. Y eso en Europa, no fuera de ella. La Europa moderna se creó en torno a 1800 en medio de guerras y luego se reconfiguró profundamente varias veces a través de las guerras. Los tres conflictos mundiales crearon de nuevo cada vez su plasmación territorial a gran escala; las numerosas guerras regionales redujeron hasta 1914 la pluralidad estatal, al imponer el ascenso de los Estados nacionales. Todas esas guerras, fuesen grandes o pequeñas, acabaron por medio de derrotas militares, que fueron aceptadas como soluciones políticas.

Este resultado se puede resumir en forma de regla histórica del siguiente modo: sin capitulación de hecho no acaba la guerra. Con “de hecho” quiero decir que no era necesario que la capitulación se expresara formalmente; bastaba con que se llevara a cabo.

La perdurabilidad de los acuerdos de paz dependía de muchos factores. Si los garantizaban los grandes poderes o si, al menos, los aceptaban, existía una condición favorable para que también los aceptasen los vencidos. La Europa del Congreso de Viena, en 1815, halló una vía de reconciliación para salir de la guerra general europea, ya que discurrió dentro de la competencia de los Estados, estuvo indeterminada con respecto al Estado nacional y los agentes sociales no pudieron contribuir a ella. La nacionalización social y la democratización política dificultaron las vías para salir de las guerras, porque ahora se habían convertido en guerras nacionales. Estas se hacían como guerras de Estados, pero movilizaban los recursos de la sociedad de una manera mucho más amplia de lo que sucedía con anterioridad. Dicho de manera esquemática: las guerras ahora se decidían en función de la capacidad de eficacia de las sociedades. Esto hizo difícil poner fin a las guerras a partir de las reglas de la racionalidad militar. Eso ya era perceptible en la Guerra Franco-Prusiana; en las dos guerras mundiales del siglo XX resultó evidente.

Propaganda revanchista francesa tras la cesión de Alsacia-Lorena después de la grerra de 1870-71 (imagen: retronews.fr)

A partir de esta visión de las guerras europeas desde 1800 y de las vías para salir de ellas, ¿qué consecuencias pueden extraerse para valorar la actual guerra en Ucrania y las posibilidades de que termine?

En primer lugar, las guerras acabaron cuando, al menos, un bando ya no estaba dispuesto o no estaba en condiciones de seguir luchando. En la historia europea de los dos últimos siglos, no se encuentra una paz negociada sin una previa solución militar o sin agotamiento militar o sin la amenaza por parte de un gran Estado, más poderoso, de intervenir militarmente en el conflicto. Por tanto, aprender de la historia, para llegar pronto en Ucrania a una paz mediante acuerdo, requeriría romper con la historia del final de las guerras hasta el momento actual.

En segundo lugar, los acuerdos de paz de larga duración sólo se alcanzaron cuando los garantizaron Estados poderosos –como sucedió al finalizar las guerras mundiales en 1815 y 1945- o cuando de ellas surgieron Estados que podían reclamar su legitimidad tanto dentro de sus sociedades respectivas como a escala internacional. Siempre y cuando se hubiesen consolidado en la guerra. El éxito bélico otorga legitimidad. Cabe pensar que esto también sea válido en la guerra de Ucrania, en la cual lo que está en juego es si este país puede afirmarse como Estado-nación.

En tercer lugar, lo que se entendía como éxito bélico siempre fue variable. Los objetivos de las guerras no eran uniformes dentro de los Estados que libraban el conflicto y se modificaban en el curso de la guerra. En el pasado, la trayectoria del conflicto siempre determinó qué objetivos bélicos podían imponerse y a cuáles había que renunciar. Una paz negociada en Ucrania también tendría que romper esa regla empírica. Quien desee este tipo de paz no puede esperar a una decisión militar.

Propaganda rusa en Simferopol, Crimea, en marzo de 2022, en la que se invoca la «desmilitarización y desnazificación» de ucrania (imagen: Alexey Pavlishak/Reuters)

Señoras y señores: sé que no crean un ánimo esperanzado estas conclusiones, que extraigo de la historia europea de las guerras con la vista puesta en un pronto final de la guerra en Ucrania, mediante una paz acordada. Por eso, quisiera remitir para acabar a dos peculiaridades que no tienen paralelo en la historia. Tal vez, pueda verse en ello una esperanza de que no esté repitiéndose ante nuestros ojos esa historia, que sólo ha conocido vías para salir de la guerra después de la capitulación de hecho de uno de los bandos en lucha.

Cuando la Unión Soviética se disolvió pacíficamente en 1990/91 eso supuso algo único en la historia universal. Los imperios surgen de las guerras y se hunden con ellas. Así lo atestigua la historia. La disolución del imperio soviético rompió con esta ley de hierro de la historia, si bien tuvieron lugar conflictos en las repúblicas bálticas, la República de Moldavia, en la zona del Cáucaso y en Chechenia. No obstante, no se produjo una gran guerra de desintegración.  Esa fue la condición fundamental de las vías pacíficas para que aparecieran Estados soberanos en las periferias del imperio. Un acontecimiento extraordinariamente poco común en la historia mundial: Estados que surgían o se independizaban sin guerra. Ucrania, en su actual configuración como Estado, forma parte de esas contadas excepciones, posibilitada por la autodisolución pacífica del imperio soviético.

Quienes dirigen el Estado ruso tratan de anular ese acontecimiento singular, al menos en parte, mediante vías militares. No hay Estado nacional sin guerra: esta regla histórica, en virtud del ataque bélico ruso, es válida ahora también para Ucrania. Los motivos que Putin invoca en público para su política de guerra son ciertamente tan contradictorios que no se identifican objetivos bélicos que puedan ofrecer una base racional para unas negociaciones de paz. Por un lado, pretende estar llevando a cabo en Ucrania una guerra de unificación nacional “por la gran Rusia histórica” [2], cuya existencia se figura amenazada por muchos lados. Por otra parte, reclama un “cambio de época” a escala global, a fin de crear un nuevo orden mundial, en el que debería encontrar su sitio una futura “Gran Eurasia”, que incluyera su “extremo occidental”. [3] De las dos formas invoca un familiar modelo histórico, que debería corregir la singularidad dentro de la historia universal de la disolución pacífica del imperio soviético y de la separación pacífica de Estados que ello hizo posible: la guerra como creadora de naciones y de Estados nacionales, la guerra como configuradora de las jerarquías de poder global.

La segunda peculiaridad, sin paralelo en la historia, consiste en el modo en que se compensa la asimetría en cuanto a los recursos de los dos Estados en guerra. Que una potencia atómica mundial lleve a cabo una guerra contra un Estado claramente más débil no es algo históricamente nuevo. Pero probablemente sí el hecho de que la limitada capacidad de defensa del más débil quede superada por una amplia coalición de Estados, que ponen recursos a su disposición, sin que ellos mismos quieran convertirse en un bando beligerante.

Estas peculiaridades dan lugar a una situación que reclama una estrategia negociadora, para la que no existen modelos históricos. Hasta ahora ninguna de las partes ha encontrado respuestas.

Notas

[1] “Wege aus dem Krieg. Europäische Erfahrungen im 19. und 20. Jahrhundert”, conferencia en la Universidad de Bielefeld (República Federal de Alemania), 2023. El autor agradece los comentarios de Jesús Millán y Mª Cruz Romeo (Universitat de València). Traducción de J. Millán.

[2] Discurso de 30 de septiembre de 2022, con motivo de la firma del tratado sobre el ingreso de las “repúblicas populares” de Doneck y Lugansk y del territorio de Zaporiyia y Jerson en la Federación Rusa, en Osteuropa, 72, 9-X-2022, pp. 219-229. Se puede ver la versión oficial del Kremlin en inglés en: Signing of treaties on accession of Donetsk and Lugansk people’s republics and Zaporozhye and Kherson regions to Russia • President of Russia (kremlin.ru)

[3] Discurso en el Club Valdai, Moscú, 27-X-2022, ibid., 231-243. La versión oficial en inglés es accesible en: http://en.kremlin.ru/events/president/news/64261

   *Dieter Langewiesche. Ha sido profesor en las universidades de Hamburgo y Tubinga, así como rector-comisario de la universidad de Erfurt. Sus trabajos han renovado sustancialmente los estudios a escala europea sobre el liberalismo político, la cultura obrera, la formación de los Estados nacionales y el nacionalismo o la trayectoria de la religión en el mundo contemporáneo. Durante años, dirigió un amplio proyecto sobre «Experiencias de la guerra. Guerra y sociedad en el mundo moderno». Una síntesis de ello es su libro Der gewaltsame Lehrer. Europas Kriege in der Moderne. Verlag C. H. Beck, Múnich, 2019.  Entre otras distinciones recibió el Premio Leibniz de la Comunidad de Investigadores Científicos de Alemania (1996) y, en 2013, la Cruz al Mérito de la República Federal de Alemania.

Además de varios capítulos en obras colectivas ha publicado en España: Heinz-Gerhard Haupt y Dieter Langewiesche, coords., Nación y religión en Europa: Sociedades multiconfesionales en los siglos XIX y XX. Inst. Fernando el Católico, Zaragoza, 2010.- Dieter Langewiesche, La época del Estado-nación en Europa. Valencia, Universitat de València, 2012.

 

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: ruinas de Ypres (Bélgica) en 1915 (foto: South New Wales State Library)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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