Noticia de libros
 
Fragmento

Fundación de los Fascios de Combate

Milán, piazza San Sepolcro, 23 de marzo de 1919

Nos asomamos a piazza del Santo Sepolcro. Cien personas escasas, todos hombres de esos que casi no cuentan. Somos pocos y estamos muertos.

Esperan que yo hable, pero no tengo nada que decir.

El escenario está vacío, inundado por millones de cadáveres, una marea de cuerpos —hechos papilla, licuados— llegada de las trincheras del Carso, del Ortigara, del Isonzo. Nuestros héroes ya han caído o no tardarán en hacerlo. Los amamos del primero al último, sin distinciones. Estamos sentados sobre la pila sagrada de los muertos.

El realismo que sigue a cada aluvión me ha abierto los ojos: Europa es a estas alturas un escenario sin personajes. Todos han desaparecido: los hombres con barba, los melodramáticos padres monumentales, los magnánimos liberales quejicas, los oradores grandilocuentes, cultos y floridos, los moderados y su sentido común, a los que siempre debemos nuestras desgracias, los políticos insolventes que viven aterrorizados por el colapso inminente, mendigando cada día una prórroga al acontecimiento inevitable. Para todos ellos están sonando las campanas. Los hombres viejos se verán arrollados por esta masa enorme, cuatro millones de combatientes que presionan en las fronteras territoriales, cuatro millones de regreso. Hay que marcar el paso, un paso ligero. El pronóstico no cambia, seguirá haciendo mal tiempo. En el orden del día sigue estando la guerra. El mundo avanza hacia la formación de dos grandes partidos: los que estuvieron en ella y los que no.

Lo veo, veo todo esto con claridad en este público de delirantes y desamparados y, sin embargo, no tengo nada que decir. Somos un pueblo de veteranos, una humanidad de supervivientes, de desechos. En las noches de exterminio, agazapados en los cráteres, nos estremecía una sensación parecida al éxtasis de los epilépticos. Hablamos brevemente, lacónicos, asertivos, a ráfagas. Ametrallamos las ideas que no tenemos para recaer de inmediato en el mutismo. Somos como fantasmas de insepultos que se han dejado la palabra entre la gente de la retaguardia.

Mussolini en 1903 (imagen: tracesofwar.com)

Y pese a todo, esta, y solo esta, es mi gente. Lo sé bien. Yo soy el inadaptado por excelencia, el protector de los desmovilizados, el extraviado en busca de un camino. Pero la empresa está ahí y hay que sacarla adelante. En esta sala medio vacía dilato las fosas nasales, olfateo el siglo, luego estiro el brazo, busco el pulso de la multitud y estoy seguro de que mi público está ahí.

La primera reunión de los Fascios de Combate, pregonada durante semanas por Il Popolo d’Italia como una cita fatídica, iba a celebrarse en el teatro dal Verme, con capacidad para tres mil localidades. Pero aquel enorme escenario acabó siendo desechado. Entre la grandeza del desierto y una pequeña vergüenza, optamos por esta última. Nos conformamos con esta sala de reuniones del Círculo de la Alianza Industrial y Comercial. Aquí es donde debería hablar ahora. Entre cuatro paredes tapizadas de un triste color verde lago, con vistas a la nada de una gris placita parroquial, entre doraduras que intentan en vano despertar de su sopor a los sillones Biedermeier, en medio de unas cuantas melenas rizadas, calvas, muñones, veteranos demacrados que respiran el asma menor de los comercios consuetudinarios, antiguas prudencias y meticulosas avaricias presupuestarias. Al fondo de la sala, de vez en cuando, se asoma con curiosidad algún socio del círculo. Un mayorista de jabones, un importador de cobre, gente así. Lanza una mirada perpleja, sigue fumándose su cigarro y bebiéndose un Campari.

Italo Balbo en Ferrara (imagen: lefreccedizioni.it)

 Milán, piazza San Sepolcro, 23 de marzo de 1919 (…)

Pero ¿por qué debería hablar?

¿Por qué debería hablar a estos hombres? Por ellos han superado los hechos cualquier teoría. Es gente que toma la vida al asalto como un comando.

En cualquier caso, esto es lo que tengo delante. Y nada a mis espaldas. A mis espaldas tengo el 24 de octubre de mil novecientos diecisiete. Caporetto. La agonía de nuestra época, el mayor desastre militar de todos los tiempos. Un ejército de un millón de soldados destruido en un fin de semana. A mis espaldas tengo el 24 de noviembre de mil novecientos catorce. El día de mi expulsión del Partido Socialista, la sala de la Sociedad Humanitaria en la que maldijeron mi nombre, los obreros para quienes hasta el día anterior yo había sido un ídolo se atropellaban los unos a los otros por tener el honor de liarse a mamporros conmigo. Ahora recibo cada día sus deseos de muerte. Me la desean a mí, a D’Annunzio, a Marinetti, a De Ambris, incluso a Corridoni, quien cayó hace cuatro años en la tercera batalla del Isonzo. Desean la muerte a quien ya está muerto. Hasta ese extremo nos odian por haberlos traicionado.

Las multitudes «rojas» presienten la inminencia del triunfo. En seis meses se han derrumbado tres imperios, tres estirpes que gobernaban Europa desde hacía seis siglos. La epidemia de gripe «española» ya ha infectado a decenas de millones de víctimas. Los acontecimientos acarrean sobresaltos apocalípticos. La Tercera Internacional Comunista se reunió en Moscú la semana pasada. El partido de la guerra civil mundial. El partido de los que me quieren muerto. De Moscú a Distrito Federal, en todo el orbe terrestre. Comienza la era de la política de masas y nosotros, aquí dentro, somos menos de cien.

Grupo de escuadristas (foto: memoriecooperative.it)

Pero tampoco esto importa demasiado. Nadie cree ya en la victoria. Ya ha llegado y sabía a fango. Este entusiasmo nuestro —¡juventud, juventud!— es una forma suicida de desesperación. Estamos con los muertos, son ellos los que responden a nuestro llamamiento en esta sala medio vacía, a millones.

Abajo en la calle los gritos de los mozos invocan la revolución. A nosotros nos da risa. Ya hemos hecho la revolución. Empujando a patadas a este país hacia la guerra, el 24 de mayo de mil novecientos quince. Ahora todos nos dicen que la guerra ha terminado. Pero nosotros nos reímos de nuevo. Nosotros somos la guerra. El futuro nos pertenece. Es inútil, no hay nada que hacer, soy como los animales: percibo el tiempo que se aproxima. (…)

Informe del inspector general de seguridad pública

Giovanni Gasti, primavera de 1919

Fascios de acción entre intervencionistas

Ayer se celebró en el salón del Círculo de la Alianza Industrial y Comercial una conferencia para la constitución de los Fascios regionales entre grupos de intervencionistas. En la conferencia tomaron la palabra el industrial Enzo Ferrari, el capitán de los Osados Viejos y varios más. El profesor Mussolini ilustró las piedras angulares en las que debe basarse la acción de los Fascios, a saber: la valorización de la guerra y de los que lucharon en la guerra; demostrar que el imperialismo del que se inculpa a los italianos es el imperialismo deseado por todos los pueblos sin excluir a Bélgica y a Portugal y, por lo tanto, oposición a los imperialismos extranjeros en detrimento de nuestro país y oposición a un imperialismo italiano contra otras naciones; por último, aceptar la batalla electoral sobre el «hecho» de la guerra y oponerse a todos aquellos partidos y candidatos que se declararon contrarios a la guerra.

Las propuestas de Mussolini, después de que intervinieran numerosos oradores, quedaron aprobadas. En la conferencia estuvieron representadas diferentes ciudades de Italia.

Corriere della Sera, 24 de marzo de 1919, sección «Las conferencias dominicales» (…)

Sede de una cooperativa obrera tras ser asaltada por los fascistas (imagen: memoriecooperative.it)

 Milán, principios de la primavera de 1919

Apenas unas cuantas calles separan via Paolo da Cannobio, donde tiene su sede la redacción de Il Popolo d’Italia, la llamada «guarida número 2», de la sección milanesa de los Osados en via Cerva número 23, la «guarida número 1». Cuando, en la primavera de mil novecientos diecinueve, Benito Mussolini abandona su despacho para ir a cenar a una taberna, estas son calles apestosas, miserables y peligrosas.

El Bottonuto es una esquirla del Milán medieval enquistada bajo la piel de la ciudad del siglo XX. (…)  el Bottonuto es un charco pútrido justo detrás de piazza del Duomo, el centro geométrico y monumental de Milán. Para cruzarlo hay que taparse la nariz. Las murallas exudan cochambre, el vicolo delle Quaglie ha quedado reducido a meadero, sus habitantes están tan podridos como los mohos de los patios de luces, se vende de todo, los robos y palizas se llevan a cabo a la luz del día, los soldados se agolpan a la entrada de los burdeles. Todos, directa o indirectamente, comen de la prostitución.

Mussolini cena tarde. Emerge después de las diez de la noche de la madriguera del director —un cubículo que da a un patio angosto y estrecho, una especie de intestino vertical conectado con la sala de redacción por un rellano con barandilla— y, tras encenderse un cigarrillo, camina a grandes pasos, de buena gana, por ese canal pestilente. Las pandillas de huérfanos descalzos lo señalan con entusiasmo —«el matt», el loco, se gritan unos a otros—, los mendigos alargan las manos, sentados entre inmundicias al borde de las calles, los proxenetas apoyados contra las jambas de las puertas lo saludan con un asentimiento de cabeza respetuoso pero confidencial. Él corresponde a los gestos de todos. Con algunos se detiene para intercambiar unas palabras, se pone de acuerdo, establece citas, minúsculos arreglos. Da audiencia a su corte de los milagros. Pasa revista a esos hombres encerrados en jaulas como un general en busca de un ejército.

¿Acaso no se han hecho siempre las revoluciones de esta manera: armando al completo los bajos fondos sociales con pistolas y granadas de mano? ¿Cuál es, a fin de cuentas, la diferencia entre el veterano inadaptado, el desmovilizado crónico que por dos liras hace guardia en el periódico, y el racheté, el delincuente habitual que vive explotando la prostitución? Todos ellos son mano de obra experta. Se lo repite una y otra vez a Cesare Rossi —su colaborador más cercano, quizá su único consejero auténtico—, que se escandaliza por su promiscuidad con esa gente. «Todavía somos demasiado débiles para prescindir de ellos», le repite él a menudo para aplacar su indignación. Demasiado débiles, es indudable: el Corriere della Sera, el periódico de la soberbia burguesía liberal, ha dedicado a la fundación de los Fascios de Combate una breve crónica de apenas diez líneas, el mismo espacio reservado a la noticia del robo de sesenta y cuatro cajas de jabón (…).

Escuadristas quemando libros y documentos (foto: telenovaragusa.it)

Via Cerva es, en cambio, una vieja calle aristocrática, tranquila y silenciosa. Las casas patricias de dos plantas, ventiladas por amplios patios arquitectónicos, le confieren su aire romántico. Cada paso resuena en la noche sobre el asfalto reluciente, removiendo con breves ondas concéntricas la atmósfera de claustro. Los Osados han ocupado un local comercial con trastienda propiedad del señor Putato, padre de uno de ellos, justo frente al palacio de los vizcondes de Modrone. No les ha resultado fácil conseguir una casa a esos veteranos exaltados que perturban a la burguesía deambulando en invierno con el cuello del uniforme de ordenanza desabrochado mostrando el pecho desnudo y con el puñal en el cinturón. Soldados formidables a la hora de asaltar las posiciones enemigas, valiosos en tiempos de guerra pero despreciables en tiempos de paz. Ahora, los Osados, cuando no están tumbados en un burdel o acampados en un café, se acuartelan en esas dos habitaciones desnudas, emborrachándose en pleno día, desvariando acerca de futuras batallas y durmiendo en el suelo. Así es como emplean esa interminable posguerra: mitifican el pasado reciente, agitan un futuro inminente y digieren el presente fumando un cigarrillo tras otro.

Los Osados son los que han ganado la guerra o, por lo menos, eso es lo que cuentan. Se mitifican hasta tal extremo que Gianni Brambillaschi, un veinteañero de entre los más exaltados, llegó a escribir en L’Ardito, el medio oficial de la nueva asociación: «Quien no ha hecho la guerra en los batallones de asalto, aunque muriera en la guerra, no ha hecho la guerra». Es indudable que, sin su concurso, no se habría roto la línea del Piave con la contraofensiva que en noviembre de mil novecientos dieciocho permitió la victoria sobre los ejércitos austrohúngaros.

La epopeya sombría del osadismo dio comienzo con las llamadas Compañías de la Muerte, secciones especiales de ingenieros con la misión de preparar el terreno para los ataques de la infantería de las trincheras. De noche cortaban las alambradas y hacían estallar minas intactas. De día avanzaban arrastrándose, protegidos por corazas de absoluta inutilidad, desmembrados por disparos de morteros. Más tarde, todas las armas —regulares, infantería ligera, tropas de montaña— empezaron a formar sus propios escuadrones de asalto escogiendo a los soldados más valientes y experimentados de las compañías normales para adiestrarlos en la utilización de granadas de mano, lanzallamas y ametralladoras. Pero fue la dotación del puñal, el arma latina por excelencia, lo que marcó la diferencia. Ahí fue donde comenzó la leyenda.

Arditi (osados) al final de la Gran Guerra (imagen: Fondo Fotográfico Orsini)

En una guerra que había aniquilado la concepción tradicional del soldado como agresor, en la que lo que te reventaba contra las trincheras eran los gases y las toneladas de acero disparadas desde una posición remota, en una masacre tecnológica debida a la superioridad del fuego defensivo sobre la movilidad del soldado lanzado al asalto, los Osados habían recuperado la intimidad de los combates cuerpo a cuerpo, el impacto resultante del contacto físico, la convulsión del ejecutado que se transmite a través de la vibración de la hoja a la muñeca del ejecutor. La guerra en las trincheras, en vez de producir agresores, había labrado en millones de combatientes una personalidad defensiva, moldeada en la identificación con las víctimas de una ineluctable catástrofe cósmica. En esa guerra de ovejas conducidas al matadero, ellos habían restituido la confianza en uno mismo que solo puede otorgar la maestría en el descuartizamiento de un hombre con un arma blanca de hoja corta.

Antonio Scurati: M., El hijo del siglo, Alfaguara, 2019.


 

Javier Melero

Abogado

 

Una vez pertrechado de papel higiénico y atún de lata y ya harto de los mensajes de nuestras autoridades –hermanadas en ineptitud las autonómicas con las estatales–, me permito recomendarles un remedio ameno e instructivo para matar el tiempo: leer el magnífico libro de Antonio Scurati M. El hijo del siglo . Eso si no pertenecen ustedes a los sufridos colectivos de los servicios esenciales, para los que todo agradecimiento es poco y posiblemente no estén hoy por hoy para demasiada literatura.

En definitiva, debemos intentar mirar las cosas por el lado bueno y obtener algún pequeño rédito del confinamiento. Piensen, por ejemplo, que el nivel de basura acústica que llega de la calle ha disminuido drásticamente estos días. Los alegres beodos de las aceras, los inagotables músicos ambulantes y las motos mal silenciadas parecen haberse ocultado, y todo predispone a dedicar esos ratos que no podemos disfrutar paseando al perro, o escuchando admirados al señor Torra, a un buen libro: la mejor compañía mientras esquivamos al destino, pues ya saben ustedes que cuando el destino interviene siempre acabamos de visita en algún tanatorio.

En M , Scurati nos advierte que los errores ajenos nunca son un antídoto eficaz para los propios y que la única enseñanza cierta de la historia es que el horror se desata si no se hace lo suficiente para atajarlo. La novela –en la que nada hay de ficción– contempla a lo largo de 800 páginas el periodo de ascensión de Benito Mussolini desde la más absoluta miseria (1919) hasta el poder absoluto (1924), mediante la utilización de la propaganda y la ­violencia. Por medio de una carencia de escrúpulos similar a la de los bolcheviques, aunque ni siquiera enmascarada por algún ideal de apariencia humanística: con la única prédica del odio.

Propaganda de la violencia escuadrista: la «cura de ricino» (imagen: imparareconlastoria.blogspot.com)

Si el miedo y el rencor son el caldo de cul­tivo del fascismo, Mussolini fue el hombre que supo inflamar esos sentimientos tristes de la sociedad y ponerlos a su servicio. Scurati sintetiza esa amarga certeza en alguna frase memorable, de esas que deberíamos repetir cada mañana ante el espejo: “Pocas cosas corrompen a un pueblo tanto ­como la costumbre del odio”. Aún más en los tiempos presentes, cuando parece que la incitación a ese odio –al español, al catalán, al diferente, al extranjero– empieza a formar parte de un discurso público repugnante, aunque rutinario.

Los historiadores, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, se han centrado en el nazismo como paradigma del crimen y el horror de tal modo que es ­fácil caer en la tentación de considerar el fascismo italiano como algo mucho más inocente que aquel: más folklórico y chapucero, latino al fin. Quizá por eso, en Italia, Salvini, que no es un fascista sino un demagogo populista, se permite utilizar públicamente alguna cita de Mussolini sin generar un escándalo excesivo.

Scurati nos muestra el error de esa relativización acudiendo a las fuentes, a lo que decía la propia prensa fascista sobre el apaleamiento del socialista Matteotti: “Los socialistas son tan profundamente ignorantes que no entienden todavía en qué mundo viven. La verdad es que a tales seres se les ha dejado en circulación temporalmente, la revolución fascista tarde o temprano los atrapará y entonces a la muerte civil seguirá también la muerte física. Así sea”. Como así fue. Pocos meses después, Matteotti sería brutalmente asesinado.

Hallazgo de los restos de Matteotti en agosto de 1924 (foto: Corriere della Sera)

El hallazgo más discutido del libro ha sido su desarrollo de la narración desde el punto de vista de Mussolini y de sus secuaces, un grupo de psicópatas que merecerían un relato propio: Albino Volpi, Roberto Farinacci, Italo Balbo y otros pintorescos matones sanguinarios. Scurati nos los describe reunidos en los prostíbulos, ahítos de vino, antes de dar inicio a sus batidas de caza contra campesinos socialistas. Armados hasta los dientes y ajenos a cualquier compasión. Ese enfoque es, sin embargo, una de sus más destacadas virtudes narrativas. Es normal que, desde 1945, siempre se haya dado voz a las víctimas, pero resultaba imperiosamente necesario conocer la perspectiva de los verdugos, seres para los que la eficacia de la acción política no estaba en sus virtudes, sino en sus vicios: en la mezquindad, la rapacidad y la violencia. Su imagen no mejora por darles la voz. Ocurre justo lo contrario.

Mussolini aparece con todos sus claroscuros: el periodista formidable que fue, hasta el punto de suponer una auténtica revolución en el ámbito de la comunicación política, y el hombre devorado por el terror y la lujuria más primitiva en los momentos de incertidumbre. Alguien que sabía que su poder sólo se asentaba en el miedo y en una sarta de mentiras, lo que hacía que exigiera una sumisión ciega a sus esbirros y, por eso mismo, les despreciara profundamente.

Mussolini durante la Marcha sobre Roma (imagen de archivo de La Vanguardia)

La última página del libro le describe solo en su escaño de un Parlamento deshonrado y suicida, en la cumbre de su poder, taciturno y vengativo, lejos aún del abrazo mortal con Hitler y de su linchamiento en las calles de y de su linchamiento en las calles de Giulino, en la Lombardía. Ese era el único final feliz posible en esta historia de gángsters con camisa negra que se lee como un thriller político y que tiene como mayor logro hacer imposible contemplar a los demagogos y a los fanáticos de cualquier ideal con la misma perezosa indolencia de antes.

Fuente: «Me gusta leer» y La Vanguardia 23 de marzo de 2020
Portada: Keystone/Getty Images
Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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