José Luis Villacañas

«Maquiavelo es el teórico de las condiciones políticas de la constitución en las condiciones extraordinarias que son las de la carencia de cualquier forma política en grado de producir ese resultado».

Louis Althusser, Solitude de Machiavel et autres textes
PUF, París, 1998, pág. 315.

 

«La guerra de posición requiere sacrificios enormes y masas inmensas de población; por eso hace falta en ella una inaudita concentración de la hegemonía, y, por tanto, una forma de gobierno más intervencionista, que tome más abiertamente la ofensiva contra los grupos de oposición y organice permanentemente las imposibilidades de disgregación interna, con controles de todas clases, políticos, administrativos, y consolidación de posiciones hegemónicas del grupo dominante, etcétera. Todo esto indica que se ha entrado en una fase culminante de la situación político-histórica, por que en la política una vez conseguida la victoria en la guerra de posición, es definitivamente decisiva. O sea, en la política se tiene guerra de movimientos mientras se trata de conquistar posiciones no decisivas y, por tanto, no se movilizan todos los recursos de la hegemonía del Estado. Pero cuando, por una u otra razón, estas posiciones han perdido todo valor y solo importan las posiciones decisivas, entonces se pasa a la guerra de cerco, intensa, difícil, en la cual se requieren cualidades excepcionales de paciencia y espíritu de invención. En la política el cerco es recíproco, a pesar de todas las apariencias, y el mero hecho de que el dominante tenga que sacar a relucir todos sus recursos prueba el cálculo que ha hecho acerca del enemigo».

Antonio Gramsci , Cuadernos desde la cárcel, cuaderno 6,
epígrafe 138. En Escritos, Alianza, 2017, pág. 247

Prefacio

Las dos citas bajo las que se escribe este libro muestra con claridad que las fuerzas reaccionarias a veces hacen en provecho propio lo que piensan las fuerzas progresistas. Los dos textos de Althusser y Gramsci describen perfectamente la actuación histórica de Franco. Este no lo pensó, pero lo hizo. Quizá Franco no leyó nunca a Maquiavelo ni a Gramsci, pero se comportó como un príncipe nuevo fundador de Estado, según diseñó el primero. Lo hizo en cuanto supo imponer una revolución pasiva a los propios sectores  que lo apoyaron en su guerra de posiciones y lo llevaron a su victoria, como teorizó el segundo. Mas como dice Gramsci, una victoria en este campo es definitivamente decisiva.

Esa es la tesis básica de este libro. «Definitivamente decisiva» constituye ese tipo de victoria que es irreversible. No quiere decir esto que estas victorias sean inmutables, ni que acabe la historia con ellas, sino que desplazan los objetivos y los medios de las luchas populares y democráticas hacia el futuro. También significa que estas fuerzas se equivocan si quieren revertir la victoria y volver a la situación anterior a la derrota. Una victoria en una guerra de posiciones constituye un estrato histórico. Cierto que con dificultades, pero solo sobre él crece la vida, que ya no puede florecer en los estratos subyacentes. Estos pueden dar nutrientes últimos a las raíces más profundas, pero sin luz no pueden alimentar la planta, hacer crecer la flor y dar el fruto.

Debemos estudiar con detenimiento las victorias, pero todavía más las derrotas. La consideración de que la construcción de un Estado tras la victoria en una guerra de posiciones es reversible, no hace sino desconocer la realidad de los profundos procesos históricos. Mientras ese desconocimiento tenga lugar, el popolo minimo será abandonado a su suerte porque se preferirá poner de relieve su condición de derrotado a dirigirlo hacia batallas histórica adecuadas. De esa manera no solo se perderán las batallas del pasado, sino las del futuro. Este libro, que se ha inspirado en la mirada de ese popolo minimo, no puede sino considerar con escepticismo a todos los grandes y a todos los candidatos a serlo. Pero sobre todo no condiciona su causa histórica a ninguna causa ideológica de moda. La causa histórica popular es la de no ser dominados y eso solo se logra democráticamente cuando el Estado se usa a favor de los dominados. Esto no dependerá de implantar una forma política u otra, sino de una relación de fuerzas políticas y de mantener unidas a amplias capas de la población en la defensa de sus propios intereses materiales y espirituales. Esto no es solo posible, sino necesario, porque el sistema de representación política actual en España está demasiado orientado a la defensa de los intereses de los grandes.

Si la historia, según dijo Hayden White, puede ser romántica, cómica, trágica y satírica, entonces la época narrada en este libro alberga algo de estas cuatro poéticas. Es romántica porque su punto de partida lo constituye la derrota en una lucha de ideales en la que el pueblo republicano no pudo encontrar los líderes adecuados para conducirlo a la victoria, y eso a pesar del innegable talento de algunos de ellos, como Azaña y Prieto. Es trágica porque pone en evidencia fuerzas hercúleas con las que difícilmente se podrá reconciliar quien preserve la memoria del sufrimiento de las capas humildes del pueblo español. Es cómica porque tenemos que aprender a convivir con esas fuerzas, en la medida en que su integración en los circuitos internacionales y europeos las obliga a no degenerar en un régimen autocrático, que es su verdadera aspiración dada su constitución psíquica. Pero es satírica porque me temo que en el largo plazo en que no haya forma de escapar a este destino de convivencia, por su incapacidad de modernizarse y cambiar de mentalidad, conviene perderle el respeto y la reverencia a unas elites que no lo merecen. Una conciencia compleja que reúna estas cuatros dimensiones quizá sea la adecuada para una genuina cultura democrática popular, que si quiere ser efectiva tendrá que combatir por una inteligencia propia de las cosas y de la historia del solar hispano.

Como se ve, este es un libro de ensayo político. Sin embargo, es un libro informado. No podría registrar todos los pasajes historiográficos que están detrás de mis argumentos sin convertir este libro en otra cosa. Por supuesto he privilegiado las citas de los actores sobre las referencias a los intérpretes y por eso he prestado atención a las memorias de López Rodó, Navarro Rubio, Fraga Iribarne, Fernández de la Mora, Martín Villa, Herrero de Miñón y otros. No obstante, debo confesar mi gratitud a la historiografía. He leído con mucho provecho los libros que cito a pie de página y otros que constituyen el humus desde el que hablo. De entre ellos, he procurado dialogar implícitamente con los de Paul Preston, Ismael Saz Campos, Julián Casanova, Álvaro Soto, Gil Pecharromán, Ángel Viñas y Enrique Moradiellos. En la obtención de materiales me he dejado orientar por el trabajo de Sánchez Recio sobre historiografía del franquismo que publicó en el homenaje a Manuel Tuñón de Lara coordinado por José Luis Granja.

Se publica a continuación el inicio de la Segunda Parte, capítulo 12, Hacia un Principado civil, pp. 201-210

Alegoría del Generalísimo Franco como jefe de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire (biblioteca del Pazo de Meirás)
Unas palabras sobre Gramsci

El político y filósofo Antonio Gramsci, gran lector de Maquiavelo, como Franco, acuñó el concepto de Revolución pasiva, que es usado por muchos estudiosos de la política. No podemos detenernos aquí en una exposición pormenorizado de este concepto fundamental, pero al menos debemos dar una idea mínima de su sentido. En uno de sus Cuadernos, el cuarto, escrito mientras estaba en la cárcel perseguido por Mussolini, Gramsci decía que este concepto no valía solo para Italia. En realidad, era más bien válido para todos los países católicos europeos, a excepción de Francia. Una revolución pasiva resultaba válida para todos los Estados que se modernizan por guerras nacionales o por reformas sin pasar por una revolución política según modelo jacobino radical. Podemos decir que, en el imaginario de Gramsci, entre 1931 y 1936 podía haber cristalizado en España una revolución activa. Sin embargo, acabó ocurriendo una revolución pasiva por la cual, tras una guerra nacional, comenzaron un proceso de reformas tendente a la modernización del Estado. Revolución pasiva es por lo general un dispositivo político que aplasta, mediante represión e incluso guerra, a los elementos sociales subalternos recalcitrantemente rebeldes, como era el pueblo republicano español de febrero de 1936. Esa rebelión social se debe a la incapacidad directiva de los elementos tradicionales dominantes, a la imposibilidad de integrar capas populares en su estructura de poder, e incluso a la pérdida de elementos afines que se separan de su liderazgo por descomposición general de la sociedad. Puesto que Gramsci se expresaba con frecuencia en términos de Maquiavelo, definió la revolución activa como el proceso de rebelión que concierne al establecimiento de una “forma política” capaz de alterar la “materia” o el contenido económico vigente, en la medida en que una y otra son adecuados a los intereses de los nuevos protagonistas. En suma, la revolución activa implica una crisis radical de la formación social completa vigente. Eso es lo que vivía España entre 1934 y 1936.

La revolución pasiva, por su parte, debe combatir la revolución activa, supone la neutralización de esa crisis y la derrota de esa aspiración de los grupos subalternos de transformar por completo la formación social completa. Pero eso es solo una parte del proceso. Sólo hay revolución pasiva cuando se aprovecha la nueva dirección indiscutida victoriosa para introducir reformas, y no unas cualesquiera. Esas reformas han de presentar el importante matiz de que algunas de ellas atienden, imitan, transforman o parodian algunas de las exigencias de aquellos elementos subalternos derrotados. Por eso hay dos momentos en la revolución pasiva. El primero presenta rasgos siniestros, represivos, violentos, y supone una especie de regreso traumático a una escena de poder primaria, arcaica, violenta. Podemos definirlo como la emergencia de actores parásitos de la historia que se imponen con una dominación coactiva. Pero una revolución pasiva debe tener un segundo momento que es más relajado y que Gramsci caracterizó como la redefinición de un “consentimiento coercitivo”. Entonces se puede hablar de revolución sin revolución. Lo fundamental es que las reformas no se impulsan desde un movimiento popular, sino más bien como una reacción contra esos elementos y como una estrategia preventiva para hacerlos más improbables. La forma de la revolución pasiva es así una restauración de lo antiguo a lo que se le incorporan algunas demandas populares. Así que Gramsci también las llama “restauraciones progresivas”. Cuando se culminan, dice Gramsci, identifican el proyecto hegemónico de la burguesía durante un periodo histórico completo. La consecuencia es que las clases populares y trabajadoras se integran en ese proceso de forma no directiva, subalterna, cediendo la iniciativa a las clases dirigentes burguesas. Una revolución pasiva es exitosa, sin embargo, cuando no se trata solamente de un barniz de reformas, sino cuando produce, como nos recuerda un estudioso de Maquivelo y de Gramsci, el filósofo italiano Doménico Losurdo, transformaciones profundamente significativas de calado sociopolítico.

Podemos dejar aquí a Gramsci, no sin llamar la atención de que no hacemos justicia a este hombre comprometido que cultivó la inteligencia y la voluntad de forma heroica en las peores circunstancias. Ahora debemos aplicar esta cuestión al gobierno de Franco. Pues lo que hemos visto hasta ahora concierne a la escena primera de la revolución pasiva. Nos habla del paisaje siniestro del regreso a todos los arcaísmos históricos. Ahora debemos dirigirnos al segundo momento, el verdaderamente decisivo de la revolución pasiva. Aquí podemos decir que la revolución pasiva de Franco comenzó en 1959 y fue limitada, involuntaria y a desgana. Quizá sea esa una de las razones de que, por decirlo con Gramsci, la hegemonía de la burguesía española ha colapsado en el presente. Pero ahora no podemos anticipar argumentos. Con todos sus límites, sin embargo, la revolución pasiva que se inició en 1959 tuvo un profundo significado y con el tiempo transformaría la naturaleza del franquismo.

La naturaleza de este libro nos compromete a mostrar la evolución de las cosas a través de la figura de Franco. Y aquí nuestra guía es el ancestro de Gramsci, Maquiavelo. Según nos recuerda este, todo príncipe nuevo llega al poder mediante la violencia y, según un discípulo del florentino, el filósofo alemán F. W. G. Hegel, mediante el crimen. Sobre esto el florentino no se hace ilusiones. “No es posible llamar virtud a exterminar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, carecer de palabra, de respeto y de religión. Tales medios pueden hacer conseguir poder, pero no la gloria”. [Príncipe, VIII, 59-60]. Franco cumplió al pie de la letra esta descripción. Durante mucho tiempo, la represión, la delación, la traición, el abandono, todas esas fueron las armas del régimen y su forma personal de mantenerse en el poder. Por supuesto, Franco engañó a todos. A Hedilla, a Serrano Súñer, a Arrese, a don Juan, a Alfonso XIII, a Hitler, a Mussolini, a todos. Por todos fue despreciado, por supuesto. Pero si Franco hubiera sido solo el pequeño canalla condotiero que llegó a un príncipe nuevo, no sería el personaje histórico que conocemos. Ni siquiera la gloria de la que se rodeó, con su guardia mora, sus palios, la exigencia de su trato regio, la forma en que recibía a los embajadores, toda aquella imitación de los reyes, generaba la densidad suficiente para mantener el poder de por vida. Como si fuera buen lector de Maquiavelo, Franco debió de llegar a este pasaje. “Este príncipe se puede hacer fuerte con nuevas instituciones civiles y militares[1], nos dice en otra página.

En efecto, cuando nuestro secretario se pregunta cómo un Agatocles, que era un desalmado criminal, logró mantenerse en el poder, se responde básicamente esto: porque supo usar de la crueldad durante un tiempo dado, de tal manera que supo poner límites a la misma. Esa crueldad “que se hace de una sola vez y de golpe” es una herramienta necesaria del príncipe nuevo -dice Maquiavelo-, si este ha de ser capaz de fundar un principado institucional que al menos dure la vida de su propia persona. Es sorprendente que esa crueldad sea llamada un bien por Maquiavelo, pero no es tan extraño porque Hegel dirá lo mismo tres siglos después. En realidad los dos dicen que esa crueldad ha de ser lo más útil posible para los súbditos. Para ello debe ser una crueldad decreciente. La diferencia está ahí. Una crueldad mal usada es aquella que, escasa en un principio, va aumentando, “en lugar de disminuir”. Eso es letal para las posibilidades de perpetuación de un régimen. Lo veremos al final de este libro.

Franco no solo supo disminuir poco a poco la crueldad, comprendiendo que cada vez necesitaba ejercerla con menor intensidad para mantener el mismo terror paralizante. También supo compensarla con una dosificación diferente y contraria. Aquí siguió a Maquiavelo de forma especial. Cuando en El príncipe se nos dice: “Injusticias se deben hacer todas a la vez, a fin de que, por gustarlas menos, hagan menos daño; mientras que los favores se deben hacer poco a poco con el objetivo de que se saboreen mejor” [Príncipe, VIII; 62], Franco lo interpretó de un modo específico en su larga práctica para formar la materia siempre inacabada de la nación. Sus injusticias se hicieron todas a las vez en el sentido de que se hicieron sólo durante un tiempo. En efecto, hubo un periodo completo de crueldad y de injusticia. Fue compacto y continuo. En aquel tiempo apenas se hicieron favores. Los que todavía estaban de su parte, se conformaban con no haber sido despojados de todo por una victoria posible de la República. A ellos Franco les ofreció el valor genérico de la victoria. Mientras defendía los privilegios de los suyos, contenía el descontento mediante la represión. En general nadie tenía motivos para estar muy feliz. Sin embargo, cuando llegó el punto de saturación de este método, Franco supo percibirlo. Comprendió que si quería mantenerse en el poder tendría que lograr algo más que contención y tradición en medio de la miseria. Ese era un balance poco positivo.

Alegoría de Franco y la Cruzada, de Arturo Reque Meruvia, Archivo Histórico Militar
Otras palabras sobre Maquiavelo

Lo más importante para un príncipe nuevo que quiera mantenerse en el tiempo, una vez que el peligro de guerra inminente disminuye, pasa por encontrar ese momento crítico en el que se deja atrás la crueldad y se dispone a ganarse el favor del pueblo superviviente. Franco, a pesar de las resistencias a la hora de enrolarse en este curso de actuación, tuvo instinto para identificar ese instante. Una vez más las circunstancias le ofrecieron la oportunidad adecuada y él tuvo la virtud de plegarse. Desde este momento, su actividad se rigió como si estuviera presidida por este pasaje: “Pero aquel que, contra el pueblo, llegue al principado con el favor de los grandes, debe por encima de cualquier otra cosa tratar de ganarse el favor del pueblo, cosa también fácil si se convierte en su protector. Y dado que los hombres, cuando reciben el bien de quien esperaban iba a causarles mal, se sienten más obligados con quien ha resultado ser su benefactor, el pueblo le cobra así un afecto mayor que si hubiera sido conducido al principado con su apoyo. […] Concluiré diciendo que es necesario al príncipe tener al pueblo de su lado. De lo contrario no tendrá remedio alguno en la adversidad[2].

Este pasaje tiene dos partes y las dos son relevantes para entender el destino de Franco. La primera es  que Franco ganó el principado por los grandes. Sin embargo, supo virar con cautela y astucia hacia el momento de dictador paternalista. Ese viraje fue tanto más apreciado por cuanto antes su persona había sido intensamente temida. El resultado fue algo que Maquiavelo había previsto. Que aquel que inspira miedo acaba recibiendo más sumisa gratitud cuando resulta que se convierte en benefactor, por poco que sea lo que ofrece, que si hubiese sido benefactor desde el principio. Eso fue un fenómeno psicológico y sociológico que produjo inmensa amargura en muchos de los militantes republicanos, fieles a su condición de derrotados, cuando vieron que muchos de los que habían luchado contra Franco en 1936 luego harían excursiones al Valle de los Caídos cuando se inaugurase en 1959. Ese giro en la política de Franco produjo un olvido masivo de la historia previa del régimen. Fue una forma general de sentirse aliviado todo el mundo.

El proceso fue lento y se hizo al paso de buey propio de Franco. En realidad duró desde 1951 al 1959, una década en la que lo que pasaba en oscuros despechos comenzaba a distanciarse de lo que pasaba en la superficie del régimen. Cuando Franco se dio cuenta de que la economía europea comenzaba a mejorar, mientras la española iba camino de la suspensión de pagos, Franco aceptó que no podía seguir con la política en la que había insistido durante dos décadas. El juego político inicial de Franco a principios de la década de los 50 fue que todo estaba hecho y que ahora debía entregarse a la inercia del régimen. Los intentos políticos de organizar una constitución habían quedado paralizados desde la promulgación del Fuero de los Españoles en 1947. Esa actuación había sido fruto de la voluntad de presentar una cara del régimen más agradable cuando los aliados podían tener tentaciones de hacerle pagar a Franco su entrega a las potencias totalitarias. Entonces se optó por el catolicismo como fundamento real del régimen y por la tradición secular como la interpretación adecuada de ese catolicismo. Los intentos de generar unas leyes fundamentales del régimen se pararon, y lo único que se logró fue una Ley de Sucesión por la que el régimen se calificaba como reino. Eso no implicaba en absoluto una reposición del rey y mucho menos del infante don Juan de Borbón. Así que Franco no había dado una solución favorable ni a los falangistas ni a los monárquicos, pero había establecido un sistema que podía ofrecer expectativas tanto a unos como a otros, sin olvidar a los militares, sobre los que sin duda recaería cualquier regencia.

En realidad, Franco siempre pensó en mantener a Muñoz Grandes a su lado, porque era el regente perfecto. Dominaría el ejército y garantizaría el papel de árbitro frente a todos los actores porque podría heredar el liderazgo de la Falange. Lo que había logrado construir Franco, podía ser transferido a otro actor. Pero lo que los grandes del régimen no podía soportar era no la miseria de las clases bajas, sino el estancamiento en un momento en que la destruida Alemania estaba creciendo de un modo intenso. Eso no gustaba a su popolo grasso que veía que perdía oportunidades. Además, ahora nadie podría ignorar que todo dependía de la ayuda exterior. A quien se le brindaba, prosperaba. España había sido excluida del Plan Marshall, vetada por Trumann en 1948, cierto que antes de que la URRS se hiciera con la bomba atómica, de que China organizara su nuevo régimen en 1949 y de que estallara la guerra de Korea en 1950. Así que Franco aparecía como un obstáculo insuperable para recibir la ayuda y para el progreso económico español. Por supuesto, eso había ocurrido en rigor desde la propia guerra, pero ahora existían comparativos inequívocos. Mientras Europa despuntaba, nadie podía ocultar la diferencia con una España que seguía atascada en una vida cotidiana atravesada por la miseria. Entonces se empezó a acariciar que el tiempo de la crueldad y de la injusticia debía acabar y que debía empezar el tiempo de los favores a los grandes, con la esperanza de que los restos de los beneficios llegaran al pueblo menor.

Franco tardó mucho tiempo en plegarse a este cambio de mirada. Por ahora su objetivo era ganarse la benevolencia del Vaticano, como la punta de lanza para abrir la situación internacional, con la esperanza de lograr acercarsea los Estados Unidos. Para ello Franco integró en su gobierno a caras más suaves. Una vez que en 1950 la ONU aprobó el envío de embajadores a España, Franco nombró nuevo gobierno en julio de 1951, en el que mantuvo a Martín Artajo en Exteriores, convirtió a Carrero en ministro y elevó a Ruiz Giménez a la cartera de Educación. Esto no mejoraba el nivel de vida económico, que seguía por los suelos. Este largo ministerio, que se mantuvo hasta 1957, constituye una etapa de transición en la política interior y una época decisiva en la exterior. Entonces se configuraron los acuerdos con USA y sus contrapartidas económicas. Franco, por este tiempo, dejaba claro que no abriría la mano política bajo ningún concepto por lo menos en una década. Esa voluntad ofreció a este gobierno su esterilidad característica.

Para 1951 la huelga de Barcelona por la subida del precio del tranvía mostraba que la realidad estaba allí. A ella siguió la huelga de la industria vasca de abril de ese año. Muchos falangistas se unían a sindicalistas católicos para organizar estas huelgas. Y sin embargo, el gobierno llamado liberal de 1951 era el que más militares integraba. Aquel tiempo no fue de apertura. Eso se ha dicho después porque acabó en dimisiones y porque los intelectuales que lo integraron forjaron un aura posterior. En aquel tiempo era un gobierno puro de franquistas, que en realidad no llevaban entre manos nada importante, salvo la cuestión que se movía entre bambalinas, los problemas diplomáticos con la Santa Sede y con los Estados Unidos, lo único que realmente le interesaba a Franco. La educación, y sobre todo la Universidad, era un fastidio y concernía al orden público. La prensa seguía en manos de un falangista duro como Arias Salgado, la justicia la dirigía un carlista, Iturmendi; la Falange, un histórico como Fernández Cuesta y el Ministerio de Trabajo estaba en las manos del eterno Girón. Ruiz Giménez entró en el gabinete porque era a la vez de la ANCP y falangista, y porque Castiella no quería ese ministerio. Como tal, el hasta ahora embajador del Vaticano no representaba apertura alguna y se rodeó de sus viejos camaradas falangistas como rectores en Universidades importantes. Aunque algunos ministerios mejoraron un tanto su nivel técnico, como Agricultura y Comercio, la idea de autarquía como clave de la política interior seguía dominando los ánimos, como se comprueba cuando vemos a Suanzes plenamente activo en el INI.

En realidad, fue un gobierno que presidió el lento tiempo de la degeneración económica del Régimen, como se vio por su final. Todos los problemas sociales se endurecieron y se agravaron. El motivo fue la falsa idea de Franco de que, si contaba con el beneplácito de los Estados Unidos y con el reconocimiento de la Santa Sede, todos sus problemas estaban resueltos y se podía entregar al tiempo histórico lento, tranquilo y normal, aplicando las viejas recetas del viejo dictador Primo de Rivera, el modelo al que se atuvo hasta el plan de Estabilización de 1959. Con el proteccionismo agrario, financiero e industrial, y con las ayudas de los americanos por las bases, Franco pensaba que podía entregarse sencillamente a la inercia histórica del régimen. No se daba cuenta del volcán social que crecía bajo sus pies.

El encaje interior, como veremos, no era fácil. Mantener a la vez la alianza con la Iglesia católica y los Estados Unidos resultaba por el momento complicado. El cardenal Segura, arzobispo de Sevilla, la voz más antifranquista de la Iglesia, acusó a Franco de querer vender el catolicismo español por una ridícula ayuda americana. No eran los tiempos todavía en los que la Iglesia se adhiriese a la democracia y los derechos humanos, lo que sólo ocurrió con el Vaticano II. Una carta furibunda de Segura contra los protestantes acabó en un intento de incendiar la iglesia evangélica sevillana. Truman mostró su desprecio a Franco durante meses. Al acuerdo con los Estados Unidos y con el Vaticano se oponía la Falange, que seguía teniendo poder en ministerios claves, como el de Trabajo. Con los falangistas al frente de ese elemento central de la economía, nadie podía sentirse seguro respecto de una política económica clara. El proteccionismo, por lo demás, la condicionaba de forma severa.

Así las cosas se tenía que ser muy selectivo para no romper los equilibrios internos. Finalmente, los militares americanos impusieron sus intereses y puntos de vista, pero los banqueros que iban detrás no se fiaban del todo del régimen. La Falange comenzó a ser una china en el zapato. Franco sin embargo no lo veía claro y seguía predicando la ideología de la soberanía e independencia económica de la autarquía. Así que pensaba que su política proteccionista sería suficiente para conceder el margen de actuación a cada grupo. Cuando Einsenhower ganó las elecciones en 1953, los militares impusieron su lógica, pero la economía tenía la suya propia. Los primeros se entendieron directamente con Franco que daba órdenes a su general Juan Vigón. Los segundos necesitan acuerdos más profundos de confianza política, gente de quien fiarse. Eso implicaba un cambio de elites en las alturas del régimen…

Notas

[1] El príncipe, 61.

[2] El Príncipe, IX, 65]

 

Cartel de propaganda del referendum para la aprobación de la Ley Orgánica del Estado (1966)(foto: Fundación Sabino Arana)

Índice

Prefacio

Primera parte. PRÍNCIPE NUEVO

1. Condotiero
La falta
Padre Ejército, madre África
Crueldad, flexibilidad y reputación

2. El condotiero prepara su guerra
El rostro del enemigo
Azaña desobedece a Maquiavelo
La forja de un anticomunista

3. De condotiero a príncipe nuevo
Un golpe de Estado de nuevo estilo
El hombre de Roma y Berlín
Investidura soberana

4. Los trabajos del príncipe nuevo
Destruir la materia de la nación republicana
El almogávar como tipo humano

5. Amasar la nueva nación
Materia viva degenerada
Segundo tipo humano: el falangista
Guernica

6. El ungido y la redención
Doble juego
El doble cuerpo del rey
Pompa y circunstancia

7. Baile de disfraces. Franco en la Guerra Mundial
Funámbulo entre las bombas
Miseria en la tierra, gloria en el cielo
Un jugador de mus en la tormenta
La hora decisiva
Raza dirigente: hidalgos

8. En la Numancia sitiada
La diferencia dentro/fuera
El nuevo centauro
Un enemigo menor

9. La forma de la nación
Falange y Estado
Fuero de los Españoles
Tradición protegida por el Caudillo

10. Plebiscito
Código de decencia
«Españoles todos»
Ley de Sucesión

11. Una constitución material inviable
Autarquía
El INI arranca
Contrarreforma agraria

Segunda parte. REVOLUCIÓN PASIVA

12. Hacia un principado civil
Unas palabras sobre Gramsci
Otras palabras sobre Maquiavelo
Román Perpiñá

13. Imitar el esquema europeo
Derecho administrativo y revolución pendiente
López Rodó
El príncipe decide ser civil
Hombres nuevos
Realojamiento de la Falange
Violencia subyacente

14. Las buenas leyes económicas
Mariano Navarro Rubio
Reforma fiscal
Resistencia al Plan de Estabilización
Comienza la revolución pasiva

15. Los límites políticos y culturales de la revolución pasiva
Relajar la opresión, impedir la emancipación
Beneficio comunicativo
Producción de esperanza
Sin hombres eminentes

16. Desarrollo económico a la vista
Franco escamado
Mater et magistra
Política de oposición y realidad social
Por fin, el desarrollo

17. Cultura: esquizofrenia y consuelo
Fraga
La irrupción del nihilismo
Noche de San Juan
Cultura popular y casticismo

18. Príncipe de la paz
Dilemas a los veinticinco años de una dictadura
Tierra irredenta
Franco reina, pero no gobierna
Transfiguración con nubarrones
El Régimen pierde la Universidad

19. Berlangalandia
Humor
Matraca entre Girón y Fraga
Católicos y comunistas

20. Referéndum, estancamiento y bloqueo
El gran timonel en calma chicha
Tristeza posrreferéndum
Dos príncipes
Carrillo y el futuro de España

21. Se prepara la batalla final
Relojes dalinianos
La historia echa a andar
Pasado futuro
La bomba

22. Paz y guerra en las trincheras del Régimen
La gallina ciega
El proceso de Burgos
Departamento de movilizaciones
Batalla en el Consejo del Reino
Continúa el drama shakesperiano
Una conversación en Estocolmo

23. Hacia la paz perpetua
Se presiente una muerte
Bajo el volcán
Violencia o claveles
Política tras las bambalinas
Muerte entre las flores
El Valle de los Caídos

Epílogo. La conclusión de la revolución pasiva
Maquiavelo escribe el guion
Se prepara la representación
Se representa la obra
El público extasiado
Final de función
¿Cuánto duran las revoluciones pasivas?

Jose Luis Villacañas Berlanga. La revolución pasiva de Franco. Las entrañas del Franquismo y de la Transición. HarperCollins Ibérica, Barcelona, 2022

 

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Franco saluda a la concentración organizada en apoyo del régimen en la Plaza de Oriente de Madrid el 17 de diciembre de 1970 (foto: Olegario Pérez de Castro/Efe)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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1 COMENTARIO

  1. Copio lo que he escrito en Facebook; «Es un libro interesante por lo que llevo leído, unas cien páginas, pero le he encontrado algunos errores de cariz histórico que me parecen poco comprensibles como el hecho de poner a Gil Robles como ministro de la guerra cuando lo de octubre de 1934. Pero creo que su apreciación sobre la figura de Franco en general es bastante acertada.»

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