Adam Tooze
Historiador. Autor de uno de los libros más importantes sobre la crisis del 2008, “Crash: Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo” (Crítica, 2018)
“El predominio del hombre sobre la naturaleza ha desatado el brote de coronavirus. La pandemia nos está obligando a repensar cómo manejar nuestro mundo en red”
Cada abril, Washington DC es la sede de las reuniones de primavera del FMI y el Banco Mundial. Pero el mes pasado, la directora general del FMI, Kristalina Georgieva, se dirigió a sus colegas por vídeo-conferencia. El mundo se enfrentaba, declaró, a “una crisis como ninguna otra». Por primera vez – desde que se tienen registros – toda la economía mundial se está contrayendo, tanto en los países ricos como en los pobres.
Pero no es sólo el impacto inmediato lo que hace que esta crisis económica no tenga precedentes. Es su génesis. No estamos en 2008, cuando la crisis se desencadenó por el colapso de la banca del Atlántico Norte. Tampoco es la década de 1930, cuando el terremoto financiero se originó por las fallas tectónicas que dejó la primera guerra mundial.
La emergencia económica de Covid-19 en 2020 es el resultado de un esfuerzo global para contener una enfermedad desconocida y letal. Y es a la vez una sorprendente demostración del poder colectivo que tenemos para detener la economía y también es un impactante recordatorio de que nuestro control de la naturaleza, sobre la que descansa la vida moderna, es más frágil de lo que nos gustaría pensar. Lo que estamos viviendo es la primera crisis económica del Antropoceno.
Esta es la época en la que el impacto de la humanidad sobre la naturaleza ha vuelto a soplar sobre nosotros de manera impredecible y desastrosa. La gran aceleración que definió el Antropoceno puede haber comenzado en 1945, pero en 2020 nos enfrentamos a la primera crisis en la que el retroceso desestabiliza toda la economía.
Es un recordatorio de lo abarcador e inmediato que es este desafío. Mientras que la línea de tiempo de la emergencia climática tiende a medirse en años, el Covid-19 dio la vuelta al mundo en cuestión de semanas. Y la conmoción es profunda. Al cuestionar nuestro dominio sobre la vida y la muerte, la enfermedad sacude la base psicológica de nuestro orden social y económico. Plantea cuestiones fundamentales sobre las prioridades; trastorna los términos del debate. Ni en los años 30 ni después de 2008 se cuestionó que fuera correcto hacer que la gente volviera a trabajar.
Subrayar el carácter inédito de la conmoción de Covid-19 no significa que los problemas expuestos por la crisis financiera de 2008 no estén todavía entre nosotros. Cuando la pandemia surgió en marzo de 2020, la fragilidad de los mercados financieros era demasiado evidente. Si a los confinamientos sigue una recesión prolongada, como es más que probable, los bancos sufrirán graves daños. El hecho que se insista en la singularidad de la crisis del Covid tampoco implica que las tensiones geopolíticas entre China y los Estados Unidos no tengan importancia. Sí que importan. El conflicto chino-americano pone en duda el futuro de la economía mundial, y esto es aún más alarmante a medida que las tensiones sobre la política por el virus aumentan cada día.
Pero el punto crucial es que la estabilidad financiera y geopolítica están ahora entrelazadas con un desafío antropológico. Como lo ha dicho el presidente francés Emmanuel Macron: lo que está en juego es el equilibrio entre la actividad económica y la muerte. Una mutación fortuita en la olla a presión ambiental que ha puesto en peligro toda nuestra capacidad de realizar nuestras actividades cotidianas. Es una versión maligna del efecto mariposa. Llámalo si quiere efecto murciélago.
A medida que ha circulado por el mundo, el Covid-19 ha desordenado la línea de tiempo del progreso. Hospitales sofisticados en China, Italia y EEUU se han visto reducidos por una desesperación impotente y caótica. Las enfermeras de Nueva York recurrieron a envolverse en bolsas de basura. Las mascarillas se fabricaban a mano en máquinas de coser. Apilamos los muertos en camiones frigoríficos.
Tenemos que enfrentarnos a la posibilidad de que hemos estado viviendo en un intervalo histórico encantado. En el siglo que ha transcurrido desde la gripe española (de 1918-1919) al auge entrelazado de la globalización y los estados de bienestar nacionales tuvo lugar en un contexto de enfermedades relativamente benignas. Gracias a la mejora de la nutrición, la sanidad, la vivienda, la salud pública, la farmacología y la medicina de alta tecnología, hemos vivido un notable progreso en la esperanza de vida de los seres humano.
La derrota de la viruela en 1977 fue emblemática. La sensación de que las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado, hizo que nos creyéramos protegidos. Con el Covid-19 el costo de esa protección ha subido mucho.
En una horrible guerra especulativa, las economías avanzadas se encuentran de repente enfrentando el tipo de dilema al que habitualmente se enfrentan los países pobres. No tenemos las herramientas. En el mundo pobre, el resultado cotidiano es que los niños se atrofian y las familias se arruinen. Millones de personas mueren por falta de tratamiento. El Covid-19 ha llevado una muestra de esta tragedia al mundo rico.
No podemos decir que no fuimos advertidos. Desde el famoso informe de “Los límites del Crecimiento” del Club de Roma en 1972, los expertos han estado recalcando que las fuerzas naturales podrían interrumpir el camino triunfal del crecimiento económico.
Tras las crisis del petróleo de los años 70, el agotamiento de los recursos fue una gran preocupación. En el decenio de 1980 la crisis climática tomó el relevo. Pero en ese mismo momento, la conmoción del VIH/SIDA provocó la toma de conciencia de un tipo de retroceso diferente: la amenaza de «enfermedades infecciosas emergentes», específicamente las generadas por la mutación zoonótica.
A partir de una famosa conferencia en la Universidad de Rockefeller en 1989, se ha argumentado una y otra vez que esto no es una coincidencia. Es el resultado de la implacable incorporación de la vida animal en nuestra cadena alimentaria por parte de la humanidad. El VIH / SIDA, el Sars, la gripe aviar, la gripe porcina y el Mers podrían atribuirse a ese peligroso apetito. Como la crisis climática, las epidemias no son meros accidentes de la naturaleza. Tienen impulsores antropogénicos.
Las implicaciones de este análisis son radicales. Pero los médicos y epidemiólogos que lo hacen no son revolucionarios. Lo que han pedido insistentemente es una infraestructura de salud pública mundial acorde con los riesgos que conlleva la globalización.
Si vamos a mantener enormes reservas de animales domésticos y a adentrarnos cada vez más en las últimas reservas de fauna silvestre que quedan, si vamos a concentrarnos en ciudades gigantes y a viajar en cantidades cada vez mayores, esto sin lugar a dudas, conlleva serios riesgos virales.
Si queremos evitar los desastres debemos invertir en investigación, vigilancia, salud pública básica, en la producción y almacenamiento de vacunas y en equipos esenciales para nuestros hospitales. Por supuesto, eso requeriría una considerable coordinación política e inversiones. Pero siempre ha estado claro que la recompensa sería enorme. La pandemia de gripe de 1918, que se cree que mató a 50 millones de personas, pone el listón muy alto. Cuando una pandemia estalla y tiene que ser contenida por una cuarentena, es obvio que los costos ascenderán a billones de dólares.
Con la crisis climática sabemos lo que se interpone en el camino de una reacción adecuada. Los combustibles fósiles son esenciales para nuestra forma de vida. Poderosos intereses comerciales tienen un gran interés en la negación del cambio climático. Los intereses estratégicos de los EEUU, Arabia Saudita y Rusia están todos invertidos en el petróleo. La des-carbonización es cara, técnicamente complicada y los beneficios son difusos y a largo plazo.
En lo que respecta a la política sanitaria mundial, existen rivalidades burocráticas entre los diferentes organismos nacionales y mundiales. Hay diferencias de enfoque entre los expertos en la seguridad sanitaria mundial y los biomédicos humanitarios. La industria farmacéutica no invertirá en medicamentos a menos que vea un beneficio. Los hospitales conscientes de los costos quieren minimizar el gasto en camas.
Pero todo esto parece poca cosa comparado con los riesgos que implica. Mientras que se puede decir razonablemente que estructuras gigantes como el capitalismo y la geopolítica se interponen en el camino de abordar la crisis climática, no ocurre lo mismo con el Covid-19. El costo de vacunar al mundo entero se estima en alrededor de 20 mil millones de dólares. Eso equivale a unas dos horas de PIB mundial, una fracción diminuta de los billones que está costando la crisis.
El hecho de que se permitiera que este virus se convirtiera en una crisis global no se explica en términos de los masivos intereses opuestos. Es ante todo un fracaso de los gobiernos. Debido a que es relativamente barato y la escala del riesgo es enorme, los principales países occidentales deberían haber estado preparados para enfrentarse a una pandemia. No ocurrió así, pero China, Corea del Sur, Taiwán y Alemania lo han logrado. Tener buenos planes y hacer las cosas básicas de manera correcta resulta ser importante.
Abordar la crisis climática plantea el desalentador reto de ralentizar todo el sistema. Lo que Covid-19 enseña es que no es sólo el panorama general lo que importa. Nuestro sistema global está tan estrechamente unido que pequeños fallos de gobernanza –en unos pocos nodos cruciales- pueden afectar a todos los habitantes del planeta.
Lo notable del Covid-19 es que nos trae los riesgos del Antropoceno a cada uno de nosotros individualmente. Los cierres no han sido simplemente una medida gubernamental de arriba abajo. Ha sido la propia gente la que ha decidido en masa su propia respuesta a la amenaza, a menudo por delante de sus gobiernos.
Esto se reflejó más dramáticamente en los mercados financieros, que comenzaron una carrera mundial hacia la seguridad. Fue lo que impulsó primero a los bancos centrales y luego a los parlamentos y gobiernos a actuar. Resulta que somos capaces de detener la economía mundial. Pero ahora nos enfrentamos a la impresionante responsabilidad de reabrirla .
La señora Georgieva tiene razón cuando afirma que esta es una crisis como ninguna otra, pero también lo es el problema de la reapertura. Las apuestas no podrían ser más altas. Por un lado están los enormes riesgos médicos; por otro lado está la desastrosa crisis económica. ¿Cómo podemos lograr el equilibrio?
Es tentador rechazar esta elección como imposible o falsa. En circunstancias normales, los poderes deciden rutinariamente entre la vida y la muerte. Incluso en las sociedades más prósperas, cada día se toman decisiones motivadas por razones financieras que resuelven las posibilidades de muerte por accidentes laborales, contaminación, accidentes automovilísticos, financiación de hospitales, adquisición de medicamentos y seguros de salud.
Pero nunca antes se había planteado la cuestión en términos tan directos para naciones enteras. El resultado es previsiblemente divisorio. Los Estados Unidos están actualmente embarcados en un conflicto abierto –con estados republicanos del sur como Georgia que sigue sin respetar el confinamiento a pesar de pruebas inadecuadas o sin respaldo médico.
Incitados por el propio presidente, milicias armadas ocuparon el capitolio del estado de Michigan exigiendo la «liberación» del confinamiento. Mientras tanto, Angela Merkel repite el papel de Alemania en la crisis de la eurozona tratando de ahogar cualquier discusión. No es el momento de «orgías de debate por la reapertura de la economía», insiste. El «no hay alternativa» de Margaret Thatcher está una vez más, a la orden del día. El proyectil mágico sería una solución médica –pruebas de anticuerpos, tratamientos efectivos, una vacuna. Pero costó cinco años desarrollar una vacuna para el Ébola, y aunque ahora se están dedicando muchos más recursos este es el gran problema. Todavía no hemos desarrollado con éxito una vacuna contra un virus como el COVID 19. En realidad estamos apostando a producir un «milagro científico». En el mejor de los casos, si se desarrolla una vacuna en 2021, no podremos escapar a la lógica de “la sociedad del riesgo”. Ahora sabemos lo que este tipo de amenaza puede hacer. Sabemos que perdimos una gran parte del año 2020. ¿Cómo seguir adelante?
La solución obvia es hacer las inversiones en salud pública mundial que los expertos han estado pidiendo desde los años 90. Habrá obstáculos políticos y comerciales que superar. China y los Estados Unidos están en desacuerdo y parecen decididos a politizar la pandemia.
Además de esto, el enorme costo financiero de la crisis se cernirá sobre nosotros. Es probable que las ingentes deudas alienten a hablar de austeridad. Desde los años noventa, las políticas económicas centradas en el mercado han debilitado los sistemas de salud en todo el mundo. En última instancia, la política será decisiva, y los últimos seis meses han traído aplastantes derrotas para la izquierda a ambos lados del Atlántico. El tenor político predominante de la crisis, hasta ahora, ha sido conservador y nacionalista.
Frente a la crisis, Jair Bolsonaro y Donald Trump han tenido actitudes ridículas. Pero expresan un profundo deseo de negar el significado del shock pandémico. ¿Quién no preferiría pensar que se trata simplemente de la gripe? Dada esta tentación, de lo que debemos protegernos es de la alternativa blanda.
El Covid-19, al igual que los huracanes y los devastadores incendios de 2019, será descartado como un fenómeno de la naturaleza. Eso puede resultar reconfortante. Será bueno para el negocio a corto plazo de las finanzas. Pero nos dejará indemnes para la próxima crisis. Si es cierto que el Covid-19 es una crisis como ninguna otra, lo que hay que temer es lo que está por venir.
Fuente: (The Guardian, 7 de mayo de 2020). Traducción, corregida, de Observatorio de la crisis, 13 de mayo de 2020.
Portada: Varias personas con mascarilla caminan por el distrito financiero La Défense, en París. Foto: Gonzalo Fuentes/Reuters (El País)
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
(*) El Antropoceno -término acuñado en el año 2000 por el ganador del Premio Nobel Paul Crutzen– es la época geológica propuesta por parte de la comunidad científica para suceder o remplazar al denominado Holoceno, la época actual del período Cuaternario en la historia terrestre, debido al significativo impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres. No hay un acuerdo común respecto a la fecha precisa de su comienzo; algunos lo consideran junto con el inicio de la Revolución Industrial (a finales del siglo XVIII), mientras que otros investigadores remontan su inicio al comienzo de la agricultura, solapando enteramente al Holoceno (Wikipedia).
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