La pandemia de gripe de 1918-1919, que atacaba principalmente el aparato respiratorio, fue una de las epidemias más devastadoras de las que tenemos constancia. La cifra exacta es imposible de calcular pero se estima que el virus mató a más de 50 millones de personas, alrededor de un 2,7 por ciento de la población mundial (aquí o aquí; algunas estimaciones llegan hasta los 100 millones). Aunque el tópico de que hay que aprender de la historia está muy manido, la situación de emergencia en la que nos encontramos aconseja que no sólo nos fijemos en lo que ha pasado o está pasando en otros países, sino que miremos también a otros episodios en los que ya hemos pasado por circunstancias similares. (F. Bertrán, La gripe española de 1918). La ventaja que ofrece el artículo de Borja de Riquer, entre otras, es que rescata también uno de los tantos episodios de cólera que asoló a la España del siglo XIX, en un momento en que se estaba ‘desangrando’ ya por la emigración a América, e incorpora las  variables políticas y sociales que dan sentido al análisis demográfico. Conversación sobre la Historia.


 

En la historia española del último siglo y medio, sólo hay tres años en el que las defunciones fueron superiores a los nacimientos: 1885, 1918 y 1939. El primer año fue el del estallido de la última gran pandemia de cólera; en 1918, el de la gripe mal llamada ‘española’; y en 1939, el de la Guerra Civil, un caso totalmente diferente de los anteriores. El historiador Borja de Riquer analiza qué papel jugaron las autoridades, el sistema sanitario y los gobiernos en la gestión de las dos pandemias más letales de la historia contemporánea de España y Cataluña

 

Borja de Riquer
Universitat Autònoma de Barcelona

 

1885: la última gran pandemia de cólera

Las olas pandémicas de cólera del siglo XIX fueron extremadamente graves en toda Europa, hasta convertirse en el más peligroso azote para las clases populares, siempre las más afectadas. El cólera era, con diferencia, la peor de las muchas enfermedades infecciosas existentes, mucho más que el tifus o la fiebre amarilla, porque provocaba una mortalidad muy alta, por encima del 30% de los afectados. La última gran pandemia de cólera llegó a España a principios de 1885 y afectó a unas 450.000 personas, de las que murieron un 35%, unas 150.000. Un año antes, en junio de 1884, ya se tenía noticia de que había cólera en el sur de Francia, en la zona de Tolón y Marsella, y por eso se empezaron a tomar algunas medidas preventivas en el puerto de Barcelona, ​​como el control de los barcos que venían de Francia. En mayo de 1885, a pesar de que había noticias de casos de cólera en Valencia y Murcia, el gobierno que presidía el conservador Antonio Cánovas del Castillo no se decidió a proclamar la existencia de la epidemia porque la poderosa Unión Mercantil de Madrid, la corporación patronal más importante de la ciudad, negaba que hubiera peligro y se resistía a aceptar la adopción de medidas preventivas durante las fiestas de San Isidro. El líder de la oposición, el liberal Práxedes Mateo Sagasta, aprovechó el tema para atacar el gobierno Cánovas, y dijo tajantemente que no había ningún peligro de cólera en Madrid. La Unión Mercantil incluso forzó una huelga de comerciantes en Madrid en contra del gobierno de Cánovas porque el 22 de junio había publicado una real orden de declaración del cólera en toda España. El ministro de la Gobernación, Francisco Romero Robledo, que dictó entonces medidas sanitarias sobre el aislamiento de los afectados, que no fueron muy seguidas y que servían de poco, presentó la dimisión y fue sustituido por Fernández Villaverde.

Fuente: ventadelmoro.org/historia/comarca/El_colera_en_Requena

En Barcelona, ​​el cólera apareció en julio y el 3 de agosto se creó la Junta de Auxilios Municipal, integrada por todas las autoridades -alcalde, obispo, gobernador civil, presidentes de entidades, etc.- pero sin la presencia de ningún médico. En aquellos momentos la epidemia ya se había extendido por toda Cataluña y la gente más acomodada abandonaba las ciudades mientras la Guardia Civil y el ejército dificultaban que las clases populares salieran de sus barrios.

Los servicios sanitarios municipales de Barcelona ordenaron el aislamiento de las casas donde había enfermos de cólera y habilitaron provisionalmente un hospital para los afectados en Hostafrancs, en el lugar llamado la Vinyeta. Ante el creciente número de enfermos también se habilitó el Hospital del Sagrado Corazón, algunos edificios del Ensanche y la nueva Casa de Maternidad de las Cortes, aunque a medio construir. Ya en el mes de agosto el número de internados en estos hospitales superaba los 3.000. La Junta de Auxilios Municipal se dedicó básicamente a organizar oraciones y procesiones y abrir una suscripción pública para recoger dinero para atender las necesidades de las clases trabajadoras, muy afectadas por el cierre de las fábricas, los talleres y los comercios. Se crearon juntas de distrito y de barrio para distribuir víveres y se organizaron cocinas económicas municipales en diferentes zonas de la ciudad para repartir comida entre los más necesitados.

Ahora bien, el día 13 de agosto de 1885 se produjo el famoso incidente de la ocupación de las islas Carolinas, unas colonias españolas del Pacífico, por la marina alemana. Desde entonces, la mayoría de la prensa española dejó de informar del cólera y sólo hablaba de este incidente con vehemencia y hacía llamadas a participar en las manifestaciones patrióticas de protesta. La convocada en Madrid por la Unión Mercantil provocó un grave incidente diplomático, ya que se intentó asaltar la embajada alemana. La prensa de Barcelona también se llenó de alocuciones patrióticas y de llamadas a manifestarse en protesta. Todo esto sirvió para ocultar la existencia de la epidemia, de los efectos de la cual se dejó de informar.

Alfonso XII visita enfermos del cólera en Aranjuez, agosto de 1885 (obra de José Bermudo Mateos, 1887)

En Madrid el 14 de octubre se celebró un Te Deum para dar gracias por la desaparición del cólera en España, cuando aún había brotes en Sant Boi de Llobregat. En Barcelona, ​​hasta el 30 de octubre no se declaró oficialmente el fin de la epidemia y se ordenó el cierre del hospital de la Vinyeta. El 1 de noviembre se celebró un tedeum en la catedral por el alma de los muertos. Días después, el 25 noviembre, murió el rey Alfonso XII. Este hecho y la crisis política consiguiente, con el famoso Pacto del Pardo entre Cánovas y Sagasta, hizo que la epidemia desapareciera de la prensa. El País Valenciano fue la zona más afectada de España por esta pandemia: 75.750 casos que provocaron la muerte de 33.681 personas, el 45% de los afectados. En Cataluña la incidencia fue menor: 20.677 casos con 7.303 víctimas, un 35% de los afectados. En la ciudad de Barcelona, ​​que tenía unos 345.000 habitantes, unas 4.000 personas enfermaron de cólera, y murieron, según el Ayuntamiento, 1.366, el 34%. Había, sin embargo, una apreciable diferencia por sexos, ya que dos tercios de las víctimas eran mujeres. Respecto a la edad de los muertos, la mayoría, un 55%, eran jóvenes y adultos que tenían entre 13 y 40 años. Además, se observan grandes diferencias no sólo por sexo y edad, sino también por el barrio donde residían las víctimas, una muestra evidente de la creciente segregación socioeconómica. Los barrios populares, insalubres y de gran densidad de población, como la Barceloneta, Hostafrancs y el Hospital en el Raval, donde predominaban las viviendas pequeñas y poco higiénicas y se hacía un gran uso de agua de pozos, fue donde hubo más casos de cólera y donde la mortalidad fue más alta, un 50%. En cambio, en los barrios acomodados, como el de la Concepción, a la derecha del Eixample, la incidencia fue menor y la mortalidad muy inferior, sólo el 20% de los infectados. El cólera se convertía en un claro indicador de las grandes diferencias sociales y de los déficits higiénicos y sanitarios existentes en ciudades como Barcelona.

La mal llamada «gripe española» (1918-1920)

Esta fue una pandemia mundial iniciada en Estados Unidos y contagiada a Europa en guerra por los soldados estadounidenses a comienzos de 1918. Dado que España era entonces uno de los pocos países donde se informó de la existencia de esta enfermedad, porque la censura militar prohibía hablar en los países beligerantes, se le otorgó erróneamente el calificativo de española creyendo que era aquí donde se habría iniciado. En España parece que la gripe se difundió por los soldados portugueses que volvían en tren a su país con permiso. Lo indica el hecho de que la localidad castellana de Medina del Campo, el principal lugar de transbordo de tren de los soldados portugueses, fue la localidad española más afectada por la gripe: un 80% de su población la sufrió. La primera ola de gripe, que afectó sobre todo a Madrid y las dos Castillas, tuvo lugar en los meses de abril, mayo y junio de 1918. Se extendió mucho en Madrid porque las autoridades se negaron a prohibir las fiestas de San Isidro y cerrar los centros escolares y los mercados. Se calcula que se contaminó más del 40% de la población y que murieron, sólo en Madrid, unas 10.000 personas en tres meses. Los pocos hospitales existentes quedaron colapsados ​​por la gran capacidad de contagio de la enfermedad y por el desconocimiento médico sobre cómo tratarla, pero la mayoría de las defunciones fueron en los domicilios particulares.

Pradera de San Isidro durante las fiestas de 1918 (foto: archivo de ABC)

La segunda ola tuvo lugar durante el otoño-invierno de 1918-1919. La gripe se extendió por toda España y afectó a Cataluña duramente. Ahora bien, como que entonces ya había censura de prensa en España, porque el gobierno Maura había declarado el estado de guerra, la información que se dio de la epidemia fue muy escasa y siempre controlada. La tercera ola de gripe tuvo lugar el invierno de 1919-1920 y fue la más leve. Los estudios demográficos más serios cifran la población afectada en un mínimo de 8 millones de personas, el 40% de la población española, y las víctimas en unas 260.000 en el período 1918 a 1920. Esta gripe provocó una espectacular caída de la esperanza de vida en España: en 1916 era de 44 años y bajó a 30 años en 1918. La gripe afectó sobre todo a zonas urbanas, las ciudades más grandes, donde había más posibilidades de contagio. El rebrote de 1920 provocó unas 20.000 muertes y afectó especialmente a los niños de 1 a 4 años. Por sexos, a diferencia de lo que ocurrió con el cólera, la proporción de las víctimas de la gripe fue similar.

Se ha hablado muy poco de que, cuando se produjo la epidemia, mandaba en España el gobierno nacional presidido por Antonio Maura, constituido el 21 de marzo de 1918, del que Francesc Cambó era ministro de Fomento. Cabe decir que las directivas dadas por el gobierno, básicamente por el ministro de la Gobernación, José García Prieto, fueron tardías, y sólo consistieron en prohibiciones y cierres de centros de reunión y consejos muy poco efectivos.

El débil García Prieto no osó prohibir las fiestas de San Isidro en Madrid. Parece mentira, pero en aquellos momentos la mayoría de la prensa daba más importancia a la grave carestía de la vida, que provocaba huelgas y motines populares, que a la gripe. Durante los meses de agosto y septiembre de 1918 se produjeron disturbios populares en Galicia, Extremadura, Valencia, Navarra y Andalucía, y el gobierno lo aprovechó para declarar el estado de guerra en toda España. Esto suponía imponer una dura censura de prensa y controlar, por lo tanto, las informaciones sobre el alcance de la pandemia. Fue también entonces, el 31 de agosto, cuando se creó un nuevo ministerio, el de Abastos, para luchar contra la carestía de la vida, del que fue nombrado titular el catalanista Juan Ventosa i Calvell.

Reconocimiento y desinfección de los viajeros del ferrocarril a su llegada a Valladolid (foto: El Norte de Castilla)

La gripe se generalizó tanto que afectó al mismo Alfonso XIII, a finales de septiembre y principios de octubre del 1918, cuando el monarca estaba en San Sebastián. Su enfermedad coincidió con la primera crisis del gobierno nacional, con la dimisión de Santiago Alba, que tuvo que retrasarse unos días debido al estado de salud del monarca. Poco a poco los graves efectos de la gripe dejaron de ser noticia en la prensa española, y mucho más ante todo lo que significaba informar sobradamente del fin de la Gran Guerra (11 de noviembre), de la campaña autonomista catalana (diciembre), con la presentación en las Cortes del primer proyecto de Estatuto de Autonomía (enero de 1919), y después con el inicio de la huelga de la Canadiense (21 de febrero de 1919).

Se calcula que la gripe afectó en  Cataluña a unas 800.000 personas y que provocó entre 25.000 y 30.000 muertos. Sólo en la provincia de Barcelona, ​​en 1918 el incremento de las defunciones fue de un 60% respecto a los años anteriores, y se calcula que la gripe causó unas 12.000 víctimas. En la ciudad de Barcelona el peor momento fue a comienzos del mes de octubre de 1918, cuando se registraron más de 350 defunciones diarias debido a la pandemia. Ante el desbordamiento de los servicios funerarios municipales se creó una brigada especial de recogida de cadáveres en las casas -dos tercios de las muertes fueron domiciliarias-, se habilitó un gran depósito de ataúdes en la carretera de Can Tunis y de allí en camiones se llevaban en el Cementerio Nuevo de Montjuïc, donde se reforzaron los equipos de enterradores.

Velatorio de la hija del boticario de Valdecarros (Salamanca) fallecida por la gripe en 1918 (foto: colección María Teresa Gómez Miguel/ICAL)

Sólo los ayuntamientos, porque estaban en la primera línea del combate contra la gripe, dictaron medidas profilácticas que se consideraron efectivas. De todas formas, algunas de las recomendaciones que entonces se dieron hoy nos pueden parecer pintorescas, como la que hizo el alcalde de Sabadell, el 8 de octubre del 1918, cuando entre una larga lista de remedios para » prevenir la grippe » aconsejaba » tomar agua de tomillo y de eucalipto «y,» en caso de tener fiebre, hacerse friegas con lavanda espirituosa. Tradicionales remedios caseros que reflejaban lamentablemente los limitados conocimientos médicos que se tenían.

 

Salud pública, médicos y políticos

La gran mortalidad de estas pandemias es una muestra clara de que durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX el nivel de vida y de salud de los españoles era muy inferior al de los países vecinos, y bastante similar al de los Balcanes, como lo evidencia la altísima mortalidad infantil: en 1860 la esperanza de vida en España era sólo de 29 años y un 43% de los niños morían antes de llegar a los 4 años. En 1900 la situación había mejorado muy poco: la esperanza de vida era aún de 35 años y moría uno de cada tres niños antes de los 4 años. El Anuario Estadístico Municipal de Barcelona de 1905 recoge un estudio muy completo sobre las defunciones provocadas por enfermedades epidémicas (tifus, viruela, sarampión, escarlatina, difteria, gripe, cólera, etc.)  en las 50 ciudades más grandes del mundo. Pues bien, Barcelona era la primera en mortalidad por sarampión; por viruela era la segunda, después de Río de Janeiro; y por fiebre tifoidea también era la segunda, sólo superada por San Petersburgo. Un informe del Cuerpo Médico Municipal barcelonés sostenía que, sin mucho esfuerzo de las autoridades, sólo haciendo un buen tratamiento de las aguas y adoptando algunas medidas higiénicas, la mortalidad infantil en la ciudad se podría reducir en un 50%.

Barcelona durante la epidemia de fiebre amarilla de 1821, litografía de N.E. Maurin, Wellcome Library, Londres

¿Cuáles eran las causas de esta terrible panorámica? Ciertamente había una serie de factores condicionantes: en primer lugar, la limitación de los conocimientos científicos que se tenía sobre las enfermedades más graves. También las malas condiciones de vida sobre todo en los barrios populares de las grandes ciudades. Pero en el caso español hay que añadir, además, los pocos recursos materiales y humanos que se dedicaban a la salud e higiene públicas, que reducían la capacidad de combatir las enfermedades y propiciaban unos índices de morbilidad y de mortalidad superiores a los países vecinos. En buena parte  esto era el resultado de que los gobiernos liberales no consideraran la salud de los ciudadanos una prioridad política. A finales del siglo XIX España tenía un sistema sanitario reducido e ineficaz debido a la escasez de los medios públicos que se dedicaban y de la reducida y atomizada estructura hospitalaria, donde predominaban instalaciones claramente obsoletas. La escasa cobertura pública se debía, en gran parte, a la prioridad que se daba a la atención basada en la simple beneficencia. La ley de beneficencia, del 20 de junio de 1849, repartía la responsabilidad de la atención sanitaria entre el Estado, las diputaciones y los municipios, pero sobre todo entre estos dos últimos, que eran las instancias administrativas menos dotadas económicamente. La ley orgánica de sanidad, de diciembre del 1855, priorizaba mucho más la beneficencia médica, basada en la atención domiciliaria, que no la hospitalaria. Los argumentos para justificarlo eran claros: la atención domiciliaria era más barata y evitaba tener que construir hospitales públicos. Así, la asistencia médica y hospitalaria gratuita estuvo vedada a la gran mayoría de la población asalariada prácticamente hasta la segunda mitad del siglo XX.

En 1900 en Cataluña no existía ningún hospital realmente moderno, ni público ni privado. Sólo estaba el viejo Hospital de la Santa Cruz, que acogía la Facultad de Medicina de la Universidad, y más de una docena de pequeños establecimientos benéficos privados, la mayoría de la Iglesia, como el de San Juan de Dios y el del Sagrado Corazón. El Hospital Clínico estaba en construcción desde hacía 30 años y no sería inaugurado hasta el año 1906. Y el de San Pablo, un moderno hospital con un sistema de pabellones especializados y de túneles subterráneos, no entraría en funcionamiento hasta 1912. Hacía décadas que médicos, higienistas y algunos técnicos municipales, como Pedro García Faria, denunciaban las malas condiciones de vida, sobre todo en las grandes ciudades, debido al deficiente sistema de saneamiento, la insuficiente red de alcantarillado, la mala calidad de las aguas y el precario sistema de recogida y destrucción de la basura.

Proyecto de Saneamiento del Subsuelo de Barcelona. Alcantarillado – Drenaje – Residuos Urbanos. Redactado por D. Pedro García Faria, aprobado por el Ayuntamiento en 1891 (imagen: atlesdebarcelona.cat)

El impacto del cólera de 1885 hizo reaccionar al Ayuntamiento de Barcelona, ​​que dos años después, en 1887, creó el Laboratorio Microbiológico Municipal, un centro avalado por Louis Pasteur que será el primer instituto de investigación de España dedicado al análisis microbiológico de los alimentos, de las aguas y del aire, y de experimentación de toda clase de vacunas. La convicción de que el microbio que provocaba la enfermedad se podía detectar y, por tanto, atacar o prevenir, significó el inicio del predominio en Cataluña de la medicina de laboratorio frente a la puramente especulativa. Este giro fue fundamental porque permitió imponer las nuevas terapias de inmunización, que limitarían mucho el alcance de las enfermedades infecciosas y transmisibles gracias al descubrimiento de más vacunas, de las sulfamidas, de la terapia intravenosa y, finalmente, de los antibióticos.

Fue también una reacción al terrible cólera de 1885 la creación en Barcelona del Instituto de Higiene Urbana Municipal, del Servicio Municipal de Desinfección, del Cuerpo Médico Municipal y del Servicio de Asistencia Médica Domiciliaria, y la promulgación, en 1891, de las nuevas ordenanzas municipales sobre lavaderos, urinarios y retretes públicos. Era el inicio de la modernización del saneamiento urbano.  Hay que contraponer estas iniciativas municipalesa a la actitud pasiva de los gobiernos de Madrid. El cólera de 1885 pronto dejó de ser un tema de relevancia política. Nunca se hizo un debate parlamentario sobre lo que había significado aquella epidemia, ni se hizo ningún balance sobre las víctimas. Tampoco nadie pidió responsabilidades a Cánovas, ni al incompetente Romero Robledo, que había prohibido pasar por la frontera las muestras de vacuna de cólera que  traía de Francia el doctor Jaume Ferran Clua. Pero como Ferran consiguió ocultar un tubo, pudo hacer una vacunación masiva en Valencia -más  de 50.000 personas- con gran éxito, aunque finalmente las autoridades le prohibieron continuar vacunando. De este significativo incidente se ha hablado mucho últimamente. No se ha dicho, sin embargo, que poco después, el 10 de septiembre de 1885, el doctor Ferran llegó a Barcelona y enseguida inició en Sants una nueva campaña de inoculaciones anticoléricas que también dieron un buen resultado.

Jaume Ferran vacunando en Alzira en 1885 (imagen: La Ilustración Nacional)

¿Y qué decir de la total pasividad política tras la gripe de 1918-1920? A pesar de que aquella pandemia provocó en España la mortalidad más grande del siglo XX -con la Guerra Civil-, tampoco supuso ningún debate parlamentario, ni se cuestionó la actuación del gobierno, ni tampoco hubo ninguna exigencia de responsabilidades sobre el lamentable estado de la sanidad pública. Y, lo que es más grave, aquella pandemia, de hecho, desapareció de la memoria oficial. Es realmente sorprendente, pero ningún historiador ha dado importancia a aquella desastrosa gripe y muchos libros de historia ni siquiera la nombran. Tampoco se menciona en las memorias de los políticos que entonces tenían responsabilidades de gobierno: no aparece en los recuerdos de Cambó, ni en los del conde de Romanones, de Juan de la Cierva o de Santiago Alba, etc. Pienso que la razón de este olvido es clara: hablar de aquel desastre habría significado tener que dar cuenta de la nefasta actuación de aquel gobierno, de su total incompetencia para afrontar la situación y, sobre todo, explicar por qué España tenía un sistema sanitario tan deficiente y reconocer que el régimen de la Restauración no consideraba importante la defensa de la salud de los españoles. Hacia 1907 el gasto público en sanidad en España era ridícula: unos 18 millones de pesetas. Comparadlos, por favor, con el presupuesto que tenía el ministerio de Guerra, unos 170 millones, o con los 35 millones dedicados a «culto y clero». No hace falta decir nada más. 

 

Fuente: ARA, 19 de abril 2019

Traducción: Grup Colliure

Portada: Desinfección de la red de abastecimiento de agua potable de El Vendrell (Tarragona) tras el bote de cólera de 1911 (foto: Güixens)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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