Luis Fernando Medina Sierra
Profesor e Investigador del Instituto Carlos III – Juan March
de la Universidad Carlos III de Madrid. 

 

Si existe, la musa Clío claramente ha decidido condenar a la izquierda a varios años de reflexión sobre la historia. Apenas había pasado el centenario de la Revolución Rusa en Noviembre del 2017 cuando ya era hora de prepararse para el bicentenario del nacimiento de Marx en Mayo del 2018, para pasar luego al centenario del alzamiento espartaquista en Alemania que supuestamente iba a extender la llama del bolchevismo por Europa pero que terminó aplastado y dejando otro centenario más: el asesinato de Rosa Luxemburgo en Enero del 19. Como si fuera poco, todo esto era el preparativo para otra avalancha de efemérides decenales: los setenta años de la Revolución China, los sesenta años de la Revolución Cubana, los cuarenta años de la Revolución Nicaragüense (menos comentados) y, por supuesto, los treinta años de la caída del Muro de Berlín y el colapso de los regímenes del así llamado “socialismo real” en Europa Oriental (para no hablar de los veinte años de la primera victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela).

De pronto es una condena inevitable. Las relaciones entre la tradición socialista y la historia han sido siempre muy complejas. Aunque por su esencia misma el pensamiento socialista ha estado siempre orientado hacia el futuro, hacia imaginar posibles sociedades distintas de la existente, debe mucho de su forma actual a una pronunciada conciencia histórica. Tras su breve preámbulo, la primera frase del Manifiesto Comunista afirma que “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases.” Tanto Marx como Engels dedicaron buena parte de sus esfuerzos a estudiar la historia. De hecho, aunque en vida Marx tuvo poco reconocimiento por parte de las élites intelectuales establecidas (el marxismo solo vendría a entrar en el fortín de la academia tras su muerte), las pocas reacciones de economistas victorianos a su obra cumbre El Capital, así a veces criticaran sus análisis, le reconocían la solvencia con que abordaba los asuntos históricos. 

Mikhail-Dzhanashvili: Before the Sunrise  (Karl Marx and Friedrich Engels walking in night London). Museo de Karl Marx y Friedrich Engels, Moscú.

Semejante involucramiento con la reflexión histórica era fundamental para Marx. A su modo de ver, la falla principal del socialismo de su tiempo era que, en su afán de proyectar sociedades futuras, se olvidaba de las circunstancias presentes, circunstancias que solo se podían entender cabalmente si se estudiaba a fondo la historia. Para él, era el estudio de la historia el que permitía desentrañar la dinámica de los procesos sociales que empujaban hacia el socialismo futuro. Sin historia no había socialismo científico.

Hoy en día la situación parece ser la opuesta. La idea de un “socialismo científico” suena extravagante y, por lo menos en el debate público, son más bien los más fervorosos enemigos del socialismo los que insisten en acudir a la historia para demostrar la inviabilidad de éste. Es fácil ver por qué. La historia del socialismo durante el siglo XX incluye pasajes claramente monstruosos. Si se lograra demostrar fehacientemente que los horrores de, por ejemplo, la Gran Purga de Stalin, o la Revolución Cultural de Mao, son consecuencia directa e inevitable del pensamiento socialista, sería suficiente para borrar del mapa dicha tradición. Pero las cosas no son tan sencillas.

En cierto modo se trata de un caso particular de la vieja discusión sobre el papel de las ideas en la historia. Hace ya más de un siglo Max Weber le dio curso académico a la tesis de que ciertas construcciones ideológicas (en su caso, el protestantismo) podían tener profundas consecuencias en el desarrollo económico y social (como, en su caso, el surgimiento del capitalismo). A pesar de la mucha agua que ha corrido bajo el puente desde entonces, sigue siendo una idea sugestiva. Recientemente Deirdre McCloskey ha tratado de ofrecer una explicación sobre la expansión del capitalismo en la que ciertos valores y tradiciones culturales ocupan un papel protagónico.

Así las cosas, no es para nada descabellado decir que para entender la historia económica y política del socialismo del siglo XX debamos buscar claves en las ideas que le dieron forma. Pero la estridencia propagandística que rodea este tema ha introducido una serie de sesgos analíticos desafortunados.

Mientras que en el caso del desarrollo capitalista la atención de los historiadores ha estado dirigida, con razón, hacia la pervivencia de las ideas en la sociedad y la forma en que dichas ideas dan lugar a prácticas, tradiciones e instituciones, a la hora de discutir el papel del ideario socialista el énfasis suele estar en los “grandes hombres” acudiendo a un tipo de historiografía que en otros campos ya se encuentra en desuso. Ningún historiador intentaría reducir todo el proceso de surgimiento y consolidación del capitalismo a un estudio de las obras de Adam Smith, John Locke y otros autores similares, combinado con un recuento de las ejecutorias de George Washington y Benjamin Disraeli. En cambio un reduccionismo análogo ha sido moneda corriente a la hora de estudiar la historia del comunismo que en muchas ocasiones se suele interpretar simplemente como el producto de los escritos de Marx y Engels y los actos de Lenin, Stalin, Mao. Por eso ha sido tan saludable el crecimiento de la historia social del periodo soviético (en su momento conocido como “revisionista”), liderado por figuras como Sheila Fitzpatrick, J. Arch Getty, Ronald Suny o Lynne Viola que, en lugar de ver todo el periodo del stalinismo como la expresión de la voluntad de Stalin, a su vez fruto de su ideología, busca entender cómo la violencia brutal de aquellos años era en buena medida la expresión de fenómenos sociales más profundos.

Esa disparidad de enfoques parece ser producto de un supuesto tácito según el cual, en cualquier sociedad, independientemente de su punto de partida, los valores liberales de respeto a la propiedad privada, a la libre empresa y a la competencia política electoral son universalmente compartidos de modo que toda trayectoria histórica que se aleje de esa norma tiene que ser explicada como una patología producto de la ambición desmedida y el fanatismo ideológico de un puñado de líderes. Pero la historia, incluso la de las sociedades liberales, contradice dicho supuesto.

Eyre Crowe,s ‘The Dinner Hour, Wigan’ (1874) Bridgeman Art Library

Como lo han documentado muchos historiadores desde los trabajos pioneros de E. P. Thompson, George Rude y Eric Hobsbawm, en la Inglaterra de los albores de la revolución industrial había un fermento popular que se oponía en forma recalcitrante a la subordinación del trabajo y la alimentación básica a los mecanismos de mercado. Lo que era verdad hace más de doscientos años en las sociedades que luego lideraron la transición hacia el capitalismo moderno sigue siendo verdad en nuestro tiempo como lo han demostrado múltiples trabajos sobre la reacción de las clases populares a la modernización en diversas latitudes. Baste con ver, por ejemplo, los ensayos clásicos de James Scott sobre el campesinado en el sudeste asiático en los años 70 del siglo pasado. Otro tanto puede decirse, por supuesto, de las sociedades donde movimientos comunistas llegaron al poder, bien fuera la Rusia de 1917 que hacía apenas una generación había salido de la servidumbre para sumirse en una serie de guerras inganables, o la China de 1949 que llevaba treinta años tratando de asimilar los choques históricos del colapso de una dinastía de tres siglos, la penetración de potencias imperialistas occidentales en sus zonas más prósperas y una brutal invasión por parte de un vecino al que históricamente había considerado militar y económicamente inferior. Vista de esta manera, la historia del comunismo en el siglo XX deja de ser simplemente un catálogo de horrores y una serie de debates ya un tanto tediosos sobre los rasgos personales de Lenin, Stalin, Mao o Fidel Castro y pasa a ser fuente de atisbos que tienen importancia para el presente y el futuro.

Hay varias formas de aproximarse a estas cuestiones. Entre algunos ideólogos de derecha se ha vuelto común reducir una historia tan compleja a una serie de muletillas de rechazo y condena a todo movimiento y propuesta de izquierda. Según esta forma de ver las cosas, la historia es una serie de lecciones, de ejemplos que nos indican qué cosas hacer y cuáles evitar. Y sí. Algo de esto hay. La historia del siglo XX demuestra que una economía moderna no se puede gestionar eficientemente poniendo unos técnicos a resolver una matriz insumo-producto en una oficina de planeación económica en la capital del país. Pero no está clara la relevancia de esa lección hoy en día cuando ningún partido político con suficientes seguidores para llenar un bar está proponiendo un regreso a los tiempos del Gosplan soviético.

De manera aún tentativa, en mi Socialismo, Historia y Utopía (Akal, 2019) me he atrevido a proponer otra forma de abordar estos hechos. A menos que estemos dispuestos a tomar las posiciones más extremas en el debate sobre el papel del cambio cultural en la historia del capitalismo, podemos ponernos de acuerdo en que a lo largo de los últimos siglos, en las sociedades que hoy llamamos liberales se ha dado un proceso complejo de interacción entre las realidades económicas y las representaciones que de ellas hacen los miembros de la sociedad. El capitalismo moderno ni es simplemente producto de los escritos de John Locke ni tampoco es el resultado lineal, ineluctable de la invención de la máquina de vapor. Más bien podríamos decir que ha habido un constante diálogo entre materialidad y cultura, diálogo muchas veces cacofónico lleno de contradicciones y conflictos.

Esta formulación deliberadamente vaga, creo, puede generar acuerdo entre historiadores de muy distintas convicciones. Cada uno pondrá el acento en algunos aspectos más que en otros pero en últimas podría reconocer que otros acentos son también admisibles. Ahora bien, ¿qué ocurriría si nos acercamos de manera similar al desarrollo del socialismo en los últimos dos siglos? ¿Qué ocurriría si, a manera de simple conjetura, pensáramos en que el socialismo de nuestro tiempo es un fenómeno intelectual y cultural tan incipiente, tan a la espera de desarrollos futuros, como lo fue el ideario liberal de los siglos XVI y XVII? Ese ejercicio, creo, daría lugar a tres hipótesis de trabajo que procedo ahora a describir.

En primer lugar, si algo distingue a la tradición socialista, a pesar de su desconcertante heterogeneidad de vertientes, es su intento por reconstruir las nociones de solidaridad que el crecimiento del capitalismo puso en peligro sin renunciar por ello a los logros históricos de la modernidad. El socialismo es, como tantas veces se ha dicho, un hijo, díscolo tal vez, de la Ilustración.

En segundo lugar, por razones históricas muy complejas (algunas de las cuales he tratado de esbozar en los párrafos anteriores), era casi inevitable que el proyecto político y social del socialismo terminara en sus primeras fases atrapado en profundas contradicciones, a veces, con consecuencias trágicas. Durante el siglo XX, especialmente en lo que hoy denominamos el Sur global, el socialismo era simultáneamente además de un intento de superación del capitalismo, un proyecto de modernización, de construcción de Estado y de identidad nacional. En esas condiciones, a nadie debe extrañar que el balance final haya sido tan complejo, lleno de fracasos y crímenes (sin negar algunos logros impresionantes).

Pero estas dos ideas invitan a formular una tercera, de carácter mucho más especulativo. La globalización, la inminencia de profundas crisis ambientales, los cambios tecnológicos acelerados de nuestro tiempo, solo para mencionar algunos factores, han dado más relieve a los fines del socialismo. Cada vez es más claro que el fundamentalismo de mercado no es capaz de responder a las crisis que él mismo ha creado en los últimos años. Así las cosas, no es de sorprender que los valores de libertad, igualdad y fraternidad (o, para usar mi término predilecto, responsabilidad compartida) propios del socialismo estén adquiriendo nueva relevancia.

Billete (souvenir) conmemorativo del bicentenario de Marx, Treveris, Karl Marx Haus, 2018.

Pero también las condiciones para poner en práctica esos valores han cambiado (y mejorado). Así como los individuos aprendemos de nuestros fracasos, las sociedades también pueden hacerlo. Hoy en día sabemos que el estatismo desatado que marcó los intentos socialistas del siglo pasado no es capaz de responder a los retos de ahora. En cambio, tenemos más experiencia con los procedimientos democráticos, con los sistemas de generación y difusión de conocimiento complejo y contamos con una población más educada y saludable que la de las generaciones pasadas. Así las cosas, podría llegar a ocurrir que no solo las metas del socialismo sean ahora más deseables sino también más factibles.

Esta última sugerencia, por supuesto, al referirse al futuro, escapa al terreno de acción de los historiadores. Pero, como espero haber demostrado, formularla en forma rigurosa y sugestiva es una labor que merece la pena y en la que el estudio de la historia puede ofrecer guías invaluables. De pronto es eso lo que la musa Clío está tratando de decirnos.

Portada: «En los campos de paz», Andrey Mylnikov, 1950

Ilustraciones: Conversación sobre historia
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