El 23 de febrero de 2023  Roger Senserrich publicó El Presidente sin suerte  cuando la familia del ex-presidente Jimmy Carter anunció que abandonaba el hospital para recibir cuidados paliativos en casa. El autor no estaba de acuerdo  con la utilización de  Carter como una especie de sinónimo de fracaso político. El 30 de diciembre pasado publicó el articulo que viene a continuación que acentuaba las bondades del ex-presidente…

Muy diferente es la versión que nos dejó Josep Fontana en su artículo de 2010 (actualizado en 2017)  con motivo de la concesión de un premio por parte de las autoridades catalanas al expresidente. Su conclusión: los miembros de los jurados que atribuyen premios internacionales deberían tener unos mínimos conocimientos de la historia de su propio tiempo.

Conversación sobre la historia


 

 

Jimmy Carter y la historia de un hombre bueno

Ayer [29 de diciembre]  murió Jimmy Carter, a los 100 años. Llevaba meses enfermo; escribí algo parecido a un obituario para Política & Prosa en marzo del 2023 (acabó publicado en diciembre del año pasado); mi primer homenaje en esta página fue hace casi dos años.

Para los que hayáis leído esos artículos, o el pequeño paréntesis que le dedico en el libro, sabréis que Carter me parece un presidente muy infravalorado, tanto en capacidad política como en su legado como gobernante. Su carrera fuera de la Casa Blanca fue también significativa, pero creo que todos sus logros posteriores son menos relevantes de lo que consiguió como presidente. No quiero repetirme demasiado sobre lo que escribí el año pasado, pero permitidme algunas notas sueltas.

Desde la izquierda, los expresidentes de Estados Unidos, George W. Bush, Barack Obama, George W. Bush hijo, Bill Clinton y Jimmy Carter, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, el 7 de enero de 2009 (foto: Mark Wilson/Getty Images)
Algunas notas biográficas

Carter era hijo de una familia de granjeros, algo relativamente inusual en la política americana, y se alistó a la marina tras licenciarse en la universidad. En vez de intentar ser oficial en un crucero o portaaviones, Carter decidió hacer carrera en submarinos. Se ganó fama de brillante, y dada su formación como ingeniero, fue seleccionado para participar en el programa de sumergibles nucleares en 1952. Una de sus misiones fue prevenir un accidente nuclear en un reactor experimental que sufrió una fusión del núcleo. Su carrera naval se vio truncada justo antes de embarcar en el USS Seawolf, el segundo submarino atómico del país, debido a la inesperada muerte de su padre. Volvió a casa a Georgia para ser granjero.

Su carrera política empieza casi una década después. Baptista devoto, partidario de la integración racial, ganó unas elecciones al senado estatal de Georgia en 1962. Intentó presentarse a gobernador en 1966, perdió, y lo volvió a intentar en 1970, con una campaña que flirteó a menudo con el racismo. Una vez en el cargo, sin embargo, cambió de tono radicalmente; este fue su discurso inaugural.

Fue un gobernador decente, pero gobernar un estado del sur, lejos de los centros de poder, no era algo que solía ser visto como una pasarela hacia la Casa Blanca. Carter era relativamente joven (52 años) y sin demasiada experiencia política; cuando anunció su candidatura a finales de 1974, nadie se lo tomó en serio.

Jimmy Carter durante el segundo debate presidencial con Gerald Ford, en San Francisco, California, el 6 de octubre de 1976 (CBS archive/Getty Images)
Hacia la presidencia

Su campaña, sin embargo, fue tan afortunada como brillante. Para empezar, sus dos frases más repetidas (“nunca os mentiré” y “necesitamos un gobierno tan bueno como su gente”), junto con su imagen de alguien profundamente normal, un granjero de cacahuetes de Georgia, eran el antídoto perfecto para un país aún conmocionado con la presidencia de Richard Nixon. Su intuición más brillante, sin embargo, fue darse cuenta de que el sistema de primarias salido de las reformas de McGovern unos años antes daba un protagonismo inusitado a los dos primeros estados en votar, Iowa y New Hampshire. Así que, antes de que nadie empezara a dar mítines, Carter se dedicó a aparecer, visitar y hacer campaña en esos estados como un poseso, ganando ambos de forma inesperada, y catapultándole a la nominación.

Carter, como todo buen político, también tuvo suerte. Ted Kennedy flirteó con la idea de presentarse, pero el recuerdo de Chappaquiddick aún estaba demasiado presente y renunció a hacerlo. Jerry Brown, el gobernador de California (y eterno presidenciable) decidió empezar a hacer campaña demasiado tarde. El único rival de peso que tenía opciones, Mo Udall, decidió hacer una campaña nacional en vez de centrarse en Iowa y New Hampshire y lo pagó caro.

Su campaña presidencial fue mucho más difícil de lo que se recuerda. Richard Nixon había ganado las elecciones de 1973 61-37, imponiéndose en 49 estados. Aunque Gerald Ford cargaba con el lastre de su legado (y más aún tras su indulto), partir con 24 puntos de desventaja era un obstáculo considerable.

El mapa de los resultados de ese año es casi una ventana a otro universo:

Carter se impuso 50-48, un margen ajustado, y lo hace ganando en la vieja confederación. Un tipo que hablaba abiertamente a favor de la integración racial derrotó al partido republicano de Nixon y su política del resentimiento. Aunque es indudable que la corrupción y los escándalos republicanos ayudaron mucho, Carter hizo una campaña en la que combinó un mensaje de outsider, su imagen de ser un granjero honesto de Georgia y una extraordinaria, y casi olvidada, imagen de hipster relajado del nuevo sur. Era un candidato que citaba a Bob Dylan, era amigo de Willie Nelson y los Allman Brothers, y recibía perfiles elogiosos de escritores como Hunter S. Thompson.

Thompson también le llamó uno de los hombres más despiadados que había conocido.

Granjero, ingeniero nuclear, oficial de la marina, capaz de ser amigo con músicos de moda, impresionar a este tipo, y dar discursos radicalmente antirracistas (como este que referencia Thompson) que serían impensables hoy. Es una combinación de cualidades, mensajes y talento tremenda, y muy, muy inusual. Carter era un político distinto, sin duda.

El Presidente Jimmy Carter durante una visita al Bronx (Nueva York), foto Bettmann (Getty Images)
En la Casa Blanca

Su presidencia, como señalaba el año pasado (y como explica James Fallows, que escribió discursos para Carter, aquí, mucho mejor que yo), fue desafortunada, en el sentido más estricto de la palabra.

Su administración aprobó un montón de medidas increíblemente positivas. Para combatir la inflación heredada de la administración Nixon, atacó el problema tanto desde el lado de la oferta como de la demanda. Trabajó para reducir precios liberalizando amplios sectores de la economía, especialmente en transportes (aviación, ferrocarril y carretera) aunque fuera Reagan el que acabara poniéndose la medalla. Impulsó medidas tanto para aumentar la producción de petróleo como de eficiencia energética que de haber continuado hubieran hecho a Estados Unidos autosuficiente a mediados de la década de los ochenta. Nombró a Paul Volcker en la Reserva Federal, el hombre que puso fin a la inflación de los setenta, aunque también quien acabara disfrutando de ese éxito fuera su sucesor. Renovó de arriba a abajo la administración federal, y aprobó la mayor reforma de la judicatura (con cientos de nuevos jueces federales) en décadas. En política exterior, selló los acuerdos de Camp David, mantuvo al país fuera de guerras estúpidas, y redefinió el compromiso de Estados Unidos con los derechos humanos.

El resto del mundo, sin embargo, parecía conspirar contra él. La revolución iraní a principios de 1979 provocó una segunda crisis del petróleo, disparando la inflación de nuevo. La toma de rehenes en la embajada y la invasión soviética de Afganistán se convirtieron en un extraordinario dolor de cabeza. Su propio partido, a pesar de gozar de amplias mayorías en ambas cámaras, estaba dividido entre conservadores sureños y liberales del norte. Su temperamento metódico y tranquilo, que tan bien describía el mismo Fallows en 1979 en otro artículo, era el tono correcto para ser el candidato post-Nixon, pero no para el país convulso y lleno de dudas de esa época, el de Taxi Driver y El Cazador.

Su mala suerte se extendió incluso a la operación Eagle Clawel loquísimo intento de rescate de los rehenes enviando fuerzas especiales en una operación peliculera en 1980. Un helicóptero sufrió un accidente en el desierto, y todo se quedó en nada.

Carter siempre había sido un moralista. Su honestidad a menudo le llevaba a presentar ideas con un tono pesimista, increíblemente directo; su discurso más famoso (sobre la transición energética, el malaise speech), es un documento extraordinario1. Aunque su aprobación subió once puntos, se convirtió en el símbolo de una Casa Blanca que pedía sacrificios y daba lecciones, no un futuro mejor sin preocupaciones. Ronald Reagan, por supuesto, tenía otro mensaje, y otras ideas.

El presidente Jimmy Carter y su contrincante republicano Ronald Reagan durante un debate en Cleveland (Ohio), en octubre de 1980 (foto: Bettmann/Getty Images)
Un buen hombre

Por encima de todo, Jimmy Carter era una persona profundamente decente. Honesto, tranquilo, amable, una persona que nunca dejó de hablar claro. Perder las elecciones hizo que dejara su legado a medias (incluyendo, por desgracia, lo que podría haber sido un excepcional legado en medio ambiente), pero no le impidió seguir trabajando por un mundo mejor.

Carter no fue un gran presidente como Roosevelt o Johnson, sin duda, o alguien que cambió su país para siempre como Nixon. Su derrota electoral en 1980 truncó esas aspiraciones. Pero su victoria en 1976, y sus años en la Casa Blanca, representan un Estados Unidos que pudo ser y no fue, antes de que Reagan y su revolución conservadora solidificaran el legado cultural y político de Nixon para siempre.

Tras la firma de los Tratados del Canal de Panamá, que devolvían la soberanía sobre el mismo a Panamá, Jimmy Carter, acompañado de su esposa, Rosalynn, visitó el canal, el 17 de junio de 1978. (HUM Images/Universal Images Group)
Bola extra
  • Parte del legado de Carter es la devolución del Canal de Panamá al gobierno panameño, algo que Trump dice querer deshacer.

Fuente:   Four Freedoms 30 diciembre 2024

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La canonización de Carter

 

Josep Fontana

El jurado del Premio Internacional Catalunya, concedido por la Generalitat, ha decidido otorgar el de este año a Jimmy Carter. Era difícil elegir peor. Carter fue un presidente incompetente –los miembros de su Gobierno hacían chistes a costa de su ineptitud, como «el presidente hace el trabajo de dos hombres: Laurel y Hardy»– y fue rechazado al presentarse a la reelección (algo que sólo les ha sucedido a otros dos candidatos en los últimos 65 años) porque había dejado el país en una desastrosa situación económica.

Es cierto que recibió el Premio Nobel de la Paz –como Henry Kissinger, Anwar al-Sadat, el terrorista Menajem Begin y algunos otros malhechores internacionales– y que ha dedicado sus últimos años a la causa de la paz, pero no fue esto lo que caracterizó su política exterior mientras estuvo en el poder, cuando seguía ciegamente los consejos de su asesor, Zbigniew Brzezinski, con quien el presidente se veía cuatro o cinco veces al día y que le acompañaba en sus viajes al extranjero.

Sadat y Begin fueron precisamente los protagonistas de una de sus supuestas hazañas pacifistas, los acuerdos de Camp David de septiembre de 1978, que llevaron a la firma de un tratado por el que Egipto reconocía al Estado de Israel y este le devolvía la península del Sinaí, a cambio de recibir 3.000 millones de dólares en préstamos para construir nuevas bases en el desierto de Negev. El tratado no significó avance alguno por el camino de la paz: era un acuerdo bilateral, que no contenía ninguna garantía real para los palestinos (Begin se negó a suspender la construcción de asentamientos judíos en la orilla occidental). Servía únicamente para acabar con los enfrentamientos entre ambos países y para poner a Egipto firme e inalterablemente en la órbita norteamericana.

El presidente egipcio Anuar al-Sadat y el primer ministro israelí Menajem Begin se abrazan en presencia de Jimmy Carter tras firmar los Acuerdos de Camp David en la Sala Este de la Casa Blanca, el 18 de septiembre de 1978 (foto: David Hume Kennerly/Getty Images)

Carter respaldó a dictadores como Zia-ul-Haq de Pakistán o a Pol Pot: Estados Unidos votó en la ONU el 21 de septiembre de 1979 a favor de que su Gobierno, desalojado ya del poder por los vietnamitas, siguiese siendo considerado como legítimo representante de Camboya, lo cual le permitió proseguir su labor de genocidio en las zonas que seguía controlando, ante la indiferencia general.

Como admirador que era del Sha de Irán, a quien se proponía vender reactores nucleares, Carter pronunció en Teherán un discurso en que dijo: «Irán, a causa del liderazgo del Shah, es una isla de estabilidad en una de las regiones más turbulentas del mundo. Esto es un gran tributo para vos, majestad, para vuestra política y para el respeto, admiración y amor que os tiene vuestro pueblo». Al cabo de un mes comenzaron los disturbios que acabaron con la expulsión del soberano.

Sus errores se completaron en este caso con el fracaso de la operación de rescate de los rehenes de la embajada norteamericana en Teherán: un complicado plan al estilo cinematográfico, que acabó en un espantoso ridículo, con siete aeronaves destruidas y ocho soldados muertos, cuyos cadáveres quedaron abandonados sobre el terreno. Su secretario de Estado, Cyrus Vance, dimitió indignado por esta disparatada operación, que el presidente y su consejero habían fraguado a sus espaldas.

Pero el mayor de sus errores fue el de Afganistán. Sabiendo que los soviéticos estaban preocupados por lo que allí ocurría, Brzezinski le propuso intervenir con el fin de provocar una respuesta de los rusos y «dar a la Unión Soviética su guerra de Vietnam». El 3 de julio de 1979, seis meses antes de la invasión soviética, Carter firmó la autorización para dar ayuda a los grupos islamistas afganos.

Poco después Brzezinski viajó a Pakistán, donde estableció acuerdos con Zia-ul-Haq para que diese pleno apoyo a los islamistas, y pasó en su regreso por Arabia Saudí, donde llegó a un pacto para que los saudíes colaborasen en la ayuda a los mujahidin, lo que vino a significar que cada uno de los dos «socios» gastase a la larga más de 3.000 millones de dólares en la financiación de la guerrilla. «Durante los años ochenta –explica Milton Bearden, que fue responsable de la oficina de la CIA en Pakistán– la compañía proporcionó cientos de miles de toneladas de armas y de material militar a Pakistán para que se distribuyesen entre los rebeldes afganos».

Durante su visita a Pakistán en 1886, el expresidente Carter se reunió en Peshawar con dirigentes islamistas afganos, a los que expresó su voluntad de visitar Afganistán cuando el país fuera liberado de la ocupación soviética (foto: https://boltxe.eus/2023/04/la-revolucion-de-saur/)

Años más tarde el propio Brzezinski, que mentía al sostener que la aventura afgana se había iniciado en respuesta a la invasión rusa, puesto que su gestación era anterior, resumía así su estrategia global: «La administración Carter no sólo decidió de inmediato apoyar a los mujahidin, sino que organizó una coalición que abarcaba Pakistán, China, Arabia Saudí, Egipto y Reino Unido en favor de la resistencia afgana. De igual importancia fue la garantía pública norteamericana de la seguridad de Pakistán contra cualquier ataque militar soviético, con lo que se creó un santuario para las guerrillas». Y así seguimos hoy, tras 30 años de un conflicto que ha desbordado sus fronteras iniciales para convertirse en una amenaza mundial.

El motivo principal por el que Carter pasará a la historia contemporánea será probablemente el de haber sido el principal artífice de la creación de la alianza islamista internacional que es hoy el principal objetivo de la llamada «guerra contra el terror».

Los miembros de los jurados que atribuyen premios internacionales deberían tener unos mínimos conocimientos de la historia de su propio tiempo.

Fuente: Público, 7 de abril de 2010. Actualizado 20/09/2017

Portada: Jimmy Carter ve en la televisión su toma de posesión como presidente de los Estados Unidos, el 20 de enero de 1977 en Washington (Corbis via Getty Images)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Para saber más:

Muere Jimmy Carter, el inventor del yihadismo, y el padrino de Bin Laden y Jomeini

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1 COMENTARIO

  1. Creo que si hubiéramos de quedarnos con la primera parte de la presidencia de Carter, valdría la imagen de ese político amante de la verdad y de los derechos humanos y “buena persona” que nos pinta Senserrich. En ese sentido, el contraste con el siniestro tandem Nixon/Kissinger es muy palmario. Pero desde una perspectiva histórica global, el balance de la presidencia de Carter se acerca mucho más a la visión de Fontana.
    Hay un aspecto muy negativo de su política exterior que no se suele sacar a colación y es que puso fin a la distensión en sus relaciones con la URSS y dio pie al programa belicista del primer mandato de Reagan. Carter dejó en suspenso las conversaciones SALT II y limitó el comercio con la URSS a consecuencia de la invasión soviética de Afganistán. Y en 1980, aconsejado por sus asesores Zbigniew Brzezinski y William E. Odom, firmó la directiva presidencial 59, que concebía la posibilidad de librar una guerra nuclear limitada o de “teatro” y ordenó el despliegue de los misiles de crucero y Pershing II en Europa. En este aspecto, aunque no lo parezca, Reagan no hizo sino desarrollar una peligrosa línea ya trazada por Carter, de modo que se llegó a un punto de máxima tensión en los primeros años 80, solo comparable, quizá, con la etapa de Kennedy y la crisis de Cuba. En este sentido, el contraste con la etapa Nixon/Kissinger es evidente también, pero en este caso favorable a estos, que iniciaron la política de distensión con el tratado SALT I y establecieron relaciones con la China popular.
    Otro aspecto poco conocido tiene que ver con España. Carter era ingeniero nuclear y estaba muy comprometido con la no proliferación de armas nucleares tal como se definió en el Tratado de 1968. De ahí que vetara el desarrollo de la tecnología de los reactores rápidos (FBR) plutoníferos, cuya difusión hubiera aumentado la producción de material fisible susceptible de uso militar en todo el mundo. Carter invitó s Suárez a firmar el TNPAN y, conocedor del proyecto “Islero”, que pretendía desarrollar los FBR y equipar a España con un arsenal nuclear, amenazó con suspender el suministro de combustible nuclear para las centrales españolas si seguía adelante. En efecto, el proyecto fue congelado y España no tardó en ponerse bajo el paraguas nuclear de la OTAN y firmar el TNPAN. Las instalaciones construidas para el CIN II donde se ubicaban las instalaciones necesarias para ese proyecto fueron destinadas a un centro de investigación de energías renovables.

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