Pese a las revoluciones y las crisis y las transformaciones, el marco mental imperialista condiciona la historia de los últimos siglos… incluso la de sus supuestos contrarios.

 

  Jaume Claret

Universitat Oberta de Catalunya 

 

El teniente del ejército francés Pierre Vilar, detenido en junio de 1940 por las tropas alemanas, pasó toda la Segunda Guerra Mundial en cautividad. En agosto, durante su estancia en un campo de oficiales presos en las afueras de Nuremberg, pidió a su esposa que le enviara los volúmenes de la Historia de España y de la civilización española del jurista y escritor Rafael Altamira (Alicante, 1866 – Ciudad de México, 1951), que él mismo había adquirido en 1931 en la Librería Francesa de Barcelona. Según el hispanista occitano, aquellos libros fueron la base de su posterior, breve y exitosa Historia de España (Crítica), y lo acompañaron toda su vida. De hecho, en abril de 1945 creía haberlos perdido durante la liberación, hasta que meses más tarde lo convocaron en París y le entregaron un saco militar con su nombre: dentro estaba su pequeña biblioteca de prisionero, «c’est si miraculeux».

No menos milagrosa es la colección «Historiadores» impulsada por Urgoiti Editores, en la que se recuperan obras capitales de grandes investigadores españoles de todas las épocas, con estudios preliminares a cargo de reputados expertos. Justamente, el título más reciente corresponde a la versión definitiva —y con el título simplificado— de Historia de la civilización española (2022), con una introducción de José María Portillo (Bilbao, 1961), que sitúa al alicantino como uno de los historiadores españoles más renovadores e interesantes. Entre sus muchas aportaciones, el catedrático de la Universidad del País Vasco destaca la capacidad de Altamira para sustraerse a los lugares comunes de la historiografía local del período y para sintonizar, en cambio, con las corrientes europeas contemporáneas e intuir nuevos caminos para avanzar en el conocimiento del pasado.

Aparte de la centralidad otorgada «a la idea de civilización como proceso histórico», destaca el relieve que atribuye a la «dimensión imperial». En palabras de su exégeta, «A España le ha faltado en el siglo XX, casi hasta el final, algo que se podría llamar y homologar como una historia imperial. Buena parte de la responsabilidad de que haya sido así se encuentra, de nuevo, en la diferencia cultural que supuso el triunfo de los insurrectos en la Guerra Civil y en la imposición de una historia nacional en la cual la dimensión imperial se supeditó hasta el ridículo a una concepción monolíticamente nacional-católica de España. La historiografía franquista habló, y mucho, del imperio, pero desdeñó (como era de esperar) la incipiente historia imperial a la que Altamira había abierto su concepción de la historia de la civilización española.»

Un ‘bypass’ histórico e historiográfico

No ha sido sino en los últimos años cuando la historiografía española se ha conjurado para hacer un bypass que superase la obstrucción franquista y conectase la intuición de Altamira con las nuevas generaciones de investigadores. No es casual que el propio Portillo haya sido coeditor, junto con Teresa Segura y Josep Maria Fradera (Mataró, 1952), del volumen Unexpected voices in imperial parliaments (Bloomsbury, 2021); ni es casual que el mataronés haya ganado el 50 premio Anagrama de ensayo con Antes del antiimperialismo (2022). Las casi quinientas páginas del volumen son, en parte, una derivada de su previo, fascinante y exhaustivo estudio comparativo The Imperial Nation (Princeton UP, 2018, versión mejorada y sintetizada de La nación imperial, Edhasa, 2015); pero son también, en parte y como se apunta en el subtítulo, una nueva aportación a la Genealogía y límites de una tradición humanitaria.

Fradera se inscribe en una línea interpretativa que entiende la construcción nacional e imperial como un doble y simultáneo proceso histórico. Este binomio es, a la vez, el elemento que consolida un determinado orden internacional, en el cual los viejos imperios monárquicos darán paso a las modernas grandes naciones imperiales y, con el tiempo, a las contemporáneas esferas de influencia (post)imperiales. Lisa y llanamente, pese a las revoluciones, las crisis y las transformaciones, el marco mental imperialista ha condicionado —y condiciona— la historia de los últimos siglos… incluso a sus supuestos contrarios.

Los primeros cuestionamientos relevantes del imperialismo coinciden con las revoluciones atlánticas ocurridas entre los siglos XVIII y XIX, cuando desde las colonias se combaten las injerencias metropolitanas, pero sin renunciar (al menos voluntariamente) a las propias proyecciones imperiales. Tampoco las críticas filantrópicas y humanitarias promovidas por ciertas élites defendían un ideal antiimperialista como lo entendemos hoy, sino más bien una «reforma y negociación interna de las condiciones de pertenencia a las realidades transnacionales que eran los imperios», y una «necesidad de corregir o detener los excesos o transgresiones» que incomodaban a los sectores más avanzados o moralistas de las sociedades metropolitanas. Por tanto, estas crisis habrían contribuido más bien a la transformación del modelo mismo, con la aceleración de los nuevos estados-nación imperiales, y a algunos avances concretos como la progresiva abolición de la esclavitud y la trata.

La bancarrota imperial y el movimiento descolonizador posteriores a las guerras mundiales puso a prueba los discursos abolicionistas de unas nuevas potencias que se negaban —y se niegan— a renunciar a sus esferas de influencia, pero también permitió la evolución de discursos y realidades. Ya no estábamos ante propuestas puramente formales, ni ante adaptaciones interesadas a nuevas concreciones políticas, ni ante críticas limitadas al desgaste de terceros, sino ante un antiimperialismo real que «señala una posibilidad efectiva de modificar el mapa del mundo, de cortar en seco una reforma que no llegaba nunca o que siempre resultaba insuficiente». Para Fradera, lo relevante es mostrar cómo el antiimperialismo se explica por una tradición que, sin caer en anacronismos, nos lleva del abolicionismo antiesclavista hasta las actuales denuncias respecto a las desigualdades (económicas, legales, sociales…) en un mundo todavía regido por el binomio imperialismo-nacionalismo.

«La Catalunya esclavista»

Lejos de ser una cuestión para especialistas, la polémica surgida a raíz de la emisión, en febrero pasado en TV3, del documental Negrers. La Catalunya esclavista (Jordi Portals) evidenció que, a diferencia de lo que ocurre en los países de nuestro entorno, aquí hay una «práctica ausencia de una memoria pública y colectiva» sobre la destacada participación catalana y española en el comercio de esclavos y en la esclavitud colonial. «España no solo fue un actor relevante porque más de dos millones de africanos fueron esclavizados en sus dominios americanos, sino también porque un 10% de todos los cautivos africanos que sufrieron, entre los siglos XVI y XIX, el tráfico atlántico de personas lo hicieron en buques españoles».

Quien se lamenta de este olvido es el historiador Martín Rodrigo (Sabadell, 1968), destacado investigador que en los últimos años ha encabezado diversas investigaciones y publicaciones, como las monografías sobre dos grandes sagas de indianos: los Goytisolo (Marcial Pons, 2016) y el marqués de Comillas (Ariel, 2021). Precisamente para combatir esta singular ignorancia y para divulgar el conocimiento acumulado, Rodrigo dirige también la colección «Esclavitudes» en Icària Editorial que este 2022 se ha estrenado con el colectivo Del olvido a la memoria y con Deu històries negreres. Expedicions transatlàntiques catalanes al segle XIX de Xavier Sust. En el primero, coordinado por el historiador sabadellense, se reúnen un puñado de trabajos que ofrecen una panorámica de lo que promete el subtítulo: La esclavitud en la España contemporánea.

Legado vergonzoso

Los diferentes estudios nos muestran el innegable peso económico de la esclavitud para las colonias, para el imperio español y para sus élites; la profunda huella económica, urbanística, patrimonial y cultural dejada en la geografía española —de Madrid a Euskadi, de Cádiz a todo el entramado costero catalán—, y las dificultades para lidiar desde el presente con este legado vergonzoso. No olvidemos que, entre 1821 y 1867, el 30% del traslado de esclavos de África a América se hizo bajo bandera española. Y es que, como recoge Andreu Seguí para el caso de las Baleares, ni las manifestaciones en contra de la esclavitud ni la ilegalización del tráfico, evitaron que un buen número de marinos y comerciantes españoles «gestionasen negocios negreros en la costa africana o fletaran buques nacionales y extranjeros» hasta el último segundo.

   

Mucho antes —entre los siglos XVI y XVII—, y en aguas más exóticas —los mares del Sur—, la marina imperial española ya había intentado ser decisiva en otra triangulación, la definida por Asia, América y Europa. A aquel choque de intereses imperiales —de Portugal a China, de los Países Bajos a Japón— consagra Manel Ollé (Barcelona, 1962) su Islas de plata, imperios de seda (Acantilado, 2022). Desde la Universidad Pompeu Fabra, como los anteriormente citados Fradera y Rodrigo, y con una pluma especialmente inspirada, el escritor e historiador barcelonés demuestra hasta qué punto era acertada la intuición de Altamira respecto a los estudios sobre la dimensión imperial de nuestro pasado

Fuente: Politica i Prosa Abril 2023

Portada: Retirada de la estatua del esclavista Antonio López, Marqués de Comillas, de la Vía Layetana de Barcelona, el 4 de marzo de 2018. Fotografía de Alejandro García. Efe

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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