Madrid creció como una esponja en el siglo XVIII: absorbió todos los pobres que era capaz de alimentar gracias a la caridad administrada por sus 22 parroquias y 70 conventos. Miles de criadas empleadas en el servicio doméstico y 8.000 esclavos compartían con los pobres el mismo espacio que los grandes de España, el gobierno y los miles de servidores de la corte, los que también practicaban la caridad, “la virtud que abre los cielos”. Jacques Soubeyroux plantea en “El absolutismo ilustrado y los pobres” una revisión de la política social de los ilustrados españoles tomando Madrid como escenario de las contradicciones entre el discurso y la realidad. Ser pobre en Madrid había sido una manera de justificar el sistema político, pero desde 1766 la represión se impuso a la caridad y los ya considerados delincuentes solo fueron en adelante una amenaza.

 

José Luis Gómez Urdáñez

 

Prólogo

La pobreza del pueblo es la defensa de la monarquía… La indigencia y la miseria privan de todo valor, embrutecen las almas, las acomodan al sufrimiento y a la esclavitud y las oprimen hasta el punto de privarlas de toda energía para sacudir el yugo.

Tomás Moro, Utopía

“Cuántos pobres tenemos”, se preguntaba retóricamente un joven Campomanes en 1750. “Se podría decir que toda la nación lo es”, se respondía. Pero ¿cuál era el mecanismo perverso que no paraba de fabricar pobres? Incluso para nuestros elegantes ilustrados, estaba claro que la causa originaria era el vicio de la ociosidad; los pobres ya no eran víctimas sino culpables de su situación. Los pobres “verdaderos” estaban recogidos en casas de misericordia y hospitales; los otros, los “fingidos”, eran en el fondo desestabilizadores de un sistema que debía funcionar bien sin ellos, tal como el mismo Campomanes escribió en 1774 tras veinte años de magistrado: “La riqueza es el sobrante de lo necesario para el sustento del pueblo. Si éste permanece ocioso y pobre, poca puede ser la riqueza de los nobles”. Estaba claro para el asturiano que el papel del Estado -que nunca concibió sin la dirección de la nobleza- debía ser estimular al pobre para que trabajara y “creara riqueza”, lo que llamaba el “sobrante”, que es lo que permitía a la nobleza, “la que posee las más principales y más pingües tierras” -añadamos a la Iglesia, que compartía con los nobles el grueso de la propiedad-, ejercer su papel dirigente …¡incluso en el fomento de la riqueza! El famoso fiscal del Consejo de Castilla aseguraba con auténtico descaro que era la nobleza la que “tiene el principal interés en fomentar la riqueza del pueblo, cuya industria da valor a sus posesiones”. Hasta Feijoo, cincuenta años antes, había criticado la inutilidad de esos “nobles fantasmones que nada hacen toda la vida, sino pasear calles, abultar corrillos y comer la hacienda que les dejaron sus mayores”.

Mendigos en un grabado de Gustavo Doré

Elijo este argumento y estas dos citas de Campomanes porque René Andioc las usó “para acabar con el enternecimiento que aún suscita en ciertos historiadores la «filantropía» de los hombres políticos de la Ilustración”. El célebre hispanista experto en el teatro del XVIII no necesitó salir del campo literario para avisarnos del peligro que suponía la visión dulzarrona, a la manera de Jean Sarrailh en su España Ilustrada, y para llegar a la intuición de que en el XVIII español “la preocupación por el orden supone la amenaza del desorden”, ese desorden que siempre estuvo latente bajo la apariencia de la quietud que ha dado lugar a la idealización del siglo feliz. Son estos mismos argumentos los que, también por esas fechas de renovación de la historia del XVIII español, empleaba un joven Jacques Soubeyroux -tan hispanista como hispanizado-, que también olvidaba deliberadamente la versión de la “cruzada” a lo Sarrailh de los ilustrados españoles, siempre dolientes ante el problema de la pobreza imposible de resolver, para volcarse en el estudio “desde abajo” del problema social madrileño, pero en este caso, a través de fuentes archivísticas, es decir, de aquellos documentos donde el pobre se encontraba con la dicotomía característica del despotismo ilustrado: o caridad resignada, o represión justificada. Hoy sabemos que la línea que separa las dos soluciones es muy difusa y, como comprobaremos en este libro, es la clave de una nueva manera de ver el problema.

El manejo de las fuentes documentales en sus muchísimos trabajos de historia social es la huella distintiva del historiador Soubeyroux desde hace años -en 1978 publicó su tesis Paupérisme et rapport sociaux à Madrid au 18e siécle– y lo que, precisamente, le impidió seguir la senda facilona de Jean Sarrailh: los archivos. Luego vinieron obras de gran impacto como El motín de Esquilache y el pueblo de Madrid y numerosas aportaciones sobre la vertiente social del XVIII español hasta llegar a Goya, el activista político, no el “fotógrafo” sino el engagé, el que pintó lo que algunos pensaban y lo contrapuso con lo que vio y más con lo que él mismo pensó. Soubeyroux ha dedicado a Goya un precioso estudio –Goya politique (2011), traducción española de 2013- de difícil aceptación para el conservadurismo que hoy rodea al genial pintor, y acompaña esta obra con las imágenes más incisivas que nos legó sobre el problema social.

Mendigo ciego con un perro, grabado de Goya

Por todo ello, este libro es un paso de gigante. El gran historiador Soubeyroux suma aquí las visiones nuevas del siglo ilustrado en su vertiente política y social, las de los historiadores españoles de las dos últimas décadas, pero también la de Michel Foucault, que influye claramente en su visión de la represión de la pobreza, o en sus palabras: “la relación compleja en forma de oposición permanente entre el poder y los pobres”, que es lo que anuncia que será el objetivo de esta obra. Al mundo de “los proyectos de reforma social desarrollados por las clases dirigentes”, a la manera de Sarrailh y sus seguidores, y “al mundo de los pobres, artificialmente aislado”, Soubeyroux opone en este libro una nueva explicación que, a mi parecer, refuerza lo que sabemos sobre el enmascaramiento de la violencia social por parte del absolutismo, disfrazado de paternalismo ilustrado -la filantropía de los privilegiados-, herencia que pasó intacta al conservadurismo decimonónico hispano, como puede comprobarse en los discursos parlamentarios que servirían de base a las leyes de beneficencia, pero también a las de vagos y maleantes. “La Ilustración, que descubrió las libertades, también inventó las disciplinas” (Foucault).

Soubeyroux descubrió muy pronto que Madrid era el mejor observatorio para comprender por qué ser pobre era una manera de mantener estable el sistema. Como ha reflejado recientemente en un brillante estudio sobre los esclavos de Madrid José Miguel López García, Soubeyroux demostró hace años que Madrid era el destino final de una “auténtica inmigración de la miseria”. Ser pobre en Madrid, donde había muchos ricos, no era lo mismo que ser pobre en un pueblacho en el que todo era del conde y hasta los pocos ricos eran pobres, incluida la Iglesia local, que apenas podía mantenerse con unos diezmos escuálidos. Sin embargo, las 22 parroquias y los 70 conventos madrileños, y toda la aristocracia nobiliaria del reino con casa en Madrid, “protegían” a miles de pobres, amparados por la virtud de la Caridad que, además, les abría las puertas del cielo. El propio rey iba repartiendo monedas cuando salía a cazar -“los pobres cazadores” que cita con ironía el autor-, o cuando atravesaba las calles camino de Atocha, dando ejemplo del alto valor de la caridad, a sabiendas del agradecimiento innato que estos gestos suscitaban entre los madrileños: una recomendación expresa que ya hizo Luis XIV a Felipe V en sus instrucciones antes de que viniera a ceñir el trono de España.

Los ilustrados no acertaban a comprender hasta qué punto Madrid era el mejor reflejo de sus políticas. Nadie explicaba por qué ociosos, malmorigerados y vagantes, fueran pobres válidos o fingidos, o delincuentes, elegían para subsistir Madrid, la ciudad que solo podía ofrecerles dormir en la calle, en las cuadras, o en los soportales de la plaza Mayor, porque apenas había trabajo y hasta pedir limosna estaba regulado como un privilegio. Los bandos de expulsión de pobres se sucedían con cualquier motivo -la llegada de Carlos III por ejemplo, para que no viera una ciudad infestada de pobres-, pero no se daban explicaciones. Quizás no se quería aceptar que el pobre era el último soporte de un Madrid de nobles y criados, de ricos y siervos, de señoras y criadas, de trabajadores “descalificados”, -Carlos III tuvo que admitir que todos los trabajos eran honrados, sea, hágase el milagro-, de malentretenidos y arrastrasacos, de mujeres, jóvenes y niñas que ofrecían su trabajo a domicilio -lavanderas, zurcidoras, planchadoras, cocineras- a precio de miseria -¿o era una limosna?-, mientras gremios enteros rozaban la pobreza, pendientes de las oscilaciones del precio del pan “en un proceso de pauperización que no cesó de agravarse durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, hasta echar abajo todo el sistema anterior de convivencia social”, en palabras de Soubeyroux.

Ordenanza de 1775 para «el recogimiento de Vagos, y Mal entretenidos»

La Caridad era sospechosa -ya lo había dicho Voltaire, donde hay más caridad hay más pobres-, pero pocos se atrevían a revelar que, en realidad, enmascaraba un formidable mecanismo que mantenía legiones de criados a bajo precio, poco más que lo que costaba un esclavo. En esas condiciones, ser pobre en Madrid y resistir solo se puede explicar porque quizás una de las aspiraciones de una amplia capa social fuera ser criado y otra, que se mantuvieran las instituciones de caridad, o sea, la sopa de los conventos y, si hiciera falta, el hospital de pobres, la solución universal. Desde Domingo de Soto se invocaba la libertad del que acudía a la caridad -la libertad del pobre-; también la de los que le proporcionaban ayuda, empezando por el rey, que seguía dando ejemplo, eso sí, sin el menor interés por saber qué pasaba realmente en los centros de recogida, en realidad, centros correccionales de los que solo se publicitaba su labor asistencial. Ni siquiera el iluso de filantropía Pablo de Olavide se salva del certero bisturí de Soubeyroux -tampoco su crédulo biógrafo Marcelin Defourneaux-, como se comprueba en el capítulo dedicado al gran correccional de San Fernando.

Soubeyroux demuestra hasta qué punto la caridad estaba institucionalizada, desde la cúspide: las limosnas regias no eran solo simbólicas. Según un memorial de Floridablanca citado por el autor, “durante 1779 Carlos III otorgó a la Junta General de Caridad la suma de 186.200 reales, de los cuales 106.800 en el cuarto trimestre por corresponder a las dádivas habituales de la corona en Navidad”. Tras el rey, las grandes familias nobles se mostraban ante los madrileños en la misma actitud y nutrían las numerosas instituciones caritativas madrileñas. “En 1779, entre los 192 diputados elegidos en las Diputaciones de barrio, figuraban 104 nobles, de los cuales 7 eran duques, 19 condes y 42 marqueses”. Así se entiende que ser pobre en Madrid pudiera ser visto como un privilegio y que incluso se expidieran certificados de serlo: en el gran trampantojo, todos estaban interesados en ello, por eso la pobreza parecía intemporal e irresoluble y se hacía verdad el lema evangélico “los pobres siempre los tendréis con vosotros”. Incluso un Campomanes se mostraba en esto vencido, pues sabía cuántos sacaban provecho y, como en tantas ocasiones, tuvo que callar.

El Real Hospicio de San Fernando en 1929 (foto: Museo Municipal de Madrid)

En suma, mientras nuestros próceres ilustrados decían intentar remediar la miseria, en realidad estaban manteniendo el sistema que la generaba, un régimen de injusticia y servilismo que, como indica el autor recordando a Tomás Moro en Utopía, se basaba en el argumento de la “pobreza embrutecedora”, la que deja a los pobres sin “energía para sacudir el yugo”. Para nuestros ilustrados, el yugo era el orden, y el orden exigía represión: mantener siempre la “cuerda tirante”, como recomendaba Floridablanca, que advertía que los pobres “en años de escasez son peligrosísimos”. Toda la tercera parte de este libro se consagra precisamente a ese peligro y a la manera institucional de atajarlo.

Estamos, pues, ante una obra maestra que cierra un ciclo historiográfico y plantea un enfoque nuevo de un tema crucial en la historia social de España, originado como tantos otros en el siglo olvidado. Gracias a estudios como los de Soubeyroux, el XVIII español ya no es aquel siglo que España “perdió”, según dijo Ortega, aquel siglo “desviado” y por ello abandonado en los años de las fanfarrias imperiales del Régimen, en el que la España supeditada a Francia había perdido hasta sus “virtudes raciales” según lamentaba un confeso menendezpelayista que hoy seguramente se sumaría a los esfuerzos de Elvira Roca por defendernos de la leyenda negra reinventada como un nuevo fantasma a la espera de nuevos salvadores a quienes agradecer nuevas hazañas. Porque las hazañas que trae Soubeyroux a este libro son las de los pobres, con sus nombres y apellidos -y muchas veces, con sus profesiones y sus delitos-, las de los “peligrosísimos” de Floridablanca, las de los excluidos de los libros de la historia patria, pues en todo tiempo, como decía un veedor de la Casa de Misericordia de Zaragoza, “muchos hablan de pobres, pero lo que quieren es verse lejos de ellos”.

Fuente: Prólogo a Jacques Soubeyroux, El absolutismo ilustrado y los pobres: Asistencia y represión en el Madrid del siglo XVIII. Madrid, Punto de vista Editores, 2022.

Portada: «Que se rompe la cuerda», desastre 77 de Francisco de Goya (foto: Museo del Prado)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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