(Al final, artículo de F. Erice)

Fernando Hernández Sánchez
Julián Sanz Hoya
Sergio Gálvez Biesca
(Doctores en Historia Contemporánea)

 

En 2021 cumplieron un siglo muchos partidos comunistas. Surgidos al calor del Octubre de 1917 y del colapso de la Primera Guerra Mundial, nada de lo ocurrido durante lo que Eric J. Hobsbawm denominó el “corto siglo XX” ‒el periodo entre la revolución rusa y la caída de la Unión Soviética‒ sería comprensible sin la participación de la militancia comunista, tanto en los episodios luminosos como en los sombríos. El comunismo no fue un todo homogéneo. Más que de comunismo, habría que hablar de comunismos, tan plurales como las circunstancias históricas en que se desenvolvieron. Hubo un comunismo esclerótico y un comunismo creativo; comunismo de pesados debates teóricos y comunismo de gente con anhelos básicos de pan, trabajo y dignidad; comunismo de fábrica y barriada y comunismo de despacho; comunismo policiaco y comunismo afanoso de conciliar la aspiración a la igualdad con la razón democrática. Plural fue también la gama de sus adherentes, para quienes el comunismo proporcionaba una interpretación sólida del mundo, la vigorosa convicción de que la política era la fuerza de los débiles, la reconfortante certeza de caminar en el sentido de la historia y de formar parte de un torbellino destinado a transformarla.

Sello conmemorativo del centenario del Congreso de Livorno en el que se fundó el PCI

En conmemoración de ello, algunos servicios nacionales de correos dedicaron a la efeméride una emisión especial. La hubo en Italia, donde el sello reprodujo un cartel de época con un obrero y un campesino saludando al sol naciente en el que se inscribían la hoz y el martillo. La hubo en Portugal, donde se recogió una instantánea de Álvaro Cunhal entrando a una sesión del parlamento. No hubo escándalo por ello. Nadie duda de que en ambos países los comunistas jugaron un importante papel en la conformación de sus democracias: en el primer caso, como protagonista del consenso constitucional de 1948, en cuyo preámbulo declararon a Italia una “república democrática fundada en el trabajo”, reminiscencia de la “república democrática de trabajadores de toda clase” de la constitución española de 1931. En el segundo, porque habiendo aportado los comunistas un notable capital simbólico al proceso revolucionario del 25 de abril, viéndose en noviembre de 1975 en el trance de liderar una vía que arriesgaba la guerra civil, supieron supeditar sus objetivos a los del país. Cabría recordar también la contribución de los comunistas franceses a la creación del estado del bienestar: el ministro Ambroise Croizat implantó en 1946 el seguro de enfermedad, el sistema de pensiones, los subsidios familiares, la cogestión sindical en los sectores productivos nacionalizados, la medicina laboral y la reglamentación de las horas extraordinarias.

Sello emitido en 2005 en Portugal en memoria de Alvaro Cunhal

En los tres casos, el fascismo y el colaboracionismo habían sido aplastados, lo que quizás explique la naturalidad con que se aborda allí una memoria concelebrada desde las instituciones. No es este, obviamente, el caso español. La paralización cautelar de la emisión de un sello conmemorativo del centenario del PCE a instancias de un grupo de presión dedicado al lawfare es la expresión ‒una más‒ de la excepcionalidad española en temas de memoria democrática y de un fenómeno que pese a las advertencias del Relator Especial Fabián Salvioli no se le está prestando la atención necesaria: el revisionismo y negacionismo franquista. Aquí, el conservadurismo se ha alistado a una visión bipolar del mundo propia de las guerras culturales trumpistas. Una dicotomía que ya fue cuestionada por los comunistas españoles en 1956 al formular la política de reconciliación nacional. Sin ese giro estratégico, los católicos podrían haber seguido siendo vistos como la grey de la Iglesia de la Cruzada, como los beneficiarios del nacional-catolicismo con sus secuelas de atraso y trauma social, identificados con el fanatismo del padre Tusquets, martillo de judíos y masones, o con el rostro odioso del cura verdugo del penal de Ocaña evocado por Miguel Hernández, o de las Hijas de la Caridad que explotaron y humillaron a las mujeres presas o colaboraron en el robo de niños y a las que la democracia, magnánima, otorgó el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia en 2005. Por contra, la apertura de los comunistas hizo posible el diálogo a partir del Concilio Vaticano II, y hubo cristianos en el partido y comunistas en las parroquias de los barrios chabolistas, viviendo el mensaje del evangelio junto a los pobres. Fueron los casos de Alfonso Carlos Comín, impulsor de Cristianos por el Socialismo y del jesuita José María Llanos, pionero del Pozo del Tío Raimundo.

De no ser por la política de reconciliación nacional, la izquierda vería a los monárquicos no como una corriente con la que poder dialogar a partir del “contubernio de Múnich” de 1962 para encontrar una salida pacífica al franquismo, sino como los conspiradores que auspiciaron el complot con el soporte financiero y militar de Mussolini. A Joaquín Satrústegui y a José María Gil Robles, como al alférez provisional a las órdenes del general Mola, el primero, y al segundo como el aspirante frustrado a caudillo que cedió los fondos de la CEDA para financiar el golpe y animó a sus seguidores a respaldarlo. Al ABC, no como la plataforma juanista de Ansón, vocero de Estoril, sino como el diario de los Luca de Tena que pagó el Dragon Rapide para llevar a Franco de Canarias a Melilla; el que celebraba las victorias del Eje en sus portadas de huecograbado; el que publicó el diario íntimo del estudiante Enrique Ruano, asesinado por la policía en 1969 y celebró el derribo de Allende en 1973.

La política de reconciliación nacional desplazó la línea de confrontación del lugar donde el “régimen del 18 de julio” habría deseado fijarla para siempre. La cuestión dejo de ser dónde estaba cada uno en 1936, sino en dónde se situaba respecto a la dictadura franquista y qué estaba dispuesto a hacer contra ella. A partir de ahí, los comunistas españoles emprendieron una paciente labor de construcción de estructuras de oposición y pedagogía democrática, hasta convertirse por la fuerza de los hechos históricos acumulados en el “partido del antifranquismo”. Impulsaron las Comisiones Obreras, que erosionaron desde dentro las estructuras del sindicalismo oficial hasta convertirlo en un artefacto inútil, imponiendo por la vía de los hechos una nueva representatividad obrera. Las comunistas fueron las principales impulsoras del Movimiento Democrático de Mujeres, donde muchas desarrollaron su conciencia política, democrática y feminista. El PCE llevó el cuestionamiento de la dictadura a las universidades, los colegios profesionales y las asociaciones de vecinos, ámbitos en los que contribuyó decisivamente a la extensión de ideas y prácticas democráticas. Con ello, generó liderazgos que luego polinizaron todo el arco político en democracia. Comunistas eran las principales caras visibles de lo que entonces se llamaban las “fuerzas del trabajo y la cultura” (Marcelino Camacho, Manuel Sacristán, Blas de Otero…) pero también lo fueron Ramón Tamames, Enrique Múgica, Javier Pradera, Eduardo Punset, Pilar del Castillo y Josep Piqué. Incluso figurones de la actual extrema derecha –Federico Jiménez Losantos, Fernando Sánchez Dragó, Gonzalo Santonja‒ hicieron el noviciado bajo banderas rojas, a menos que los archivos de la represión franquista (Interior, Defensa y Justicia, sin olvidarnos de decenas de fondos documentales depositados en los Archivos Estatales) sorprendan dentro de unas décadas –al ritmo que va la cuestión del acceso en España– a investigadores, a víctimas de los crímenes del régimen y a la ciudadanía en general con otra explicación.

Los comunistas pagaron un alto precio en su lucha contra la dictadura. Solo durante el tiempo de vigencia del Tribunal de Orden Público (TOP), entre diciembre de 1963 y enero de 1977, el 90% de los encausados eran de ideología comunista y, de ellos, el 70% militaba en el PCE. También asumió el coste de su independencia respecto a Moscú y el rechazo de las intervenciones soviéticas en otros países. La condena del aplastamiento de la Primavera de Praga (1968), la oposición a la invasión de Afganistán (1979) y al golpe militar en Polonia (1981) le costaron tres escisiones. Alcanzada la democracia, el PCE contribuyó a su consolidación con la participación en la ponencia constitucional (Jordi Solé Tura), en los pactos de la Moncloa y en la condena de la violencia terrorista (el PCE convocó la primera manifestación contra el terrorismo de ETA, en Portugalete, en junio de 1978), lo que colocó a sus militantes o simpatizantes, como José Luis López de la Calle, en el punto de mira. Las concesiones de la cúpula del PCE en pro de la estabilidad de un frágil sistema democrático atenazado por el golpismo y el terrorismo, su aceptación del marco institucional, incluidas monarquía y bandera, sus renuncias simbólicas y sus giros coyunturales fracturaron su base y acabaron provocando su implosión en los años ochenta.

26 de enero de 1977: entierro de los asesinados en el despacho de abogados laboralistas de Atocha en enero de 1977 (foto: Europa Press)

Todo ello debería ser tenido en cuenta para evaluar el acto de justicia histórica que supone la puesta en circulación de un sello que constituye una modesta expresión restitutiva del honor de quienes tuvieron que franquear ‒sin ironía‒ sus cartas escritas desde las cárceles, el exilio o el silencio forzado con la faz implacable del responsable de la matanza de unos contra otros. Esas cartas de España que llegaban a la BBC, a Radio Francia Internacional o a la Pirenaica portando en su interior noticias, denuncias de injusticias y anhelos de libertad debieron pagar durante años, demasiados, una tasa de humillación mil veces más onerosa que los gastos de envío.

Fuente: Público 15 de noviembre de 2022


 

Francisco Erice

(…) Ahora, la Dirección Estatal de Correos y Telégrafos, cuando ya casi todos los correos son electrónicos, ha decidido dedicar ese objeto entrañable y casi arqueológico que es un sello postal a gentes como Nebot, Laso y Bayón o, lo que es lo mismo, al centenario del partido al que pertenecieron. En indignada respuesta, un grupo de abogados sedicentemente cristianos y una jueza diligente quieren bloquear tan pobre e insuficiente homenaje, mientras los diversos partidos de derecha y centro derecha, cada vez más acentuadamente clónicos, ponen el grito en el cielo. Hablan de la “ideología criminal” de los homenajeados y hasta citan una resolución del Parlamento Europeo donde un grupo de diputados indocumentados condenaban el comunismo urbi et orbi tras un delirante análisis histórico que atribuye la Segunda Guerra Mundial al pacto germano-soviético, ¡como si no existieran la Conferencia de Munich o la invasión de Checoslovaquia, o como si la guerra hubiera enfrentado a los Aliados occidentales contra la coalición de la URSS y la Alemania nazi!. Y, a la vez, juegan con hiperbólicos recuentos de víctimas del comunismo, basándose en el delirante relato que el denominado Libro negro del comunismo ha venido difundiendo. Fuera de todo recuento quedan, por supuesto, no ya las violencias fascistas, sino las del mundo liberal, desde el tráfico de esclavos o la barbarie del colonialismo, a las matanzas del imperialismo occidental y sus cómplices, en Filipinas, Argelia, Vietnam, Indonesia, Chile, Argentina, Libia o Irak, por citar unos cuantos de las decenas de ejemplos posibles del pasado siglo. O ignorando, por supuesto, los millones de víctimas anuales de la violencia económica del sistema capitalista fallecidos por la miseria o enfermedades curables.

Pero no pueden hacernos olvidar que quienes criminalizan a gentes como Laso, Bayón o Nebot son los mismos que defienden, en el callejero y los monumentos, la presencia en términos de homenaje a Yagüe, el “carnicero de Badajoz”, que reconocía al periodista norteamericano Whitaker el fusilamiento masivo de republicanos inermes porque no podía llevarlos con él ni dejarlos sueltos mientras su columna avanzaba. Que reivindican orgullosos al necrófilo y antisemita Millán Astray del “¡Viva la muerte, muera la inteligencia!”. Que se oponen a trasladar los restos de Queipo de Llano, verdadero virrey de Andalucía mientras se producían miles de asesinatos, y que alentaba a los soldados “nacionales” a violar a las mujeres republicanas mostrándoles lo que era un “verdadero hombre”. O que se resistieron a remover del Valle de los Caídos el cadáver de un caudillo, amigo de Hitler y Mussolini, que, según algunos testimonios, en los primeros años de su dictadura, iba acumulando, impasible y tranquilo, en una esquina de su mesa o en el suelo al lado de la misma, las decenas y decenas de sentencias de muerte que confirmaba cada día. Voltaire dudaba, en alguna ocasión, si resultaba  preferible un ignorante o un malvado. En casos como este, seguramente hubiera considerado que no era necesario elegir.

Fuente: «Tres comunistas y un sello de correos». Nortes, 14 de noviembre de 2022

Portada: Nortes

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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1 COMENTARIO

  1. Vaya por delante mi felicitación a los amigos -estaba tentado a decir camaradas- por sus artículos, cabalmente argumentados.
    Que una asociación de abogados ultras exista aquí y ahora e intente manchar la memoria del PCE no debe extrañarnos. Desde la época de Carlos V y del Concilio de Trento siempre ha habido en España una parte del rebaño del Señor dispuesta a ser más papista que el papa y a sentar mano dura sobre los disidentes (apoyando, si es preciso, a quien los elimine o los mantenga a raya). Más grave parece la decisión judicial de la magistrada Carmen Casado, de lo contencioso administrativo; aunque tampoco es raro, tal como está el patio de los togados españoles. Su jurisdicción dictamina si los actos de las administraciones públicas se ajustan a las leyes y, siendo así que no hay ninguna que ilegalice al PCE, esta señora quizá piensa que aún están vigentes la Ley de represión de la masonería y el comunismo y demás normas franquistas.
    Relacionar a un juez o jueza de la España de hoy con el franquismo no es gratuito y ya lo fundamentó Jiménez Villarejo en su libro “Jueces, pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial”. Muchas veces se ha dicho y hay que repetirlo: tras la muerte de Franco la democracia controlada de la transición no pudo/no quiso/no supo depurar el aparato del Estado, ni siquiera en su núcleo más duro, el relacionado con el control y la represión (el ejército, la judicatura, las fuerzas policiales). Y en ésas estamos.
    Es cierto que esa depuración fue problemática y conflictiva incluso a la hora de tratar a los responsables de la Alemania nazi; pero por lo menos se intentó y la sociedad alemana acabó asumiéndolo y tomando básicas medidas para la no repetición (p.e., la prohibición de la apología del nazismo). Si, según el juez Fritz Bauer, en la RFA de los años cincuenta la inmensa mayoría de jueces y fiscales alemanes habían servido a las órdenes del Reich, sin embargo los más implicados con el nazismo fueron apartados de la esfera pública, como fue el caso de Carl Schmitt, quien, por cierto, gozó de gran predicamento intelectual en la España franquista, la que, según él, había librado “una guerra de liberación contra el comunismo”.
    No hubo aquí nada de eso. Y así uno, que, en su condición de militante del PSUC, pasó por la cárcel y fue condenado por el Tribunal de Orden Público por “propagandas ilegales y asociación ilícita” (o viceversa), ante este tipo de decisiones judiciales se siente como si no hubiera pasado el tiempo por algunas mentes e instituciones y como si esta democracia, a la que algo contribuimos los comunistas, como se indica en los artículos, viniera cojeando de un pie y llevando un rumbo escorado. No precisamente hacia la memoria democrática, como correspondería en una sedicente “democracia avanzada”.

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