Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia y profesor de filosofía
 
 

Isabel Díaz Ayuso se despacha con la soberbia castiza del Madrid cortesano. Chusquera de la política, se comió el cursus honorum pepero a dos manos sin despuntar demasiado, hasta que, carambolas de la vida, alcanzó la presidencia. Si lo de Esperanza Aguirre fue trágico para la democracia madrileña, lo de Isabel Díaz Ayuso tiene pinta de farsa, pero no menos dramática. Ya se dirija al Madrid de sus entretelas, ya a esas provincias que abrazan a la capital del reino, Díaz Ayuso habla con la suficiencia de haberse arrimado al lado más sombrío de la Historia. En su boca de luchadora por la libertad de mercado, las falacias se disparan como pelotas de goma. Ahora le ha tocado el turno a la más gruesa, la del falso dilema, pues las elecciones del 4 de mayo, dice, son un plebiscito entre el socialismo y la libertad. O el caos o yo, añaden sus consejeros áulicos. Ahí es nada.

Si desde provincias su estilo hiperbólico provoca cierta vergüenza ajena, es innegable que en el Madrid cortesano engancha. Sus palabras gruesas, que ella confunde con trascendentales, solo es posible dispararlas gracias a la nula relación que guarda el discurso de la derecha con la realidad de las cosas. En su retórica huele a napalm por la mañana, es decir, a Guerra Fría rediviva. Para esta Agustina de Chamberí, que no quiere que la Almudena sea comunista, las palabras significan lo que ella quiere que signifiquen. Por eso el socialismo, no digamos ya el comunismo, es muerte, y la libertad es libertad de consumo y mercado, y punto. O libertad de negocio o gulag en Calamocha, sentencia con su timbre soliviantado por la gravedad de lo que sale por su boca o por el tamaño de la sandez que espeta. O quizá, simplemente, porque habla hechizada por un espectro del pasado, el de la Guerra Fría, y una sombra, la del muro de Berlín, que sigue a día de hoy condicionando nuestro vocabulario y nuestras vidas.

Pero en sus palabras no hay miedo, sino orgullo de victoria y privilegio. No hay defensa, sino ataque hasta llevárselo todo, ya sea el significado de las palabras, siempre en pugna, ya sean los recursos y contratas del Estado, siempre jugosos. Las palabras importan. Con ellas los humanos damos sentido al mundo en el que vivimos. Y este mundo vive aún bajo el derrumbe del muro de Berlín a golpe de música rock, luces de neón y zapatillas de diseño tan modernas como liberales. No queda, por tanto, un comunismo vivo a pesar de que lo conjure la presidenta con la vehemencia de Ronald Reagan.

Imagen de Isabel Díaz Ayuso identificada como Agustina de Aragón, divulgada en redes sociales (foto: Twitter)

Pero Díaz Ayuso no es una excepción en nada. La propia izquierda parlamentaria también usa un lenguaje condicionado por lo que sucedió entre 1989 y 1991. Tanto en Europa como en España sucede lo mismo, aunque con una marcada diferencia. Si bien en el continente la Victoria antifascista de 1945 es la otra fecha fundacional de la vida política actual, en España, en cambio, la Victoria fue la del fascismo del 1 de abril de 1939. Comunismo o libertad, se dijo entonces, y se sigue diciendo ahora. Salirse de los surcos de la Victoria, bramó Manuel Fraga en su momento, no estaba sobre la mesa. Por eso en España tenemos los liberales que tenemos, porque los que se quedaron, en lugar de marchar al exilio, lo hicieron saludando a la romana. Ya se sabe que un fascista solo es un liberal que tiembla de miedo.

Vivimos, por tanto, bajo la sombra de 1989. Hagamos un breve repaso. El colapso del mundo soviético derribó los cascotes del paraíso planificado sobre todas las alternativas al capitalismo, fuesen comunistas o no lo fuesen. Pero las grietas venían de lejos. Desde la derrota de las revoluciones de 1968, incendiadas contra lo que los jóvenes consideraban unos regímenes disciplinarios insoportables, incluido el soviético, el mundo occidental comenzó un proceso de transformación hacia una economía desregulada, basada en la acumulación flexible de capital y la deslocalización de la industria. El fordismo dio paso al posfordismo; la modernidad a la posmodernidad. Lo que no se consiguió en 1968 sirvió para, una vez invertidos los valores que había bajo los adoquines, sustentar y legitimar este cambio. Pero la Historia iba despacio, y el capitalismo tenía prisa.

Así fue cómo el liberalismo más descarnado, el de la Escuela de Chicago, se tomó su revancha después de años de soportar la doma keynesiana de la bestia. Era preciso desatar a la fiera económica, pues la mano invisible del mercado sabría llevarla por el buen camino. El enemigo no sólo era una Unión Soviética hormigonada y robotizada como el Iván Drago de Rocky IV, sino la intervención keynesiana y, por asociación, el Estado, al que se veía como un liberticida nacionalizador de los beneficios y una fábrica de vagos subvencionados.

Roosevelt pronuncia el «discurso de las cuatro libertades» el 6 de enero de 1941 (foto: Franklin D. Roosevelt Presidential Library and Museum)

Purgar la libertad de toda asociación con la igualdad era un reto difícil después de la II Guerra Mundial. Franklin D. Roosevelt las había soldado en su célebre discurso de 1941 las “Cuatro libertades”, donde afirmó que no se puede ser libre si se padecen miedo y hambre. Pero la estanflación de los años de 1970 dejó a los keynesianos con un rictus de incredulidad desesperada. Thatcher destrozó a los mineros, y la cuota de afiliación en los países de la OCDE a día de hoy es ridícula, especialmente en España. Se atacó la legitimidad de los impuestos progresivos y los Estados perdieron soberanía fiscal y monetaria. El dinero, donde mejor estaba, era en los bolsillos de cada individuo. Mitterrand abandonó su programa de transición al socialismo. De Felipe González mejor es decir nada. Se sustituyó el horizonte igualitario abierto en 1917 y confirmado en 1945 por el horizonte liberal del mundo de la libre empresa. Los fastos pop del Bicentenario de la Revolución francesa en París señalaron el cambio: la libertad, o era liberal, es decir, libertad de mercado y consumo, o era nada. Adiós a la igualdad.

Siendo hijos e hijas de esta concepción de la libertad como el disfrute irrestricto de la propiedad privada, no es complicado adivinar el atractivo de la dicotomía presentada entre el comunismo y la libertad. Mientras pueda comerciarse, poner unas copas a unos franceses o solazarse en una terraza, no importa nada de lo que suceda a mi alrededor. Dicho de otro modo, no se meta usted en política y disfrute de la vida que pueda permitirse. Para John Locke (1632-1704), el padre del liberalismo, la acción del Estado no debía entrar en este ámbito privado, tan solo debía salvaguardarlo de interferencias y cataclismos, tales como una intervención regulatoria del Estado. Todo lo demás era prescindible. Y la democracia, el gobierno despótico de los no propietarios, era tan enemigo como la monarquía absoluta.

Es evidente que Locke ha triunfado. Hoy el comunismo no tiene oportunidad alguna en Madrid ni en ningún sitio. Si Díaz Ayuso se cree sus palabras, roza la paranoia; si miente, es tan cínica como quien la asesora. El Madrid al que apela es el Madrid de los pelotazos y la Corte, de los milagros y las cadenas, el de Isabel II y el marqués de Salamanca. La libertad es la misma que la del mundo de la libre empresa, no la de un derecho, sino la de un privilegio. La misma libertad defendida por el pensador Edmund Burke en los tiempos en los que difamaba a la Revolución francesa, toda ella pintada de anarquía, primero, y despotismo, segundo. Los mismos temas de trazo grueso, antiigualitarios, que hoy en día reflotan en la retórica de Díaz Ayuso. Caos, dictadura, totalitarismo, todo junto y revuelto, bien agitado y peor mezclado.

Tranvía al barrio de Salamanca, inaugurado en 1871 (foto: revistaplacet.es)

Pero la presidenta sabe bien a quien se dirige. Díaz Ayuso no busca el voto vallecano, sino el del pollo pera que calza náuticos y se dobla el jersey de punto sobre los hombros. No habla para el currela, sino para el wannabe que se mortifica pagando la hipoteca de su adosado en el extrarradio mientras odia al Coletas que se hace un moño con sus impuestos. Ellos escuchan, se rasgan las vestiduras y tienen el voto, o el cuchillo, a la espera.

Lejos de demostrar con esta retórica que no es liberal, Díaz Ayuso es tan liberal que asusta. Para los regímenes liberales, empezando por el inglés posterior a 1688, la democracia era un peligro, y siempre vino después de la libertad de mercado. Solo cuando se demostró inane para poner en solfa la propiedad privada, el liberalismo la aceptó como propia. Las negativas de los regímenes liberales a aceptar el sufragio universal fueron una prueba constante. Díaz Ayuso es una liberal de pura cepa. Por su boca salen las mismas palabras de siempre para lo mismo de siempre: defender los privilegios sociales llamándolos derechos universales. De esto fue siempre el liberalismo, y en esto sigue con confianza desde 1989.

Ayuso lo sabe, y sus votantes, dispuestos a todo, la reciben con alegría y balones de gin-tonic. Durante años la izquierda se comió los escombros del muro de Berlín como pedazos de carbón traídos por los Reyes Magos de la Historia. Debe cambiar el paso. Como afirmó Roosevelt, la libertad es tener la garantía de no morirte de hambre, de indignidad o de miedo. No es el comunismo soviético el enemigo de Díaz Ayuso, sino la regulación colectiva que saque a Madrid del estercolero de corruptelas y saqueos en el que bulle. La libertad de su Madrid cortesano es la esclavitud del Madrid de la Villa. Visto así, esta elección sí es un plebiscito sobre el significado de la libertad. Díaz Ayuso ya le ha dado uno, el mismo que se le dio contra la Revolución francesa, contra la Revolución rusa y contra el Estado de Bienestar. La tarea es evidente; el reto, inmenso. Ya solo queda que el espectro del comunismo hable sobre la libertad, al fin, alto y claro.

Fuente: El Salto , 19 de marzo de 2021

Portada: Isabel Díaz Ayuso, junto al entonces vicepresidente Ignacio Aguado, en la sesión parlamentaria del 18 de febrero de 2021 (foto: Marta Fernández Jara/Europa Press)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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