Janet T. Knoedler*

 

Tim Rogan, becario de Historia en el St. Catharine’s College de Cambridge, enmarca esta excelente exégesis de las contribuciones intelectuales clave de tres destacados críticos del capitalismo del siglo XX –R. H. Tawney, Karl Polanyi y E. P. Thompson– con una pregunta mordaz que subyace a la mayoría de nuestros debates políticos recientes: «¿Qué tiene de malo el capitalismo?» (pág. 1). Rogan observa que nuestros debates se han centrado en las desigualdades materiales creadas por el capitalismo, enmarcadas en las importantes contribuciones de estrellas en ascenso de nuestra economía del siglo XXI como Thomas Piketty o Raj Chetty. Sin embargo, Rogan también sostiene que estos y otros que trabajan en este tema en los últimos años han omitido la consideración de la crítica moral del capitalismo tal como se desarrolla en las obras clave de los tres autores cubiertos en este volumen: La religión y el ascenso del capitalismo de Tawney (1926), La gran transformación de Polanyi (1944) y La formación de la clase obrera en Inglaterra de Thompson (1963). En opinión de Rogan, nuestras discusiones actuales sobre la desigualdad deberían incluir esta dimensión moral, tan claramente articulada por estos tres estudiosos: como él dice, «una preocupación por la desigualdad material que no deja espacio para las consideraciones que esta crítica moral plantea deja disminuido el debate contemporáneo» (p. 2).

Rogan conecta a estos tres autores y sus tres libros seminales a través de sus esfuerzos por comprender las implicaciones morales de la transición al capitalismo y más concretamente a la forma de capitalismo de libre mercado que surgió con la Revolución industrial británica, que, en su opinión, no solo desafió los patrones anteriores de intercambio y producción arraigados en las costumbres y las normas sociales, sino que también eliminó los principios éticos que habían sustentado estos procesos en las sociedades tradicionales anteriores. Cada uno se centra, en estos tres importantes libros, en un momento crucial de cambio en esa sociedad cuando «las tensiones entre los viejos mandatos éticos y los nuevos imperativos económicos se agudizaron» (p. 3). Cada uno examinó las rupturas en el tejido social que acompañaron el surgimiento del capitalismo en Europa occidental, especialmente en Inglaterra. Cada uno luchó con –y finalmente rechazó– ideas que surgían de los fundamentos teóricos de la teoría económica dominante, que se esforzaban por explicar el funcionamiento de una economía de mercado basada en la teoría utilitaria. Pero cada uno también participó, de diferentes maneras, en debates políticos sobre el papel del Estado en la estabilización del orden social, incluso cuando las relaciones de mercado basadas en el esfuerzo y los logros individuales continuaron reemplazando a los consensos sociales arraigados en las antiguas interpretaciones colectivistas de la economía. Rogan dedica un capítulo a Tawney, Polanyi y Thompson, delineando las raíces intelectuales y las experiencias que les llevaron a sus respectivas críticas al capitalismo de libre mercado.

Tawney tuvo a la vista la vida de la clase trabajadora mientras enseñaba economía en Lancashire y North Staffordshire, Inglaterra, comunidades que sufrían desempleo y dislocación social. Tawney llegó a comprometerse no sólo con el estudio académico de estos fenómenos, sino también con la búsqueda de soluciones prácticas. Fue galvanizado por el malestar político y social que siguió a la muerte de Eduardo VII, que puso a Inglaterra en riesgo de crisis constitucional y acentuó el papel del Estado en el tratamiento de estas dislocaciones sociales. Como afirma Rogan, Tawney se dio cuenta en este momento de que «la sociedad británica se estaba desintegrando en un choque de grupos e intereses…, [cómo] las relaciones interpersonales [se redujeron] a los términos de intercambio económico alentados por la economía política victoriana» (p. 21), es decir, al individualismo metodológico. Tawney comenzó a buscar los fundamentos intelectuales que podrían justificar una mayor unidad social: como dice Rogan citando a Tawney, «‘la unidad debe ser deseada en todos aquellos asuntos que involucran la vida cotidiana de la humanidad, no en el sentido de que todos deben creer las mismas cosas o actuar de la misma manera, sino en el sentido de que un hombre no debe suponer que lo que otro cree está dictado únicamente por intereses egoístas‘» (p. 21). Tawney absorbió ideas de la metafísica idealista, donde el Estado tenía un papel crucial en la promoción de la unidad; de las preocupaciones de F. W. Maitland sobre un Estado tiránico; y de socialistas gremiales como G. D. H. Cole, que vieron a los sindicatos como vehículos para complementar los esfuerzos de los trabajadores por usar la solidaridad para mejorar sus logros. Después de la Primera Guerra Mundial, Tawney fue nombrado miembro de la Comisión Real sobre la Industria del Carbón y puso algunas de estas ideas en práctica. Aunque Tawney veía cada vez más al Estado como «un instrumento político práctico» (p. 36), se mantuvo consciente de que no era un instrumento perfecto, reconociendo, como dice Rogan, que «los tontos lo usarán, cuando puedan, para fines tontos, y los criminales para fines criminales. Los hombres sensatos y decentes lo usarán para fines decentes y sensatos» (p. 37).

Más allá de sus ideas sobre la solidaridad, Tawney también se familiarizó con los socialistas cristianos, y comenzó a incorporar la consideración explícita de la moralidad en sus escritos: “la esencia de toda moralidad es ésta, … creer que todo ser humano es de infinita importancia y, por lo tanto, que ninguna consideración de conveniencia puede justificar la opresión de uno por otro» (p. 43). Esta idea se convirtió en la base de su obra más importante, La religión y el ascenso del capitalismo, en la que Tawney investigó los principios rectores de la economía que existían en Inglaterra antes del capitalismo. En opinión de Tawney, antes del surgimiento del capitalismo, el Estado había trabajado para «suprimir la codicia de los individuos o la colisión de clases [para instaurar] … un cemento muy necesario de estabilidad social» (p. 45). Un elemento importante del trabajo de Tawney, además de la introducción de la religión en la economía, fue la articulación del papel de la cohesión social tal como había funcionado en una sociedad anterior y menos secular. Tawney decidió que la religión antes del capitalismo había sido más que un medio de salvación individual; también era «la sanción de los deberes sociales y la manifestación espiritual de la vida corporativa de una sociedad compleja, pero unida» (p. 45). En su tratamiento del ethos cambiante de la sociedad occidental bajo el capitalismo, Tawney argumentó que la Reforma había eliminado este decisivo aspecto social de la relación humana, no solo con Dios, sino entre las personas, lo que llevó a la destrucción de la mayoría de las estructuras sociales que habían mantenido la estabilidad social y conectado los mundos público y privado de los participantes en la economía.  conduciendo en última instancia a la «ceguera espiritual» (p. 47) de nuestra era moderna. En otras palabras, la destrucción de estas relaciones sociales anteriores, vinculadas a la ética religiosa, fue acompañada por una nueva fe en el individualismo desenfrenado, tanto en la esfera moral como en la social. Una vez que estos lazos sociales tradicionales fueron descartados, también lo fueron los entendimientos mutuos y las responsabilidades mutuas que deberían haber formado los fundamentos esenciales de un capitalismo humano.

El segundo de estos grandes economistas morales del capitalismo moderno, Karl Polanyi, también examinó la transición al capitalismo mediante la perspectiva de su propia comprensión ética de la sociedad y también enmarcó esta comprensión en sus experiencias políticas. Polanyi, como informa Rogan, vivió las tumultuosas décadas posteriores a la Primera y la Segunda guerras mundiales en países europeos donde esa convulsión se sintió más profundamente. Vivió en Hungría durante el ascenso de los comunistas al poder y fue influenciado por sus ideas económicas. Cuando estas reformas comunistas fracasaron, Polanyi se mudó a la «Viena Roja» y absorbió las ideas de los socialistas gremiales que estaban impulsando reformas en los programas de educación y bienestar, hasta que vio el surgimiento del nacionalsocialismo en la cercana Alemania y sabiamente se trasladó a Inglaterra en 1933. Allí escribió su ensayo sobre la «esencia del fascismo», criticando el fascismo de la siguiente manera: «‘filosofía social fascista… fue un intento de reforzar el sentido de inevitabilidad con el que la gente buscaba soluciones colectivistas en la decadencia de los principios individualistas del orden» (p. 67). Rogan ve en este ensayo anterior de Polanyi claras conexiones intelectuales con Tawney en la visión de este acerca de la capacidad humana esencial para la «autonomía y la responsabilidad» (p. 69) a través de «principios de solidaridad social» (p. 55) y de la noción de la personalidad humana en el centro de su trabajo (p. 55). Polanyi también tomó prestadas ideas de Karl Marx; sin embargo, como argumenta Rogan, Polanyi rechazó lo que vio como un utilitarismo excesivo en Marx, prefiriendo teorías alternativas que no reducían la vida social al simple intercambio económico. Pero, como también señala Rogan, también es crucial ver el trabajo de Polanyi en el contexto de la enemistad hacia el fascismo compartida por los socialistas cristianos y los humanistas socialistas seculares, dos líneas de trabajo que Polanyi conocía bien.

Fue después de su traslado a los Estados Unidos, y con referencia a sus escritos y experiencias anteriores, cuando Polanyi escribió su «obra maestra» (p. 53), La Gran Transformación. La noción más duradera de este trabajo fue la explicación de Polanyi del doble movimiento, la transición inexorable hacia una economía de mercado que gobierna los mercados de la tierra y del trabajo, que fue seguida por las medidas proteccionistas del gobierno para proteger estas «mercancías ficticias» de los excesos del mercado al desacelerar la tasa de cambio. Para Rogan, el tratamiento de Tawney de los problemas del capitalismo se repite en el énfasis de Polanyi en la «regeneración de las solidaridades sociales en medio de la disolución capitalista de las formas sociales más antiguas» (p. 55). Polanyi escribió La Gran Transformación, al menos en parte, como señala Rogan, para ampliar los mismos relatos históricos presentados en La religión y el ascenso del capitalismo de Tawney, pero también para mostrar que este «paradigma liberal-capitalista… estaba en crisis» (p. 78). Rogan también señala que Tawney se centró en la forma del capitalismo temprano que surgió en los siglos XVI y XVII durante el período de la Reforma, cuando el sistema económico anterior arraigado en la tradición y los principios de precio justo y cohesión social comenzaron a erosionarse. Polanyi, en cambio, optó por centrarse en el pleno florecimiento del capitalismo de mercado no regulado a principios del siglo XIX, con muchas de estas estructuras sociales ya en riesgo de destrucción, para presentar su análisis del doble movimiento. Los subsidios salariales de Speenhamland [1795, Berkshire] sirvieron como ejemplo específico de la respuesta proteccionista a estos procesos de mercado, descritos por Rogan como la «evidencia de Polanyi de que la disolución de los escrúpulos morales medievales sobre la conducta en la vida económica estaba inacabada» (p. 80). Para Rogan, por lo tanto, tanto Tawney como Polanyi usaron sus críticas al capitalismo para argumentar en nombre de la humanidad esencial de los trabajadores atrapados en este nuevo y duro sistema de capitalismo que estaba destruyendo los lazos sociales esenciales entre los trabajadores. Sin embargo, a diferencia de Tawney, quien se basó en puntos de vista cristianos sobre la naturaleza esencial de los humanos para montar su argumento, Polanyi finalmente prefirió volver a las ideas de Adam Smith, a quien vio como el «último humanista de la economía política» (p. 91), para argumentar que las relaciones humanas se basaban en algo más que el mero trueque y el intercambio, y eran, más bien, algo ligado fundamentalmente a las relaciones sociales.

Cuando se publicó por primera vez, La Gran Transformación fue recibida con escepticismo, como informa Rogan, lo que no fue el caso con la Historia de la clase obrera inglesa de E.P. Thompson, escrita no durante la agitación y la guerra, como fue el caso de Tawney y Polanyi, sino durante un período de crecimiento económico y prosperidad relativa en Gran Bretaña después de la Segunda guerra mundial. Por lo tanto, la tarea que finalmente recayó en el intelectualmente maduro Thompson fue articular una crítica del capitalismo floreciente en esas condiciones favorables en oposición a la agitación económica y la guerra que condicionaron las ideas de Tawney y Polanyi. Sin embargo, al igual que con estos, el desarrollo intelectual de Thompson se forjó en la política de su propia época. Con solo diecisiete años, Thompson se unió al Partido Comunista Británico en 1940 por su malestar ante el fascismo que asolaba a Europa en tiempo de guerra. En ese momento, los marxistas británicos defendían, con la autoridad de su interpretación de Marx, «una nueva comprensión de la naturaleza de la investigación científica como asunto práctico de resolución de problemas del cual el Estado debería hacerse cargo» (p. 137). Curiosamente, este grupo de eruditos incluía físicos y químicos que pretendían utilizar su estudio de la ciencia, inspirado por Marx, para fines económicos prácticos. Sin embargo, como también afirma Rogan, Thompson se convirtió en comunista en un momento en que «románticos incontrolados y teóricos de sangre fría se entremezclaban en un movimiento galvanizado por la enemistad del fascismo» (p. 138). Thompson eventualmente tendría que elegir entre estas dos interpretaciones del mundo. Su elección del socialismo revolucionario se produjo durante su asociación con el movimiento Escrutinio, llamado así por su asociación con un periódico publicado por F. R. Leavis, en el que «un nuevo tipo de política radical… casado con la sociología marxista y la crítica cultural de Leavisite» (p. 144). En 1945, con el fascismo derrotado, Thompson recurrió al estalinismo y, por lo tanto, «a un programa de colectivismo estatal» (p. 147), combinándolo con su propia crítica del individualismo. Una vez más, los acontecimientos mundiales intervinieron: la muerte de Stalin y la crítica de Jruschov a este llevaron a Thompson a reexaminar sus fundamentos intelectuales.

A medida que Thompson se iba resituando intelectualmente, Gran Bretaña estaba participando en acciones imperialistas en Suez y en otras operaciones militares de posguerra, lo que llevó a protestas políticas descritas por Rogan como una «política de conciencia resurgente» (p. 152). Estos eventos, combinados con la disponibilidad de nuevas traducciones al inglés de los primeros trabajos de Marx, llevaron a Thompson a redescubrir la «noción de lo plenamente humano» de Marx y a reconstruir su noción de lo humano como un ser social, en un modelo de interacción humana en la sociedad económica basado en «relaciones productivas cooperativas» (p. 155), en lugar de en la adquisición y el intercambio. En este contexto se le pidió a Thompson que escribiera una historia de la clase obrera inglesa, como parte de una serie de textos históricos para estudiantes universitarios. Luego, viviendo en Halifax y trabajando en Yorkshire, Thompson tuvo acceso a fuentes primarias sobre tejedores británicos durante la Revolución Industrial, por lo que se propuso examinar la «naturaleza despersonalizada de las relaciones entre el trabajador y el empleador, que para Thompson explicaba la desmoralización de los trabajadores durante esa fase clásica de industrialización» (p. 160). Lo que encontró fue que las sanciones morales anteriores que habían protegido a los trabajadores (por ejemplo, el precio justo, las relaciones sociales entre los trabajadores y entre los trabajadores y el amo) habían desaparecido, reemplazadas por fuerzas impersonales del mercado. Encontró impactos similares en los trabajadores del campo y los artesanos de Londres, concluyendo que las fuerzas del mercado habían erosionado la dignidad y el estatus de los trabajadores, «despersonalizando» (p. 161) a la clase trabajadora.

La conexión de estos tres autores, así pues, es un reconocimiento de la mercantilización de los trabajadores bajo el capitalismo y la pérdida de ciertos aspectos esenciales de la humanidad como parte integrante de ese proceso. Los tres autores encontraron su camino a través de diferentes experiencias intelectuales y políticas para articular su crítica moral del capitalismo sobre bases similares. Aunque estas ideas están bastante ausentes en la economía moderna, incluyendo, en opinión de Rogan, el importante trabajo de aquellos que hoy estudian la desigualdad económica, Rogan ve conexiones útiles entre estos tres economistas morales imponentes y el trabajo más reciente de E. F. Schumacher y Kenneth Arrow. Señala que Small is Beautiful de Schumacher incluye explícitamente a Tawney en la formulación de su argumento en nombre de la «dignidad» de la «personalidad humana» (p. 188), mientras que Individual Values and Social Choice de Arrow de 1951  empujó a sus colegas economistas convencionales a pensar más allá del simple utilitarismo y reconocer la «dinámica solidaria en juego en la vida económica, que los economistas necesitaban considerar para hacer su trabajo descriptivo correctamente, dinámica que no estaban captando debido a su continua fidelidad a suposiciones individualistas más antiguas» (p. 194). Siguiendo sus dos pistas, Amartya Sen se ha convertido, en opinión de Rogan, en el sucesor más importante de Arrow y de los demás, abordando la cuestión de cómo es posible una «política no dictatorial de reforma» (p. 195). En opinión de Rogan, Sen, trabajando en la tradición de Polanyi, también ha rechazado la idea de reducir a los humanos a «calculadoras racionales» (p. 196) del interés propio, una afirmación que para Rogan tiene «ramificaciones radicales para la economía, avanzadas aquí por uno de los teóricos más distinguidos de la disciplina en la posguerra» (p. 198).

Todos estos economistas –los tres que son el foco del libro, junto con Schumacher, Arrow y Sen– nos desafían como economistas a reconocer, como observa Rogan, que «no existe un sistema atemporal para reconciliar los valores individuales y alcanzar opciones sociales que esperan ser descubiertas por economistas empíricos» (p. 198). Cualquier sistema para lograr mejores opciones colectivas a través de un proceso, ya sea el capitalismo en su versión de libre mercado completamente imaginada o la versión que Polanyi imaginó que tenía al menos algunos mecanismos de protección para los trabajadores y los recursos naturales, será evaluado en última instancia por su éxito (o fracaso) a la hora de lograr libertad, solidaridad y mayores niveles de igualdad, medidos tanto de forma material como de modo menos tangible, para los participantes humanos en su sistema. Rogan concluye su libro comentando que «la política impregna las sociedades comerciales, frustrando a los visionarios tecnocráticos del siglo XXI al igual que confundió a los utilitaristas de cabra y galgo del siglo XIX. La pregunta es, ¿qué tipo de política?» (pág. 200). Como continúa Rogan, «la pregunta no es si tenemos a nuestro alcance los elementos de una política de reforma no dictatorial. La pregunta es qué podemos hacer con ellos» (p. 200). Volviendo a la pregunta central de Rogan al comienzo de este volumen, ¿qué tiene de malo el capitalismo, en este momento de la historia? Es un hecho que las desigualdades materiales están con nosotros, que están creciendo, que son desestabilizadoras y debilitantes para los seres humanos y para nuestros sistemas sociales, y que los responsables políticos han hecho poco para abordarlas, en detrimento de nuestra política colectiva, en los Estados Unidos y en otros lugares, con resultados desastrosos para la política. Estos economistas morales nos desafían como economistas, por lo tanto, a no rehuir las implicaciones morales de nuestra teorización y nuestros pronunciamientos bajo el pretexto de evitar el juicio normativo, así como a considerar las necesidades de la humanidad en nuestras propias evaluaciones de las vicisitudes económicas, sociales y morales del capitalismo del siglo XXI.

*Janet Knoedler es profesora y presidenta Charles P. Vaughan de Economía en la Universidad de Bucknell. Es coeditora y coautora de tres libros, The Institutionalist Tradition in Labor Economics (con Dell P. Champlin), Thorstein Veblen and the Revival of Free-Market Capitalism (con  Dell P. Champlin y Robert Prasch) e Introduction to Political Economy (con  Charles Sackrey y Geoffrey Schneider), así como numerosos artículos sobre economía institucional. También recibió el premio Veblen-Commons 2019 de la Asociación para la Economía Evolutiva.

Fuente:  EH.Net (agosto de 2019)

Traducción: Luis Castro (Conversación sobre la historia)

Reseña de: Tim Rogan, Tim Rogan, The Moral Economists: R. H. Tawney, Karl Polanyi, E. P. Thompson, and the Critique of Capitalism. Princeton, NJ: Princeton University Press, 2017. viii + 263 pp.. Princeton, NJ: Princeton University Press, 2017. viii + 263 pp.

Portada:  The Rush Hour, óleo sobre lienzo de Laurence Stephen Lowry, 1964

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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