Federico Navarrete
Profesor investigador en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.
Su libro más reciente es ¿Quién conquistó México?

 

Parece casi obvio afirmar que la violencia fue un factor fundamental en la guerra por México-Tenochtitlán (1519-1521) y en las subsecuentes campañas de conquista por todo el territorio de la Nueva España (1521-1545). El término mismo de conquista se refiere a la violencia fundadora de la victoria española como el origen de un nuevo poder político —el colonial—, de un nuevo orden civilizatorio —la dominación occidental sobre México— y de una jerarquía racial —la supremacía de los europeos sobre los indios—. La atroz violencia de la guerra contra México-Tenochtitlán puede ser criticada, pero pocos niegan su impacto. Un determinismo tecnológico simplista explica que las armas europeas eran más “evolucionadas” que las indígenas y por eso su victoria fue tan contundente como inevitable. Describir las violencias cometidas por los indígenas, tanto mexicas como indígenas conquistadores, sirve principalmente para relativizar, justificar o contextualizar la violencia española en una época “muy violenta” (como si los siglos posteriores lo hubieran sido menos). De igual manera, es frecuente que se rechace el concepto “genocidio”, por considerarse anacrónico, para referirse a esta violencia conquistadora.

Las epidemias que acompañaron a las expediciones españolas, en 1521 y luego en las décadas de 1540 y 1570, también son consideradas un factor clave en el éxito de la conquista y en el debilitamiento de los mundos indígenas. Aunque nadie niega que las enfermedades fueron resultado del desembarco de otros continentes a Mesoamérica, es común que se consideren una consecuencia “indirecta”, “involuntaria”, “no deseada” de la Conquista. La separación se basa en la diferencia tajante que solíamos establecer entre fenómenos históricos —la Conquista— y naturales —las enfermedades—. Suele señalarse también que los españoles del siglo XVI no conocían el principio de contagio mediante patógenos por lo que no se les puede culpar por ello. Frente a estos consensos historiográficos, propongo algunas tesis alternas.

La violencia de los españoles tuvo una importancia mucho menor de la que le hemos atribuido en la guerra de 1519 a 1521 y en las sucesivas conquistas. México-Tenochtitlán fue tomada por un ejército 99 % indígena, con más de cien mil soldados mesoamericanos y menos de mil españoles, apenas unas docenas de cañones y arcabuces y medio centenar de caballos. La guerra se ganó mayormente con armas de obsidiana en grandes batallas de infantería. Los factores clave fueron los abastecimientos y el apoyo logístico de tlaxcaltecas y texcocanos, entre muchos otros, durante meses de combate, la capacidad de los altépetl de movilizar poblaciones enteras, no las pocas armas y la muy limitada capacidad militar española.

El papel de la violencia española fue simbólico más que militar. Su carácter arbitrario e inmoderado infundió un justificado temor entre los mesoamericanos, pero eso no implica su capacidad para someterlos bélicamente. Desde 1519, los expedicionarios utilizaron de manera deliberada y espectacular la violencia para intimidar a la que consideraban una población de indios paganos adoradores del demonio: captura, tortura, mutilación y ejecución públicas de sus aliados y enemigos, particularmente de gobernantes que los “traicionaban”; ataques por sorpresa a poblaciones civiles desarmadas asesinadas o esclavizadas; actos de terrorismo religioso como masacres de multitudes que participaban en rituales religiosos en los importantísimos santuarios de Cholula y México-Tenochtitlán; y destrucción y profanación de los espacios sagrados. Más que desde un punto de vista militar y táctico, estos actos fueron eficaces desde una perspectiva cultural y estratégica. Las masacres de Cholula y Templo Mayor también fueron criticadas como las atrocidades que fueron en su propio tiempo, y proyectaron una sombra negra sobre sus perpetradores.

Ilustración: Víctor Solís

La violencia extrema de los españoles no fue el simple resultado de la “superioridad” tecnológica de sus armas, sino de su disposición y determinación para usarlas. Son las prácticas, las ideas y los valores, las que nos pueden explicar la facilidad con que estos colonos, que en su mayoría no eran guerreros profesionales, atacaron, violaron, mutilaron, mataron y destruyeron a los pobladores que encontraban. Continuaban, en Mesoamérica, una larga tradición de guerra religiosa contra el islam y semejante intolerancia religiosa justificaba los actos de violencia contra los paganos y sus “falsos dioses”; además, creían tener derecho a dominar estas tierras por la donación papal al rey de España. Todo esto hacía que su guerra fuera “justa”. Además, estaban convencidos de que los “indios”, paganos y bárbaros, eran inferiores, por lo que podían ser esclavizados. Estas ideas y prácticas deben examinarse en su contexto histórico, pero no confundirse con una “superioridad” evolutiva, moral o cultural sobre los pueblos mesoamericanos y del resto del continente.

Las formas tradicionales de guerra y violencia de los pueblos de Mesoamérica también jugaron un papel determinante en la violencia de la llamada Conquista, pero de una manera diferente a la que pensamos. Antes de la llegada de los españoles todo indica que la guerra era muy importante para definir las relaciones entre distintos pueblos y grupos, pero a la vez estaba claramente acotada. Eran, generalmente, enfrentamientos acordados con estrictos protocolos entre guerreros; rara vez involucraban a la población civil, salvo en caso de rebeliones repetidas. No buscaban infligir grandes bajas en el enemigo, sino hacer cautivos. No buscaban tomar territorios ni destruir entidades políticas, sino establecer relaciones de dominación entre los vencedores y los vencidos. Los principios que regían esta guerra eran el equilibrio y la venganza, de manera que conflictos geopolíticos, como el que enfrentaba a los mexicas y los tlaxcaltecas, se extendían en ciclos incesantes de guerras y cautiverios, antropofagia y parentesco.

La violencia extraordinaria de la guerra de 1519 a 1521 es producto de la combinación sorpresiva, e incontrolable, de estas dos formas de violencia. En agosto y septiembre de 1519, los tlaxcaltecas estaban a punto de vencer militarmente a los españoles, pero sus incursiones nocturnas a las poblaciones cercanas en que masacraban y esclavizaban a ancianos, mujeres y niños, los convencieron de que el precio de la victoria sería demasiado alto; además, les dejaron claro que les convenía más dirigir esa violencia inusitada contra sus propios enemigos: eso hicieron un mes después en Cholula y luego en México-Tenochtitlán. Así, el ímpetu destructivo e intolerante de la guerra santa española se mezcló con las venganzas y rivalidades mesoamericanas, las hizo crecer en tamaño y violencia. Esta combinación fue la que destruyó México-Tenochtitlán, un acto de guerra sin precedentes conocidos en la historia de Mesoamérica y la primera de las grandes guerras coloniales que habrían de impulsar el naciente expansionismo español y europeo global.

Las dimensiones de esta guerra no pueden sino horrorizarnos hoy. Es factible que, con su epidemia acompañante, provocara la muerte de la mitad de la población de la cuenca de México (500 000 personas, según estimaciones moderadas) y proporciones similares en otras regiones de Mesoamérica (¿otro millón de personas más?). Su cauda de muertes, violaciones y esclavizaciones tuvo también secuelas de hambrunas y desplazamientos que afectaron a más millones de personas. A una escala más prolongada lo mismo sucedió con las guerras de las siguientes décadas por toda la Nueva España. El resultado fue una crisis humanitaria de proporciones equivalentes a las que nos han infligido los siglos XX y XXI.

Entre la violencia conquistadora —y colonial— y las epidemias hay una relación de mutua determinación, más allá de que las personas y animales de otros continentes hayan introducido nuevas enfermedades de manera inconsciente. Sobre todo porque la violencia de la guerra, las disrupciones sociales y humanitarias que provocó la Conquista fueron también vectores idóneos para la propagación de las epidemias. Los órdenes políticos y sociales mesoamericanos, amenazados y luego trastornados por las guerras de 1519 a 1545, tuvieron menos capacidad para enfrentarlas. Las epidemias facilitaron la colonización y nuevas conquistas siguieron a la mortandad. Por eso debemos comprender las “epidemias colonialistas” como un solo fenómeno de colonización y transformación humana, natural y sobrenatural.

Ilustración: Víctor Solís

Si bien las personas y culturas del siglo XVI no podían establecer un vínculo causal entre sus acciones y las epidemias a partir del principio científico moderno del contagio, sí establecían vínculos directos entre ambos fenómenos, de acuerdo con sus propias ideas, valores e intenciones. Para los españoles las epidemias y la mortandad de los “indios” eran un castigo divino por haber adorado al demonio. El franciscano Motolonia las describía como una de las siete plagas que habían caído sobre los indios por sus pecados, junto con la violencia y la explotación colonial. Estas creencias no sólo culpaban a los nativos por su propia desgracia, sino que justificaban toda la empresa colonial. Tanto la victoria militar española como las enfermedades se atribuían a la voluntad justiciera del dios cristiano: plan divino, transformado en proyecto imperial español. A ojos de ciertos observadores nativos, las epidemias también eran producto de la conquista. Sorprende, sin embargo, que las atribuyeran más a la disrupción del orden social y religioso mesoamericano y sus formas de corporalidad y salud, que a las acciones de los conquistadores. Tal vez intuían, con la perspectiva que les daban las crisis sociales, políticas y ecológicas que enfrentaban, que todos estos factores estaban profundamente imbricados, como apenas reconocen hoy el pensamiento y el colonialismo occidental tras haber desolado el resto del planeta.

No es exagerado describir como “genocida” la violencia de las guerras de conquista del siglo XVI junto con las epidemias que acarrearon. El concepto de genocidio es por naturaleza retroactivo: fue acuñado después de la guerra de 1939-1945 precisamente para poder juzgar las violencias ya cometidas; desde entonces ha sido aplicado casi siempre para visibilizar y criticar procesos de violencia nacional y colonial del pasado —el genocidio armenio, el de los hereros, el de los amerindios. Por otro lado, el concepto histórico de genocidio no es igual al concepto jurídico y criminal que requiere demostrar la intencionalidad de los autores de los actos para establecer su culpa. En la explicación histórica no debería buscarse determinar culpas individuales, sino comprender procesos colectivos. El genocidio significa la desaparición de poblaciones enteras, o de secciones tan amplias de poblaciones que les impide reproducir su forma de vida, así como la utilización de la violencia contra grupos humanos por sus características físicas o culturales. Como tal, es parte constitutiva de la violencia conquistadora, de su lógica y resultado, de su avance implacable.

Señalar la asociación entre conquista y genocidio debe servir para comprender dinámicas históricas que deben terminar, no para señalar “culpables” del pasado ni para victimizar a los pueblos colonizados. Desde hace cinco siglos las ideas de superioridad y la intolerancia religiosa y cultural occidentales se han mezclado con las formas de violencia existentes en las sociedades colonizadas para generar un nuevo tipo de violencia, de guerra y de gobierno: un régimen biopolítico colonialista. En él, las disrupciones, la sobreexplotación, las epidemias y la precariedad son la realidad cotidiana de los pueblos colonizados, racializados y criminalizados. Es importante reconocer su continuidad hasta la necropolítica del siglo XXI y nuestra actual pandemia. No se trata de juzgar el pasado, sino de confrontar ese presente de violencia y enfermedad que lleva quinientos años aquí.

Fuente: Nexos, 1 de octubre de 2021

Portada: Mexico City – Palacio Nacional. Mural by Diego Rivera showing the life in Aztec times e.g. the market of Tlatelolco (Wikimedia Commons)

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  1. Balmis en 1803 fue posible gracias al patrocinio del monarca católico Carlos IV. Pero sobre todo el éxito de la expedición se debió a la colaboración desinteresada de obispos y párrocos para convencer a sus feligreses de los beneficios de la vacunación. Hasta el extremo que los obispos portugueses de Goa y Macao se vacunaron para dar ejemplo. De hecho cuando la real expedición filantrópica de la vacuna llegaba a cualquier región el clero católico se ponía a colaborar inmediatamente con el doctor Balmis. El arzobispo de Santiago de Cuba, Joaquín Oses, publicó un edicto exhortando a “los curas y ministros del Señor a que contribuyesen a propagar este feliz hallazgo”. Por la misma época3 el obispo de La Habana, Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa seguía la misma línea. Aparte de reformar el clero de su diócesis, también respaldó el sabio prelado la labor del ejemplar médico Tomás Romay en la introducción (en 1804) de la vacuna contra la viruela en Cuba, y en las campañas de vacunación que Romay dirigió durante décadas. 4

    El clero continuó con su entusiasmo por la vacunación después de la independencia de las repúblicas hispanoamericanas. De Argentina nos llega el siguiente testimonio “El licenciado médico García Valdéz administrador general de la vacuna en un informe del año 1836 invitaba a los pueblos de campaña a vacunarse expresando: “…se hace indispensable el citar el celo de los jueces de paz y los curas párrocos a fin de exhortar al vecindario para que se apreste a recibir el gran beneficio de la vacuna que con tanto empeño promueve nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes el Sor. Gobernador…” (“La Gaceta Mercantil”, 6 de marzo de 1837).”5 Debe señalarse que ya antes del descubrimiento de la vacunación la Iglesia Católica había fomentado el empleo de la variolación en Nueva España. Así, el arzobispo Núñez de Haro envió el 6 de octubre de 1797 una circular mediante la cual ordenaba a los presbíteros “exhortar y persuadir” con el mayor empeño a sus parroquianos para que aceptaran inocularse. A algunas de estas circulares se anexó el folleto Método claro, sencillo y fácil para practicar la inoculación de viruelas preparado por el Protomedicato. La primera institución que ofreció dicha medida preventiva de forma gratuita para todas las personas con independencia de su clase social o casta racial fue el Hospital de San Andrés de la ciudad de México, propiedad de la Iglesia

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