Carlos Gil Andrés
Profesor de historia.
IES Inventor Cosme García

 

El 10 de octubre de 1921 la población de Melilla salió a la calle como si fuera un día de fiesta. El aire se llenó con el repique de las campanas, el ruido de los cohetes, los vivas a España y los aplausos a los militares que bajaban de las faldas del Gurugú. La bandera española volvía a ondear en la cumbre del monte. La ciudad podía, por fin, dormir segura. La pesadilla del verano había terminado. Pero la guerra seguía. Y la sombra del desastre de Annual iba a ser mucho más larga de lo que nadie podía imaginar.

La verdadera imagen del desastre se hizo visible el 24 de octubre, cuando las tropas españolas recuperaron la posición de Monte Arruit y descubrieron “un espectáculo horrendo”: los cuerpos insepultos de los tres mil hombres del general Navarro. El escenario parecía un cementerio que hubiera sido derruido por un terremoto. Así lo describió Enrique Meneses en La Cruz de Monte Arruit. Los soldados caminaban entre los cadáveres con un pañuelo en la nariz para no respirar “aquel ambiente macabro”. Cuerpos putrefactos, cuerpos mutilados, cuerpos carbonizados. Algunos muertos mostraban actitudes trágicas: las mandíbulas contraídas, las manos apoyadas en las calaveras, el espanto de las últimas miradas en los agujeros oscuros de los ojos. Al llegar la noche, obligado a dormir a suelo raso, en medio de un olor insoportable, a Meneses le parecía que los cadáveres querían levantarse y elevar sus voces, sus puños amenazadores, iracundos, para acusar a los que no acudieron en su socorro, a los generales incompetentes, a los políticos incapaces, “para maldecir a la patria ingrata”.

Seguramente ningún ejército europeo, en la época del imperialismo, sufrió un desastre militar tan grave y de consecuencias tan profundas como el descalabro sufrido en 1921 por el Ejército español. El Gobierno conservador, con el apoyo de Alfonso XIII, había impulsado un ambicioso plan que perseguía la ocupación militar de todo el Protectorado. El hombre elegido era el impulsivo y temerario general Silvestre, lanzado a una arriesgada campaña desde Melilla hacia Alhucemas. Pero se quedó a medio camino, aislado en el campamento de Annual, hostigado por la harka acaudillada por Abd-el-Krim, miles de guerreros rifeños levantados en armas contra el dominio colonial.

Reclutas españoles desytinados al protectorado de Marruecos (foto: Jesús Abizanda)

Lo que ocurrió después es bien conocido. El 21 de julio Silvestre ordenó una retirada que, en medio del pánico, se convirtió en una desbandada caótica, en un sálvese quien pueda con la vista puesta en las puertas de Melilla. Sobre el terreno, a lo largo de cien kilómetros, se quedaron los cuerpos sin vida de diez mil españoles. Tal vez más.

En el otoño llegó el desquite. Las operaciones militares, con la legión al frente, no excluyeron la venganza y la crueldad contra la población civil del Rif. La guerra era una cosa en los aduares arrasados y otra bien diferente en los actos patrióticos. En Logroño se celebraron veladas teatrales, funciones benéficas y festivales taurinos para donar al Ejército un aeroplano llamado Rioja. El periódico local imaginaba los “espasmos de alegría” de los soldados riojanos al ver el rótulo del avión sobrevolando “el jirón de tierra africana”. Sus madres tenían que estar orgullosas porque la guerra era una misión civilizadora, un deber de europeos.

Pero el avión no llegó nunca, ni la alegría de los soldados, ni mucho menos el orgullo de las madres vestidas de luto. La mayoría de los muertos eran hijos de familias pobres que no habían tenido las mil o dos mil pesetas necesarias para pagar la “cuota” y quedarse en la Península. No es de extrañar que en esos años casi el veinte por ciento de los jóvenes se convirtieran en prófugos. Para las clases populares la aventura colonial solo era buena, como decía Arturo Barea en La forja de un rebelde, “para los oficiales y los contratistas”. La guerra no era la banderita en el mástil de la escuela, ni el discurso del diputado, ni la zarzuela de éxito, escribía Ramón J. Sénder en Imán. La guerra era “un hombre huyendo entre cadáveres mutilados, profanados, los pies destrozados por las piedras y la cabeza por las balas”.

Una injusticia que clamaba al cielo. Pero el debate sobre las responsabilidades no fue muy lejos. Lo cerró el golpe de Estado que en septiembre de 1923 encabezó Miguel Primo de Rivera, con el apoyo casi unánime del Ejército. Han pasado cien años. El desastre de Annual, perdido en la memoria, se adentra en los libros de historia. En 1996 Manuel Leguineche publicó un libro donde todavía se podía escuchar el testimonio de los últimos testigos vivos, como el anciano que cantaba “Melilla ya no es Melilla,/ Melilla es un matadero/ donde matan a los hombres/ como si fueran corderos”.

Hace dos años José Fernández Sainz, nacido en 1927 –cuando acabó la Guerra de Marruecos– me contaba en su domicilio de Rincón de Soto la experiencia de su padre, Manuel Fernández. Lo pasó “mucho y mal”. Estuvo 22 meses en la guerra de África. Sus abuelos compraron un cordero, para celebrar su regreso, y el cordero se convirtió en carnero. Pasados los años, una mañana de julio de 1936 Manuel cogió de la mano a su hijo José y lo llevó al centro del pueblo: “mira si estaba… el infeliz, no se enteró de nada… Hala, que vamos a ir a la plaza, al quiosco, que están viniendo soldados, para que veas cómo estaba yo en África, igual que estos, con la manta, el fusil, todo. No sabía lo que pasaba”.

Manuel acabó en la cárcel, en su pueblo fueron asesinados 40 vecinos, y los generales “africanistas”, los que dirigían la rebelión militar, se lanzaron a una guerra despiadada, contra sus compatriotas, con los mismos métodos y procedimientos que habían empleado contra las cabilas rifeñas. A sangre y fuego.

Fuente: La Rioja 3 de octubre de 2021

Portada: prisioneros españoles liberados tras el desastre de Annual (fuente: http://apuntes.santanderlasalle.es/)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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