Jesús Izquierdo Martín
Universidad Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo.
Historia y Memoria (Radio Círculo de Bellas Artes)

 

Recuerdo una de aquellas manifestaciones derivadas de la gran estafa de 2008, de esa gran mentira a partir de la cual se nos ocurrió pensar que el capitalismo podía moralizarse, que, en el futuro, este mundo de depredación podía impregnarse de una ética donde el beneficio se atemperara a un ideario de solidaridad con responsabilidad pública. A fin de cuentas, así lo había planteado el economista estadounidense James K. Galbraith en momentos de rabia. Aquello podía reconstruirse sobre nuevas bases. Pero casi nada de ocurrió. Era, en el sentido más negativo del término, demasiado utópico, algo fuera de lugar para aquella gramática cargada de enunciados graves: una empresa no era una ONG. Ese fue el último dictamen.

Foto: yquenombrelepongoalblog.blogspot.com

En esa manifestación de 2012, una de tantas de aquel reivindicativo año, me topé con un grupo de mujeres que compartían idéntica camiseta, negra, con el logo de YouTube impreso en su anverso, un logo que extendía su mensaje en una composición muy original: algo como “YouTube Derechos Sociales y Políticos”. Lo interpreté como un acto de denuncia, como una queja contra la erosión de derechos en una crisis que arreciaba con una fuerza inusitada. Me acerqué a ellas, interesado en la singularidad con la que expresaban su cólera. Era demasiado vistosa. Les comuniqué que trabajaba en la universidad, que codirigía con unos buenos amigos un programa de radio en el Círculo de Bellas Artes. Quería saber de ellas, del motivo de aquella prenda. Sin embargo, su respuesta me dejó perplejo: te lo vamos a contar -me increparon-, pero no vas a ser tú quien narre esta historia. Esa fue su condición, toda una declaración de principios. Tragué saliva, escuché y me volví a casa reconociendo que algo había pasado, que aquel encuentro me había revelado una pérdida.

Había perdido, ni más ni menos, la autoridad -o el autoritarismo, ¿quién sabe?- para contar la vida de los otros. Mi licencia académica para narrar un determinado pasado había sido contestada por ciudadanas que probablemente estaban cansadas de su exclusión de una disciplina cada vez más debilitada, incapaz de hacer frente al arrebato de una sociedad civil crecientemente pluralista, abierta a la discusión, al diálogo, al comentario sobre el pasado, el presente o el futuro. Lo pienso ahora y creo que probablemente sea este un camino sin retorno, una vez que hemos socavado los centros de enunciación que ostentaban -o detentaban- el monopolio de la palabra sobre la Ética, la Estética o la Verdad, con grandes mayúsculas. El pueblo -ese denostado colectivo- había retornado para recuperar un espacio que la modernidad quiso arrebatar al subalterno, acusándolo, en primer término, de tener “mal gusto”. Una batalla emprendida y perdida por los expertos para acopiar un discurso cada día más exclusivo, elitista y despreciativo hacia otras formas de conocimiento. Y, por consiguiente, más distanciado de las inquietudes y debates de la sociedad.

Mural de Bansky

Hay que reconocer que una parte de la historiografía profesional ha cambiado sus elevadas pretensiones distintivas, ha tornado más inclusiva, más abierta a la participación de los ciudadanos. Son aquellos que no conciben la narración del pasado como algo ajeno a la colaboración activa de los demás. Decía Friedrich Nietzsche que no existen los hechos, que solo existen las interpretaciones. Y las interpretaciones se permean a quienes exceden el reducido marco del profesional. Con todo, hay una mayoría de académicos encastillados en su universo disciplinar. Una disciplina que continúa implosionando hacia su interior, como si el mundo girase exclusivamente en torno a ella, por y para ella. Es como un bucle que vuelve, una vez tras otra, a un colectivo que se distancia de esos públicos más extensos a los que solo considera como la parte pasiva, oyente, lectora y no participativa en la construcción y difusión del conocimiento histórico.

Robert Kelley (foto: National Council on Public History)

El historiador Robert Kelley (Universidad de California, Santa Bárbara) afirmaba en 1978 que la historia pública era aquello que implicaba “al trabajo de los historiadores y del método histórico fuera de la academia”. Era esto, pero era algo más. Era, en cierto sentido, una forma de humanizarnos, de saber que los relatos escapan del control profesional. Que la historia que contaban nuestros abuelos o la que narraban los ancianos de pueblos y ciudades tenía valor, tenía verdad. Se narraba desde la legitimidad de quienes entendían que formaban parte, de alguna u otra forma, del relato narrado. Era lo que aquellas mujeres participantes en la manifestación me habían objetado: su experiencia no podía ser reducida a un archivo para que el profesional de la historia le diera cuerpo y sentido. Era algo más.

Mis palabras no son una renuncia a la actividad del historiador. Son solo la aceptación de una actitud más cooperativa con los demás, más anclada en la idea de que el pasado no puede quedar en manos de unos pocos. Y es que vivimos en una cultura cada día más post-disciplinar. No es fácil apostar por un talante más inclinado a escuchar al otro, al obrero, a las mujeres, a los miembros de la comunidad LGTB, a los subalternos del mundo colonizado; a todos los que han tenido experiencias personales o colectivas. Implica atender a los que denuncian los epistemicidios, a aquellos que se niegan a ser tratados como personas subsidiarias, inacabadas, imperfectas… Convertir la historia en un saber académico es solo una forma de negar las posibilidades de comprender el pasado en sus distintas formas, en sus diferentes matices, desde una memoria imperfecta, desde un conocimiento atravesado de pertenencias; desde, en suma, la incompletitud que somos.

Algún día tendremos que contar historias sobre este presente que acontece. En algún momento aparecerán testimonios, experiencias personales o colectivas de este hoy que sucede casi de forma permanente. Y la historia profesional, a veces tan corroída de ensimismamiento, tan obsesionada en la objetividad, el método, la teoría -restos todos de aquel cientificista siglo XIX – pretenderá volver a ser marchamo de Verdad. De una única verdad. Y, si se descuidan, los ciudadanos regresarán al espacio de la exclusión, al rincón de lo insustancial. Retornarán a ese lugar propio de sociedades normalizadas: serán convertidos en meros datos que incorporar a los relatos contados por otros; simples archivos pasivos, tristes sombras de activismo. Instrumentos del anticuario.

Foto: aliud.blogspot.com

Ahora bien, ese momento es eludible si asumimos, como aquellas mujeres de la manifestación de 2012, que la historia es pública, no solo porque la protagonizan pueblos, comunidades o personas, aquellos que pueden ser actores de este transcurrir del que todos formamos parte. También porque, como aquellas mismas mujeres, todo ciudadano es un activo relator de lo que ha sucedido, con sus detalles, con sus contrastes, con su incongruencia e irracionalidad. Desde la razón, pero también desde la pasión. Es lo que nos hace humanos, demasiado humanos.

Hay que ser combativo contra la soberbia que convierte a unos cuantos en soberanos de un saber excluyente. Y es que hay una ausencia de maravillosa humildad en unas ciencias que, cierto, nos han hecho crecer en este mundo tecnológico, pero siguen enarbolando su reticencia a la poética creativa, hacia la imaginación interpretativa. Resulta intolerable esa constante sospecha que convierte los enunciados de los ciudadanos en meras opiniones al tiempo que hace del saber experto un conocimiento verdadero. Como si alguien pudiera ver el mundo desde ninguna parte. Tampoco es admisible la recurrente amenaza según la cual la apertura de la historiografía a la sociedad civil solo entraña la claudicación frente al relativismo, la incoherencia o la verdad “del todo vale”. Abrirse al diálogo entre ciudadanos no supone el común acuerdo; solo implica asumir la diversidad de puntos de vista, su resonancia y discusión.

Cartel de mayo del 68 (foto: slash-paris.com)

Más nos valdría aceptar que siempre existirá una parte creativa, literaria, múltiple y dialogada en nuestras composiciones del pasado, incluso para el pasado del COVID-19. Y cuando se desate la tormenta interpretativa, no pretendamos el consenso imposible. Si nos queremos pluralistas, seamos coherentes con nuestra diversidad, incluso bajo la tentación de delegar en el experto que antes nos cobijaba. Aunque solo sea porque así habremos salvado, de otra manera, esta maldita pandemia. Contándonos.

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Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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