Presentación

 

Jaume Claret

En septiembre de 1937, el entonces rector de la Universidad de Barcelona y consejero de Justicia de la Generalitat, Pere Bosch i Gimpera (1891-1974), pronunció una relevante conferencia en València, convertida en nueva capital de la República. Con el título de «España», el reconocido prehistoriador quiso contraponer la ortodoxa y clásica «idea dogmática de la unidad y cohesión esencial de España, como de un ente metafísico», a otra más subversiva y alternativa que surgía tanto de sus trabajos sobre la Antigüedad ibérica como de sus convicciones político-ideológicas. Consideraba la pluralidad como el elemento diferencial y constitutivo de la historia española: «la diversidad de los pueblos hispánicos».

La posterior victoria franquista lo forzó al exilio e impidió el desarrollo normal de esta interpretación. Aun así, no todo se perdió, puesto que algunos de sus alumnos -Jaume Vicens Vives (1910-1960) y su posterior escuela- se apropiaron de aquellas ideas seminales.  Las podemos detectar en el ámbito cívico-literario como en algunos de los poemas de Salvador Espriu (1913-1985), como cuando pide «Fes que siguin segurs els ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills».

Esta voluntad de plantear una historia de las Españas más atenta a la heterodoxia tiene quizás más tradición en la periferia, desde donde se afana en romper el exceso de unidireccionalidad, determinismo y teleología. De alguna manera, podríamos entender que el proyecto desencadenado a partir de 2007 bajo la dirección de Ramón Villares y Josep Fontana (1931-2018) —un gallego y un catalán— y el doble sello de Crítica y Marcial Pons —uno catalán y uno madrileño— respondía a esta inquietud.

Sin embargo, aquella Historia de España no terminó de salir bien. Por un lado, la publicación de los diferentes libros (12) se fue alargando en el tiempo (de 2007 a 2013), haciendo que algunos autores originalmente previstos cambiaran y que se perdiera la tensión necesaria para mantener planteamientos y exigencias similares entre las diferentes partes. Por otro, las particiones eran desiguales con arcos temporales desequilibrados y con miradas no siempre coincidentes: algunas más de síntesis, otras de tesis y aún unas terceras por agregación. Y, finalmente, los tiempos habían cambiado y, seguramente, las obras de ambición global en varios volúmenes eran (y son) ya cosa del pasado.

España diversa

El fracaso parcial de la colección no afectó a todos los libros y, de hecho, algunos han tenido reediciones y todavía son leídos. Entre estos, destacaba el volumen II titulado Épocas medievales (2010) a cargo del investigador del CSIC y director de su Centro de Ciencias Humanas y Sociales entre 2006 y 2012, Eduardo Manzano Moreno (Madrid, 1960). Este especialista en al-Ándalus ofrecía una visión renovada de casi mil años de historia de la península Ibérica (desde el siglo V al XV) que rehuía tanto los tópicos tradicionales y/o nacionalistas como también escapaba de mitos y determinismos (geográficos e históricos). Además, destacaba por una redacción alegre y culta, irónica y combativa.

Con esta misma pluma e inquietudes similares, Manzano acaba de publicar España diversa (Crítica, 2024, 2ª ed,). A lo largo de nueve capítulos, una introducción y un epílogo, en realidad el libro no cubre toda la historia del territorio actualmente conocido como España, sino que se organiza en torno a tres grandes paréntesis históricos: el mundo medieval (al-Ándalus y Reconquista), el mundo moderno (Imperio y el recambio borbónico) y la contemporaneidad (monarquía liberal y franquismo). En los tres casos, el autor se interesa por elementos tradicionalmente vinculados a la unidad nacional (religión, lengua, raza, nación…) para evidenciar —una y otra vez— su inconsistencia o, mejor dicho, la consistencia de su diversidad intrínseca. No es casual que el subtítulo sea Claves de una historia plural.

Esta defensa de la diversidad, además de sintonizar con los viejos postulados de Bosch i Gimpera, es, a la vez, fundamento de una forma de entender el papel de la historia y del historiador. Así, para Manzano, el conocimiento acumulado tiene que impactar socialmente para ser útil, tiene que ser diseminado y tiene que ser útil a la ciudadanía. De nada sirve el reconocimiento unánime de los colegas y los especialistas si la sabiduría queda secuestrada por la erudición estéril y ensimismada. Leer al historiador madrileño es aprender cosas nuevas, gracias a la generosidad de un planteamiento siempre abierto a incluir nuevos campos y a hacer más compleja nuestra mirada, sea rompiendo el estricto ámbito geográfico de la actual España, sea incluyendo a comunidades a menudo olvidadas, como la gitana. Todo ello, enriquece el conjunto.

De aquí, por un lado, el esfuerzo del autor para acercarse al lector a través de una escritura especialmente trabajada. Constantemente encontramos juegos de palabras, referencias a otros grandes títulos, anécdotas diversas y acertadas, e, incluso, coloquialismos. Dejadme transcribir algunos ejemplos: «lo que podríamos llamar the Roman way of life»; «los amantes de la historia contrafactual, “qué hubiera ocurrido si”, tienen aquí abundante material de reflexión a cuenta de los espermatozoides de Fernando VII»; o «Por los mismos años en que este país echaba literalmente a la basura su legado árabe, en 1636 se establecía la cátedra Laudense en la Universidad de Oxford, mantenida de forma casi ininterrumpida hasta nuestros días».

Esta última cita nos introduce a cómo, por otro lado, también estamos ante una obra de combate contra los usos interesados y espurios de la historia para fundamentar proyectos políticos, nacionalistas o, directamente, xenófobos. De hecho, toda la trayectoria de Manzano es una muestra de esta pugnacidad contra la manipulación y, por ejemplo, en la reedición de su libro anterior, La corte del califa (Crítica, 2023), no se está de sentenciar: «Hoy en día, simplemente, no se puede borrar de un plumazo el pasado andalusí, y mucho menos convertirlo en “carne de reconquista” sin que ello delate una profunda cortedad de miras y una lamentable incuria intelectual por parte de quien así lo exige». Además de enfrentarse a los esencialismos, España diversa ofrece cobijo a los desamparados de un relato más heterogéneo e integrador.

Versión abreviada del artículo Ceci n’est pas Espagne, publicado en  Politica&Prosa 1 de mayo de 2024


 

Los combates por la historia de España

 

Eduardo Moreno Manzano

 

La historia de España se ha convertido en campo de batalla de las guerras culturales, que han remplazado en nuestras sociedades avanzadas a las antiguas luchas de clases. La «Reconquista», la colonización de América, o la «memoria histórica» de la Guerra Civil y del franquismo se discuten con gran vehemencia en libros, artículos de prensa, documentales y programas televisivos. A estos foros se les han añadido últimamente las redes sociales, en las que debates muy complejos se despachan con la inmediatez que impone el número limitado de caracteres, la fugacidad de vídeos instantáneos y la competencia por lanzar la frase o la imagen más provocadora o ingeniosa. La repercusión social y mediática obtenida en esas redes es definida con el calificativo de «viral», que comenzó siendo usado para describir su forma de transmisión, pero que estamos comenzando a darnos cuenta de que indica también su carácter altamente infeccioso para la salud democrática de nuestras sociedades.

Es fácil adivinar por qué la historia de España concita tal grado de apasionamiento. Vivimos tiempos de exaltación de identidades nacionales, religiosas, culturales o de género que se buscan a sí mismas en el pasado y se retroalimentan gracias a esas redes en las que los fieles comulgan con quienes saben expresar mejor.

las señas identitarias de cada comunidad. Los analistas de estos nuevos medios llevan tiempo advirtiendo de que fomentan formas de pensamiento colectivo muy rígidas, reforzadas por muros de convicciones propias que se afianzan en la polémica frente al contrario. Sobre estas trincheras ideológicas, prácticamente inamovibles, sobrevuelan en las redes sociales ocurrencias, descalificaciones o hilos aleccionadores que confirman aquella sabia sentencia del novelista y pensador Rafael Sánchez Ferlosio cuando decía que «nunca se convence a nadie de nada». Los científicos sociales que durante los años finales del siglo pasado analizaron los mecanismos de creación de las identidades colectivas jamás pudieron imaginar que acabarían siendo utilizados por los arquitectos de las formas de comunicación del siglo XXI, convertidos en multimillonarios gracias a su hábil control de unos medios tan masivos como manipulables y rentables.

Es fácil también identificar a los contendientes de la batalla que se libra por la historia de España. De un lado, se ha erigido un sólido bloque nacionalista muy conservador que no necesariamente responde a un alineamiento de derecha o izquierda política, pues sus señas identitarias son transversales. La idea que mantiene este bloque sobre la historia de España es un déjà vu que básicamente repite la misma narración que se gestó, como veremos en este libro, durante el siglo XIX, y que ha sido asumida y divulgada desde entonces en aulas, manuales e infinidad de ensayos. Este relato histórico tiene sus hitos en la romanización, la unidad política del reino visigodo, la «pérdida de España» frente al invasor musulmán, la llamada «Reconquista», la unión de los Reyes Católicos, el «descubrimiento» de América y la decadencia del imperio, a lo que se ha añadido la Guerra Civil, de la que emergió una dictadura franquista que algunos llegan a ver incluso como una depuración necesaria que permitió recobrar una normalidad social y política perdida por los confusos avatares del siglo xix. Mucho tiempo después de que Jaime Gil de Biedma (m. en 1990) abriera uno de sus más celebrados poemas declarando que «de todas las historias de la Historia/la más triste, sin duda, es la de España/porque termina mal […]», hoy en día, los historiadores y publicistas del nacionalismo español pueden jactarse de vivir en un país con un razonable potencial económico y perteneciente al reducido círculo de las democracias occidentales. Contrariamente a lo que pensaba el poeta, la historia de España no ha acabado nada mal, al menos de momento.

«La elección de Don Pelayo como Rey de España», de Juan Ramírez de Arellano (1753) (R.A.B.A. de San Fernando)

A quienes abogan por la evidente verdad de este relato histórico, no les cabe en la cabeza que pueda ser cuestionado. Sin embargo, el avance del conocimiento en las últimas décadas ha demostrado que no resiste una crítica seria. La romanización no fue un proceso homogéneo en toda la península, los visigodos no tuvieron más proyecto que asegurar el dominio de su aristocracia tras el colapso del Imperio romano, mientras que la resistencia frente a la conquista árabe se produjo en zonas montañosas del norte, cuyas poblaciones ya se habían enfrentado contra el reino visigodo de Toledo. La llamada «Reconquista», un concepto generalizado en el siglo XIX, simplifica mucho unas luchas que, si bien es cierto que se ampararon en la contienda ideológica contra el islam, tuvieron también objetivos más terrenales, por no hablar de que es demostrablemente falso que se mantuvieran de forma constante a lo largo de ochocientos años. Hoy en día, nadie con un mínimo de rigor puede hablar del «descubrimiento de América» —como tampoco los fenicios «descubrieron Hispania»— y, desde luego, la colonización española estuvo marcada por numerosas formas de violencia, denunciadas ya por los contemporáneos, que no dan demasiados motivos para su orgullosa reivindicación. La «unidad» de los Reyes Católicos fue una unión dinástica que permitió la existencia de reinos e instituciones separados durante doscientos años más, mientras que el centralismo instaurado por los Borbones a comienzos del siglo xviii estuvo lejos de ser aplicado de forma pacífica, unánime o, incluso, eficiente. Los problemas endémicos a lo largo del siglo xix fueron consecuencia de una serie de fracturas sociales y políticas que no hicieron más que agudizarse con el paso del tiempo. Pretender, en fin, que la Guerra Civil y el franquismo fueron males irremediables y, hasta cierto punto, necesarios supone un insulto a los cientos de miles de víctimas que produjeron una contienda y una dictadura, que sólo contribuyeron a acentuar durante décadas el aislamiento y el atraso de un país ahogado por el implacable dominio de unos sectores sociales tan privilegiados como inútilmente reaccionarios.

Con todo, el principal problema del relato canónico de la historia de España no reside tanto en sus inexactitudes, contradicciones y omisiones —todas las historias nacionales, sean de la nación que sean, presentan problemas similares—, sino en su carácter sectario y poco integrador. Por mucho que sea repetida ad nauseam, es una narración que deja tras de sí un amplio reguero de derrotados, expulsados, masacrados o ignorados. La sombra que la «verdadera historia de España» proyecta sobre musulmanes, judíos, gitanos, poblaciones precolombinas, herejes, disidentes políticos y personas e ideas nacionalistas rivales es muy alargada. Sin embargo, a los historiadores, publicistas y políticos que enarbolan la historia tradicional de España no les preocupa en absoluto que esa lista de exclusiones sea demasiado extensa como para cohesionar a una sociedad tan diversa como es la española en la actualidad. Herederos del más rancio sectarismo político, para ellos sólo importan Séneca y los emperadores hispanos, la unidad del reino visigodo, Pelayo, la Reconquista o los Reyes Católicos, así como los forjadores del imperio, o los heroicos defensores de sus jirones. El resto de gentes y circunstancias que han jalonado también la historia de España son enemigos históricos, hostiles a ese gran devenir de la historia nacional o, a lo sumo, meros comparsas convenientemente eliminados. Podemos, pues, ignorarlos sin demasiados problemas, dado que han contribuido poco o nada a lo que somos hoy en día.

Este carácter sectario que arrastra la «historia de España» desde que se definiera en el siglo XIX ha tenido consecuencias negativas. La identificación, por ejemplo, de los «orígenes de la nación española» con la batalla de Covadonga y la Reconquista ha sido siempre uno de los principales argumentos que la Iglesia ha esgrimido para reclamar un fuerte protagonismo y para identificar a sus enemigos con los de la propia España. Si el germen de la nación española se encuentra en la lucha de quienes rehuyeron aceptar el dominio del islam y más tarde se embarcaron en la gran empresa de la cristianización del Nuevo Mundo, ¿no es razonable pensar que fue el cristianismo lo que realmente configuró a España? Generaciones de historiadores e ideólogos han defendido con firmeza esta idea, que ha servido para subrayar la simbiosis entre España y la fe cristiana.

Lo mismo ocurre con la identificación de la historia de España con Castilla, algo que muchas veces ha sido denunciado, con toda justicia, por los historiadores de otras regiones. El relato histórico tradicional convirtió de forma sutil la corona castellana medieval en la monarquía hispánica de los Austrias, transformada, a su vez, en española por los Borbones. Como bien ha señalado Sisinio Pérez Garzón, desde finales del siglo XIX y comienzos del XX los historiadores de la nación española dedicaron un gran empeño «a ensamblar el pasado peninsular en una coherencia de evolución estatal polarizada en torno al reino de Castilla». En paralelo a la implantación de la obligatoriedad de la lengua castellana en la enseñanza, se configuró así una visión de la historia de la cultura española que tenía en las obras clásicas en esa lengua las únicas referencias válidas y que tendía a borrar o a minusvalorar todos los aportes que procedieran del resto de las tradiciones lingüísticas existentes en el país. La «definitiva mitificación de lo castellano como levadura y eje de la construcción de España» se consagró así en el imaginario del nacionalismo español, a pesar de las sensatas advertencias de aquellos que, desde Cataluña, el País Vasco o Galicia, alertaban de que ésta es una visión demasiado estrecha que ignora el rico caudal de tradiciones políticas y culturales ajenas a esa levadura.

Celebración del milenario de Castilla en Burgos, en agosto y septiembre de 1943 (foto: burgospedia)

Es asimismo un contrasentido apelar a la hispanidad o a la unión de la lengua a ambos lados del océano, mientras se considera que las culturas indígenas americanas estaban en un nivel de barbarie tal que fue obligación de la misión civilizadora de España acabar con ellas. Cuando desde tierras americanas se arguye que la violencia también existía en la sociedad de los conquistadores y que no se puede seguir utilizando argumentos del pasado para reforzar una arrogancia neocolonial, el mensaje es que más les valdría a «los hermanos latinoamericanos» olvidarse de sus ensoñaciones indigenistas y añorar los buenos y globalizadores tiempos de la administración virreinal española en América.

Resulta incomprensible, por lo tanto, el rechazo a revisar un relato histórico que no ha envejecido nada bien. El premio nobel Santiago Ramón y Cajal reclamaba ya en un texto escrito en 1896 la necesidad de «volver a escribir la Historia de España para limpiarla de todas esas exageraciones». Algo más de seis décadas más tarde, y después de una pavorosa guerra civil, en 1962, el antiguo falangista Dionisio Ridruejo reconocía que durante sus años de juventud había vivido la historia de España «como una enfermedad»: «Conozco la enfermedad, porque, en su dimensión alucinada, la he vivido en mi propia juventud, cuando imaginaba que se encontrarían en la reconquista de la gran empresa exterior, en el nacionalismo trascendente, remedios de sublimación para las miserias actuales».

No es de recibo, por lo tanto, que hoy en día se sigan repitiendo las gestas de Pelayo o Hernán Cortés para remachar el orgullo histórico de «ser españoles». Es difícil entender que un relato tan manido como inexacto sea el único ofrecido a una sociedad en la que la religión ya no juega el papel que tenía tradicionalmente, en la que el protagonismo castellano ha dejado de ser decisivo, y que alberga todo tipo de gentes, creencias y agnosticismos en un marco democrático que algunos parecen sólo defender en tanto en cuanto se identifique con sus intereses. No es únicamente que la «Reconquista», la unidad de los Reyes Católicos o la empresa colonial en América como forjadoras de la nación española sean ideas inasumibles para cualquier historiador dotado de un mínimo rigor, es que ni siquiera tienen un carácter vertebrador, a no ser que lo que se pretenda sea definir una identidad histórica de la que queden excluidos aquellos que no se identifiquen con el programa de los «reconquistadores», de los «conquistadores» o de los perseguidores de las herejías y de las disidencias políticas.

En el otro lado de estos combates por la historia existe un panorama algo más confuso, aunque no por ello menos identificable. Ello se debe a que la trinchera que, a falta de una denominación mejor, llamaré «culturalmente progresista» se caracteriza por tener, en líneas generales, una idea menos clara de lo que es y puede significar la historia de España. Sus más destacados portavoces suelen centrarse en la reivindicación de la memoria histórica ligada a la Guerra Civil y al franquismo, pero muestran más dificultades, o menos interés, en articular una visión coherente sobre el resto de la historia del país. Los combates por la historia se han centrado así en estos y otros temas puntuales, tales como la negación de la «Reconquista» como origen de la nación española, o el «genocidio» de las poblaciones indígenas americanas. Sin embargo, en general, estos combates apenas han abierto una brecha en el relato canónico de la historia de España, a pesar de la virulencia con la que el bloque conservador suele responder ante cualquier intento de poner en tela de juicio sus hitos históricos.

Una de las razones que, en mi opinión, explican la falta de un relato alternativo y coherente sobre el pasado de este país reside en que la propia idea de «España» en su historia plantea problemas a muchos historiadores, conscientes de que, lejos de ser un concepto inmutable, ha sufrido tantos cambios que trasladarlo a épocas remotas supone un contrasentido. Abordaré este problema en el capítulo primero. No obstante, también es verdad que, si la «historia de España» se ha quedado estancada en un relato muy obsoleto, ello se ha debido también a que le ha salido una fuerte competencia en las historias de Cataluña, del País Vasco, de Galicia y de otros territorios. En esas historias alternativas, el concepto de nación histórica no plantea a sus autores tantas objeciones y reservas como les ocurre con España. Cataluña, por ejemplo, celebró su milenario en 1988 con grandes fastos políticos y académicos promovidos por la Generalitat. El motivo de esa celebración consistía en que en el año 988 el conde de Barcelona, Borrell II, habría decidido dejar de prestar vasallaje al rey franco, Hugo Capeto. Aparte de ser inexacta, pues los condes catalanes siguieron siendo vasallos de los francos hasta que en 1258 el rey Jaime I consiguió que Luis IX renunciara a sus derechos sobre los condados catalanes, la conmemoración ignoraba también que, en pleno siglo X, por ejemplo, Tortosa era una próspera ciudad de al-Andalus, al igual que otros territorios que componen la actual Cataluña. Ello no impidió que un precioso puente tendido sobre el río Ebro en Tortosa recibiera el nombre de Pont del Mil·lenari de Catalunya. Este y otros muchos ejemplos demuestran que los historiadores de los llamados «nacionalismos periféricos» caen en el mismo esencialismo que atribuyen al nacionalismo español. Es cierto que España, tal y como hoy la entendemos, no ha existido siempre. Pero tampoco Cataluña, el País Vasco, Galicia o Andalucía han existido siempre, contrariamente a lo que pretenden las visiones en boga de sus respectivos pasados.

Sello publicado en 1988 en el marco de la conmemoración del milenario de Cataluña, con la imagen del conde Borrell II (foto: sellosmundo.com)

Las historias promovidas desde el llamado nacionalismo periférico han sido concebidas, además, a partir de algunas de las tradiciones historiográficas más ricas, cualificadas y prolíficas del país, como es el caso de la vasca, la catalana o la gallega. Al haber enfocado sus historiadores el «horizonte de sucesos» en sus propios ámbitos territoriales, excluyendo los demás, ha sido inevitable que la España histórica se haya visto reducida a ser la percha de los agravios del pasado, tenazmente retratados por esas visiones periféricas. O, por decirlo de forma más clara, otro de los problemas que ha tenido la historia de España es que, con honrosas excepciones, algunos de los mejores historiadores de este país han desertado de ella.

La crítica, tan necesaria, a la idea de «España» en la historia ha provocado, pues, una devaluación de este concepto y una inflación bastante acrítica de sus alternativas (excuso decir que me estoy refiriendo única y exclusivamente a las visiones del pasado). Esto fue algo sobre lo que ya alertaron hace más de cuarenta años mi maestro, Abilio Barbero, y Marcelo Vigil, cuando rechazaban «cualquier afirmación implícita o explícita de que España sea “una unidad de destino en lo universal”». «Siguiendo esta misma línea de pensamiento, y consecuentes con ella —continuaban—, tampoco podemos aceptar como historiadores que diversas áreas geográficas de la Península puedan ser consideradas igualmente como unidades de destino en lo universal con constantes historias milenarias. Es evidente la validez histórica y política de las reivindicaciones de los pueblos que componen las diversas nacionalidades y regiones del estado español, pero una cosa es la legitimidad de estas aspiraciones y otra el identificar estos problemas actuales con los existentes en épocas remotas.» Palabras tan sensatas como premonitorias y, demasiadas veces, olvidadas.

Los actuales combates identitarios por la historia han provocado, además, otro daño colateral, que también ha contribuido a dificultar las visiones renovadoras del pasado de España. La obsesión por identificar en la historia a los «nuestros» frente a los «otros», tan fácilmente aplicable a los tiempos recientes, funciona muy mal cuando se aplica a otros períodos; de hecho, los únicos que saben utilizar esa identificación son los discursos nacionalistas o religiosos, cuando proclaman cosas como «nosotros, los españoles, creamos un gran imperio», «nosotros, los vascos, hemos resistido desde tiempos inmemoriales», «nosotros, los catalanes, luchamos frente al autoritarismo castellano», «nosotros, los cristianos, derrotamos a los musulmanes», «nosotros, los musulmanes, creamos la brillante civilización andalusí», etc. Una forma de distinguir un libro de historia de un manual de ejercicios del espíritu nacional es identificar el recurso facilón consistente en hacer creer a los lectores que ellos fueron también los protagonistas del pasado. Ello permite a sus avispados promotores convencer a sus audiencias de que deben sentirse «orgullosas» de las ideas y gestas de los personajes pretéritos como si fueran propias y compartieran valores idénticos a los suyos. Es una falsedad tan evidente (ninguno de nosotros ha nacido en otro tiempo que no sea el presente, conviene siempre recordarlo) que causa sorpresa comprobar que siga surtiendo efecto.

Desde posturas supuestamente progresistas, este truco identitario ha sido utilizado con demasiada frecuencia. Hacer creer que el pasado es una extensión del presente en temas como, por ejemplo, la Guerra Civil o el franquismo es una eficaz forma de reafirmación ideológica que resulta, sin embargo, devastadora a la hora de construir una historia crítica. Si el pasado sólo sirve para buscarnos a nosotros mismos, tenderemos a repudiar a quienes representan valores y creencias distintas a las nuestras; y tenderemos a retratar a los «otros» como ajenos y movidos por una irracionalidad que jamás existe en los hechos protagonizados por los «nuestros». De esta forma, si «nosotros» somos gentes movidas por ideales laicos, democráticos, igualitarios y progresistas resultará difícil encontrarnos en una historia repleta de fuerzas y personajes movidos por impulsos religiosos, autoritarios, jerárquicos o conservadores. En ese lugar histórico ninguno de «nosotros» quiere estar, lo que de nuevo ha dejado a la historia de España huérfana de una necesaria renovación. Los únicos que pueden encontrarse en cualquier tiempo son los nacionalistas y los creyentes, que se buscan a sí mismos en todo indicio histórico que los confirme en su idea de nación o en su credo. El laberinto está servido y salir de él requiere que tengamos que volver a empezar desde unas bases completamente nuevas.

Desfile alternativo del 12 de octubre de 2021 en Madrid (foto: Ana Beltrán/eldiario.es)
Una historia de la diversidad

En este libro, planteo una visión de la historia de España distinta a la que se está alimentando desde las trincheras de las guerras culturales y nacionalistas que estamos padeciendo. No he tratado de escribir una historia equidistante. Mi objetivo ha sido describir el pasado de este país desde una perspectiva diferente a la que generalmente se propone. El punto de partida es que la historia de España está marcada por una diversidad que no siempre se ha sabido identificar ni valorar en la enorme complejidad y riqueza que contiene. Lejos de describir un proceso de unidad destinado a culminarse desde tiempos remotos, o un pasado del que sólo cabe lamentarse y renegar, la historia de España ha sido diversa y cambiante, paradójica e inesperada, compleja e inasequible a la simplificación. Ello la hace merecedora de ser conocida desprovista de tópicos y juicios de valor. La historia de España contiene acontecimientos, cambios e ideas tan distintas a las que hoy en día prevalecen que más que ser juzgada lo que nos plantea es el reto de conocerla para ayudarnos a salir de nuestro creciente ensimismamiento identitario.

Aunque algunas reflexiones sobre el ser o el problema de España, que tan frecuentes fueron a lo largo del siglo xx, plantearon ya el tema de la diversidad, pensadores e historiadores como Jose Ortega y Gasset, Rafael Altamira, Américo Castro, Pere Bosch Gimpera o Jaume Vicens Vives no llegaron a desarrollarlo con todas sus consecuencias. Sus ideas sobre razas y pueblos eran, además, muy limitadas, por decirlo de forma suave, y el conocimiento histórico que existía en su época era infinitamente menor al que manejamos en la actualidad. Por muy interesantes que sean las ideas de estos y otros autores para trazar la historia del pensamiento español, los datos con los que hoy contamos para documentar la variedad de religiones y culturas que han configurado el pasado de este país son mucho más abundantes y matizados. Ello permite trazar una visión histórica muy distinta, basada en las aportaciones de la investigación de las últimas décadas, que han puesto en tela de juicio muchos dogmas que tradicionalmente se habían considerado inamovibles.

Si para los defensores del relato canónico de la historia de España (y de las historias de lo que no es España) sólo existe aquello que les resulta reconocible, ignorando todo lo que les parece ajeno u hostil, para sus críticos, en cambio, ese relato es un problema irresoluble abocado a un destino trágico. Unos y otros han contribuido así a sepultar la historia de España bajo una montaña de lugares comunes. La tesis de este libro es que podemos desescombrar esos tópicos y descubrir en el pasado de este país un abigarrado y fascinante mosaico de diversidad. La historia de España no debería, pues, concebirse como una seña de identidad, sino como una fuente de conocimiento humanístico que tenemos al alcance de la mano y que no deberíamos despreciar. Una de las mayores satisfacciones que me ha proporcionado la escritura de este libro ha sido sumergirme en trabajos recientes de historiadores que me han obligado a repensar mis propias concepciones, descubriéndome un pasado mucho más rico que el ofrecido por los manuales al uso.

Hace años, coincidí con el gran arabista Pedro Martínez Montávez, recientemente fallecido, en un encuentro en el que discutíamos sobre el tema recurrente del lugar que ocupa al-Andalus en la historia de España. Recuerdo un comentario que hizo y que me causó gran impresión: si en Francia hubiera existido un legado histórico tan rico como el dejado por al-Andalus, decía Martínez Montávez, a buen seguro nuestros vecinos habrían sabido hacer uso de él para fomentar la integración y el entendimiento con los ciudadanos de origen magrebí que viven en ese país. Desde entonces, esta reflexión me ha dado mucho que pensar. Es frecuente escuchar a académicos consagrados que afirman sin rubor, por ejemplo, que al-Andalus es un paréntesis en la historia de un país marcado tan sólo por la herencia clásica y cristiana con la que ellos se identifican. De esta forma, y en lugar de utilizar el formidable legado andalusí para que nuestra sociedad pueda obtener un conocimiento más cabal de unas comunidades cruciales para entender el mundo actual, estos eruditos han decidido que debemos tirarlo por la borda para afianzar una supuesta esencia europeísta, sin comprender que hoy en día existen comunidades musulmanas ampliamente implantadas en el corazón del continente.

Miniatura del ‘Libro del ajedrez, dados y tablas’ de Alfonso X el Sabio que representa a un judío (izquierda) y a un musulmán (derecha) jugando al ajedrez (imagen: Dominio público)

Esa reflexión puede aplicarse al resto de las alteridades que han conformado también la historia de España. La herencia judía, por ejemplo, es generalmente considerada como un exotismo recubierto de tópicos, pero rara vez se extraen de ella, fuera del círculo de especialistas, los conocimientos que atesora su legado o las conclusiones que se desprenden del análisis de su cruel rechazo. Es igualmente penoso constatar que los historiadores nacionalistas españoles hayan decidido, por lo general, prescindir de la tradición histórica, cultural y lingüística de territorios como Cataluña, el País Vasco o Galicia, que, lejos de haber sido engorrosos obstáculos para el proyecto de unidad nacional, contienen una rica historia y una valiosa especificidad que han hecho avanzar social y culturalmente a este país, y han contribuido a su empobrecimiento cuando se ha optado por ignorarlas. En lugar de rebuscar cualquier argumento en el arcón del pasado para tratar de minusvalorar la diversidad de la historia de España, cualquier ciudadano debería contar con las herramientas necesarias para conocerla, comprenderla y valorarla.

Este libro no es, por lo tanto, una historia de la «nación española», ni mucho menos una elucubración sobre sus orígenes o sus esencias. Dejo a otros la tarea de rastrear un tema que me parece tan tedioso como inútil, pues las naciones están en cualquier lugar del pasado donde uno quiera buscarlas —el historiador Claudio Sánchez-Albornoz, por ejemplo, proponía buscar ya al Homo hispanus en tiempos prehistóricos; quizá para no irle a la zaga, el fósil de un posible homínido con una antigüedad de doce millones de años descubierto en el Barranc de Can Vila (Barcelona), designado por sus descubridores como Pierolapithecus Catalaunicus, fue saludado por la prensa como el «primer catalán» y bautizado como Pau —. Cuando los historiadores se convierten en reivindicadores del espíritu nacional, su papel se limita a ser el de adoctrinadores de patriotas al servicio del poder político. Este libro, en cambio, está pensado como una contribución al conocimiento crítico de una sociedad que, en los albores del nuevo milenio, ha vuelto a recuperar la diversidad que ha caracterizado otros muchos períodos de su historia, y que está garantizada por leyes y por un consenso social que algunos, sin embargo, se empeñan en romper en aras de nuevos proyectos homogeneizadores.

Hacer hincapié en el hecho de que el rasgo que mejor caracteriza la historia de España ha sido el de su diversidad no quiere decir que mi objetivo haya sido escribir un relato amable. Una cosa es llamar la atención sobre la variedad de culturas y religiones que configuran la historia de España, y otra muy distinta es hacer una apología de todo lo que demuestre esa variedad. De ahí que no me haya planteado exponer una visión idílica de ninguna de las sociedades que describo, dado que todas ellas presentan en su pasado los mismos claroscuros que cualquier otra comunidad humana. Mi interés ha sido, más bien, identificar la diversidad que esas sociedades representan, describirla y conocer los procesos asociados a ellas, pero sin emitir valoraciones que creo que están fuera de lugar en una obra de historia. Reivindicar la diversidad histórica de este país no implica hacer dejación del espíritu crítico al analizarla.

La diversidad en la historia de España ha tenido también su reverso en los períodos y las políticas que han intentado acabar con ella de manera, a veces, radical. Las expulsiones de judíos y moriscos en 1492 y 1609, respectivamente, supusieron el dramático fin de la pluralidad religiosa de época medieval en nombre de un dogma católico que se impuso de manera uniforme y muchas veces cruel. La conquista y colonización de América estuvieron guiadas por un empeño de cristianización e hispanización destinado a eliminar de manera muchas veces violenta la diversidad de gentes y culturas que existían en el continente antes de la llegada de los españoles. La instauración de la dinastía borbónica a comienzos del siglo xviii supuso el final de las instituciones de gobierno catalanas, aragonesas y valencianas con un intento de centralización política que estuvo también entre los objetivos del estado liberal durante la centuria siguiente. Más recientemente, en fin, las fuerzas sociales y políticas que dieron vida al franquismo provocaron una guerra civil cuyo objetivo declarado era acabar de una vez por todas con cualquier atisbo de diversidad política, lingüística, religiosa o cultural.

Moriscos del Reino de Granada, imagen del «Trachtenbuch» de Christoph Weidit (Germanisches Nationalmuseum Nürnberg, Hs. 22474. Bl. 105–106)

Todos estos intentos homogeneizadores son también parte de la historia de la diversidad de nuestro país. De hecho, y cuando se analizan en detalle, estos proyectos de unificación revelan infinidad de inconsistencias, o efectos a veces contrarios a lo que inicialmente planteaban sus promotores. Por eso me he propuesto también exponer las circunstancias que promovieron esos programas y las contradicciones que su puesta en práctica generó. Otra de las tesis de este libro es que las tentativas de acabar con esa heterogeneidad han terminado siempre, de una forma u otra, convirtiéndose en fracasos en el corto o en el largo plazo. Ninguno de los intentos centralizadores, por ejemplo, creó en España un estado unificado en el que se hablara una única lengua común. Ni siquiera la inaudita represión franquista consiguió reducir el país al proyecto unitario que habían concebido sus ideólogos. Ya en tiempos del dictador, las «malas hierbas» de la diversidad, que su programa había proclamado que iban a ser erradicadas para siempre, comenzaron a brotar de nuevo, con más fuerza si cabe que antaño. Incluso las traumáticas expulsiones de judíos y musulmanes, que durante siglos lograron crear un país exento de heterodoxias o credos distintos al católico, se han revelado ineficaces a la larga: en los últimos tiempos, España ha recuperado la pluralidad religiosa, que había caracterizado buena parte de su historia, debido a circunstancias que jamás pudieron imaginar los celosos guardianes de la ortodoxia. A quienes hoy en día proponen, de forma harto irresponsable, la vuelta a estos programas de homogeneización política, social o cultural, la constatación de estos fracasos debería hacerles reflexionar y asumir que la diversidad es un elemento constitutivo y recurrente en la historia de este país, y que cualquier intento de acabar con ella sólo puede hacerse de una manera brutal y conducir a irreparables sufrimientos y frustraciones.

Al escribir este libro, he tenido muy presente al gran historiador francés Pierre Vilar cuando decía que «la historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico». Siempre que me preguntan para qué sirve mi oficio, ofrezco esta cita, que en pocas palabras dice muchas cosas. Una de ellas, quizá la más importante, es que la historia condiciona, y mucho, las interpretaciones del presente. Si uno está convencido, por ejemplo, de que la Reconquista sirvió para expulsar a los musulmanes que habían ocupado la península de forma ilegítima estará también dispuesto a creer que los emigrantes que hoy en día llegan a España desde África son protagonistas de una nueva invasión contemporánea, por lo que es preciso expulsarlos; si uno piensa que la nación española es la más antigua de Europa, se convencerá fácilmente de que no hay lugar para cualquier proyecto político que no comulgue con esa visión unitaria de la nación ancestral; y si considera, en fin, que la Guerra Civil y el franquismo fueron episodios dolorosos pero necesarios para derrotar a la revolución comunista y crear una clase media en este rincón del sur de Europa, tenderá a menospreciar los esfuerzos que se realizan para documentar todos y cada uno de los numerosos crímenes cometidos por la dictadura.

Las percepciones de la historia funcionan, pues, como anteojos, a veces muy distorsionadores, con los que leemos la realidad del presente. No hace mucho, la banda terrorista ETA segó la vida de cientos de personas, en parte debido a que sus miembros, y muchos de los que los apoyaban, estaban convencidos de que el pueblo vasco había resistido frente a romanos, visigodos, árabes o castellanos por medio de una lucha armada que ellos sentían que estaban obligados también a mantener. Más recientemente, las movilizaciones sociales producidas por la puesta en marcha del procés hacia la independencia de Cataluña no se entenderían sin la aportación de una legión de historiadores que han insistido en que, desde hace quinientos años, la nación catalana se ha visto agraviada, oprimida y capitidisminuida como resultado de su integración en el estado español. La respuesta a esta «evidencia histórica» se plasmó en la puesta en marcha de un movimiento destinado a acabar de una vez por todas con esa integración.

Creo que ha llegado el momento de pasar página de estos sucesos que tan extenuantes han sido y de los que tantas lecciones para la convivencia democrática deberían extraerse. Estoy convencido de que desnacionalizar la historia de España y las historias que no son de España contribuiría mucho a que los marcos de convivencia mejoraran notablemente. Todos aprenderíamos a leer el periódico de una manera distinta. Nadie debe renunciar a defender los proyectos de futuro que considere mejores para la sociedad, pero cuando se intenta justificarlos en sucesos acaecidos hace cientos de años se corre el riesgo de convertirlos en esencias históricas que nutren en el presente las bien conocidas formas de totalitarismo. Una historia desnacionalizada nos enseña que es el cambio, y no el mantenimiento de las esencias, lo que caracteriza el pasado, y que son las sociedades dotadas de una conciencia histórica más desarrollada las que poseen mayor capacidad crítica y saben articular mejor sus aspiraciones de cambio en el futuro. Josep Fontana decía que es inútil plantearse una «verdadera historia de España», dado que existen tantas historias «verdaderas» como proyectos de sociedad. Con este libro, he intentado contribuir a que en el futuro seamos capaces de diseñar proyectos más inclusivos para construir una sociedad mejor.

La expulsión de los moriscos, Lápiz, pluma y aguada azul sobre papel verjurado amarillento pegado a cartón de Vicente Carducho (c. 1627), Museo del Prado
Nota final

La génesis de esta obra es tan lejana que casi se confunde con el marco cronológico que abarca. Posiblemente, nunca me habría decidido a escribir este libro si durante muchos años no hubiera mantenido innumerables discusiones sobre historia, historiografía y otros devaneos con Sisinio Pérez Garzón, con quien he tenido además ocasión de firmar conjuntamente algunos trabajos de investigación y de prensa. Siendo él un historiador especializado en la época contemporánea y yo un medievalista, a lo largo de todo este tiempo hemos descubierto gran número de temas que nos interesaban a ambos. Ello me ha permitido también estar al tanto de los trabajos que se publicaban sobre períodos ajenos al mío, algo que siempre me ha parecido una saludable manera de ensanchar los límites que impone la especialización académica.

A raíz de todas estas lecturas, anotaciones y reflexiones, fui concibiendo la idea de escribir algo que pudiera favorecer un debate sobre la historia de España y el papel que ésta ocupa en la sociedad actual. Otro acicate para hacerlo ha sido la sensación de que muchos trabajos de investigación que en nuestro país vienen realizando numerosos historiadores e historiadoras no siempre encuentran el eco que merecen. Realizar una interpretación histórica con un ambicioso rango cronológico me parecía una buena oportunidad para utilizar una historiografía que, por unas razones o por otras, no siempre está llegando al gran público. Causa, en este sentido, cierta desazón comprobar que muchas conclusiones que desmontan arraigados tópicos historiográficos apenas hayan calado en una sociedad que, a veces, sigue manteniendo unas visiones de la historia de España muy obsoletas. En este libro he intentado incluir estas ideas historiográficas renovadoras, algo que no hubiera sido posible sin las lecturas de estudios realizados por muchos colegas, tal y como queda constatado en la bibliografía que cierra este volumen. Si el lector encuentra estímulo para profundizar en alguno de los temas que aquí se tratan recurriendo a esos trabajos habré conseguido, sin duda, uno de los objetivos que me he marcado.

Los distintos capítulos que componen este libro han ido tomando forma a lo largo de varios años de manera intermitente y esporádica, en vacaciones y ratos libres que me dejaban los trabajos de investigación en los que he estado inmerso durante este tiempo. Desde el principio, aposté por escribir un libro destinado a un público amplio, razón por la que carece de notas y de aparato crítico. No he pretendido, sin embargo, hacer un manual de historia de España. Doy por supuesto que, quien lea esta obra, está familiarizado con la historia que todos hemos aprendido, de una forma u otra, en el colegio. Mi intención ha sido, más bien, enfocar esa historia ofreciendo claves que permitan descubrir la riqueza que contiene. La historia de España ha podido ser muchas cosas, pero, desde luego, nunca ha sido aburrida. Una secreta esperanza que anida en estas páginas es que su lectura incentive otros trabajos que intenten recuperar la misma fascinación que yo he sentido al enfrentarme a un pasado tan diverso. El tema, desde luego, no está ni mucho menos agotado, y yo mismo me he visto obligado a poner un límite a la exposición de muchos temas que podrían haber sido desarrollados de forma mucho más extensa.

Soy consciente de que los aspectos sociales y económicos que han configurado la historia de España están mucho menos tratados en esta obra de lo que merecerían. He optado, no obstante, por prescindir de ellos, pues hacerlo hubiera requerido otro volumen de extensión similar a éste. Me queda el consuelo, sin embargo, de que el lector puede recurrir a otras historias de España que han aparecido recientemente y que también cito en la bibliografía, en las cuales podrá encontrar una información contrastada y rigurosa sobre la economía y la sociedad a lo largo de la historia de España, un tema que apenas yo he podido desarrollar aquí. La Historia, como también decía Pierre Vilar, es una disciplina que está siempre en construcción, lo que constituye un buen recordatorio de que nada en ella es definitivo […].

Galería «Visión de España» de Joaquín Sorolla en la Hispanic Society de nueva York (foto: web de la Hispanic Society of America9
¿Qué es España?

España no ha existido siempre. O, para decirlo de una manera más precisa, el concepto de «España» ha tenido interpretaciones tan diferentes que es imposible encontrarle un significado inalterable a lo largo de los siglos. Por eso es tan difícil escribir una «historia de España» para quienes intentamos hacerlo con un mínimo de rigor. Es como tratar de controlar un balón que continuamente cambia de forma. Sin embargo, quienes están convencidos de la pervivencia de una esencia nacional a lo largo de los tiempos lo tienen mucho más fácil: les basta con asumir que España y los españoles han existido siempre. Para ellos, el balón es, y ha sido siempre, redondo, razón por la cual les resulta tan cómodo conducirlo hacia donde quieren.

La única manera razonable de manejar un concepto tan escurridizo es asumir que siempre hay algo de convención en presentar su historia. La «España» actual hubiera sido irreconocible para quienes vivieron en cualquiera de las muchas «Españas» del ayer. No sólo su configuración política y territorial ha cambiado mucho; también las ideas e ideales asociados a las Españas del pasado eran muy distintos, e incluso contradictorios con la de hoy. Isabel, reina de Castilla, y Fernando, rey de Aragón, los Reyes Católicos, eran muy conscientes, por ejemplo, de la diversidad de sus respectivos reinos y ni se les ocurría pensar que pudieran abolirse las barreras aduaneras que los separaban; Felipe II se pasó su reinado combatiendo la herejía y sacrificando en su empeño miles de vidas, y es dudoso, por lo tanto, que se hubiera mostrado muy conforme con la libertad religiosa que hoy se reconoce en sus dominios; más recientemente, el concepto de «España» plasmado en la Constitución de 1978 nada tiene que ver con el que impuso el dictador, Francisco Franco, quien, de haber vivido hoy, consideraría que la España actual es una traición al ideal por el que se rebeló, provocando la muerte a cientos de miles de sus compatriotas. Frente a la idea de una España inmutable y eterna, la evidencia demuestra que han sido muchas las Españas que se han invocado a lo largo de los siglos, y frente a lo que pretenden algunos irresponsables, «nuestra España» no es, ni puede ser, la misma que la de los ancestros.

Podría argüirse, sin embargo, que la historia de España es la de un territorio reconocido desde tiempos antiguos, en el que se han producido determinados procesos históricos hasta nuestros días. Hay algo de cierto en ese argumento con la condición de no convertirlo en una explicación que considere los acontecimientos del pasado como jalones de un destino fijado de antemano. Los historiadores siempre rechazamos las explicaciones teleológicas, que intentan demostrar que los hechos ocurrieron porque estaban obligados a producir cuanto vino a continuación. O, para decirlo de una forma más cruda, una buena manera de identificar a un historiador mediocre es comprobar que interpreta los acontecimientos del pasado como si sus protagonistas hubieran sabido lo que habría de ocurrir después.

Si aceptamos que «España», tal y como hoy la conocemos, no ha existido siempre, y que el pasado no ocurrió con la obligación de producir el presente, todos podemos hacer un más que necesario ejercicio de relajación. No es preciso ponerse a escudriñar hasta la última línea de los textos históricos para buscar en ellos cualquier referencia que demuestre la existencia de España desde tiempos remotos; ni tampoco hace falta entablar discusiones interminables sobre si los catalanes se consideraban españoles en el siglo XVIII, o si, por el contrario, hay evidencias históricas que demuestran que en esa época se dieron los primeros pasos del procés hacia la independencia. Aparte de que los textos pueden decir una cosa y la otra, ni las circunstancias sociales y políticas ni las expectativas de quienes compusieron esos textos coinciden en lo más mínimo con las nuestras.

España, en realidad, puede ser, entre otras, dos cosas bien distintas: por una parte, un relato histórico que, obviamente, se ha incrementado a lo largo del tiempo, y, por la otra, lo que sus gobernantes y sus gentes han pretendido que fuera en cada momento. Ambas cosas se han entrelazado entre sí cuando los proyectos políticos se han justificado mediante una determinada visión del pasado. Una forma, pues, de conocer qué es España es recorrer los significados históricos que le han otorgado los proyectos políticos que la han articulado […].

Fuente:  Conversación sobre la historia: España diversa, Claves de una historia plural. Crítica, Barcelona, 2024, pp. 20-29; 35-37

Portada: Nova Hispaniae Descriptio, mapa publicado por Jodocus Hondius en Ámsterdam hacia 1610 (Biblioteca Nacional de España)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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