Justo Serna

 

El Cid Campeador

Arturo Pérez-Reverte nació en 1951 en Cartagena, España, en un linaje de marinos mercantes. Desde la biblioteca familiar al periodismo de guerra, pasando por el mar, el muchacho ya no paró. Ejerció de reportero en la calle y en el frente, mientras a su lado silbaban las balas, los proyectiles. De esa experiencia, según ha dicho muchas veces, extrae su saber sobre el género humano, sobre la bondad, la maldad, el valor, la traición: eso sí, adobado o completado con los libros.

Algo de esto, de esa aventura guerrera, pero muy fabulada, está descrito por el narrador explícita o implícitamente en varios de sus textos. De manera expresa con heroísmo cínico en Territorio comanche (1994), después de haber ejercido de reportero de combate hasta 1994.

Como periodista televisivo y como autor que se debe a sus seguidores, Pérez-Reverte siempre ha sabido cómo presentarse en público, cómo representar su papel, cómo modelar su figura, el personaje visto y reconocido.

En la televisión española, cuando ejercía de corresponsal fue él quien puso de moda los chalecos multibolsillos. De color caqui y así… Pensemos en cada bolsillito. Si estás en un conflicto bélico, nada como disponer de muchos recovecos o cavidades para llevar todo lo imprescindible. Y bien abotonado.

Cuando lo veíamos en el frente, su imagen, la de Pérez-Reverte, era la de un tipo aguerrido, atrevido, con una voz muy varonil: eso sí, en contraste con su aspecto de buen chico, muy aniñado, que le daban unas inmensas gafas redondas.

Arturo Pérez-Reverte en Beirut (1976)(foto: XL Semanal)

Ahora no lleva lentes externas o visibles (por decirlo así). Y, cuando ya ha rebasado los setenta, se mantiene como un hombre maduro, delgado y hasta enjuto. Viste como un pijo informal, casual, con sus camisas Oxford azules, con sus chinos, con sus guerreras de cuero, con sus americanas y abrigos de buen paño. Personajes así podríamos encontrarlos en las páginas de Quiero y no puedo (2024), de Raquel Peláez.

Pérez-Reverte posa con estilo, desganadamente, recostándose por ejemplo en una pared, como si sus hombros de escritor letraherido debieran cargar con un fardo ajeno, un petate de incuria, un atraso español de siglos.

Le gustan lo bronco, lo masculino y lo incorrecto. Eso al menos dice él o así es, por lo menos, cómo se presenta.

Tras abandonar TVE dando algún portazo,  haciendo aspavientos y criticando a colegas de dicho medio, Pérez-Reverte se dedicó por entero a la literatura, a escribir novelas, un género que ya había probado con éxito de público.

Fue entonces cuando empezó su época más prolífica y popular. Con la sombra y la inspiración de El Cid Campeador, que es su sosias implícito o explicito.

Cuando comenzó la serie del Capitán Alatriste (1996), Pérez-Reverte se confirmó como habilidoso creador de lenguajes y situaciones y como escritor de ingenio popular. Entre sus páginas se suceden lances y personajes siempre a un ritmo vertiginoso: igual que en los folletines del siglo XIX. O en las novelas de aventuras que, según declaración propia, llenaron su infancia.

Para escribir estas nuevas novelas, las de Alatriste y las de otros protagonistas (Falcó, etcétera), Pérez-Reverte siempre dice documentarse abundantemente, buscando la fidelidad contextual. Es la fase provechosa y dichosa del proceso, añade. Aprendes, concluye. Pero acopiarse de datos y de observaciones busca sobre todo la verosimilitud histórica, cosa que no le impide permitirse ciertas licencias anacrónicas.

Eso sí: muchos de sus personajes, incluidos los principales, suelen tener una hechura arquetípica, desempeñan funciones con frecuencia previsibles y se nos muestran habitualmente con una superficialidad emocional. Al fin y al cabo, sus historias están protagonizadas por tipos duros y mujeres fuertes que no se andan con remilgos, pues deben enfrentarse a toda clase de riesgos o a villanos especialmente pérfidos. Esos riesgos y esos son la cruda realidad: aquellos sucesos que tumban a los débiles o cobardes.

Cuando Pérez-Reverte se explica, es decir, cuando precisa y revela en entrevistas promocionales la naturaleza de sus personajes y sus aventuras (tan, tan documentadas) refuerza las características externas de esas figuras que pueblan sus diferentes novelas y que, a la postre, tanto se asemejan entre sí.

Y esa realidad poblada de villanos y unos pocos héroes que se les oponen es… España.

Pérez-Reverte dispone desde hace años de una idea política de España, ya cerrada, ya asentada, al margen de lo que los investigadores cuestionen o revisen en archivos. Por supuesto, está atento a esas informaciones, pero  le sirven para corroborarse. Se trata de un esquema que el escritor maneja y que suele repetirlo en sus novelas históricas: es una concepción muy simple y épica, pero a la vez muy productiva y consoladora.

¿En qué consiste? Podría sintetizarse así…

Augusto Ferrer-Dalmau y Arturo Pérez-Reverte en el taller Grekov de Moscú (Zenda)

Estamos en la España del pasado. Pongamos en 1808. En sus mejores momentos, un pueblo, noblote, corajudo y semianalfabeto se levanta con cólera y tosquedad, con rabia y rudeza, contra el mal gobierno. Y también contra los intelectuales cobardones, poco dados a la acción. Son estos, precisamente los intelectuales, los primeros en traicionar y en huir del suelo patrio.

En sus páginas aparecen héroes probablemente incultos, pero rectos, honestos, varoniles, gentes que se arriesgan y gentes en las que se puede confiar. Este esquema procede del Cantar del Mío Cid. Ya sabemos. “Que buen vasallo si oviese buen señor…” Ese es el subtexto interpretativo que constantemente aparece en sus novelas históricas: desde El capitán Alatriste en adelante.

Podría resumirse así: el coraje o el heroísmo españoles son algo admirable, pero desorientado. Hay una crisis; hay una situación extrema que exige algún tipo de intervención; hay una circunstancia que obliga.

¿Y qué nos encontramos?

Unos gobernantes que siempre acaban traicionando al buen pueblo, al menu peuple (por decirlo a la francesa); unas clases dirigentes que abdican de su condición y que, como mucho, ejercen la pura, la estricta dominación; un estamento intelectual que, lejos de comprometerse, se contiene reflexiva o cobardemente, etcétera.

¿El resultado?

Por lo general, un desastre: un Imperio en quiebra (El Capitán Alatriste); una Armada desarbolada y hundida (Cabo Trafalgar); una Nación política aún incipiente y ya saqueada (Un día de cólera). Etcétera, etcétera.

Bien pronto, Pérez-Reverte lleva a la vida real y a los medios de comunicación esta idea tan sencilla, este esquema arquetípico. Él mismo acaba por adoptar un papel público muy vistoso, un personaje que encarna, el del noble dispuesto a la bronca. Él mismo, en fin, parece un personaje de sus ficciones.

Así, insiste en que él no se vende ni se traiciona, ni traiciona. Insiste en que habla alto y claro, y en que no le importa ser tonante, altisonante o arrogante, de palabra acerada y de injuria justificada. En las entrevistas, en las declaraciones o los tuits que prolíficamente publica. No le importa. Es más: se hace el portavoz de los humildes, de aquellos que se valen de picardías para sobrevivir. Y se hace portavoz de la razón desinhibida.

Desde hace años, Pérez-Reverte dice estar a vuelta de todo, ajeno a la corrección política, carente del buen tono y de la misericordia, como si él fuera juez y parte. Habla con desprecio y con estrépito, porque dice no humillarse en tierra de cobardes. Se pone serio, incluso muy grave y severo.

Se pone muy grave y severo…, pero sólo cuando él decide que hay que hacerlo. Entonces nos perora: nos da una tunda verbal.

Al fin y al cabo, el mundo es una guerra.

Por eso mismo, reprocha a los doctos la cátedra de la que viven. Destina su crítica acerba al sistema educativo, responsable de que los españoles no tengan el nivel cultural que él efectivamente tiene. A  los universitarios les afea su servilismo: a él el título no lo ha formado (a pesar de sus estudios de periodismo, etcétera); a él lo ha hecho la universidad de la vida, de la guerra y de la calle.

Eso dice.

Madrid, abril de 2008: Esperanza Aguirre inaugura la exposición Madrid, 2 de mayo 1808-2008. Un pueblo, una nación, junto con Arturo Pérez Reverte (foto: Bernardo Pérez)

Ha estudiado por su cuenta, ha leído lo suyo en la biblioteca familiar, se ha documentado con saberes que a los listos no interesan.

¿Y a los políticos? A los políticos les reprocha su egoísmo o su sectarismo. Con su verbo acerado o ultrajante los vitupera. Pero no siempre.

A veces los agasaja ruda o reverencialmente: como a Esperanza Aguirre, que le financió una Exposición patriótica en 2008, una instalación histórica de mucha simpleza y de mucho efecto nacionalista. Se fotografió con ella ufano y satisfecho de su españolismo de salón.

Pero esto es una de las pocas excepciones a las que se resigna. En realidad, él no vino aquí a hacer amigos.

Pérez-Reverte se imagina solitario, ajeno a las capillas, independiente, siempre a punto de irse. Se imagina corajudo y hasta colérico, diciendo verdades como puños.

Sabe que sus declaraciones sorprenden a muchos seguidores impresionables, gentes que admiran la crudeza de su boca o la sutileza de sus vergajos en Twitter (ahora X). Escribe mejor que analiza, narra mejor que examina, entretiene más que educa.

Cuando aparece la nueva obra de un autor celebrado, un período de promoción vuelve a empezar. Con la primera entrega de la trilogía encarnada por el espía Lorenzo Falcó (Falcó, 2016), por ejemplo. Es en ese momento cuando el escritor es requerido. Hay que hacer presentaciones. Hay que viajar aquí y allá para crear noticia, para dar imagen y palabra a lo que es un objeto ya consumado, cerrado: el libro.

Pérez-Reverte dedica meses a la promoción de su nueva novela. Regresa, pues, a la realidad. Todos los medios son buenos para provocar el mayor efecto. Uno de esos recursos es la entrevista: numerosas declaraciones del autor para juzgar, evaluar, dictaminar y sintetizar sobre hechos próximos o ajenos a la novela, sobre España o este mundo que está en guerra o que es la guerra.

En el caso de Pérez-Reverte, el interés del público aumenta por (y con) su estilo expresivo: deliberadamente acanallado, adopta una posición que él juzga atrevida o talentosa. Mira escépticamente este país para deplorar su estado, el de los años treinta o el de ahora mismo. Con ello vuelve a confirmar con mucho aspaviento lo que vamos sabiendo gracias a que el escritor nos saca del engaño. ¿Qué cosa?  Que, ay, este país no tiene arreglo ni remedio. Se conduce y vocea entonces como un regeracionista rezagado o resignado.

Ante esta circunstancia, los lectores de sus novelas, pero también de sus intervenciones públicas, que son muchos, deben agradecerle su entrega y su denuncia dolorida. Efectivamente le duele esta España de castas cobardes. Haría bien en permanecer en sus mundos de ficción, verosímiles y viriles, para allí imaginar e imaginarse en lances que compensan y consuelan. Allí también duelen las balas y las cornás.

Foto: La Sexta
La España de Arturo Pérez-Reverte

De esto ya hace unos cuantos años, pero la circunstancia y las palabras son muy parecidas. Ocurría en 2013. En Salvados, Jordi Évole empezaba nueva temporada, entrevistando a Arturo Pérez-Reverte. Un periodista y otro periodista juntos. O, si se prefiere, un antiguo reportero de guerra entrevistado por un cronista de la guerra actual y cercana, la de las carencias y los recortes tras la crisis iniciada en 2008.

Rememoremos la escena. Son personajes muy distintos. Évole es poquita cosa, o así representa entonces su personaje. Pérez-Reverte es un tipo estirado, quizá en guardia, con un punto de soberbia bien ostensible.

Évole no se vanagloria, hace de la modestia su sello y prácticamente pide disculpas mientras está desollando vivos a sus interlocutores más bravíos. Con Pérez-Reverte no ocurrirá eso.

El escritor se presenta ya como un personaje con coraza. Se achulapa, generalmente se jacta, usa un lenguaje castizo y viril, cargando con furia contra la realidad que nos rodea.  Como si con ello acertara más.

En cuanto puede menciona España: su pasado, su historia, la continuidad o no de su trayectoria. Pérez-Reverte generaliza, se lamenta, establece analogías tremendas y adopta un papel que se ha ido afirmando en las últimas décadas de hombre bueno bronco. Es un papel, insisto.

Le sirve para hablar de héroes (dos o tres, como mucho) y para hablar de la odiosa aristocracia: los cortesanos de antaño y la casta política de hogaño.

Deplora como ya acostumbra el estado de cosas actual. Perora sobre el siglo XIX o sobre los Austrias. Llora el desastre de España, como si todo ello fuera resultado de la misma condena milenaria y fatal. Como si no levantáramos cabeza desde Trento.

Para ser historiador hay que quitarse de encima la fatalidad y la gravedad. Hay que observar serena y seriamente, sí, pero también con pudor y modestia, con algo de ironía y con algo de piedad por los antepasados.

Pérez-Reverte no hace tal cosa, porque no está obligado. Él juzga tempestuosamente, de manera apocalíptica. Sus ideas históricas las expone siempre que puede. Se resumen en cuatro o cinco evidencias, enunciados que sostiene a modo de dogmas y que, como tales, repite en sus libros. Ante Évole o ante cualquier otro interlocutor las vuelve a reiterar.

¿Y cuáles son?

El liberalismo del siglo XIX, encarnado en las Cortes de Cádiz, fue “el ejemplo de la España que pudo ser y no fue. Donde la aristocracia no era de nobles, ni siquiera de dinero, sino de comerciantes, una aristocracia moderna, comparable a la Inglaterra o la Holanda de entonces, y con una clase dirigente abierta, liberal, que viajaba, que hablaba idiomas, donde la religión no era un elemento determinante, donde la política estaba supeditaba a la economía, y no al revés”.

Todo eso falló, concluye con pesar.

¿Por qué?

Porque “España era entonces un lugar cerrado, oscuro, donde estaban los curas, los reyes, los ministros, y la aristocracia corrupta y acabada, mientras que Cádiz era moderna, abierta, y era el mar, sí, el que la hacía posible”.

Esa España fracasó, insiste, “por nuestra estupidez de siempre”. Es decir, que ser tontainas es algo duradero entre españoles. A nosotros nos viene la estulticia desde antiguo, como algo esencial e inalterable.

¿De verdad cree eso?

“España es un país históricamente enfermo. Se ve muy bien en cuanto escarbas un poco en la historia: desde Indíbil y Mandonio, los Austrias, la Ilustración… Hasta ahora mismo… Mira cómo nos estamos cargando la democracia. En cuando se empieza a perfilar una España distinta, esa España que empieza a ser posible, la destruyen los mismos españoles: la arrogancia de unos y el fanatismo de los otros”.

Es, pues, una constante de este país. Sus nativos no se corrigen: “el español repite los errores” y con vehemencia “se carga lo que se le ponga delante”. ¿Tan obstinados somos? Sí, responde Pérez-Reverte, “porque el español es históricamente un hijo de puta, ¿comprendes?”

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo lo arreglamos?

“El problema de España, a diferencia de Francia, es que no hubo una guillotina en la Puerta del Sol que le picara el billete a los curas, a los reyes, a los obispos y a los aristócratas… y al que no quisiera ser libre le obligara a ser libre a la fuerza. Nos faltó eso, pasar por la cuchilla a media España para hacer libre a la otra media. Eso lo hemos hecho luego, hemos fusilado tarde y mal, y no ha servido de nada”.

El lector documentado y el historiador de a pie acaban escandalizándose al leer eso o al volver a escucharlo en la entrevista que le hace Jordi Évole. Uno y otro, el lector y el historiador, no consiguen creer que tamaña simplezas y estereotipos dichos así puedan ser el esbozo de un pensamiento.

El presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, presenta la ruta Letras y espadas, un itinerario teatralizado organizado en 2014 por el Gobierno regional junto con la Real Academia Española, en el marco de la celebración del III centenario de la RAE, acompañado por el director de la RAE, José Manuel Blecua, y por Arturo Pérez Reverte, autor del guión de esta ruta que se desarrolla en el Barrio de las Letras de Madrid (foto: politicalocal.es)
Twitter y más

Cada vez que Pérez-Reverte escribe en Twitter se muestra como un personaje retador, airado y, si lo juzga necesario, también grosero. El medio le sirve para arremeter con esa España fantasmal que nos arrastra. Es entonces cuando le echa huevos, por decirlo con lenguaje  con el vocabulario barriobajero de qué se sirve. Aquí me tenéis, granujas, gilipollas —parece decir—. Aquí estoy yo, soplapollas —parece apostillar.

Ése es el estilo.

¿Es síntoma de mala educación? No, no es mala educación, es posición, es pose característica, una postura: el jaez que se gasta un pendenciero de salón o de cartón-piedra. Desea que se le lea, que se le escuche, que se le atienda y precisamente por eso da bocinazos y boinazos, algo muy español. Te vas a enterar.

¿Y después?

Luego, cuando el señor ha encendido el patio de Twitter, cuando la gente está injuriando e injuriándose, el sr. Pérez-Reverte se despide.

Que os den.

Durante todo el tiempo emplea un falso lenguaje cheli, un idioma de quinquis finos, de machos desenvueltos. Cuando se cansa de mantener al personaje del machote incorrecto, del broncas, se despide y los deja a todos con un palmo de narices.

Comentarios de Arturo Pérez-Reverte en la red social Twitter (actual X) relativas a república y franquismo: a la izquierda, publicación del 30 de abril de 2018 replicando al periodista y novelista Agustín Martínez; a la derecha, respuesta del 30 de julio de 2019 al comentario de otro tuitero según el cual “con el franquismo eres muy tibio o frío, sé crítico con todos”.
¿La buena crianza?

En XL Semanal del 17 de julio de 2016,  Arturo Pérez-Reverte publicó un artículo sobre la pérdida de las buenas costumbres, sobre la ignorancia de la urbanidad. Lo tituló “No era una señora”.

Dramatis Personae: una señora de unos cuarenta años y don Arturo.

Lugar en donde transcurre la acción: la entrada de una librería.

Leitmotiv: Don Arturo cede el paso a la dama cuando coinciden ambos a las puertas del establecimiento. La señora le responde airadamente afeándole su gesto machista o presuntamente machista.

Moraleja: en esta columna, el Sr. Pérez-Reverte argumenta por qué ceder el paso no es machista y, a la vez, pone en duda la condición de señora de aquella mujer con la que coincidió.

Punto y aparte.

Podríamos afearle la conducta y el juicio expeditivo. Qué arrogancia: el sr. Pérez-Reverte toma un caso particular que no cumple sus expectativas, empleándolo para lamentar el estado del mundo, de la educación y, finalmente, de las mujeres que ya no son señoras, porque nunca llegaron a serlo verdaderamente.

Esas señoras que jamás fueron tal cosa son, por supuesto, feministas porque confunden un acto de urbanidad o cortesía social con un gesto machista. Esa es la conclusión del escritor.

¿Hay respuesta?

Ceder el paso no es machista, pero puede serlo. Por descontado que hay que obrar así si tenemos buenas costumbres. Ser humilde, ser cortés, ser educado.

Pero ceder el paso a las mujeres es algo más. Es síntoma de superioridad, de creencia arraigada: a las damas hay que protegerlas.

Por ello hay que bajar las escaleras precediéndolas: por si dan un traspié. O hay que entrar en bares o restaurantes precediéndolas también: nunca se sabe qué o quién puede estar al otro lado de la puerta, alguien quizá dispuesto a cometer una agresión. Este último ejemplo no lo pone el periodista.

En fin, Pérez-Reverte aprovecha para ultrajar a la señora que no lo es y de paso nos da lecciones de buena crianza, como los caballeros antiguos que ya no quedan. Salvo él y alguno más, claro. El mundo va a la deriva.

Arturo Pérez-Reverte en el acto de ingreso de la Real Academia Española de la Lengua, de la que ocupa el sillón T, el 12 de junio de 2003 (en la imagen, entrando en el salón acompañado por los también académicos Margarita Salas y Luis Ángel Rojo) (foto: Miguel Gener/El País)
El broncas

Hay algo de dolor, de herida abierta, de raja mal curada en Arturo Pérez-Reverte. Hay algo que supura y escuece. Y brota. Chorrea.

Como si el escritor fuera alguien poco querido que demandara más cariño. Todos queremos más… Como si fuera un hijo de familia multitudinaria que exigiera atención, más atención o reparo. O reparación. Esto es una conjetura de mi parte, pero tanta demanda, tanta grieta, tiene que ser una lesión antigua.

Cada vez que Pérez-Reverte escribe en Twitter o hace declaraciones “polémicas”, reaparece el personaje del broncas que, por decirlo la verdad, no teme ser grosero ni finolis.

Para quien ha sido reportero de guerra no es gran cosa este estilo. En las contiendas, las finuras se pierden y los cojones se sacan. Es por eso por lo que Pérez-Reverte explota su personaje de reportero curtido, baqueteado.

Podríamos parafrasearlo.

¿Qué me vas a decir a mí, tonto del culo? Yo estuve en los Balcanes. ¿Sabes lo que es eso, cabrón? Yo estuve en Irak. ¿Me vas a venir a mí con mariconadas? Eh, yo sobreviví a tiros, a explosiones, a disparos, a detonaciones. No me toques los huevos. Yo sobreviví mientras tú estabas tan ricamente en Madrid, en la ciudad otoñal y protegida.

Pérez-Reverte es un personaje, de acuerdo. Quiero decir: se hace el tío, el tiorro, el guaperas, aquel que está de vuelta de todo, porque todo lo ha vivido ya: quién como él. Pero esa máscara con la que se cubre no cae en gracia salvo a sus hooligans, que los tiene a puñaos.

Que insulte, que suelte palabrotas, que se haga el broncas…, quizá les ponga a sus seguidores. Qué hombre tan masculino. A los demás nos deja fríos o al menos nos sorprende la mala educación de que es capaz.

Pero ya digo: no es mala educación, es posición, es la pose característica del personaje.

Varios miembros de la corte del Reino de Redonda acompañados por la editora Pilar Reyes, directora de Alfaguara: Javier Marías (Rey de Redonda), Mario Vargas Llosa (Duque de Miraflores) y Arturo Pérez-Reverte (Duque de Corso y Real Maestro de Esgrima)  (foto: Antón Goiri/El Correo)
El escritor

¿Y cuando escribe novelas? Vamos a ver. Hay una constatación y una confirmación populares, aquellas según las cuales don Arturo Pérez-Reverte escribe muy bien. Escribe con empeño y denuedo. Hay una corroboración: que si se documenta, que si se informa, que si remeda el lenguaje del Siglo de Oro, que si copia y mejora el idioma popular, que si su prosa entretiene y conmueve.

Si se trata de remedar lo que ya está escrito, no dudo de su capacidad. Si me dejan seis meses, se puede escribir una novela con lenguaje ambientado en el siglo XVII. Esa no es la cuestión. El asunto es que avanzamos en la ficción, desarrollamos el relato, rompemos esquema, orden, tiempo, sucesión. Repetir lo que ya está escrito o parodiar lo que ya fue concebido no nos lleva muy lejos.

De hecho, Pérez-Reverte no ha conseguido salir del Siglo de Oro (allí está), muy bien hablado. De todas las suyas, sólo una novela, La sombra del águila (1993) me hizo reír, me hizo seguir.

Cuando ya estaba muy enfermo, mi padre me pidió que no le regalara más obras de Pérez-Reverte. Así como suena. Yo no trataba de convencerlo. Imaginaba simplemente que la ficción ligerita le animaría. Pues no.

Lo último que empezó a leer y dejó inacabada fue una obra de  Enrique Vila-Matas. No me parecía una lectura recomendable, pero su diario, el de Vila-Matas, tal vez le sacaría de su ensimismamiento. No fue posible. Yo, mientras tanto, leí La sombra del águila, una obra de mucho ringorrango.

Arturo Pérez-Reverte presenta su libro para adolescentes “La Guerra Civil contada a los jóvenes” en 2015, en compañía de la editora Pilar Reyes y del ilustrador Fernando Vicente (Foto: Javier Oliaga)
La guerra de Arturo

Se atribuye a Victor Hugo una ocurrencia probablemente apócrifa: aquella según la cual los españoles disfrutaríamos con las procesiones y con las guerras civiles.

O, en otros términos, con lo excesivo, con lo extremo: desde los pasos de Semana Santa hasta las matanzas fratricidas. Lo sangriento sería, así, expresión de nuestro volcánico temperamento, el arrebato místico de un catolicismo vehemente.

Algunos de los viajeros que visitaron este país a lo largo del Ochocientos no hicieron más que revalidar la leyenda de esta tierra inhóspita y bronca, con unos naturales pronto dispuestos a sacar la faca o el arcabuz.

La violencia sería el sino fatal de los españoles trágicos, siempre envueltos en conflictos homicidas. Noblotes pero pendencieros: de dicho modo nos vieron muchos de esos observadores extranjeros que viajaban para confirmar el encanto y el misterio orientales de la Península Ibérica.

El siglo XX pareció acentuar esa visión: así, la guerra de 1936 corroboraría la larga tradición de conflictos. Si antes los españoles saldaban sus cuentas a bastonazos, ahora, gracias al progreso armamentístico, libraban sus disputas con la mejor artillería.

Y, sin embargo, no es así. El del 36 no fue uno más de esos conflictos bélicos. En realidad, esta contienda fue algo más terrible: fue una guerra total, en el sentido que le diera Carl Schmitt a esta palabra. Es decir, degradación y aniquilación del enemigo, destrucción de los lazos primarios de la convivencia.

Concebido así, este es un conflicto que se desarrolla como si fuera “la guerra última de la humanidad”, según precisaba Schmitt, una guerra en la que el contendiente espera arrasar material y espiritualmente al enemigo.

Y ahora leamos releemos  la historia que acaba de publicar Arturo Pérez-Reverte: La Guerra civil contada a los jóvenes (2015). Es un libro ilustrado por Fernando Vicente. Este volumen peca de esquematismo. Es simple y hace escueto lo que es complejo. ¿Acaso porque va dirigido a los jóvenes?

No sabía yo que a la muchachada hay que instruirla con sentimentalismo y con ciento y pico caracteres por página. Qué condescendencia, por Dios. Que pueda haber jóvenes, incluso muchos jóvenes, que obren así no obliga a instruirlos de esa manera.

Dice Pérez-Reverte que se inspira en Manuel Chaves Nogales. ¿Acaso por arrimarte a un hombre decente te mejoran la perspectiva y la prosa? Todas las guerras son malas, dice el académico, pero las civiles son peores porque enfrentan a los hermanos, a los amigos, etcétera.

Eso es angelismo, cosa que me sorprende en un tipo tan machote como Pérez-Reverte. El novelista no ha entendido la lógica del conflicto. Es justamente al revés: lo horroroso no es el conflicto entre hermanos. Lo espantoso es que, en el siglo XX, toda contienda puede convertirse y de hecho se convierte en civil.

En las viejas batallas tipificadas por Karl von Clausewitz, al adversario no se le extermina: se le desarma. La guerra total del siglo XX es, por el contrario, una guerra civil: a los enemigos no les asiste el derecho, pues son rebeldes, traidores, felones…

Por eso, como dice Enzo Traverso en alguna de sus páginas la clave de las guerras mundiales es que son, paradójicamente, guerras civiles: “los dos bandos opuestos colocan al enemigo en el no-derecho”.

Dice Carl Schmitt en El concepto de lo político (1932):

“Aunque las guerras actuales ya no son tan numerosas y cotidianas como antes, puede decirse que se han vuelto tanto más arrolladoras y totales cuanto más han perdido en frecuencia numérica y cotidianidad”.

“La situación de guerra”, añade Schmitt, “posee una significación particularmente decisiva, que es la que pone al descubierto el núcleo de las cosas. Pues sólo en la lucha real se hace patente la consecuencia extrema de la agrupación política según amigos y enemigos”.

Es más: “cada guerra adopta así la forma de la guerra última de la humanidad”, sostiene Schmitt.” Y esta clase de guerras son necesariamente de intensidad e inhumanidad insólitas, ya que van más allá de lo político y degradan al enemigo al mismo tiempo por medio de categorías morales y de otros tipos”.

¿Cuál es la consecuencia? No sólo hay que rechazar al enemigo, sino que hay que aniquilarlo definitivamente. “El enemigo ya no es aquel que debe ser rechazado al interior de sus propias fronteras”, concluye Schmitt.

¿Son estas cosas las que preocupan o enojan al Sr. Pérez-Reverte? ¿Para qué vamos a complicarlas si podemos simplificarlas?, parece y padece decirse. Se lo confiesa y de esta operación postiza, siempre justificable, podrán venderse ejemplares nutricios.

Pérez Reverte durante la promoción de una de sus novelas ambientadas en la guerra civil, en 2020 (foto: Jeosm/Zenda Libros)
Todos fuimos culpables

“La guerra que todos perdimos” es un artículo de Arturo Pérez-Reverte de los años noventa aparecido en XLSemanal y vuelto a publicar en Zenda en 2023 con motivo del 18 de julio.

Decir que la guerra la perdimos todos implica admitir que en ambos bandos hubo culpables, que en ambos bandos hubo víctimas.

¿Quién no tiene casos que contar?, viene a decirnos Pérez-Reverte.

Si relatamos ejemplos de maldades y bondades entre los republicanos y entre los nacionales, entonces mostraremos nuestra amplitud de miras y nuestros grandes principios morales.

Si evocamos casos de villanía y gallardía, quedaremos bien.  Primero mostraremos nuestra tristeza por la maldad sublunar para después suspirar aliviados ante humanos bien nacidos.

“La guerra que todos perdimos” es un tópico gracias al cual víctimas y verdugos quedan hermanados. Su lógica es la de que en todas partes  cuecen habas: heroísmos y bajezas.

En toda circunstancia encontraremos lo mejor y lo peor del género humano, pero dicha conclusión poco aclara acerca de un conflicto concreto.

Imaginemos que aplicamos esa lógica pastoral a la guerra de Ucrania. En la “operación militar especial” encontraremos niños y jóvenes de ambos bandos, antiguos conciudadanos soviéticos. Por todos ellos deberíamos sentir compasión. Del mismo modo deberíamos sentir rabia por los ucranianos que mueren tras ser invadidos por las tropas de Vladímir Putin.

Y deberíamos apiadarnos de los muchachos que, prácticamente arrancados de las faldas de sus madres, son enviados al frente para luchar y, quién sabe, morir.

¿Es esto un análisis de la guerra? No. Es un buenismo o una equidistancia que no tiene ninguna gracia. Por supuesto, desde ese punto de vista, todos pierden: los ucranianos invadidos y los jóvenes soldados rusos.

Por supuesto, desde esa perspectiva, en ambos bandos hay buena gente por la que maravillarnos, y malvados que merecen el repudio humano. Si se plantean así las cosas, no hay examen pericial alguno.

Pero volvamos a la guerra fratricida del 36. El autor del artículo hace un repaso de la parte humana del conflicto en la que aparecerán tipos buenos o “hijos de puta” en ambos bandos. Cuando Pérez-Reverte emplea “hijos de puta” suena la alarma. Cuando eso dice, sabemos que se expresa saltándose la puta corrección política y sabemos que lo hace con un par.

El título del artículo es una generalización indebida e injusta para quienes de verdad perdieron la guerra del 36. Por mucho que Pérez-Reverte hable de hermanos. Lo hace para así hacernos sentir a todos igualmente culpables.

Repudia a los extranjeros, esa gente también hijaputa que vino a mojar en la sangre patria. Reparte responsabilidades desde la distancia actual y la equidistancia moral, lo que le permite ejercer su superioridad. Ajusta cuentas, como si de un juez o un fiel medidor se tratara. Y, en fin, apela a la piedad (por los niños, por ejemplo), cosa a la que nadie, salvo un hijo de puta, puede negarse.

Nada de eso explica guerra alguna. O las explica todas, con lo que quedamos in albis o alabando la gloria in excelsis deo.

Pérez-Reverte no se pregunta si hay guerras justas, si hay causas justas en esta o en aquella guerra. Los eruditos de la teología y la jurisprudencia llevan siglos debatiendo sobre el particular. Pero él, Perez-Reverte, apela a la piedad.

En la pasada centuria, la invasión de Polonia dio inicio a una guerra de millones de muertos. ¿La causa? La oposición de Gran Bretaña y Francia a este atropello. Podemos  imaginarnos. Cuando hablemos de la II Guerra Mundial y cuando hablemos del 1 de septiembre (de 1939), podemos ponernos sublimes.

Podemos ponernos equidistantes para inmediatamente decir que aquello fue una carnicería provocada por hijos de puta que había en ambos bandos.

Punto final.

Arturo Pérez Reverte firmar ejemplares de su obra “El asedio” en la Feria del Libro de Madrid de 2010, tres años después de que prometiera no pisarla más (imagen: RTVE).
Cómo se escribe un best seller

La fórmula del best seller parece un enigma. Y sin duda algo de eso, de enigma, hay. ¿En qué se basa? ¿En la superficialidad o en los guiños que el autor hace a diferentes públicos para así permitir distintas lecturas?

¿En los lances vertiginosos que dejan sin aliento a los lectores? Éstos rápidamente saben qué es lo que pasa y a qué se parece lo que están viendo-leyendo, ¿no es cierto?

El best seller se basa en la facilidad para reconocer sus claves y en lo explícito de sus interpelaciones (las del autor a través del narrador) y de sus interpretaciones.

¿Cuáles? Las de los destinatarios, que identifican inmediatamente personajes y situaciones, sobre todo si el relato  es una novela de época, de romanos o ambientada en los años treinta del siglo XX.

En este último caso, los protagonistas serán tipos duros, tocados con elegantes sombreros, fumadores empedernidos  (¿por qué demonios los fumadores siempre son empedernidos?).

El público de estas obras –las obras que se venden por cientos de miles o, incluso, por millones– no tiene por qué ser un gremio de expertos, tampoco una legión de experimentados lectores, ni siquiera un pelotón de tipos con gran cultura.

Basta con que sepan manejarse con las referencias de la narración, referencias que generalmente se las proporcionará el autor sirviéndose de índices, anexos o notas. Son acotaciones que aclaran y completan lo que la invención y la ficción no dan.

Arturo Pérez-Reverte y Augusto Ferrer Dalmau durante el proceso de realización de la pintura “El último combate del Glorioso”, del segundo (foto: XL Semanal)

Años atrás leí Cabo Trafalgar (2004). Si no estoy equivocado, dicha novela, de Arturo Pérez-Reverte, no fue su triunfo más rotundo, aunque ya me gustaría a mí haberlos vendido.

Cabo Trafalgar vendió muchísimos ejemplares, pero ni de lejos alcanzó las cotas de los éxitos sonados, indiscutibles, que antes había logrado.

¿Por qué razón?

Cabo Trafalgar es un ejercicio de estilo en donde el autor exhibe de una manera copiosa, abundante y pedante, sus conocimientos marineros, con un deleite en la descripción y en el lenguaje que es un gran alarde verbal, aunque finalmente tedioso: al menos para mí, a pesar de ser un lector acostumbrado a la literatura de navíos.

Semanas antes (antes de caer y recaer en Cabo Trafalgar), había leído Mares tenebrosos, editado por José María Nebreda para Valdemar. Me sedujo hasta el extremo de sacarme, de sustraerme del orden cotidiano. Justamente lo que debe hacer una buena ficción.

En cambio, de la novela de Pérez-Reverte sólo pude admirar su docta exposición léxica y poco más. Sus personajes eran planos, meros figurantes de la gran historia o tramoya que en cubierta, en la cubierta del barco, se libra: sin misteriosas profundidades psíquicas ni oscuridades.

¡Y eso a pesar de que Pérez-Reverte había declarado que una de sus fuentes de inspiración era Joseph Conrad! En Conrad, los caracteres son redondos (en el sentido que le daba a esta expresión E. M. Forster), llenos de honduras irresueltas a las que jamás accederemos aunque las intuyamos.

He de admitir que me reí con los anacronismos deliberados de Pérez-Reverte: como la mención de Rocío Jurado, “esa niña joven de Chipiona que empieza a cantar” al inicio del siglo XIX. ¡A comienzos del siglo XIX!, ya digo.

Pero estas bromas de autor al final no justifican una novela, como tampoco la pompa léxica. Por otra parte, el mensaje histórico que hay implícito, finalmente explícito, en el relato de Pérez-Reverte es, como siempre, una adulación del buen pueblo.

Volvemos a lo mismo…

La adulación del buen vasallo, muy poco sofisticada, muy poco explicativa, que sólo confirma estereotipos de la historia española: los políticos miserables que gobiernan una nación corajuda y engañada…, una nación de héroes.

Ese es el modo en que el relato popular compensa las injurias, los ultrajes de la existencia, el drama o, finalmente, la tragedia que es vivir, vivir bajo circunstancias espantosas.

Podremos morir, puede incluso que el héroe (individual o colectivo), el que no merecía esa suerte, esa mala suerte, fallezca o quede derrotado, pero su nombre se habrá rehabilitado. Y los lectores respirarán con alivio al advertir que la bondad de corazón, la buena cuna, las mejores cualidades siempre tienen su recompensa, que el misterio o el ultraje no dura eternamente.

Hace tiempo que están inventados el modelo del folletín y la clave de su éxito, que con hábil mano Alatriste copia y reproduce. Lo que no sabemos es por qué algunos volúmenes triunfan y otros, concebidos igual, con idénticos materiales, adobes y ardides, son olvidados por el gran público, guillotinados casi inmediatamente y, en fin, desplazados por los nuevos folletines que anuncia la siguiente temporada literaria.

Ése sí que es un misterio sin resolver

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Arturo Pérez-Reverte supervisa el trabajo de Augusto Ferrer-Dalmau durante la realización de su obra “El último combate del Glorioso” (foto: ABC)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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