Massimo Livi-Bacci

 

¿Qué factores facilitan y cuáles en cambio obstaculizan la transición de población a pueblo? La demografía puede ayudar a identificar algunos aspectos de las dinámicas migratorias relevantes para entender este proceso.

Población puede ser definida como el conjunto genérico de las personas que viven en un determinado territorio; un pueblo, en cambio, puede ser talmente considerado si interviene para transmitir de generación en generación –con los ajustes que reclama el curso de la historia- su propia cultura, hecha de normas, lengua, valores, tradiciones. Pueblo y población pueden también identificarse, al final del ideal proceso de transición. La movilidad es una prerrogativa humana, inscrita en nuestra naturaleza biológica y social; es una prerrogativa sobre la que se ha apoyado la dispersión de la humanidad en el planeta, y la coexistencia y presencia simultánea (además de la conflictividad) de grupos y colectividades provistas de historias y experiencias diversas.

Algún recordatorio histórico nos será útil. En los decenios que precedieron a la Gran Guerra se fortaleció en variadas formas el impulso nacionalista, se propagó la identificación entre Estado y nación que, bajo sus formas más radicales trajo consigo la superposición entre nación y grupo étnico dominante. Tales procesos fueron determinantes en la disgregación de los imperios austro-húngaro y otomano –consagrada por los tratados de paz- y en el nacimiento de nuevas entidades estatales en la parte europea del imperio ruso. Una disgregación que se ha interpretado como una consecuencia de la transición desde el imperio multiétnico al Estado nacional, ocurrida en una era de nacionalismo creciente.

Campesinos de las nacionalidades del reino de Hungría, de izquierda a derecha, rumanos, húngaros, eslovacos y alemanes (litografía coloreada de ‘Esquisses de la Vie Populaire en Hongroie’ de Gabriel de Pronay, 1855; Bibliotheque Nationale, Paris)

La Conferencia de París y los subsiguientes tratados de paz modificaron el mapa geográfico de la Europa centro-oriental en el intento de redibujar las fronteras de los Estados a lo largo de las diferenciaciones étnicas. Mas la diáspora germánica y las migraciones de otros pueblos volvían muy imprecisa esta operación de “recorte y recomposición”. Además, el principio de autodeterminación, desde la perspectiva de las potencias vencedoras, entraba en conflicto con la intención de debilitar a Alemania y su poder de atracción respecto de las minorías alemanas de la diáspora secular. En esta situación, los intercambios de población y las migraciones más o menos forzadas de la posguerra prepararon el terreno para operaciones de limpieza étnica. Y marchando hacia el abismo, para el genocidio.

Pero los conflictos, que parecieron adormecidos después del trauma de la guerra mundial y puestos bajo control del mundo bipolar en el siguiente medio siglo, han resurgido con fuerza en los últimos decenios. En su mayoría, se han reactivado a lo largo de fronteras étnico-culturales-religiosas como prueba de que el mundo, pese a que parezca cada vez más interconectado y globalizado, está recorrido por líneas divisorias, con frecuencia muy antiguas, a lo largo de las cuales se producen fracturas profundas, a falta de instituciones nacionales e internacionales robustas que las mantengan a raya. Me doy cuenta de que hablar de “identidades étnico-religiosas” conllevaría análisis en detalle que no soy capaz de hacer. Sin embargo, quedándonos en Europa, no puede pasársenos desapercibido que han tenido (y tienen) una matriz étnico-religiosa los conflictos entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte, entre vascos y no vascos en España; entre croatas católicos, serbios ortodoxos y bosnios musulmanes, en las guerras de Yugoslavia, entre chechenos y rusos en las dos guerras de Chechenia, entre albaneses y serbios en Kosovo. En otros lugares, la robustez de las instituciones ha evitado que se agravaran las diferencias y los conflictos (Italia y Austria por el Tirol del Sur-Alto Adige; valones y flamencos; autonomistas corsos y la Francia metropolitana, catalanes independentistas y centralistas en España). Fuera de Europa, las líneas de fractura y de diferenciación étnico-religiosa son profundas y múltiples: un largo catálogo de conflictos atribuibles por lo general a diferencias cultural-religiosas, que no obstante se antojan factores fundamentales de la fragilidad del mundo.

Los contrastes entre grupos poseen a menudo raíces remotas y la acción del tiempo no siempre logra moderarlos. Las poblaciones pueden no llegar a convertirse en pueblo, aun cuando convivan en un mismo contenedor geográfico y político. No hay por qué maravillarse, por ello, si en nuestra época muchas colectividades de inmigrantes mantienen durante largo tiempo fuertes rasgos diferenciales, que les separan de las colectividades de acogida, y que sean percibidas por estas últimas como lejanas y extrañas. Es pues tarea de quien estudia estos temas comprender los mecanismos que favorecen o dificultan la transición de población a pueblo.

Cada año, 5 o 6 millones de personas, en su mayoría provenientes del Sur global, entran en un país rico del Norte global, con la intención, cuando no de fijar allí sus raíces, de al menos permanecer largo tiempo. Pese a las políticas restrictivas aplicadas por un número creciente de países, cabe presumir que los flujos de migrantes estén destinados a seguir aumentando. Bajo la perspectiva de los contactos humanos, el mundo está cada vez más integrado: casi todos los seres terrestres están ligados virtualmente por las redes sociales; la movilidad internacional a corto plazo se intensifica por una pluralidad de factores –económicos, afectivos y de parentesco, de estudio e investigación, de cooperación, de viaje y turismo y por desgracia, de seguridad y militares. Un planeta envuelto por una red cada vez más tupida de relaciones humanas –virtuales y físicas- está destinado, a largo plazo, a generar adicionales flujos migratorios en buena medida de carácter permanente. Y a transitar los difíciles caminos destinados a convertirles en pueblo.

Migrantes recién desembarcados en la isla de Lampedusa en septiembre de 2023 (foto: Yara Nardi/Reuters)

¿Qué tipo de factores facilitan y qué otros dificultan la transición de población a pueblo? Desde el acotado ángulo de mi disciplina, pueden identificarse algunos aspectos de las dinámicas migratorias que son relevantes para entender el proceso de transición de población a pueblo, con la ventaja de permitir una “métrica” de los fenómenos. Deseo dejar bien sentado que las modalidades demográficas poseen, mayoritariamente, una función accesoria en cuanto a determinar la “distancia” o el grado de aceptación de los grupos inmigrados por parte de la sociedad de acogida. Simplificando una cuestión bastante compleja, me limito por ello a proponer una primaria clasificación elemental:

Dimensión de los flujos y de los stocks de migrantes, en función de las dimensiones de la población receptora. En el pasado ha habido propensión a definir presuntos umbrales más allá de los cuales las dimensiones de flujos y stocks de migrantes obstaculizan los procesos de integración o la “tolerabilidad” de la inmigración. Es sin embargo obvio que estos umbrales no cabe definirlos sin tener en cuenta una pluralidad de factores extremadamente variables. Un ejemplo: históricamente las migraciones “internacionales aunque intracontinentales” en Iberoamérica eran relativamente libres y consentidas, habida cuenta de las afinidades culturales, religiosas y lingüísticas de los distintos países. Pero cuando se han vuelto fenómenos de masas –como la emigración de venezolanos hacia Colombia, Ecuador, Perú y Brasil- han aflorado hostilidades e intolerancias y se han puesto en práctica rápidamente frenos y barreras.

El tiempo, o la velocidad de la inmigración: Para un grupo de migrantes determinado, cabe presumir que el carácter gradual de la inmigración sea un factor que favorece la cohesión con la población que les recibe, con respecto a una inmigración concentrada en el tiempo. Se trata de un factor de mutuo conocimiento y de aceptación recíproca que opera mejor si se diluye en su duración.

Estructura demográfica, de manera especial la estructura familiar y por sexo/género que por regla general afecta a las modalidades de interacción, integración y convivencia. La inmigración por grupos familiares puede volver más problemática la apertura a la sociedad receptora, o, de todos modos, hacer posible una “clausura” defensivo-identitaria; la inmigración en que predominan las personas solas puede, en cambio volver indispensable la apertura, las relaciones interpersonales, las uniones mixtas.

Los modelos familiares, que poseen raíces históricas lejanas o lejanísimas y que son modificables con lentitud; los criterios de elección de pareja; el grado de subordinación de la mujer; su eventual aislamiento en el seno de la esfera familiar.

Las modalidades de asentamiento, disperso en el territorio o concentrado; urbano o rural; la segregación habitacional; la distancia respecto del país de origen y la intensidad y frecuencia de las relaciones con él.

Inmigrantes llegados a Ellis Island (Nueva York) en 1908 [foto: Brown Brothers/Records of the Public Health Service. (90-G-125-29) / US GOV National Archives/Wikimedia Commons]

Las modalidades tratadas con anterioridad no son de las que obstaculizan más la transición de población a pueblo. Otros factores operan en el fondo por lo que hace a determinar la transformación en pueblo de un grupo “externo”, pero que físicamente se encuentra en el interior de un país. Trato de bosquejar a continuación una sintética ejemplificación.

Factores jurídicos: a saber, las normativas que regulan la transformación del migrante de huésped (legal o ilegal) a ciudadano. Todavía en el pasado siglo, en varias partes del mundo (América, por ejemplo, tanto en el Norte como en el Sur) la mera residencia en un territorio era, de facto, considerada legal, y como un requisito de acceso a la ciudadanía. Hoy el camino que debe recorrer el migrante –también el llegado regularmente- para lograr la ciudadanía es bastante largo y plagado de pasos más o menos angostos y más o menos selectivos (conocidos, profesión, edad, condición familiar…).

Factores vinculados al desarrollo, cuyas oscilaciones repercuten en el grado de aceptación del migrante por parte de la población de acogida. Los barómetros sociales muestran una fuerte correlación entre evolución económica y aceptación de los inmigrados. Pero resulta bastante más relevante la dinámica de la sociedad en la que los migrantes se insertan. Sociedades con un fuerte desarrollo metabolizan rápidamente las nuevas llegadas: los italianos se han transformado en seguida en argentinos, brasileños, canadienses, estadounidenses o australianos. Sociedades en estancamiento o declive muestran procesos metabólicos más lentos.

Factores culturales, sociales y de valores, aquellos que no son modificables, o que lo son solo con mucha lentitud y que marcan la “distancia” entre grupos. Tales como la religión, la lengua –un fuerte marcador de diferencia en la primera generación y a veces incluso en la segunda; algunos aspectos de la organización familiar como, por ejemplo, la subordinación de las mujeres. Debería aquí ponerse aparte a aquellos grupos fuertemente cohesionados y decididos a mantener su propia identidad y su específica diferencia, tornándose impermeables a las modificaciones provocadas por el ambiente externo: como por ejemplo, (y en parte siguen siéndolo) algunas colectividades religiosas cristianas reformadas (Huteritas, Menonitas, Amish) o los hebreos ortodoxos, Haredim. Son, de todos modos, grupos muy pequeños.

Factores étnico-físico-antropológicos (¡no demos vueltas en torno a las palabras! El color de la piel, muy en primer término) que identifican, a primera vista, la pertenencia a un grupo distinto; marcadores evidentes de la diferencia, cargados además de estereotipos arraigados, casi siempre discriminatorios. Estos pueden superarse: en los Estados Unidos, por ejemplo, en 1967 el Tribunal Supremo dictaminó, en el caso Loving contra Virginia, que el matrimonio interracial debía ser legal en todos los Estados. Dichos matrimonios suponían entonces apenas el 3 % del total, frente a casi el 20 % en la actualidad.

Factores históricos, que radicalizan las diferencias y las distancias. Los efectos de los conflictos y de las guerras de la primera mitad del pasado siglo son todavía evidentes en Europa y Asia, especialmente cuando ha habido ejércitos de ocupación (boots on the ground): griegos y turcos; rusos y alemanes; japoneses y coreanos –y, en general, entre pueblos víctimas de los genocidios y violencias colectivas, y pueblos a los que pertenecen los perpetradores de aquellos. Los traumas de una generación, interiorizados e incrustados en la memoria se transmiten a las generaciones sucesivas.

El factor “despojo”, efectivo o temido, produce desconfianza y hostilidad. La idea, esto es, de que el pueblo inmigrado se adueñe de recursos correspondientes a los autóctonos. Abundan los ejemplos, ya sea antiguos como contemporáneos. La asignación de tierras a los veteranos, consideradas como por propias los autóctonos, dio pie a conflictos y a odios profundos en la época de las guerras civiles de la Roma republicana. Pasa igual (tal vez) en Palestina, entre árabes expulsados de sus tierras y de sus casas, y hebreos inmigrados. Hoy es la temida desposesión de derechos sociales adquiridos (la casa e incluso el lugar en los ranking para la asignación de viviendas públicas; los puestos en las escuelas, en los hospitales, en los transportes públicos) que es origen de distancias, incomprensión, competición respecto de los grupos inmigrados.

Migrantes deportados a México tras la toma de posesión del presidente Trump en enero de 2025 (foto: El Economista)

Esparcidos en el difícil camino que conduce a una colectividad de la condición de agregado de personas co-residentes –una población- a pueblo surgen obstáculos de todo tipo y grado de dificultad que se mezclan, se solapan o se anulan y que de una forma desordenada han sido recordados. Sobre muchos de ellos resulta difícil, cuando no imposible, actuar. Sobre otros, normativas razonables, inteligentes políticas sociales, un desarrollo equilibrado, pueden conseguir unos buenos resultados. Pero sobre todo ello debería prevalecer una acción política compartida que suscite –en el pueblo inmigrado- un sentimiento laico de participación, titularidad, pertenencia al País en el que viven. Solo siguiendo este camino, con el apoyo de sólidas instituciones, una población se convierte gradualmente en pueblo.

[Este texto representa una síntesis de la ponencia presentada al congreso El pueblo del futuro, organizado en la Universidad de Trento por  el International Migration Laboratory, los días 7 y 8 de noviembre de 2024].

Fuente: Conversación sobre la historia. Traducción de Rafael Serrano García

Portada: International Migration Laboratory

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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