Justo Serna

 

Lo que este libro es

Soy autor de Fernando Savater. El declive del intelectual (Madrid, Sílex, 2024).

Este artículo revela parte de las entrañas y parte de las intimidades que, como lector e historiador, me ha supuesto escribir dicho libro. Por supuesto, mis intimidades son poca cosa, algo muy secundario, si lo comparamos con lo que finalmente revelo. Esta obra es algo así como el esbozo de un retrato, el autorretrato parcial de una generación, la que se incorpora a la Universidad española precisamente cuando Francisco Franco acaba de morir.

De aquello que principalmente hablo en este volumen es de Fernando Savater (San Sebastián, 1947) y, con él, de ciertos maestros pensadores, del influjo que estos tuvieron sobre nosotros, del magisterio público que desempeñaron. Hablo del papel de los intelectuales que representaron para quienes accedíamos al conocimiento cuando acababa la dictadura franquista.

Ser de letras lo era todo para algunos de nosotros. Si, además, quienes se pronunciaban públicamente lo hacían con enjundia y respaldo, entonces se convertían en figuras a seguir, a atender.

Muchos años después, las cosas han cambiado completamente.

Ortega y Savater (montaje: La Occidental)

Ortega, al fondo

En Europa, la figura del intelectual ha tenido una enorme influencia. Desde José Ortega y Gasset (1883-1955), a los intelectuales se les confiere autoridad moral para opinar, para dictaminar. Se tiene la impresión o la constatación de que España no va bien y que, justamente, los pensadores pueden aportar ideas para la regeneración.

Detengámonos, precisamente, en Ortega.

A comienzos del siglo XX, el Ochocientos aún no ha acabado. Parecen regir los mismos valores y parecen vivirse las mismas querencias y existencias. El largo siglo XIX se prolonga durante esos primeros años del Novecientos…

Para los observadores más agudos, el mundo va a la deriva. Las masas han irrumpido con fuerza. Se hacen presentes en el escenario social y político. Años atrás, aún en el Ochocientos, Francia ha padecido La Comuna (1871) y su fin-de-siècle: una melancolía cultural, una decadencia o, mejor, un decadentismo que se da en las artes, en el pensamiento, en la estética. Pero Francia también ha padecido la presencia creciente de los obreros, que cobran protagonismo.

Gran Bretaña, en 1901, acaba de perder a la reina Victoria. Con su fallecimiento se cierra el máximo período de prosperidad material de un Imperio que ha hecho del dominio marítimo su poder, su hegemonía. También muchos sienten o perciben el fin de los viejos buenos tiempos. O no tanto: el Imperio que ha creado Gran Bretaña sigue afirmándose sobre enormes posesiones coloniales.

Por su parte, España se ha desgarrado con el Desastre, con su particular fin de siglo. Con la pérdida de los últimos o penúltimos enclaves de las colonias, los naturales constatan lo que es su patria: un país de segundo orden, falto de recursos, con una demografía extrema de alta mortalidad y con una geografía abrupta que interrumpe o dificulta las comunicaciones.

En Europa, la salud y la salubridad son preocupación corriente en ciudades atestadas, con contagios frecuentes, con carencias que conviven al lado de la riqueza más ostentosa. En España y en otros países, el higienismo médico se desarrolla entre los galenos más esmerados y el higienismo social se impone entre numerosos observadores que examinan el estado de cosas, que juzgan calamitoso.

La cuestión social, el pauperismo, las clases peligrosas: todo ello alarma. Es preciso someter a control la ciudad del anonimato y de la uniformidad; es preciso mejorar los servicios de policía, de gendarmería. Hay delitos contra la propiedad y hay atentados horrorosos que la prensa sensacionalista difunde.

La civilización europea, y España en particular, parece estar en crisis aguda. Por un lado, perviven los valores liberales, distinguidos y respetables de los viejos burgueses, de los grandes propietarios, de aquellos terratenientes, manufactureros e industriales que se convirtieron en magnates en un par de generaciones.

Viven con el confort y el bienestar que traen los adelantos del siglo, pero viven también con prevención el progreso material de un mundo desbocado: los ferrocarriles, los buques a vapor, el maquinismo, el obrerismo, los ocios masivos y las culturas degradadas.

Las primeras vanguardias artísticas aparecen atacando blasfemamente lo cursi, lo domado, las preferencias burguesas y el juicio conservador, otro estado de cosas asimismo anacrónico. Y los gustos populares, con lo chabacano, lo sicalíptico, lo obsceno, etcétera, siembran el pánico entre la gente distinguida, entre las élites refinadas y entre los voluntariosos reformadores de la cultura.

Por otro lado, una masa creciente de obreros se hacen visibles: antiguos menestrales y numerosos inmigrantes pueblan las ciudades, hacinados como clases menesterosas, como clases levantiscas, imbuidas en muchos casos de ideas, de ideologías revolucionarias que alientan la subversión.

El mundo ha dado literalmente un giro y Manchester es aún ese Infierno del siglo XIX al que los trabajadores parecen abocados. La violencia urbana, el delito contra la propiedad y contra las personas y el pistolerismo son datos cotidianos, las explosiones de cada día. Pero las tensiones no son solo sociales o culturales. Hay, además, una contienda latente, una guerra europea que no ha estallado y cuyo objetivo es el dominio territorial.

La intelectualidad española observa con prevención y con admiración la Europa que se enfrenta dialécticamente… y después bélicamente. A los de 1898 les sorprende ya mayores, ya talludos, el cambio de siglo, el contexto internacional de una España de la que lamentan su retraso.

Una nueva gente, una nueva intelectualidad, aparece en 1914. Proclaman el modernismo urbano, la cultura o el progreso. Defienden ideas de renovación que en parte vienen de Joaquín Costa (y de su crítica de la oligarquía y el caciquismo), y en parte son su superación.

Escriben artículos, intervienen en la prensa y hacen suya la construcción de la opinión pública. Están presentes, visibles: ocupan los medios cuando no crean diarios, prensa. Es la primera generación intelectual que batalla con el artículo periodístico. O con el ensayo, fórmula literaria que va ser decisiva en esas décadas.

El artículo es la reacción, la puesta en escena, la brevedad de respuesta, la intervención inmediata. Domina la actualidad: todos los días pasan cosas que es preciso conocer y que los articulistas han de glosar.

¿Y el ensayo? Es el tanteo reflexivo, una derivación de las ciencias sociales, una cavilación sobre temas urgentes o remotos tratados con rigor, con el mayor rigor posible en asuntos para los que no se cuenta con toda la información.

¿Qué es un intelectual? ¿Acaso un experto, un académico, un universitario? ¿Alguien que profesa las letras y las artes? Hace falta una vocación añadida, la de intervenir en esa esfera pública como crítico, como educador de los lectores, como opositor de los desmanes, como alguien que reflexivamente examina y diagnostica los males de la patria.

Fernando Savater aprendió bien estas lecciones.

La generación de Ortega se afirma como una corriente de progreso, de racionalización de la vida, de intelectualismo, de elitismo, de clasicismo, de urbanismo, de europeísmo.

De intervención política.

La generación de 1914 también queda afectada por la contradicción social que domina la Europa de ese primer Novecientos y que Ortega sabe diagnosticar pronto: el elitismo frente a las multitudes. No es solo la guerra.

Es asimismo la guerra social, la emergencia de las muchedumbres y el encauzamiento o dique con que las élites pretenden frenarlas. Unos profesarán el anarquismo, otros el reformismo, la intervención y otros adoptarán posturas aristocratizantes.

Forman lo que se ha llamado una nueva clase media profesional, hombres que no se diferencian gran cosa de quienes los leen, y gentes que habrán sido becadas, que habrán viajado por Europa con destinos universitarios de gran prestigio.

Tienen cultura cosmopolita, refinamientos continentales y tienen planes, proyectos para sacar a España de esa crisis que arrastra. Es preciso valorar el empuje de la juventud y destapar los ímpetus sofocados.

Son palabras que resumen la retórica de esa generación que ve en el Novecientos la gran oportunidad de sobresalir y hacer salir. España será por fin un país moderno y europeo, con recursos, con capital humano, con inteligencia universitaria. No hay que temer al futuro.

De ese remoto porvenir procede Fernando Savater.

Vista la historia del primer Novecientos, desde hoy todo su proceso parece obvio y su curso…, inevitable. Sin embargo, nada había garantizado de antemano y cualquier cosa alcanzada, cualquier bien por modesto que fuera o cualquier ventaja tenazmente conquistada podía extinguirse, malograrse, como esa esperanza de entonces con que España festejaba a sus nuevos intelectuales, una esperanza que luego acabaría en doble amargura. Qué impresión da acercarse a ese primer Novecientos, qué expectativas se perdieron.

Savater con Emil Cioran (foto: Calle del Orco)

Fernando Savater

Savater, el joven universitario que irrumpe en los años setenta del siglo XX, se imagina directa o indirectamente ser su prolongación y su corrección. Ya no basta con ser castizo o europeísta. Hay que ser mundano y cosmopolita, que no es lo mismo. Hay que ser lector de otras tradiciones y crítico de las herencias: las que impone el franquismo, pero también las que los intelectuales españoles asumen y definen desde Ortega. Entre los sujetos de la modernidad, la figura del intelectual es una de las más relevantes, una de las más interesantes y una de las más discutibles.

¿A qué me refiero?

Un intelectual es una persona instruida y educada en una determinada disciplina, preferentemente las letras, las humanidades. Por ese saber se le debe reconocimiento. Pero sobre todo gracias a eso y a los juicios que difunde a través de los medios de comunicación, alcanza la celebridad, logrando imponer su criterio y su figura.

Los intelectuales aparecen en Europa y por extensión en otras partes; aparecen en Francia y en España, por ejemplo. La figura del intelectual cobra importancia por convertirse en crítico de los abusos del poder. Encarna una respuesta colectiva frente a esos abusos (o lo que se considera abusos). Las personas que asumen dicho papel están en el centro del debate público, de la conversación, cosa que les da fama. Alzan su voz frente a los excesos cometidos por gobiernos y autoridades.

El intelectual español es inseparable de los medios de comunicación de masas (como ya sabemos desde Ortega). En el siglo XX, gracias a los libros, los periódicos, la radio…, su figura se convierte en célebre y a partir de ahí su palabra es palabra de orden, es voz reverenciada e indiscutible.

Tomás Pollán, Fernando Savater, Javier Sádaba y José Antonio Ugalde hacia 1978 (foto: filosofia.org)

El ejemplo de Sartre

Tenemos numerosos ejemplos. De todos ellos escogeremos ahora a quien es el intelectual en Europa cuando Savater era joven. En el caso francés, aquel que lo encarna por antonomasia es, sin duda, Jean-Paul Sartre, en quien el escritor donostiarra se inspira, además de Bertrand Russell.

Savater demostrará pronto su condición de publicista, de polemista, cosa que lo convierte en un sujeto atendible y pronto indiscutible de la vida pública española.

¿Gracias a qué?

Por supuesto a sus habilidades como pensador, filósofo y comunicador. Gracias a la temprana difusión de sus ideas y juicios en los medios españoles progresistas de los años setenta del siglo XX: Triunfo, Ozono, El Viejo Topo, El País, etcétera.  Su palabra pública le servirá para que esa voz y su chispeante prosa lleguen a la ciudadanía, lleguen a un público que sobrepasa el restringido ámbito académico.

El caso es que los intelectuales, entre ellos Savater, han tenido una época esplendorosa que coincide cuando los medios tradicionales de comunicación sirven para orientar a los lectores, sirven para discriminar entre lo bueno y lo malo y sirven para referir, definir y calificar lo bueno y lo malo de los poderes públicos.

Ahora bien, la figura del intelectual está en declive desde hace varias décadas. Concretamente, podríamos decir que desde la caída del muro de Berlín y, más precisamente, desde el fin de la Unión Soviética: ambos fenómenos van a coincidir con el inicio de Internet y de sus múltiples e inmediatas consecuencias.

¿En qué sentido afectan ambos fenómenos políticos a los intelectuales? ¿Acaso porque eran mayoritariamente de izquierdas e incluso vinculados con el bolchevismo? No. O, al menos, no necesariamente. Sin más, la caída del comunismo quiebra una idea que es una esperanza, rompe con una concepción que está presente en Europa durante un par de siglos.

¿A qué me refiero?

A la convicción firme y prácticamente universal  de que la historia certifica que hay un progreso. A la certidumbre de que los intelectuales son capaces de definir las líneas maestras de ese progreso y, por tanto, son quienes tienen una voz indiscutible, una voz autorizada. Tener una voz autorizada y pública convierte a los intelectuales en autoridades o, en términos franceses, en maestros pensadores.

Pero tomemos el caso de Jean-Paul Sartre como ejemplo supremo de la Francia de posguerra. Inmediatamente veremos que Sartre se pronuncia acerca de todo. Sartre dictamina acerca de cualquier cuestión pública que esté presente en la Francia de posguerra. ¿Cual es su cualificación? Es filósofo de formación, es literato que cultiva todos los géneros y es una figura de la Resistencia. Su celebridad será enorme. En un cierto sentido, el francés es molde o el modelo en que Savater se ahormará…, más allá de sus simpatías ideológicas.

Pero Sartre no siempre acierta en sus dictámenes literarios, culturales y políticos. Sartre cometió numerosas faltas, incurrió en abundantes errores y, por otra parte, se equivocó políticamente muchas veces con sus tomas de posición. Es más, podríamos achacarle adhesiones o silencios culpables ante el comunismo estalinista o maoísta.

Fernando Savater interviene en un acto de la plataforma Basta Ya, creada en 1998 (foto: El Mundo)

La deriva

La muerte de Sartre en 1980 es, en cierto sentido, la muerte del intelectual profético, la muerte del intelectual mediático al que tantos reverencian.

Muchos años después, ahora mismo, la derrota del comunismo, la crisis de los medios de comunicación tradicionales y la crisis del principio de autoridad han puesto en tela de juicio, precisamente, el papel desempeñado por los intelectuales, el rol que determinadas figuras públicas tenían en la sociedad.

La democratización de la opinión, más allá de la verdad o falsedad de esas opiniones, así como la propia crisis del periodismo… han provocado que los intelectuales muden o enmudezcan. Antes parecían oráculos del presente y del futuro. Hoy han decaído y, en todo caso, deben luchar por hacerse oír o leer frente a tantos internautas, por ejemplo. Ha decaído su influencia y, sobre todo, han experimentado en ocasiones una deriva conservadora, neoconservadora, reaccionaria y, sobre todo, refractaria a ese mundo que les quita, que les resta autoridad. El intelectual es uno más en un mundo de informaciones y opiniones, verdaderas y falsas, en circulación.

En el caso de Savater, esa deriva tiene que ver con las circunstancias de la España reciente. En primer lugar, hay que constatar su fracaso en el ámbito de la política y, a la postre, hay que confirmar el grave trastorno que ocasiona vivir bajo la amenaza terrorista. ¿Cómo se recupera uno de esta odiosa persecución?

Admitamos que, en efecto, hay dos factores indiscutibles en el cambio, la deriva o la derrota, en sentido marinero, de este intelectual publicista que tanto éxito y celebridad ha alcanzado en las últimas décadas.

Para empezar, Savater ha tenido distintas posiciones ideológicas y, en consecuencia, ha tenido diferentes posiciones políticas: desde la acracia de salón hasta el conservadurismo resignado. Él pasa del anarquismo, básicamente intelectual, a un repliegue ideológico próximo a la derecha más reaccionaria. Y eso sucede en cuestión de pocas décadas.

Por supuesto, Savater puede argumentar que él ha mantenido sus ideas sin gran cambio ni trastorno. Puede replicar que son los partidos políticos españoles aquello que le ha obligado a  mudar de formación, pero no de posición.

Bien mirado, eso no es exactamente así.

Por supuesto, su concepción del mundo, de la política, de las relaciones humanas, de la cultura originariamente era progresista, librepensadora y hasta extremista. Cuando digo por supuesto, es porque él mismo lo pregonaba, él mismo lo defendía y él mismo calificaba en esos términos su postura.

Sin embargo, hay esos dos factores que le fuerzan a cambiar. Por un lado, la amenaza terrorista que padecerá durante años como consecuencia de su oposición a ETA. Por otro, su apuesta por determinadas opciones políticas, como Unión, Progreso y Democracia o Ciudadanos, que le llevarán a un repudio de la socialdemocracia en la que había recalado en su madurez. De ahí se sigue un avinagramiento: de su actitud, originariamente jovial, originariamente progresista, pasa a un repudio de quienes contradicen sus nuevas posturas políticas.

Al principio, en los años setenta y después, Fernando Savater defiende una moral eudemonista, es decir, una moral del disfrute, fuertemente inspirada en Friedrich Nietzsche y también en Arthur Schopenhauer, una moral basada en el carpe diem, pero también en una ética sublunar, propiamente terrenal, en la que la figura de Dios o la figura de los clérigos nada tienen que ver.

De ahí, precisamente, que en esos primeros años la defensa de una concepción atea del mundo y, sobre todo, la reivindicación del anticlericalismo provoque escándalo entre ciertos sectores más o menos tibios o pacatos.

Cartel en el casco viejo de San Sebastián con amenazas a Consuelo Ordoñez y Fernando Savater (foto: El Mundo)
Ética como amor propio

En cualquier caso, esa posición se fue atemperando, se fue aquilatando y se fue adaptando a lo que más adelante llamará ética como amor propio. La base de la que parte es la misma que lo inspiraba en su juventud.

Hay que sostener y defender la relación con el mundo a partir de uno mismo, a partir de las exigencias con uno mismo y, por tanto, sin sacrificar el yo a una entidad colectiva, religiosa o no religiosa, que apruebe o desapruebe nuestro comportamiento. Esto, en el panorama cultural de coerciones heredadas del franquismo, es liberador.

La ética como amor propio es la ética de uno mismo, la moral como derecho de uno mismo, la defensa del individuo frente a las colectividades. Por supuesto, esto puede parecer radicalmente individualista, viéndose como contrario o contradictorio con la defensa de las libertades, de las libertades políticas, del Estado de Derecho, de la democracia liberal: es decir, de instituciones o logros de lo que, en principio, se apartaba.

Sin embargo, hacia los años noventa, Fernando Savater sabrá acomodar esa ética como amor propio a un marco general democrático y muy alejado ya de la acracia con la que empezó. Ya no se trata tanto de reivindicar al individuo frente a las instituciones del Estado, cuanto de exigir a las instituciones del Estado el amparo, el cuidado de las condiciones que permiten el libre albedrío y la libre disposición.

Andando el tiempo y por razones que evalúo en el libro, Fernando Savater acaba defendiendo posturas, opiniones, cavilaciones muy diferentes de las que sostuvo originariamente. Puede pensarse que esto es fruto de la evolución. Desde luego, mala cosa es que un individuo quede atrapado por sus propias ideas, las más tempranas, que además suelen ser poco maduras.

Es preciso cambiar lo que convenga ser cambiado. Y, en efecto, Fernando Savater madura, pero Fernando Savater también envejece, como envejecemos todos, apartándose de esa ética eudemonista, de esa ética jovial, acercándose a quienes cree que ahora representan la crítica del sistema.

¿A quiénes me refiero?

Pues a aquellos que critican la corrección Woke y a aquellos que, desde la extrema derecha, atacan las verdades o certidumbres del progresismo.

Fernando Savater durante la ceremonia de entrega de los premios Ortega y Gaseet de 2017 (foto: Samuel Sánchez)

Desfachatez

En ello hay un elemento también esencial y es su relación con el periódico El País. De ser un puntal del diario, en donde ejercerá precisamente como intelectual de guardia (a la manera de Sartre o de Ortega), pasa a convertirse en el pensador y publicista enrabietado. Pasa a ser el intelectual poco o nada afín al periódico que él cree haber fundado.

Por tanto, sus columnas acaban siendo la antítesis perfecta de lo que editorialmente sostiene su antiguo diario y de lo que él mismo había defendido durante buena parte de su vida adulta y madura.

Hace unos años leímos con interés y controversia La desfachatez intelectual (2016), un libro de Ignacio Sánchez Cuenca. Es un libro interesante, incluso muy interesante, pero discutible. Permítaseme la expresión: metió en el mismo saco a opinadores muy diversos. Para empezar, no todos caían en los mismos errores o extremos o enormidades. Quizá en este sentido, Sánchez-Cuenca era un poco injusto o muy injusto con la pléyade de autores que citaba como copartícipes de la desfachatez.

¿Debería haber hilado más fino? Por supuesto. Precisamente en aquellas fechas, cuando apareció el libro, La desfachadez intelectual, mantuve una cordial polémica con Ignacio Sánchez-Cuenca, polémica que, de algún modo, incorpora a los apéndices de la segunda edición del libro. Entre otras cosas, el autor hace alusión a las pegas o a los peros que yo le había puesto, pero de un modo, repito, muy cordial.

¿Qué es la desfachatez intelectual?

En este ámbito, yo diría que la desfachatez es ese atrevimiento e incluso esa temeridad que está en el origen y en la cualidad misma del intelectual, atrevimiento y temeridad en virtud de los cuales alguien célebre se atreve a opinar de todo lo que acaece en la esfera pública. Se juzga compelido e invocado y por ello cree que la sociedad le exige o merece un comentario.

Sabemos que la figura de intelectual es un entrometido, es decir, alguien que, dotado de un conocimiento o destrezas generalmente de letras, se atreve a enjuiciar acciones de gobierno, se atreve a enjuiciar decisiones de las autoridades, entre otras cosas porque las considera erróneas, injustas o dañinas.

Por supuesto, en España contamos con un nutrido grupo de intelectuales, buena parte de los cuales proceden del ámbito literario, del ámbito filosófico, de las letras en general. Eso significa que no siempre aquellos que opinan acerca de lo que sucede en la esfera pública lo hacen desde un conocimiento ajustado, ceñido a la disciplina. Eso significa que, con frecuencia, los intelectuales opinan con riesgo y audacia acerca de cuestiones que ignoran o sobre las que no están suficientemente informados.

Ahora bien, en La desfachatez intelectual, Ignacio Sánchez-Cuenca efectivamente incluía declaraciones de todo tipo, declaraciones descontextualizadas de diferentes intelectuales que tenían un significado muy distinto, que tenían una base muy diferente. Yo no puedo aunar o hermanar, pongamos por caso, lo que en sus atrevimientos habituales dice Arturo Pérez-Reverte o lo que después de dilatadas cavilaciones dice Antonio Muñoz Molina.

Precisamente por eso yo le discutí al amigo Ignacio Sánchez-Cuenca el fundamento, la arquitectura o la estructura de ese libro (en el que se entreveraban opiniones muy distintas a partir de conocimientos muy diversos). Aquello que debería haber hecho es discernir y distinguir lo que puede ser una opinión fundamentada, pero dudosa, de aquello otro que es un calentón, un juicio atrevido basado en conocimientos escasísimos o nulos.

Fernando Savater junto a Albert Rivera y Albert Boadella en 2019 (foto: Pedro Raíz/Libertad Digital)
¿La edad?

En ese sentido, Fernando Savater. La deriva de un intelectual no se limita al filósofo donostiarra: los últimos capítulos tratan de Andrés Trapiello, Arcadi Espada o Félix de Azúa, pero también de Rosa Díez, Cayetana Álvarez de Toledo, Isabel Díaz Ayuso, Esperanza Aguirre o Federico Jiménez Losantos. Hay quien podría decir que son casos pertenecientes al terreno de la derecha ideológica, o de gente que con los años se ha escorado a la derecha con una visión muy sesgada.

Hace un tiempo apareció en tintaLibre un artículo de Jordi Gracia que, si no me equivoco, se titulaba “No es la edad, es el poder”. ¿De qué escribía Jordi Gracia en dicho texto? Pues de la deriva de ciertos intelectuales reconocidamente de izquierdas o de ciertos pensadores, creadores, poetas y prosistas que durante buena parte de su juventud y madurez habían defendido valores progresistas para finalmente abandonarlos con estrépito.

¿Por razones personales, por razones profesionales o sencillamente por colisión con los periódicos o con el periódico en el que frecuente o habitualmente publicaban?

Algunos de esos intelectuales se han sentido despechados, marginados y enajenados, desplazándose hacia posiciones cada vez más críticas con su medio de comunicación. Es por eso por lo que algunos de ellos han adoptado posturas altisonantes, vehementes o ultrajantes contra cualquier concepción de lo que ellos llaman finalmente la izquierda woke.

Ahí podemos tener, por ejemplo, a personajes como Arcadi Espada, como Andrés Trapiello, como Félix de Azúa, es decir, individuos que proceden de un mismo magma ideológico, por decirlo así, y que por distintas razones acaban adoptando posiciones semejantes a las que defiende el último Savater, aquel que ha derivado hacia una posición extremadamente conservadora.

Se caracterizan, todos ellos, por un lenguaje no solo políticamente incorrecto, que sería lo de menos, sino por un lenguaje de gran hostilidad, de gran agresividad hacia las posiciones progresistas que ellos defendieron en otros momentos. Es decir, que se han hecho conservadores con un lenguaje en ocasiones prácticamente ultra. Les ha servido para defender su situación en el espectro ideológico. Se presentan como si la suya fuera una evolución lógica, como si la suya fuera una evolución coherente y normal.

Es más, son incluso capaces de criticar las posiciones que tuvieron en su momento, los valores o las metas o los objetivos por los que lucharon siendo más jóvenes. Pueden ser hipercríticos con esas situaciones y con esas posturas que adoptaron. Podemos llegar a pensar que han descubierto la verdad de las cosas, que han descubierto la realidad del mundo, y que eso les hace ser, en efecto, críticos con lo que anteriormente encarnaron o defendieron.

En realidad, cuando defendían y encarnaban esas posiciones más progresistas, podían actuar y dictaminar e incluso condenar posturas contrarias creyéndose poseedores de la verdad. Ahora, muchos años después, en posiciones conservadoras, en posiciones muy derechistas, sostienen lo mismo, es decir, están en posesión de la verdad.

Dicho en otros términos, Savater y lo que yo llamo en el libro su corte y su cohorte de amigos han evolucionado igual: en fin, todos ellos confunden sus avances personales con los avances de la humanidad.

Este libro ha tenido una inicial recepción muy hostil. Algunas de las primeras reacciones que ha tenido mi libro, una vez en el mercado, manifiestan no solo posiciones, sino oposiciones muy airadas o de abierta animadversión. Por supuesto aguardaba tal cosa. Esperaba que una parte, vamos a llamarla así, de la derecha mediática, una parte del pensamiento más conservador, adherido o afiliado a dichas posiciones reaccionaran contra un libro como el mío.

¿Por qué?

Porque analizo críticamente la trayectoria intelectual de un autor que ha significado mucho para varias generaciones, para individuos que, en buena medida, aprendieron parte de su cultura política a partir de los juicios que él planteaba o formulaba en su momento.

Pero tal vez ha sido recibido con ojeriza en ciertos ambientes por revelar algo obvio: que lo que representa la cultura en sus diversas manifestaciones lo fuimos aprendiendo a partir de las reseñas que, entre otros, Fernando Savater escribía en Triunfo. O después en El País.

Esas reseñas de los setenta, esas reseñas de libros, nos revelaban el valor cultural de las creaciones humanas y, por tanto, de aquello que nos exalta, de aquello que nos mejora y de aquello que es propiamente la cultura de la alegría, del conocimiento, de la superación.

Hemos seguido a intelectuales así, y Savater sería el epítome, el ejemplo más notable de esa clase de intelectuales. Sin embargo, ahora los veo y los vemos decayendo en posiciones absolutamente contrarias a lo que defendieron.

Es normal que quienes ahora se sienten próximos a Savater, aquellos que lo tienen como un icono de la derecha antiwoke o como representante o como epítome, según decía, en este caso del pensamiento más conservador, es normal —insisto— que reaccionen airadamente contra mi libro.

Pero me he dado cuenta de que, en esas primeras críticas que han aparecido, no todos han leído el libro, o al menos no lo han leído enteramente. Quienes podrían juzgarme por algunos aspectos que trato de una manera más dura, más acerba, más crítica, no lo hacen sencillamente porque ignoran esos pasajes que podrían afectarles más directamente.

Pero también es verdad que el libro ha comenzado a tener reseñas y valoraciones muy positivas. De esas valoraciones querría mencionar una publicada por Javier Valenzuela. Es un escritor y es un periodista que siempre he admirado. Javier Valenzuela ha escrito para MAKMA, la revista MAKMA, una reseña muy valiosa, muy satisfactoria. Pone en muy buen lugar el análisis que he hecho de la trayectoria de Savater.

Fernando Savater, junto a Esperanza Aguirre, Juan Carlos Girauta, Iván Vélez  y otros en la sede de Denaes, durante el acto de presentación de la manifestación contra la amnistía convocada por en la plaza de Colón de Madrid el 29 de octubre de 2023 bajo el lema “Defendamos la unidad” (foto: El Mundo)
Disentimientos

Ignoro si Fernando Savater ha leído el libro, si tiene conocimiento del mismo, o si, incluso, acabará leyéndolo. Ignoro cuál es el proceder de Fernando Savater en este tipo de cuestiones.

Imaginemos. Aparece un artículo en la prensa que resulta crítico con su trayectoria o aparece un volumen, el mío, que repasa la trayectoria de Savater desde los elementos más positivos que tenía en sus orígenes a los elementos más negativos que tiene actualmente.

No sé si ese tipo de libro le atraerá o no. Si por pura curiosidad intelectual o por, qué sé yo, narcisismo, Savater acabará leyéndolo. Por lo que sé, él tiene un carácter fuertemente narcisista, marcadamente egocéntrico, y, por ello, ese carácter le puede llevar a despreciar el volumen sin necesidad de leerlo. O puede llevarle a leerlo morbosamente, reaccionando o no reaccionando públicamente ante lo que de él se dice, ante lo que dicen las páginas de dicho volumen.

En cualquier caso, me genera cierta curiosidad el que lo lea. Sin pasarnos, eh. Como mucho me generarían curiosidad las palabras que pudiera decir, las palabras que pudiera publicar en el caso de que, efectivamente, lo leyera. Supongo la extrema dureza con que trataría el volumen, y supongo, probablemente, el desprecio con que hablaría de mi persona.

¿Cómo me siento ante la deriva de alguien como Savater, a quien he leído y seguido desde un principio, cuya obra he admirado, siendo un referente en muchos momentos? ¿Cómo siento yo, personalmente, la deriva de alguien como Savater?

Lo he leído y lo he seguido desde sus primeras etapas con ganas, con placer, con disfrute. Y con discrepancias, claro. He admirado su escritura, una parte de sus obras, razón por la cual se convierte  para mí en un referente importante, aunque no el único. ¿Me genera eso un desgarro, un desgarro interior? ¿Me genera incredulidad? ¿Lo tengo ya, por decirlo así, digerido?

Creo que mis disentimientos con Fernando Savater se remontan a varias décadas atrás, a comienzos de este milenio, cuando empiezo a criticar sus posiciones políticas. Es por entonces cuando piensa que no existe un nacionalismo español. Es por entonces cuando cree que una figura como la de José María Aznar en absoluto encarna el nacionalismo, sino, en todo caso, lo que él llama, en su contexto, el constitucionalismo. De una persona así, nos dice Savater, no hay nada que temer: no hay nada que temer de las posiciones derechistas y españolistas de José María Aznar.

Pero no solo eso: es que, digamos, su acercamiento político a Unión, Progreso y Democracia —o, mejor, su condición de fundador de Unión, Progreso y Democracia— y su aproximación intermitente a Ciudadanos…, lo hacen ser partidista y hasta sectario.

Dicho en otros términos, de alguna manera comienza a aplicar, en términos políticos, aquel dicho bíblico, según el cual si no estás conmigo, estás contra mí. Es decir, empieza a pensar la política solo en los términos de Unión, Progreso y Democracia, y secundariamente o subsidiariamente, en los términos de Ciudadanos. A su juicio, ambos partidos encarnarían, representarían, el auténtico constitucionalismo frente a las abdicaciones y renuncias de la izquierda progresista, razón por la cual él se apartaría de esa izquierda.

Creo que ese acercamiento político ha perjudicado notablemente su obra, su obra intelectual, pero no por ser de centro, liberal o conservador. Eso no acaba dañando su capacidad de razonamiento y de exposición intelectual. No. Esa no es la razón.

La razón es que adherirse a un partido con armas y bagajes, adherirse a un partido defendiendo todo lo que diga porque es mi partido, acaba, en efecto, limitando tu objetividad, tu imparcialidad, tu perspicacia.

Eso hizo, en mi caso, que me fuera dando cuenta, yo creo que tempranamente, de esa deriva o derrota intelectual y política que Fernando Savater experimentaba como consecuencia del sectarismo en el que incurrirá a lo largo de los últimos veinte o veinticinco años.

Yo no siento un desgarro interior. Justamente si ahora he podido publicar el libro es porque he digerido y he podido mirar con perspectiva, he podido mirar a largo plazo, lo que su figura ha representado. Y he podido examinar los cambios bruscos de guion, los trastornos mismos que ha experimentado desde un punto de vista intelectual, político.

Por tanto, puedo hacer, puedo escribir, un libro sobre su figura, su trascendencia, su trayectoria, evaluando contextualmente sus elementos y sus instrumentos mejores; evaluando, criticando sus peores vicios y, en cualquier caso, sopesando el resultado.

Fernandp Savater, junto a Álvaro Nieto y Alfonso Guerra, en la fiesta del décimo aniversario de The Objective, celebrada el 29 de noviembre de 2023 en el auditorio de la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón (foto: Carmen Suárez/The Objective)
Adiós

Mi libro es una suerte de autobiografía parcial, muy parcial, en relación con un referente que ha significado mucho, muchísimo, para varias generaciones españolas que se educaron con Triunfo, que se educaron con El País y que parte de sus sentimientos políticos y de sus razonamientos políticos los aprendieron en aquellas publicaciones. Alguna de esas publicaciones todavía perdura y de alguna Fernando Savater ha tenido que marcharse precisamente.

¿Acaso por no mantener la misma posición editorial?

No. La razón es más banal o vulgar: el lenguaje agresivo, insultante, ultrajante utilizado contra el propio periódico y contra algunas personas del diario le han llevado a la posición insostenible. Es normal que un medio de comunicación, que es una empresa, prescinda de alguien que obra en esos términos.

Ahora, Fernando Savater está entre aquellos a quienes adora o le adoran: The Objective.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: montaje de acracia.org sobre fotografía de Gonzalo Merat (Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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