Fernando Hernández Sánchez*

 

Hubo un tiempo en que se creyó de la caída del muro de Berlín constituiría la puerta de acceso a una nueva era histórica. Francis Fukuyama, muy puesto en su papel de asesor del Departamento de Estado, se lanzó a emitir el parte de la victoria: el 9 de noviembre de 1989 la historia habría terminado. El mundo sería a partir de entonces un edén democrático, quizás con exóticas variedades locales, por qué no; una productiva colmena global donde las obreras trabajarían con diligencia al servicio de las reinas de siempre y de cuyas celdillas manaría abundante miel; un tapiz de chalés adosados con jardincito y valla blanca extendiéndose por toda la superficie del planeta; un gran parque temático regido por las sabias leyes del libre mercado. Era cuestión de tiempo: como en la emblemática canción estrella de la banda sonora de nuestra transición, habría libertad, «y si no la hay, sin duda la habrá».

La contemporaneidad tardía

A la vista de lo sucedido después, cabe pensar que entre 1990 y 2020 lo que se dio fue un nuevo reparto de naipes, pero no hubo cambio de partida. Dice Jacques Le Goff que los acontecimientos son elementos llamativos, destellos fulgurantes que no indican necesariamente un cambio de paradigma si lo que se mantienen son las tendencias estructurales. Para él, el descubrimiento de América, el Renacimiento y la Reforma, cuyos efectos socioeconómicos, culturales y científicos no se consolidarían hasta el siglo XVIII, formarían parte de una «larga Edad Media» que no podría darse por concluida más que con los cambios demográficos tendentes a la reducción de la mortalidad catastrófica, la diversificación de los cultivos, la Ilustración y las revoluciones industriosas que alumbrarían el capitalismo fabril. El interrogante que se plantea a los historiadores —concluye Le Goff— es: ¿qué es más importante en el momento del acontecimiento: lo que muere o lo que sigue?

Tras el colapso del campo del «socialismo real», la fractura norte-sur siguió circunvalando el planeta a lo largo de la misma línea de falla y los intereses de las potencias con vocación hegemónica continuaron proyectándose ávidos sobre las áreas del globo secularmente saqueadas. El capitalismo, desembridado a raíz del hundimiento de sus críticos (sus supuestos adversarios ahora tomaban apuntes con aplicación para seguir su estela) parecía rejuvenecer rumbo a un Manchester universal con ordenadores Apple en lugar de hiladoras Mule Jenny. La nueva juventud dorada de esta época de restauración se inspiraba más en el narcisista Patrick Bateman de American Psycho que en el valetudinario John D. Rockefeller y su filosofía cursi de la American Beauty. En el este, las gerontocracias enmedalladas eran suplidas por avispados apparatchiki, exfuncionarios del gosplán en trance de mudanza, oscuros gerentes de kombinats súbitamente enriquecidos con el saqueo de la industria desguazada y una mafia descubridora de Thiers y su llamamiento a enriquecerse que venía con hambre atrasada de siglo y medio. Las familias ideológicas que se repartían el pastel representativo en las democracias (las tiranías seguían rigiéndose por caudillajes en mayor o menor grado de militarización y de adscripción a una variopinta gama de escatologías) remontaban su genealogía a las distintas ramas —conservadores, democristianos, liberales, socialdemócratas— del venerable árbol político arraigado en la segunda postguerra mundial. En definitiva, después de unos años de describir sinuosos meandros, el río de la historia parecía acompasar su majestuoso fluir al de una Europa ahora homogénea desde el Rin hasta el Vístula y el Danubio.

Ciertamente, el seísmo provocado por el colapso del bloque del este tenía que provocar movimientos de réplica. Costuras mal soldadas estallaron en los Balcanes. La pulverización de Yugoslavia fue el ajuste de cuentas final entre cheknits y ustachas, despedazándose entre sí y sobre el cuerpo martirizado de Bosnia. Srebrenica y el cerco de Sarajevo exhumaron del imaginario colectivo las matanzas de la guerra mundial y la retracción del mundo supuestamente civilizado ante la barbarie. Un retorno a 1936-1945. El nacionalismo xenófobo y exterminista demostró su capacidad para pervivir latente y prevalecer llegado el momento sobre los ideales internacionalistas y de fraternidad de clase. Era un aviso sobre lo que podía volver a ser, no sobre lo que podría sobrevenir. Un cornetazo sobre el peligro de reacción.

El 11-S, elevado a la categoría de suceso global merced a la multidifusión mediática del acontecimiento en tiempo real, no dejó de ser, por más que la aldea global participase de su horror de manera vicaria, un episodio local, un movimiento isostático, un reajuste del cuadro de actores en los amenes de una era imperial. Por entonces morían de hambre a diario en el mundo 24.000 personas, cuarenta y cuatro Boeing 747 estrellándose cada veinticuatro horas, eso sí, lejos del foco y en silencio. El fundamentalismo reclamaba el papel de galán antagonista para la vacante de villano oficial, desocupada por el comunismo. Las guerras de Irak replicaron intervenciones tardocoloniales lideradas por coaliciones occidentales al estilo de 55 días en Pekín, pero con petróleo en lugar de opio como casus belli. Nada nuevo. Había un continuo, de Nasser a Sadam Huseín, de la nacionalización del canal de Suez a la invasión de Kuwait, de la Nakba a las intifadas que unía en la larga duración las guerras en Oriente Medio con los conflictos poscoloniales, las revueltas de la indocilidad y la diplomacia de las cañoneras. El corazón económico del mundo debía seguir bombeando hidrocarburos a sus arterias y, por lo demás, había que demostrar quién mandaba.

La recesión de 2008 fue una sacudida global. Una pareja de Wichita calculaba mal sus garantías para cumplir con la hipoteca subprime de su unifamiliar con jardín, barbacoa y cocina de concepto abierto y tres pensionistas acababan desahuciados en el Raval. El efecto mariposa de la letalidad fiduciaria a golpe de clic. La Gran Depresión 2.0 arrojó a la pobreza a gente que, junto a su trabajo, perdió también su casa y vio hacerse trizas el sueño mesocrático. Sobre fondo de urbanizaciones fantasma a medio construir sonaba de nuevo la ronca voz de Al Johnson: Hermano, ¿puede darme diez centavos? Eran signos precursores de un cierre de era, como la anarquía militar del siglo III lo fue de la caída del imperio romano, o las devaluaciones de los Austrias menores y la burbuja de deuda de los Borbones de la crisis del Antiguo Régimen. Con todo, Huizinga escribió que los periodos de paso de una época a otra no están marcados por hitos (la caída de Constantinopla, la toma de la Bastilla…), sino que consisten en amplias franjas de tierra de nadie o zonas de transición en las que una época se entrelaza con otra. «Quien conciba los periodos históricos como los segmentos de una línea, procederá —decía— como quien se empeñase en introducir en la zoología el concepto de los filetes de salmón». Lo ocurrido entre 2001 y 2008 no era todavía el fin de la contemporaneidad, sino la contemporaneidad tardía.

Detalle del Mapa del mar (Carta marina) de Olaus Magnus (1490-1557)(Wikimedia Commons)
Sin brújula en la nueva era

El finisterre de la etapa anterior se dobló con la pandemia. 2020 fue el año 1 de la nueva era. Con él entramos en otra edad, la del tiempo que resta. Fue una experiencia global y total. Fue nuestra hecatombe, nuestra ocupación, nuestra posguerra, la memoria traumática de la que todos tenemos vivencia y de la que la generación Z hablará con zozobra y tintes admonitorios a sus nietos, si es que alguna vez puede tenerlos y dispone de casa en que albergarlos. Decía Henry Rousso que la historia del presente comienza con la última catástrofe, recogiendo la tesis de Braudel, para quien los cataclismos, si bien no son necesariamente las artífices de las revoluciones, sí son sus pregoneros infalibles y constituyen una incitación a replantearse el mundo. Los límites de los periodos radican en las crisis y en la concurrencia de conflictos amenazadores y no tanto en la realización de nuevas aportaciones culturales, invenciones y descubrimientos que pueden marcan hitos culminantes, pero no cesuras entre periodos históricos. Lo que quedará del covid-19 para la posteridad serán sus demoledores efectos contracivilizatorios y no tanto el descubrimiento de las vacunas que nos salvaron. Como en su precedente, la Peste Negra de 1348, trascenderán menos las intuitivas medidas de asilamiento y profilaxis que circunscribieron su expansión que las herejías, las procesiones de flagelantes, las danzas de la muerte y el cuestionamiento de las jerarquías que precipitaron la crisis bajo medieval.

La pandemia global desarmó seguridades, derruyó certezas y abolió barreras morales. Todo lo que era mal comenzó a verse como bien o, en el mejor de los casos, como un «¿qué importa?». La mentira pasó a rotularse como «hechos alternativos» y alardear de ignorancia se erigió en sinónimo de despertar al verdadero conocimiento taimadamente ocultado por misteriosos centros de poder mundial. Cada cual tiene su verdad, igualmente válida, ya sea la AEMET o el friki de las cabañuelas. Las conclusiones del CSIC pesan tanto como las ocurrencias monetizadas de un rebaño de youtubers. La historiografía académica se bate en desventaja con una turbamulta de aficionados y desenterradores de ranciedades. La Ilustración, ya herida de gravedad, fue ultimada. La marcha en pos del progreso humano dio paso a la melancolía reaccionaria; la universalidad, a la identidad de rebaño. La ciencia fue impugnada; la fraternidad, ridiculizada. Las reglas del juego se invirtieron: si Watergate fue suficiente para hacer caer a un presidente de los Estados Unidos, la instigación de un golpe de estado no ha sido óbice para la reelección diferida de otro. Hoy, Bersntein y Woodward serían acusados de propalar fake news y lapidados por medios digitales mercenarios. Con Trump y su gobierno híbrido de hijos de Goebbels y malos de Marvel, La conjura contra América, la distopía de Philip Roth que fabulaba sobre la implantación de un régimen fascista en Washington, va camino de convertirse en un reportaje de anticipación. El racismo campa sin complejos. El Mediterráneo es un Sobibor líquido sin crematorios. El capital moral generado por el Holocausto es dilapidado por un estado que se parapeta detrás de sus seis millones de víctimas para cometer un genocidio en Gaza. El ángel de la historia de Walter Benjamin yace aplastado por las orugas de un tanque israelí en Jabalia.

Las lógicas de la guerra han retrocedido a tiempos pre-Hiroshima. Los genocidios se perpetran grabados por drones. Los crímenes de guerra ya no se registran para lucimiento personal con una leika, como hacían los Einsatzgruppen que perpetraron la Shoá por fusilamiento en Polonia y los países bálticos; ahora, se autodocumentan por los soldados de la IDF y se comparten en TikTok. Las atrocidades perpetradas por regímenes despóticos se evalúan según el grado de proximidad ideológica o el repudio a un enemigo geopolítico común. La prisión de Sednaya es la ESMA buena para determinado paleoizquierdismo que no duda en alabar la pulsión aislacionista de Trump, el Yeltsin de Putin, en la esperanza de que sea más tolerante con la agresividad imperialista del amo del Kremlin. Hay incluso quien confía en la potencialidad del eje Moscú-Teherán-Pyongyang como vector movilizador de un nuevo internacionalismo y foco de atracción para las masas en un Occidente en declive. Benditos sean sus tiernos corazones.

La posibilidad de la mutua destrucción asegurada como resultado de una conflagración nuclear es una hipótesis de pusilánimes. Patrick Boucheron relata los avatares del Doomsday Clock, el ficticio reloj apocalíptico desarrollado por los físicos del Proyecto Manhattan cuyo comité publica anualmente una evaluación de los riesgos que comprometen la supervivencia de la humanidad. En 1947, albores de la Guerra Fría, el reloj del juicio final marcaba las 23:53 horas. La distensión lo hizo retroceder en 1991 a las 23:43. Hasta 2007, los expertos no consideraron en sus cálculos los riesgos epidémicos y medioambientales. La guerra en Ucrania —una campaña que reedita en una las batallas de Verdún, Yprés y el Somme 2.0— y la aceleración del calentamiento global han contribuido a que la última cuenta atrás, hecha pública el 23 de enero de 2023, sitúe las agujas imaginarias en las 23:58:30, noventa segundos antes de la medianoche. El tiempo que nos queda.

Vuelven los fascistas, ahora uniformados de Emidio Tucci, hablando bajo, pero pegando fuerte. Países enteros entregan el poder a sujetos que harían pasar por sensato a Norman Bates: Bolsonaro y el fascioevangelismo golpista; Bukele, surfeando sobre el punitivismo-espectáculo y la fantasía de un banco central convertido en criptobro; Milei y la voladura de las bases mínimas del contrato social inspiradas por el fantasma de su perro. Los conservadores se entregan a la cohabitación abandonando antiguos pudores y tienden una mano al postfascismo, mientras con la otra sacuden amistosamente el polvo de los cascotes bajo los que parecía haber quedado enterrado el original en 1945. Mientras tanto, la izquierda se divide entre los creen posible el regreso a los Treinta Gloriosos, los Scholz o Starmer que dilapidan el apoyo prestado por quienes les urgen a sofocar el incendio que realmente viene; y los que quedaron atrapados, a lo Dorian Gray, en el marco de una fotografía ceremonial en la Plaza Roja cualquier 7 de noviembre anterior a 1991.

La parábola de los ciegos (1568), óleo sobre tabla de de Pieter Brueghel el Viejo, Museo di Capodimonte (Nápoles)(wikimedia Commons).
Tiempos vertiginosos

La aceleración de los tiempos no es ya la del progreso, sino la del centrifugado. La información cotidiana es un bombardeo en alfombra. Cunde el estupor cuando no ha habido tiempo para calibrar las causas de un suceso y acontece el siguiente. La carencia de pensamiento a largo plazo estimula una sensación de impotencia ante la frenética sucesión de fenómenos inabarcables: nuevas amenazas pandémicas —el «enemigo mortal e invisible» de Carlo M. Cipolla—, la crisis climática y sus efectos devastadores, las sacudidas geopolíticas. El conocimiento del presente es un agujero negro que el sistema educativo se muestra incapaz de rellenar. Entre 2000 y 2023, serán alrededor de nueve millones los estudiantes que habrán egresado de la enseñanza secundaria obligatoria con un conocimiento superficial, cuando no meramente inexistente, del pasado reciente de la sociedad que interpela a la ciudadanía. Cuando fallan los canales formales, su lugar es ocupado por el albañal de los circuitos informales. En su monumental Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm decía: «La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores es uno de los rasgos más característicos y extraños» de nuestro tiempo. Y añadía: «Los jóvenes […] crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven». La ignorancia comienza a tener efectos políticos, como demuestran los sondeos de opinión.

Félix Guattari lamentaba que la turbulencia de nuestro tiempo borre «formas de vivir todavía frescas en nuestra memoria y sitúe nuestro futuro en un horizonte opaco, cargado de nubes y miasmas». Para Jean Chesneaux el tiempo está siendo aplastado por la inmediatez: «La existencia cotidiana estalla en una sucesión grosera de momentos sucesivos desprovistos de toda coherencia, huérfanos del sentido que podría conferirles un arraigo en la duración. El individuo se encuentra lanzado a la borrachera de una carrera en la que, para vivir acorde a su tiempo, debe abandonar el control de su vida al dominio del instante y a la dictadura de la urgencia». Alfred Whitehead, por su parte, formulaba una observación que interpela directamente a la escuela: «En el pasado, la duración de un cambio importante era considerablemente mayor que la de una vida humana. De este modo, la humanidad tuvo que adaptarse a condiciones fijas. En la actualidad, la duración es considerablemente menor que la de una vida humana y, en consecuencia, la enseñanza debe preparar a los individuos para afrontar la novedad de las condiciones». Luis Landero se hizo eco de esta percepción en El mágico aprendiz: «Cuando se inauguró la fábrica, no había nada, solo campo. Yo he visto cómo nacía Fuenlabrada, y ya hace años que observo cómo se acerca cada vez más. Llegará el día en que todo esto sea también Fuenlabrada ¿A usted le parece que un hombre sea más viejo que una ciudad? Esto antes no pasaba».

Reinhart Koselleck describió que la relación entre el presente, el pasado y el futuro se asemeja a lo que percibe un espectador al ver alejarse el confín a medida que se encamina hacia él, lo que denominó su horizonte de expectativa. Un horizonte que se nutre de un campo de experiencia que lo prefigura en sus rasgos generales. En la actualidad, el centrifugado del tiempo presente ha pasado una esponja por el encerado de nuestro campo de experiencia. En 1962, las potencias que jugaban al ajedrez sobre el tablero mundial se dieron jaque en la casilla de Cuba y valoraron los riesgos de un próximo movimiento que implicara el uso de armas nucleares. Hiroshima, Nagasaki y las grabaciones de los experimentos controlados en el atolón de Mururoa obraron una disuasión inspirada en el escenario apocalíptico de la mutua destrucción asegurada. La situación actual, por contra, se asemeja a la de Europa en 1914, cuando dos generaciones que desconocían lo que era un conflicto bélico de amplia escala bailaron con entusiasmo la danza de la guerra al tronar las primeras salvas de los cañones de agosto. La última confrontación conocida, la francoprusiana de 1870, había sido localizada, se resolvió en breve plazo y apenas dio margen para emplear el arsenal de alto poder destructivo procurado por una segunda ola de la revolución industrial aún en ciernes. Jrushchov y Kennedy pertenecían a una escuela de duelistas calculadores, tahúres fríos, pero razonables. Lo contrario a un Putin dispuesto a alardear de tamaño en la plazoleta global. Con la guerra fría vivíamos mejor.

Contra la centrifugación del tiempo, urge engrasar el recurso a la conciencia de historicidad. Hubo quien lo hizo en condiciones extremas: contaba Chesneaux la historia de un joven interno en Buchenwald, Armand Gotti, que, sin ninguna experiencia teatral previa, decidió montar clandestinamente una obra titulada Fui, soy, seré. Resistir a la maquinaria nazi de exterminio exigía existir en la duración, en el tiempo. En un contexto no tan extremo —por el momento—, resulta imperativo leer correctamente las claves del tiempo que nos resta. En el ciclo cuyas condiciones nos han venido dadas —y no las que nos gustaría, recordando al clásico en El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte—, lo revolucionario pasa por actos de apariencia poco épica, pero ineludibles: interponer un millón de bayonetas dialécticas en defensa del hombre o la mujer del tiempo y del mundo científico; clavar los pies para consolidar la mejora de las condiciones de vida del común; defender a cara de perro los derechos de las mujeres y la libertad de orientación sexual; rescatar  a los servicios públicos de la privatización, de la turboespeculación de los fondos de inversión y del derribo programado de sus restos. La sanidad y la educación públicas, las pensiones, los derechos individuales y colectivos existen con relación al porvenir, operan en la larga duración para responder a objetivos que se inscriben en el tiempo largo: la procura del bienestar, la abrogación de las desigualdades, la elevación de la cultura. Pero la fuerza para todo ello se sustenta sobre la experiencia histórica. Fuimos, somos, seremos.

Los avances no surten efectos visibles hasta que pasan años, mas los retrocesos pueden acusarse de inmediato. Como dice Pablo Batalla, somos conservadores en tiempos en que el enemigo se presenta como revolucionario. Conservadores, sí, de lo adquirido por las generaciones que nos precedieron, dejándonos un legado conquistado con duras luchas y enormes sacrificios. El tiempo pasado es el hilo rojo que nos une a ellas y da razón a nuestro afán: como postuló Benjamin en la tesis XII sobre el concepto de historia, el sacrificio a realizar «se nutre de la imagen de los antepasados sometidos, no del ideal de los nietos liberados».

Nos toca salvaguardar la razón democrática contra la barbarie. Somos los defensores de la economía moral de la multitud opuesta a la psicopatía iliberal de la motosierra. No es tarea fácil ni que, dado el arrasamiento de nuestro campo, pueda cuajar de la noche a la mañana. Pero es urgente intentarlo, porque en la interinidad viajamos a la deriva por un mundo sin referencias. Todo lo que era cierto, verídico o razonable se ha perdido, parafraseando al replicante de Blade Runner, como lágrimas en la lluvia. Vuelven los mapas con extensas áreas incógnitas y espacios en blanco que rezan «hic sunt dracones».

La inscripción Hic sunt dracones en el globo terráqueo de Hunt-Lenox (1508)(Wikimedia Commons)

*Fernando Hernández Sánchez es historiador y profesor asociado de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Asociación de Historiadores del Presente y colaborador del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española. Preside la Asociación Entresiglos 20-21: Historia, Memoria y Didáctica, dedicada a la investigación sobre la enseñanza escolar de la historia reciente. Sus investigaciones versan sobre la historia del movimiento comunista en España. Es autor de Comunistas sin partido: Jesús Hernández, ministro en la Guerra Civil, disidente en el exilio (2007), Los años del plomo: la reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-1953) (2015), La frontera salvaje: un frente sombrío de la guerra contra Franco(2018) o El torbellino rojo: auge y caída del Partido Comunista de España (2022). Colaboró en el volumen En el combate por la historia dirigido por Ángel Viñas (2012).

Fuente: El Cuaderno diciembre de 2024

Portada: Mapa fantástico de una tierra plana, ilustración de Antar Dayal (Corbis)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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