Por el camino de la historia crítica. Entrevista a Joan Wallach Scott
Mariano Schuster
Autora de obras tan reconocidas y aclamadas como Género e Historia y Las mujeres y los derechos del hombre, Joan Wallach Scott es hoy una de las historiadoras más reconocidas a escala global. Su obra ha permitido pensar no solo cuestiones asociadas al género, sino también a la política y a la religión, tal como lo demuestran sus trabajos sobre la secularización y las políticas asociadas al uso del velo islámico. En esta entrevista, Scott repasa su obra, evoca los comienzos de su carrera y expresa, de modo singular, sus perspectivas sobre una disciplina que, a su entender, necesita un compromiso crítico e interrogativo.
En las décadas de 1960 y 1970, la carrera de Joan Wallach Scott parecía encaminarse hacia la historia social. Con una sólida formación en las categorías del marxismo, que entonces estaba renovándose a partir de la llamada «historia desde abajo», Scott comenzó produciendo una serie de trabajos sobre el socialismo francés del siglo XIX y sobre las experiencias de los trabajadores del vidrio de la pequeña ciudad francesa de Carmaux que veían cómo la mecanización modificaba las pautas generales de su oficio. Sin embargo, un tiempo después se produjo un viraje. Animada por las perspectivas teóricas del postestructuralismo e involucrada claramente en el feminismo de la segunda ola, Scott comenzó a desarrollar un análisis histórico crítico en el que la categoría de género se volvió fundamental. Su artículo «El género: una categoría útil para el análisis histórico», publicado originalmente en 1988 y luego incluido en su aclamado libro Género e historia, contribuyó a visibilizar una serie de debates en torno a la disciplina histórica y evidenció la forma en la que esta podía adoptar un carácter más radical.
Destacada y reconocida como una de las historiadoras más importantes de las últimas décadas, Joan Wallach Scott ha producido una abundante obra en la que ha abordado diferentes temáticas. Algunos de sus últimos trabajos, orientados a repensar la relación entre entre sexo, género y laicismo, han resultado profundamente renovadores, en tanto han discutido la idea de que el proceso de secularización se constituyó, desde un inicio, como una fuerza liberadora para las mujeres. En distintos libros, Scott ha mostrado, además, los modos en los que algunas perspectivas del laicismo, y en particular la de la «nueva laicidad» francesa, han sido utilizadas como una herramienta identitaria por parte de las derechas –pero también de algunas izquierdas– contra la población musulmana.
Joan Wallach Scott realizó sus estudios en la Universidad de Brandeis y en la Universidad de Wisconsin. Ha sido profesora en la Universidad de Illinois en Chicago, la Universidad de Carolina del Norte y la Universidad de Brown, donde fue cofundadora del Pembroke Center for Teaching and Research on Women [Centro Pembroke de Enseñanza e Investigación sobre la Mujer]. Desde 1985 fue docente de ciencias sociales en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, puesto que ocupó hasta su jubilación en 2014. Actualmente es profesora adjunta de Historia en el Centro de Posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Scott ha sido, además, cofundadora de la prestigiosa revista History of the Present: A Journal of Critical History.
Es autora de diversos libros que han sido traducidos a diferentes idiomas. Entre ellos se destacan The Glassworkers of Carmaux: French Craftsmen and Political Action in a Nineteenth-Century [Los vidrieros de Carmaux: artesanos franceses y acción política en una ciudad del siglo XIX] (1974), Women, Work, and Family [Mujeres, Trabajo y Familia] (1978), Género e historia (1988), Las mujeres y los derechos del hombre (1996), The politics of the Veil [La política del velo] (2007), La fantasía de la historia feminista (2011), Sexo y secularismo (2017), Knowledge, Power, and Academic Freedom [Conocimiento, poder y libertad académica] (2019) y Sobre el juicio de la historia (2020).
En esta entrevista, Joan Wallach Scott dialoga con Nueva Sociedad sobre su trabajo historiográfico, sobre sus obras, sobre su proceso de formación y sobre el campo de la historia del libro.
En los últimos años usted publicó una serie de trabajos, entre los que se destacan The Politics of the Veil, La fantasía de la historia feminista y Sexo y secularismo en los que, entre muchos otros temas, abordó las complejas relaciones entre sexo, laicismo y género. Me gustaría preguntarle cómo surgió su interés por esta cuestión específica y en qué medida ese interés se vinculó a algunos de sus trabajos previos, en los que ya había marcado los límites que el relato de la secularización, unido al del liberalismo, había tenido en relación a las formas de pensar la libertad y la igualdad de género.
.
En The Politics of the Veil, mi libro sobre la ley francesa que prohíbe el uso del velo islámico en las escuelas públicas, abordé la cuestión del laicismo. Allí cuestioné el argumento según el cual la cultura laica de Francia exigía una presentación neutral de uno mismo en el espacio público y sugería que había cierta hipocresía alrededor de esta cuestión. Para mí resultaba muy claro que existía una tolerancia de la expresión religiosa católica y una intolerancia de la expresión religiosa musulmana. Aunque los partidarios de la prohibición del uso del velo en el espacio público alegaron que estaban protegiendo a las mujeres de la opresión religiosa, me llamó particularmente la atención la persistencia de la desigualdad entre mujeres y hombres en la sociedad laica francesa. Eso me condujo a plantearme una serie de preguntas sobre la historia de la modernidad laica en general y sobre la forma en que la diferencia sexual se convirtió en uno de los cimientos sobre los que se apoyaban las alternativas a los preceptos religiosos. Así que repasé el vasto caudal de estudios feministas sobre estas cuestiones y, basándome en sus lecturas, decidí escribir Sexo y secularismo.
En Sexo y secularismo usted desplegó un argumento muy poderoso al afirmar que, tras la Revolución Francesa y el proceso de avance de la secularización, la biología -y cierta concepción de la diferencia sexual natural asociada a ella- suplantó a la autoridad religiosa, pero no condujo a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. ¿Cuáles fueron las razones por las que la secularización no produjo esa esperada igualdad? ¿Qué peso tuvo el hecho de que se considerara que las mujeres pertenecían a la esfera privada (la misma en la que residían el sexo y la religión)?
Ciertamente, me llamó mucho la atención que los laicistas sustituyeran a dios por la Naturaleza en su debate sobre la diferencia entre los sexos, y argumentaran que la biología determinaba esas diferencias naturales, que ninguna ley podía cambiar. Lo cierto es que esa sustitución de dios por la Naturaleza dejó en pie las diferencias de género establecidas. De hecho, yo he sostenido y argumentado que esas diferencias se endurecieron en el transcurso de los siglos XVIII y XIX. En tanto las mujeres estaban destinadas a ser madres y su fisiología era más «sensible» que la de los hombres, las mujeres pertenecían a la «esfera privada» y los hombres a la «esfera pública».
¿De qué manera perpetuó esas desigualdades el proceso de secularización? ¿Se puede hablar de un aumento de esas desigualdades?
En rigor, no creo que la secularización incrementara las desigualdades de género, sino que, más bien, cambió los términos de su justificación. Si antes las diferencias inmutables de sexo estaban determinadas por dios, la secularización fundó esas mismas diferencias en la naturaleza. La teoría de la evolución contribuyó a ese proceso, y la reproducción (de la familia, la raza y la nación) se convirtió en el imperativo para la construcción del Estado y de la nación misma. En esa concepción de las cosas, el papel reproductivo de la mujer se volvió cada vez más determinante. De hecho, se definió como una función privada, aunque, por supuesto, se trataba de una función eminentemente pública.
Si la secularización no condujo a la emancipación de la mujer ni se vinculó necesariamente a una concepción asociada a la igualdad de género, ¿por qué se utiliza hoy el laicismo como argumento para defender los derechos de la mujer frente a los «tradicionalismos religiosos», y en particular frente al islam, en gran parte de Europa?
Tanto en La política del velo como en Sexo y secularismo afirmé que la asociación del laicismo con una mayor igualdad de la mujer se ha utilizado para condenar el islam, pero también para encubrir las persistentes desigualdades de género en los países laicos. En definitiva, el punto consiste en que ese contraste entre lo laico y lo religioso oculta desigualdades en ambos lados. Sin lugar a dudas, existe un argumento «civilizatorio», una especie de orientalismo que insiste en la superioridad de Occidente (el Occidente judeocristiano) frente al islam, asociando la igualdad con «Occidente» y la opresión con «Oriente». Y es justamente en el marco de ese argumento «civilizatorio» en el que la laicidad se ha convertido en una especie de política identitaria para los republicanos franceses.
¿En qué medida la Ley de Laicidad de 2004 ha modificado la de 1905, redactada por radicales, republicanos y socialistas como Jean Jaurès, Aristide Briand, Émile Combes y Francis de Pressensé? ¿Cuáles son las principales diferencias y los puntos de continuidad entre ambas leyes?
Como ha escrito el historiador Jean Baubérot, hay una gran diferencia entre la Ley de 1905 y la de 2004. Mientras que la de 1905 garantizaba la libertad de conciencia individual y se refería a la neutralidad religiosa del Estado (y de sus representantes), la ley de 2004 (y todas aquellas que le han seguido) se basan en el concepto de la nouvelle laïcité (nueva laicidad), que considera que es el propio espacio público el que debe ser neutral y, en tal sentido, le exige a cualquiera que se encuentre en él que se abstenga de expresarse religiosamente. La jurista Stéphanie Hennette-Vauchez, a quien he citado y aludido en algunos de mis libros, ha aportado claves muy claras sobre este tema y ha escrito de manera brillante sobre el modo en el que la obligación de neutralidad ha sido desplazada del Estado a los ciudadanos. Considero que, en este marco, es muy importante percibir que, si no pueden expresarse las creencias en el espacio público, la libertad de conciencia individual queda denegada y cancelada. En virtud de la «nueva laicidad», los ciudadanos deben ser neutrales en el espacio público. Y cuando digo espacio público me refiero a todo lo que se comprende en él: las escuelas, las oficinas gubernamentales, la misma calle. Esto quiere decir que los ciudadanos con determinadas creencias no pueden ser vistos mostrando nada que sugiera su fe o su afiliación religiosa. Es en este sentido en el que la exigencia de neutralidad se trasladó del Estado y sus representantes a todos los miembros de la sociedad, sean ciudadanos o no. Y esto, tal como se ve, constituye una reescritura muy drástica de la ley de 1905, y esa reescritura está dirigida deliberadamente a los musulmanes.
¿Considera que la ley de 2004 es el resultado de una nueva perspectiva del laicismo, o es la nueva perspectiva del laicismo la que ha dado lugar a la ley? ¿Cómo trazaría una genealogía de esa «nueva laicidad»?
Sin lugar a dudas, la nueva laicidad nació como parte de un proyecto político desarrollado por legisladores conservadores para contener a la identidad musulmana y obligarla a asimilarse a la identidad «francesa». Se trataba de instrumentalizar el laicismo para hacer política. Ese uso instrumental se dirigía contra los llamados inmigrantes –muchos de los cuales en verdad habían vivido en Francia durante generaciones– y contra el «comunitarismo» que, según decían aquellos legisladores, era fomentado por su religión. El argumento utilizado por los defensores de esa «nueva laicidad» era que el comunitarismo ponía a los musulmanes en contradicción con lo que debía ser su identificación primaria: es decir, su identificación como «franceses». En este contexto, la nueva laicidad se convirtió en el epítome y en la expresión máxima de la «francesidad». Pero esta posición estuvo lejos de anclarse solo en la derecha. Aunque la «nueva laicidad» se originó en el campo de la derecha política, no fueron pocos los progresistas e izquierdistas (incluidas muchas feministas) que la adoptaron, bajo el argumento de que la religión era y es necesariamente opresiva para las mujeres, mientras que la laicidad era y es necesariamente liberadora. Es por ello que en The Politics of the Veil afirmo que los binarismos religioso/secular y musulmán/francés funcionaron para encubrir las continuas desigualdades de género en el lado francés/secular. Y creo, claramente, que siguen encubriendo esas desigualdades hoy en día.
Sus argumentos sobre el uso del velo y la libertad de conciencia me recuerdan a una frase que solía escucharse cuando los debates sobre esta cuestión estaban en el centro del debate político internacional. Decía «contra la obligatoriedad del uso del velo en Irán, contra la prohibición del uso del velo en Francia»…
Aquella frase, que comparto, proviene originalmente de un movimiento feminista que, si bien fue algo minoritario, logró unir a mujeres blancas y racializadas, con velo y sin velo, laicas y religiosas. Su lema era «que no nos obliguen a utilizar el velo, que no nos obliguen a quitárnoslo». Esta consigna grantizaba la autonomía individual. Es decir, la libertad de conciencia prometida por la ley de laicidad francesa de 1905.
Profesora Scott, una referencia ineludible en sus trabajos sobre género y secularización es la de Saba Mahmood. Debo confesarle que hace relativamente poco leí, por recomendación de una colega1, Politics of Piety [Políticas de la piedad], el libro de Mahmood sobre las mujeres del Movimiento de las mezquitas de Egipto que lucharon por el derecho a celebrar reuniones para aprender y enseñar la doctrina islámica, y me pareció sorprendente la forma en que la autora mostraba la presencia de agencia en estas mujeres, aunque de una forma diferente a la «resistencia», ya que buscaban ejercer una actividad que podríamos considerar parte del «tradicionalismo religioso». ¿Cree que parte del malentendido con el uso del velo en los países occidentales se debe también a una forma en la que entendemos la agencia?
Saba Mahmood realizó un trabajo brillante y pionero sobre estas cuestiones, argumentando claramente contra ese binarismo y esa separación entre lo secular y lo religioso, y demostró, al mismo tiempo, que las mujeres tenían y tienen agencia. Su crítica a las nociones individualistas del feminismo liberal occidental sobre la autonomía y la agencia ha sido muy importante para replantearnos las complejidades de las posiciones de los sujetos religiosos (y, por supuesto, también de los laicos). Utilizando, entre otros teóricos, la noción de subjetivación de Michel Foucault, Saba Mahmood insistió en que la agencia siempre se constituye discursivamente, es decir, que no es una capacidad innata libre de influencias –ya sean religiosas o laicas–. Y si se considera que la agencia está constituida, la cuestión es entender cómo y con qué efectos lo está, y eso puede responderse en términos de expectativas que pueden ser seculares, pero que también pueden ser religiosas.
Tengo la impresión de que la perspectiva analítica que usted adopta coincide, de hecho, con la idea de Mahmood de que «el laicismo no es simplemente la separación de la religión y el Estado, sino la creciente implicación del Estado en la regulación de la vida religiosa, de tal manera que se otorga al Estado el poder de poder decir qué es religión propiamente dicha y qué no lo es». ¿La política del velo, pero también la de los comedores escolares -donde se ha pretendido que todos los niños, incluidos musulmanes (y judíos), coman un menú que incluye carne de cerdo- responde a una forma de tratar a un «otro» cultural y religioso que no coincide, no solo con parámetros de laicidad, sino también con los antiguos fundamentos cristianos del Estado francés?
No me deja otra alternativa que decirle que sí. Estoy fundamentalmente de acuerdo con la lectura que usted hace de la perspectiva de Mahmood sobre el poder del Estado para definir lo que es y lo que no es religioso. Y, en este sentido, considero que la marginación de los musulmanes por parte de los franceses, su maltrato en las escuelas y en las calles, es una de las consecuencias de la forma en la que cierta ideología de laicismo de línea dura se ha convertido en una forma de identidad nacional. Y, mucho me temo que esto solo empeorará cuando las políticas antiinmigración de Marine Le Pen y sus seguidores se conviertan en ley.
Sus argumentos sobre el laicismo implican una reflexión sobre cómo se relacionan los Estados laicos con el género, pero también con las religiones minoritarias. ¿Cree que un Estado laico pueda estar realmente separado de la religión dominante? ¿Hasta qué punto el caso francés puede ser ilustrativo en este sentido? El laicismo francés fue sin duda un compromiso con la población mayoritariamente católica. En ese caso, y en muchos otros muy acabadamente rastreados y analizados en el libro de Mahmood Religious Difference in a Secular Age: A Minority Report [Diferencias religiosas en una era secular: un informe de las minorías], el Estado laico depende efectivamente de la religión mayoritaria dominante y se remite a ella. En Francia esto se verifica en el modo en el que está presente el catolicismo (las fiestas nacionales y las subvenciones estatales a las iglesias son una muestra de ello). No creo que esto tenga que ser necesariamente así, pero para evitarlo es necesario que se desarrollen políticas auténticamente neutrales. Jean Baubérot ha reflexionado y ha escrito sobre formas más democráticas de laicismo estatal, que tolerarían las expresiones individuales de conciencia en lugar de suprimirlas. Probablemente no sea prudente sacar a colación el caso de Israel y Palestina en esta conversación, pero considero que, también allí, una alternativa democrática al sionismo habría implicado un Estado laico con una pluralidad de poblaciones religiosas y raciales, en lugar del etnonacionalismo que ha llegado a imponerse con resultados desastrosos.
Me gustaría preguntarle cuáles fueron las reacciones en Francia respecto a The politics of the Veil. ¿Recibió respuestas de feministas francesas alineadas con la idea de la «nueva laicidad»? ¿Tuvo también alguna recepción por parte de las mujeres musulmanas de Francia?
Debo decirle que, ciertamente, hubo mucha polémica. Los republicanos más radicales y de «línea dura», entre los que se incluían, nuevamente, algunas feministas, me acusaron de no entender la cultura y la política francesa. Uno de los principales periódicos franceses publicó una viñeta muy desagradable en la que yo aparecía leyendo un libro en francés al revés. En concreto, fui denunciada como una de esas izquierdistas idotas útiles de los musulmanes. La traducción de mi libro sobre el velo islámico tardó diez años en realizarse porque la mayoría de las editoriales no quisieron abordar esa cuestión. Y, cuando finalmente se publicó, la recepción general estuvo caracterizada por la furia. Sin embargo, debo decirle que las mujeres musulmanas y las francesas «blancas» a las que yo consideraría feministas más consecuentes, recibieron el libro positiva y calurosamente. Y eso fue muy gratificante para mí.
Profesora Scott, tengo muy claro que usted no ha intentado atacar la secularización, sino advertir sobre la forma en la que un determinado «discurso sobre la secularización» puede borrar u omitir los aspectos incómodos de la historia. Pero, aun así, permíteme hacer un poco de abogado del diablo. Un crítico de su obra podría pensar que sus argumentos son muy convincentes, que es cierto que han existido límites a la igualdad de género en las sociedades occidentales que se dicen a sí mismas «seculares» –aun cuando siempre lo sean de un modo más o menos selectivo–, pero al mismo tiempo afirmar que esa igualdad es mayor a la de sociedades «no seculares». O, podría decir, por ejemplo, que hay una tendencia general e intrínseca en el proceso de secularización que, aunque con marchas y contramarchas, apuntaría en esa dirección liberal e igualitaria. ¿Cómo respondería a una crítica de ese tipo?
Esa es, justamente, una de las críticas a las que más me he enfrentado desde que escribí el libro. Mi respuesta siempre ha sido que señalar los límites del laicismo y su compleja historia no implica ni un rechazo de sus posibilidades –que pueden expresarse en mayor libertad e igualdad también para las mujeres y las minorías–, ni un argumento de que las sociedades laicas no son diferentes de las sociedades de base religiosa. Lo que estoy intentando plantear es que, históricamente, el laicismo no ha garantizado la igualdad de las mujeres, aunque las reglas normativas de género que impone o en las que se apoya sean diferentes de las reglas religiosas. La verdadera cuestión consiste, entonces, en plantearse otra pregunta. Y esa pregunta es por qué la diferencia sexual parece suponer un obstáculo para la plena realización de la igualdad de género.
Cambiando el enfoque de la conversación, me gustaría preguntarle por sus primeras inquietudes acerca de la historia y la política. Su madre y su padre eran profesores de historia y tenían, tal como usted lo manifestó en su artículo «Finding Critical History» (2009), una perspectiva de izquierda de la realidad. ¿En qué medida la política, de la cual se conversaba en su casa, impactó en su formación posterior? ¿Cómo recuerda aquellas charlas políticas de su infancia? ¿Hubo aspectos que pudieron llevarla a indagar sobre cuestiones de género que provinieran también de ese ambiente primario?
Debo decirle que, efectivamente, en mi familia se le prestaba una enorme atención a las cuestiones políticas, a tal punto que creo que aprendí a pensar estratégicamente sobre política en la mesa familiar, escuchando las conversaciones de mi padre y de mi madre. En aquel momento, el género no era un aspecto central de las conversaciones, que solían girar más en torno a la clase y a la raza, y, sobre todo, a las condiciones de vida de los profesores de escuela secundaria en la ciudad de Nueva York de los años 50 y 60. Sin embargo, aunque el género no era un tema preminente, mi madre siempre trabajó, por lo que yo crecí contando con un modelo estupendo que expresaba una determinada perspectiva igualitaria del género. Mi padre y mi madre, ambos profesores de historia en escuelas secundarias, tenían una visión marxista de la sociedad, según la cual las relaciones económicas eran determinantes para los modos de organización social y política. Recuerdo muy bien que uno de los libros fundamentales para mi madre era The Rise of American Civilization, escrito por Charles y Mary Beard, una obra muy crítica con el imperialismo que expresaba una perspectiva progresista de la historia. Así que, como puede notar, el mío era un hogar de izquierda en el que, constantemente, se hacía hincapié en los principios de justicia e igualdad. Mis canciones de cuna fueron las melodías de protesta de Pete Seeger y de otros músicos populares, y entre ellas estaba la Balada de Joe Hill, dedicada a aquel legendario organizador sindical de principios del siglo XX que había formado parte de la Industrial Workers of the World [Trabajadores industriales del mundo]. Cuando mi hijo Tony se casó, mi padre envolvió sus tres volúmenes de El Capital y se los pasó a él. Y escribió una dedicatoria que decía: «Algunas familias tienen Biblias familiares que pasan a la siguiente generación. Esta es nuestra Biblia familiar, espero que la atesores».
Usted ha contado a menudo que su padre, Sam Wallach, que llegó a ser presidente del sindicato de profesores de Nueva York, fue perseguido durante el período de la caza de brujas contra los comunistas. En un hermoso texto publicado en su libro Knowledge, Power, and Academic Freedom, usted señala ese hecho como uno de los que forjaron su propia idea de la libertad académica. ¿Cómo vivió ese periodo, siendo aún una niña pequeña, y en qué medida la llevó a pensar en la necesidad de la libertad académica como un valor ineludible en el espacio público y en las instituciones educativas?
Tal como lo escribí en el ensayo al que usted alude, escuché el concepto de «libertad académica» como una suerte de eslogan siendo pequeña, por lo que tenía una idea de él mucho antes de que pudiera comprender plenamente su significado. Para mí, significaba, fundamentalmente, el derecho a expresar las propias opiniones, por muy críticas que fueran con las instituciones imperantes. Creo que en algún nivel preconsciente comprendí que criticar a los poderosos era arriesgado, pero necesario para que la democracia sobreviviera. Después de ser despedido, mi padre tuvo una serie de empleos proporcionados por amigos y colegas simpatizantes. Dirigió un servicio de compras en el sindicato de profesores durante un tiempo y luego hizo tiras de películas educativas. Su último trabajo, y el más gratificante, fue como administrador de una unidad hospitalaria para el diagnóstico y tratamiento de lo que ahora llamamos niños neurodivergentes. Allí, decía, encontró la dedicación desinteresada y generosa a los demás que imaginaba inspiraría y prevalecería en un mundo socialista. Participó muy activamente en el intento de crear hogares colectivos para estas personas, tras las escandalosas revelaciones del caso Willowbrook2.
Durante muchos años después de su despido, y tal como consta en el expediente del FBI que obtuvimos en virtud de la Ley de Libertad de Información, los agentes visitaban nuestra casa para ver si mi padre estaba dispuesto a cooperar y, presumiblemente, dar nombres para librarse de la «mancha del comunismo». A menudo recibía a estos jóvenes con una copia de Carta de Derechos de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, que les leía en voz alta. Les explicaba, de forma muy didáctica, el significado de esos derechos. Su comportamiento «inflexible» aparecía regularmente en los informes de los jóvenes agentes tras estas visitas que se prolongaron hasta mediados de la década de 1960.
En esa década de 1960, usted realizó sus estudios en la Universidad de Brandeis, donde tuvo profesores como el historiador Frank Manuel y donde, según ha escrito, llegó incluso a conocer a Herbert Marcuse. Luego, hizo sus estudios de maestría en la Universidad de Wisconsin, que era por entonces una casa de estudios muy politizada: allí se publicaba la famosa revista Studies on the Left, daba clases el historiador marxista William Appleman Williams y había constantes manifestaciones estudiantiles asociadas a la lucha contra la guerra de Vietnam y al combate en favor de los derechos civiles. ¿Cómo recuerda aquel período en Brandeis y en Wisconsin? ¿En qué medida fue forjando su camino como historiadora?
En cuanto a mi período en Brandeis, puedo decir que las conmovedoras conferencias de Frank Manuel me atrajeron hacia la historia y, más concretamente, al campo de la historia intelectual. Para ese entonces, yo ya me había aficionado a desmenuzar textos literarios en un curso de lengua y composición en la escuela secundaria, pero la idea de que se pudiera hacer lo mismo con textos históricos fue una revelación, y me pareció desafiante y emocionante. En aquella época, Brandeis era una ciudad verdaderamente explosiva: había protestas pacifistas y movilizaciones permanentes por los derechos civiles, lo que hizo que muchos de nosotros adoptáramos compromisos con esas causas. Recuerdo muy bien que, tras las sentadas contra la segregación racial en Greensboro, apoyamos el boicot a la casa de comidas Woolworth, que había rechazado que cuatro hombres negros comieran en el local. Todas aquellas cuestiones, y la política en términos más generales, eran una parte integral de la vida del campus universitario. Recuerdo que, durante alguna crisis política (alrededor de 1961 o 1962), el profesor Herbert Marcuse se acercó a mí y a mi compañera de habitación –que también era activista, igual que yo– y me dio 20 dólares. Y luego me dijo: «organiza algo».
Las cosas fueron igualmente fascinantes en Wisconsin, a dónde llegué en 1962 –luego partí a Francia en 1967 para hacer mi tesis con la que me doctoré en 1969–. Fue realmente increíble estar allí durante la década de 1960 porque la universidad estaba muy viva, tanto intelectual como políticamente. Ciertamente, William Appelman Williams era un gran modelo para hacer historia políticamente crítica e informada. También allí la universidad era un hervidero y las y los jóvenes nos implicábamos en política. Todos aquellos asuntos asociados a los derechos civiles y a las protestas contra la guerra de Vietnam tenían una profunda relevancia. De hecho, en 1963, en una de las tantas actividades contra la guerra, di un discurso en las escaleras del Memorial Union de la Universidad de Wisconsin y, afortunadamente, hay una foto de aquella jornada que fue publicada en la edición turca de mi libro La fantasía de la historia feminista.
A principios de la década de 1970, su carrera parecía encaminarse hacia el emergente campo de la historia social. Usted trabajaba sobre Paul Lafargue –el yerno de Marx que escribió El derecho a la pereza– y su director de tesis era Harvey Goldberg -el historiador socialista autor de una biografía de Jean Jaurès-. Finalmente, usted escribió un libro titulado The Glassworkers of Carmaux: French Craftsmen and Political Action in a Nineteenth-Century [Los vidrieros de Carmaux. Artesanos franceses y acción política en una ciudad del siglo XIX]. Después de haber leído su texto sobre el teatro socialista en Francia -publicado en el libro sobre simbolismo político dedicado a la memoria de George Mosse3– y su artículo sobre los municipios socialistas franceses -publicado en un libro editado por John Merriman4– queda claro que su época de historiadora social fue muy productiva. ¿Qué aspectos destaca de ese periodo? ¿Quiénes eran sus interlocutores, las personas con las que discutía sobre historia social?
Mi atracción por la historia social comenzó durante un seminario dirigido por el historiador intelectual estadounidense William R. Taylor y el historiador laboral británico J.F.C. Harrison, durante un año en el que Harvey Goldberg estaba de baja. Debo reconocer que, en verdad, fue un alivio no tener que hacer las tediosas biografías socialistas que Goldberg esperaba de nosotros. En aquel período me resultó realmente muy emocionante leer toda la nueva historia social que se estaba publicando –de hecho, leímos La formación de la clase obrera en Inglaterra de E.P. Thompson en 1963, el mismo año en que fue publicada– y tener la posibilidad de pensar nuevas líneas de trabajo histórico. Así que cuando Harvey Goldberg volvió de su licencia, le dije que quería hacer algún tipo de historia comunitaria o laboral y me sugirió que me enfocara en Carmaux, una ciudad minera y cristalera donde el socialista Jean Jaurès había sido elegido diputado. Aquel era el momento de los estudios sobre la comunidad y la clase obrera, y muchos de nosotros nos sentíamos atraídos por esas cuestiones por razones que eran, al mismo tiempo, intelectuales y políticas. Cuando llegué a Carmaux para hacer mi investigación, conocí a la historiadora Rolande Trempé, que estaba trabajando en su monumental tesis sobre los mineros5. Ella me guió generosamente hacia el mundo de los sopladores de botellas de vidrio y me condujo a archivos que yo nunca podría habría descubierto sin su ayuda y su apoyo. Así que, en este sentido, su influencia en mi tesis fue mucho mayor que la el propio Goldberg.
The Glassworkers of Carmaux se publicó en 1974, pero cuatro años más tarde apareció Women, Work, and Family [Mujeres, Trabajo y Familia], un libro que usted escribió con Louise Tilly. Me gustaría preguntarle no solo cómo conoció a Tilly, sino también qué tipo de espacios de discusión y debate la impulsaron hacia ese análisis inicial en el que las cuestiones de género se entrecruzaban con la historia social y laboral.
Yo había recibido una beca del Consejo de Investigación en Ciencias Sociales para realizar una investigación interdisciplinar y me habían asignado al sociólogo histórico Charles «Chuck» Tilly como tutor. Mientras lo visitaba para consultarle sobre mi tesis, conocí a Louise Tilly, su mujer, que estaba trabajando en una tesis sobre historia social italiana. Hicimos buenas migas y hablamos mucho de la presión que sentíamos por parte de los estudiantes para que hiciéramos historia de las mujeres. Era el momento del nacimiento del feminismo de la segunda ola y había una gran demanda por parte de los estudiantes para que nos ocupáramos de la experiencia de las mujeres: la «her-story» (historia de ellas), para complementar o incluso sustituir la historia masculinizada. También teníamos muchas colegas y amigas que se encontraban en una situación similar y que estaban, como nosotras, deseosas de dedicarse a estos nuevos campos de investigación. Fue un periodo de enorme entusiasmo y descubrimiento para los historiadores sociales y para las feministas: se abrían campos completamente nuevos que explorar. Louise y yo escribimos juntas tres artículos en los que sosteníamos que el trabajo a cambio de un salario no era, como querían afirmar algunas feministas, emancipador en sí mismo: la historia era mucho más compleja. Cuando terminamos el tercer artículo, Chuck dijo que creía había llegado el momento de escribir un libro, ¡y lo hicimos! Fue estupendo trabajar con Louise: tenía cuatro hijos (yo tengo dos) y siempre había interrupciones y crisis familiares con las que lidiar. Pero, a pesar de ello, investigamos mucho y escribimos el libro, que tuvo una importante repercusión en los estudios sobre (como decía el título) la mujer, el trabajo y la familia.
La década de 1980 parece haber sido la de un cambio más profundo. De un modo u otro, usted fue alejándose del canon de la historia social y avanzando en una nueva perspectiva que hizo cada vez más eje en el género y en el papel del lenguaje. ¿En qué medida ese deslizamiento a nuevos terrenos se vinculó con su entrada en la Universidad de Brown, donde, por cierto, fundó, junto a otras colegas el Pembroke Center for Teaching and Research on Women [Centro Pembroke de Enseñanza e Investigación sobre la Mujer]?
Cuando llegué a la Universidad de Brown en 1980 conocí a un grupo maravilloso de feministas. La mayoría de ellas eran expertas en literatura que trabajaban con abordajes de la teoría posestructuralista y psicoanalítica con las que yo, por ese entonces, no estaba tan familiarizada. Al principio me sentí algo intrigada e intimidada, pero pronto me di cuenta de que la «teoría» me permitía plantear cuestiones sobre el género y la discriminación de género que iban más allá del tipo de investigación sobre la experiencia histórica de las mujeres que yo había estado haciendo hasta entonces. En Brown conocí, entre otras muchas otras colegas feministas, a Elizabeth Weed, cuyo pensamiento crítico me proporcionó un modelo diferente al que yo estaba acostumbrada. Ambas fundamos el Centro Pembroke de Enseñanza e Investigación sobre la Mujer en 1981, que sigue existiendo hasta el día de hoy y tiene el que probablemente sea el único programa feminista en Estados Unidos con un enfoque basado en la teoría. El Centro Pembroke era, de hecho, el punto de encuentro del trabajo postestructuralista feminista en el campus universitario. Su seminario incluía a profesores, estudiantes de posgrado y becarios externos que, cada año y, en conjunto, abordaban diferentes temas. Le diría que fue allí donde aprendí a pensar en la «diferencia» –y no solo en la diferencia sexual– como una herramienta analítica para reflexionar sobre la historia, así como sobre la cultura y la política contemporáneas.
Los enfoques filosóficos y psicológicos, así como la teoría del discurso y la crítica literaria, parecen cruciales en su obra. Los nombres de Michel Foucault, Jaques Derrida, Sigmund Freud, Jacques Lacan, Michel de Certeau, pero también los de Hélène Cixous y Luce Irigaray forman parte de un repertorio de ideas que sin duda impregnan su obra. ¿Hasta qué punto la lectura de autoras y autores de lo que se ha dado en llamar posestructuralismo empezó a cambiar sus perspectivas sobre la historia? ¿Qué papel cree que desempeña la teoría a la hora de hacer historia?
Para mí, el posestructuralismo significó una apuesta que me llevó a prestar atención a procesos distintos a los que había abordado anteriormente. Significó darle valor e importancia al lenguaje, a las cuestiones asociadas a la representación, a los procesos inconscientes sobre los que nunca antes había reflexionado. El posestructuralismo hizo que, en lugar de preguntarme por qué suceden las cosas, me pregunte mucho más a menudo cómo suceden las cosas. Y, en cuanto al lenguaje, dirigió mi atención a otros sitios. En lugar de tomar al lenguaje al pie de la letra, como algo dado, me pregunto cómo funciona, cuáles son sus efectos. Mis preguntas pasaron a ser, a partir de esas reflexiones: «¿cómo se produce la diferencia (sexual, racial)?», «¿cómo funciona el poder?». Ciertamente, en cuanto a la historia, Foucault ha sido, muy probablemente, la influencia más importante para mí. A partir de su obra, dejé de asumir la idea de una continuidad lineal, la idea de un «camino de la historia», y comencé, en cambio, a preguntarme cómo y de qué formas el poder construye relaciones. Este tipo de lectura y de abordaje hizo que comenzara a pensar que, como historiadora, no estoy representando ni evidenciando hechos, sino produciendo conocimiento a través de mis lecturas e interpretaciones.
Al apartarse del ámbito de la historia social y promover una perspectiva en la que la categoría de género ocupaba un lugar central -no simplemente añadiendo mujeres, sino modificando el marco metodológico del análisis histórico-, usted escribió una serie de agudos textos en los que discutía ideas de algunos de los «grandes nombres» de la disciplina. Uno de ellos fue Las mujeres en la formación de la clase obrera, en el que analizaba la representación de las mujeres (como Johanna Southcott y Mary Wollstonecraft) en la obra de E.P. Thompson. Me gustaría preguntarle si el punto central del debate con Thompson era que él asumía la clase como una entidad real y concreta, en lugar de como una formulación discursiva con las características de un lenguaje basado en la diferencia sexual.
Puede que yo no lo hubiera expresado exactamente de ese modo, pero creo que usted tiene razón. E.P Thompson estaba claramente interesado en la compleja forma en la que se construía la clase, y no la veía, como él mismo afirmaba, como un simple reflejo de las relaciones materiales de producción, sino también como algo formado en los procesos culturales. Creo que, sin lugar a dudas, Thompson le prestó mucha atención a las formas en que el lenguaje articulaba la cultura, pero no pensó en las formas en que sus operaciones de diferencia (la diferencia sexual entre ellas) figuraban en la historia que quería contar. Mientras que la suya era una variante del marxismo, mi lectura de su obra se basaba en las teorías postestructurales del lenguaje.
En aquella época, usted sostuvo un debate con la idea de que lo que se necesitaba era, meramente, la construcción de una «her-story, una historia de las mujeres que volviera a mostrar a aquellas «mujeres ocultadas por la historia». Quienes apostaban por ese modelo afirmaban que hacerlas visibles implicaba, de por sí, desafiar los parámetros con los que se ejercía la disciplina histórica. Pero usted parecía ir más allá, en tanto planteaba que el desafío era más el de la deconstrucción de las categorías de «hombre» y «mujer» y el de discutir las operaciones de clasificación que el de escribir una historia alternativa. ¿Hasta qué punto estos proyectos podían ser complementarios y en qué términos diferían? ¿Cree que han sido útiles desde el punto de vista de la disciplina histórica o que, en algunos casos, podrían conducir a una reproducción de las categorías que se pretendía discutir?
Creo que hacer visibles a las mujeres en la historia ha sido y sigue siendo un esfuerzo importante. Pero nunca me ha parecido suficiente para explorar la persistencia de la discriminación basada en supuestas diferencias naturales de sexo. Para ello necesitábamos pensar psicoanalíticamente, hacer algo más que describir a esas mujeres antaño invisibles. Necesitábamos explicar su invisibilidad en términos que fuesen más allá de atribuir la desigualdad a los prejuicios masculinos o al «patriarcado», aunque no cabe duda de que estaban en juego. Creo que esas «historias de ellas» que aceptan la diferencia sexual como explicación de la desigualdad tienden a reproducir los estereotipos (e incluso a esencializarlos) de un modo que no es útil para reflexionar sobre cómo se construyen las identidades femeninas y cómo cambian.
En 1986 usted publicó «El género: una categoría útil para el análisis histórico», un artículo que luego fue incluido en su libro Género e Historia en el que argumentaba que el género no solo constituye una de las formas en que se articulan las relaciones de poder, sino que, al igual que «la política construye el género, el género construye la política». Dado que le han preguntado sobre este artículo cientos de veces, así que me gustaría preguntarte si, al escribir su libro Las mujeres y los derechos del hombre -donde demostraba cómo los derechos de ciudadanía eran marcadores de masculinidad, mientras que la religión o el ejercicio reproductivo eran marcadores de feminidad- intentaba aplicar el método que proponía para pensar el género en ese artículo.
Ciertamente, en Las mujeres y los derechos del hombre retomé aquella frase basada en la idea de que «la política construye el género, el género construye la política» e intenté trabajar a partir de ella para analizar el modo en que la teoría política republicana atrapó a las feministas en un dilema imposible: querían apelar a normas universales de igualdad que presumían un individuo abstracto como unidad de ciudadanía, pero, dado que el individuo abstracto se figuraba como masculino/macho, tenían que declarar su diferencia para negar su relevancia. Pero exigir la igualdad en nombre de la diferencia las excluía de la inclusión en lo universal. La política de esta teoría política se basaba en una construcción naturalizada del género; la apelación a una diferencia sexual naturalizada legitimaba lo que de otro modo se consideraría una práctica excluyente de la política.
La elección de aquellas feministas francesas del siglo XIX –Olympe de Gouges, Jeanne Deroin, Hubertine Auclert y Madeleine Pelletier– se vinculó al hecho de que las historiadoras de la mujer de la corriente dominante las habían etiquetado como feministas de la diferencia o de la igualdad. Mi objetivo en el libro era, justamente, el de deconstruir el binarismo igualdad/diferencia y explicar su existencia de otras formas. Y fue allí donde apelé a la idea de la política como constructora del género y del género como constructor de la política. Se podría decir que el libro es un ejemplo de lo que teoricé en el artículo «El eco de la fantasía», ofreciendo una genealogía alternativa a la estándar para la historia de las mujeres.
Quisiera preguntarle por su último libro, Sobre el juicio de la historia6, en el que examina las formas en las que no solo se ha juzgado a ciertos individuos y se ha reparado en ciertas víctimas, sino también cómo se ha expresado un juicio particular sobre la historia y el pasado. ¿Cómo definiría, en términos generales, la idea de un juicio de la historia? ¿Por qué cree que se reitera continuamente durante la modernidad?
La idea de un juicio de la historia es un cliché porque se afirma en la idea de que hay una verdad moral sobre las acciones actuales que se revelará o aceptará en el futuro. Aunque los «malos» prevalezcan en la política actual, los «buenos» serán redimidos en el futuro. Es una especie de versión secular del «día del juicio» religioso, en el que se saldarán todas las cuentas y se revelará la verdad. En su versión laica, este paradigma se apoya en la idea de la Historia como progreso. El comentario atribuido a Martin Luther King, pero pronunciado originalmente por un abolicionista negro del siglo XIX, según el cual «el arco del universo es largo, pero se curva hacia la justicia» ejemplifica perfectamente esta perspectiva. La historia de la modernidad (la Historia) se concibe en términos de avance, como el telos del progreso lineal, por lo que no es de extrañar que «el juicio de la Historia» se haya convertido en una de esas creencias no examinadas.
Usted comienza su libro comentando que cuando se produjo la movilización de los supremacistas blancos en Charlottesville en 2017, una amiga trató de consolarla diciéndole que esos individuos serían condenados en última instancia por el «juicio de la historia». Pero usted escribió un libro para mostrar que, efectivamente, no hay ningún consuelo histórico. ¿Por qué eligió tres casos tan diferentes para reflexionar sobre este fenómeno? ¿En qué medida esta forma de ver el futuro como un espacio de redención implica un tipo de relación entre lo religioso y lo secular dentro de la modernidad?
Honestamente, no creo que la historia nos ofrezca ningún consuelo y debo decirle que la teleología del progreso no tiene ya ningún sentido para mí. Escribí el libro para refutar eso, para decir que la idea del juicio de la Historia es siempre política, que siempre suprime o deja algo de lado. En definitiva, pretendía afirmar que esa no es una forma útil de pensar la Historia. Los tres casos que elegí para trabajar en el libro –el del Tribunal de Nuremberg, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica y el movimiento por la reparación de la esclavitud en Estados Unidos– me parecían diferentes ejemplos en los que podía verse el uso de esa idea de un juicio de la historia. Así que, a partir de ellos, desarrollé un enfoque crítico que tenía como pilar fundamental cuestionar la eficacia de esa idea. Por otra parte, creo que efectivamente existen existen nociones de redención, retribución, reconciliación y reparación que tienen claras influencias religiosas. Pero, a fin de cuentas, no sé qué puede decirnos realmente eso, más allá de que las ideas seculares de progreso han tomado prestados conceptos provenientes de tradiciones teológicas más antiguas.
Permítame hacerle una pregunta final. Ha escrito un libro sobre la idea del «juicio de la historia» pero todo su trabajo historiográfico ha pensado en términos mucho más modestos, no solo que los de la «teleología histórica», sino también de aquellos que han pensado en términos de categorías fijas. En un hermoso texto que dedicó a Natalie Zemon Davis titulado Storytelling, usted escribió que «las historias de Davis nos enseñan a leer el pasado y el presente no en términos de igualdad o diferencia irreconciliable, sino como instancias tanto de la dificultad como de la posibilidad de la comunicación humana. Nos descentran no solo al presentarnos a personas que de otro modo no habríamos conocido, sino también las diferencias dentro de nosotros mismos y entre nosotros». ¿Necesitamos, entonces, una historia que investigue críticamente las categorías y conceptos con los que evaluamos el pasado? ¿El reto es el de construir una historia más interrogativa, que se pregunte por lo que pudo haber sido y no fue, para evitar la idea de un curso inevitable de la historia?
Creo que necesitamos de eso que se ha dado en llamar «historia crítica», es decir, la que investiga críticamente las categorías y los conceptos que el presente utiliza para producir conocimiento sobre el pasado. Es la «historia del presente» de Foucault, aquella que, de hecho, me inspiró a mí y a otros colegas a fundar una revista bajo ese mismo nombre. Esa historia es exactamente lo contrario del «presentismo» tan criticado hoy en día por los historiadores convencionales. Creo que de lo que se trata es de interrogar los conceptos del presente para preguntarse qué función han cumplido y cumplen, no solo para configurar determinadas representaciones del pasado, sino también para construir ideas asociadas a la «inevitabilidad del presente». Creo que, en este marco, uno de los conceptos a interrogar es el de la propia historia, la historia que asume una narrativa singular (pasado, presente, futuro), la historia a la que Walter Benjamin se refería como «tiempo vacío homogéneo». ¿Qué tipo de presente legitima esa historia? ¿Y si pensáramos en términos de trayectorias alternativas o de temporalidades plurales, tal como nos han enseñado muchos historiadores del Sur Global? ¿Y si reflexionáramos sobre las luchas por el poder con legados poderosos para poder abordar de otro modo el presente? ¿Y si buscáramos ahora rastros de esas alternativas pasadas? La historia crítica crea la posibilidad de pensar el pasado y el presente de forma diferente, y abre así un camino hacia futuros antes inimaginados e inimaginables.
Notas
1. Le agradezco a Julieta Bugacoff por la recomendación.
2. El escándalo de la Escuela de Willowbrook, que alojaba a niños neurodivergentes, tuvo lugar a mediados de la década de 1960, cuando se descubrió que a muchos menores se les inoculaba el virus de la hepatitis para luego monitorear los efectos de la gammaglobulina para combatir la enfermedad.
3. Political Symbolism in Modern Europe: Essays in Honour of George L.Mosse, Transaction Books, New Brunswick, 1982
4. French Cities in the Nineteenth Century , Holmes &. Meier, New York, 1981.
5. Les Mineurs de Carmaux, 1848-1914, Les Éditions Ouvrières, Paris, 1971.
6. Alianza Editorial, Madrid, 2022.
Fuente: Nueva Sociedad julio de 2024
Portada: Reproducción del mural feminista La unión hace la fuerza, pintado en 2018 por el colectivo Unlogic Crew en el Polideportivo del Barrio de la Concepción, en el distrito de Ciudad Lineal (Madrid), y vandalizado el 8 de marzo de 2021 (foto: Pablo Blázquez Domínguez/Getty Images)
Ilustraciones: Nueva Sociedad
Artículos relacionados