Quizá con un punto de exageración el libro que presentamos imagina la Viena de finales del siglo XIX hasta los años treinta del XX como capital cultural del planeta. Es la sede de una amplia y diversa pléyade artística y cultural, cuna de la modernidad en las artes plásticas, la arquitectura, la literatura, la música, las ciencias, el teatro y, por qué no decirlo, el hedonismo de la vida nocturna. Es también el centro de un poderoso movimiento socialista que gobernará la ciudad, “Viena la roja”, en los años de entreguerras y dará teóricos anticapitalistas del fuste de Rudolf Hilferding y Karl Polanyi. Pero esa es una cara de la moneda. A la vez, Viena es el nido de la infamia, del antisemitismo y del nacionalismo agresivo que llevarán al Anschluss, a la guerra y a la Shoah. Algo relacionado sin duda con la ascendencia judía de buena parte de los intelectuales y artistas de la época.
Conversación sobre la historia
Richard Cockett
Introducción
¿Por qué Viena?
Sostener que una capital europea situada a orillas del Danubio prendió la chispa de la mayoría de la vida intelectual y cultural del siglo XX puede sonar extravagante hasta lo absurdo, y, sin embargo, es esa la llama que ilumina todo este libro.
A los estudiantes, políticos y pensadores que tienen la impresión de que deben estudiar la ascensión al poder de los Estados Unidos en dicho siglo como condición para entender la historia moderna del planeta, me atrevería a decirles que deberían reservar parte de sus energías para Viena; al menos, para la versión dinámica, radical y extraordinaria de la ciudad que acabó aplastada por el triunfo del fascismo en la década de 1930.
Es habitual abordar la historia del Occidente de posguerra con la lente de la ≪americanización≫ que experimentaron la cultura y la política europeas a medida que el principal vencedor de la Segunda Guerra Mundial ejercía el ascendiente y el poderío (el ≪poder blando≫ y el ≪poder duro≫) que acababa de consolidar. Este libro, en cambio, defiende una nueva perspectiva a la hora de estudiar las corrientes del influjo transatlántico, pues, a menudo, los estadounidenses no hicieron sino devolver recicladas a los europeos ideas que habían tenido su origen en Europa y los vieneses fueron los contribuidores más llamativos de aquel viaje intelectual de ida y vuelta. Escritores y académicos apenas han empezado a explorar este aspecto de la creación de una ≪comunidad atlántica≫. Lo que el periodista Henry Luce denominó en 1941 el Siglo Americano no fue, ni por asomo, la vía de sentido único que con tanta frecuencia nos presentan.
Lo cierto es que nadie que haya observado de cerca este hecho podrá poner en duda la realidad de la influencia vienesa a lo largo y ancho de un abanico sorprendentemente amplio de producción intelectual y cultural, que abarca desde la fisión nuclear hasta los centros comerciales, desde el psicoanálisis hasta la cocina integral. Se trata, claro, de una simple cuestión de grado. Si otros estudiosos han explorado elementos selectos del fenómeno, mi libro pretende presentar por primera vez una crónica del marcado efecto que produjo la capital austriaca en Occidente en toda la amplitud de la actividad humana. Asimismo, vale la pena recordar que la presente exposición gira en torno a como dio forma al mundo moderno una ciudad, no un país ni un imperio; es más: ni siquiera estamos hablando de un municipio particularmente grande, pues todavía es posible cruzar su principal barrio cultural (el primer distrito o Innere Stadt) en media hora con paso enérgico.
Contar la historia de los hombres y las mujeres de talento extraordinario que coincidieron en Viena también nos lleva directamente a la raíz de un buen número de cuestiones mundiales de nuestro tiempo; porque, además de brindarnos a algunas de las personas e ideas más progresistas y humanas de la época, la ciudad se destaca por haber engendrado algunas de las patologías más perniciosas y destructivas de la historia moderna: el nazismo, el antisemitismo organizado y el etnonacionalismo extremo. Al final, Viena se desmoronó bajo el peso de sus propias contradicciones, y en este libro se siguen ambos talantes: el constructivo y el destructivo. Estas son las contradicciones esenciales de nuestro tiempo. Para entender las trayectorias de las sociedades y la política contemporáneas, en particular en Occidente, debemos comprender primero cómo y dónde nacieron muchas de ellas: en Viena.
La base de la innovación
El texto que subrayo por vez primera el carácter excepcional de Viena en el terreno de las ideas fue Viena «fin-de-siècle»: política y cultura, del historiador de Princeton Carl Schorske, publicado en 1980. Este volumen, elegante y persuasivo, es lectura fundamental para quienes estén interesados en Viena y la historia de las ideas, y una fuente de inspiración para que escritores, artistas y académicos analicen el asunto con mayor detalle.
Mi investigación explora, sin llegar a responderlas del todo, muchas de las cuestiones que suscita Schorske sobre la amplitud colosal de la influencia vienesa. Como el titulo da a entender, el se centró por completo en un fin de siglo que ahora conocemos bien, la rutilante metrópoli de Sigmund Freud, Alfred Adler, Gustav Mahler, Alfred Loos, Arthur Schnitzler, Robert Musil y Gustav Klimt, que ha servido de escenario a tantas obras de teatro, memorias y películas (de forma muy reciente, Leopoldstadt de Tom Stoppard). En cambio, como han hecho antes otros, yo he ampliado de forma considerable el encuadre histórico. En mi opinión, es imposible argüir en favor de la primacía de Viena si no se sitúa este capítulo de la historia de la ciudad en el contexto del menos conocido, pero no por ello menos transformador, período de entreguerras. Esos fueron los anos de la llamada Viena Roja, cuando el ayuntamiento se embarcó en un experimento democrático radical y muy ambicioso que cabría considerar el primero de su clase en la evolución humana.
La adopción de esta visión sinóptica, como sostenía el historiador Edward Timms, ≪otorga un peso mucho mayor al argumento que presenta a la ciudad como una base para la innovación… al combinar las convulsiones creativas del Imperio de los Habsburgo en decadencia con la dinámica ideológica de los años de entreguerras≫. En todos los aspectos, nos recuerda Timms, ≪se dio una dramática radicalización≫ tras la Primera Guerra Mundial. Ahí subyace la verdadera clave de la influencia de Viena sobre la cultura y las ideas de Occidente, para bien o para mal.
Además, he intentado apartar a Viena del asfixiante abrazo de los ≪estudios germánicos≫. Ocurre con demasiada frecuencia que la contribución ≪austríaca≫ a la historia de las ideas del siglo xx queda incluida en las historias y los estudios de las diásporas ≪germanohablantes≫ y las comunidades de emigrados. Este tipo de clasificación genérica, sin embargo, hace un flaco favor a Viena, ya que el panorama mental de la ciudad era radicalmente distinto del de Alemania en varios aspectos. De hecho, en cierto grado nada desdeñable, Viena se definía a sí misma en oposición a la historia intelectual e ilustrada de Alemania, y ese es uno de los motivos por los que sus ciudadanos desplegaron semejante eficacia en Occidente. En particular durante la Guerra Fría, por ejemplo, revistieron una importancia crítica a la hora de brindar el nuevo léxico político que, a la postre, permitió al mundo occidental triunfar sobre el totalitarismo tanto de derecha como de izquierda.
¿Quién es vienés?
Dado que el alcance de este libro depende en gran medida de la definición de ≪vienés≫ que he decidido usar en sus páginas, se hace necesaria una breve explicación al respecto. La ciudad, por supuesto, era en términos prosaicos una entidad espacial y geográfica contenida dentro de unos confines administrativos que cambiaron con el tiempo. Aun así, como sostengo en el capítulo 1, Viena era también una creación cultural e intelectual en sí misma y por sí misma.
El detalle más evidente que lo distinguía de otras grandes capitales era que estaba compuesta en gran medida por inmigrantes, a menudo llegados de los puntos más alejados del Imperio austrohúngaro, que se instalaron en la comunidad intelectual más dinámica y quizá más tolerante del planeta para aportar su contribución y beneficiarse de ella. Así se definían siempre los vieneses que pueblan estas páginas, absteniéndose de cualquier otra etiqueta etnonacional, religiosa o sexual que, a veces bienintencionadamente, les imponían otros. La ≪cultura≫ austríaca, por contraste, era harina de otro costal, según se pondrá de manifiesto.
Puede ser que, en la devaluación que impera hoy en el mundo de las ideas, estos vieneses recibieran el apelativo burlón de ≪gentes de ninguna parte≫; pero ellos se veían, apasionadamente y sin reservas, como ≪gentes de alguna parte≫, y esa parte no era otra que Viena. Ese es uno de los motivos por los que esa Viena, la de El mundo de ayer de Stefan Zweig, sigue encendiendo la imaginación. De hecho, debería entusiasmar a quienes creen en una cultura europea que se extiende desde Dublín hasta Kiev, con independencia de que deba o no quedar consagrada en las instituciones políticas de la Unión Europea. Criarse, formarse y trabajar en Viena significaba participar en un entorno particular, único, abierto y cosmopolita, por más que para algunos fuese anatema.
Por lo dicho, los objetivos de este libro me han llevado a incluir como vieneses a todos los que recibieron su formación en la ciudad y contribuyeron a sus logros intelectuales, aun cuando no hubiesen nacido allí. Así, por ejemplo, les he dedicado una atención considerable a Charlotte Buhler y a Ernst Mach a pesar de que la primera nació en Berlín y el segundo pasó una porción nada despreciable de su carrera profesional en Praga. Con todo, ambos dejaron una huella de relieve en varias generaciones de vieneses. Del mismo modo, cuento como ciudadanos de Viena a muchos de los integrantes de la llamada ≪gran generación≫, nacidos en muchos casos en Budapest, pero tan familiarizados con la capital del imperio como con su patria chica. En una época en la que no eran necesarios los pasaportes, pensadores, científicos y escritores de la talla de Karl Polanyi, John von Neumann y Abraham Wald se trasladaban a voluntad entre Budapest y Viena para colaborar con los vieneses, cuando no hacían de la capital austríaca su hogar.
Tampoco creo que sea necesario adscribir estas figuras exclusivamente a Viena, pues tal era la interconexión de la cultura centroeuropea de la época que, muchas veces, eran varias las ciudades que podían atribuírselas como suyas. De igual modo, su propia formación intelectual debía mucho, con frecuencia, a varias de ellas. Directores de Hollywood como Billy Wilder o Fritz Lang, por ejemplo, debían tanto al Berlín de la República de Weimar como a Viena, pero los incluyo aquí por haber nacido y haberse formado en esta última. Lang luchó con devoción por el Imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial.
Por último, ya que me centro sobre todo en la influencia mundial de Viena, me he ceñido a aquellos vieneses cuya vida y obra tuvieron resonancia más allá de la ciudad. Hubo otros —como, por ejemplo, el escritor satírico Karl Kraus— que brillaron con destacado fulgor en la Viena de su tiempo sin tener, en cambio, un ascendiente discernible destacado fuera de ella. La de estas páginas no es su historia. Como espero que entienda el lector, hubo suficientes vieneses cuya trayectoria se hizo notar al otro lado de los confines de la capital austríaca para circunscribir a sus logros el contenido de este libro.
La obra se divide en tres partes. En la primera se describe la creación de Viena como ciudad de las ideas desde su edad dorada hasta la Primera Guerra Mundial. La segunda aborda la notable huella de la Viena Roja y su destrucción última por la variante austríaca del fascismo, que precedió a la entrada de los nazis. Por último, la tercera parte analiza la influencia que tuvieron los emigrantes y exiliados vieneses en el extranjero, en particular en los Estados Unidos y el Reino Unido, pero también en el resto del mundo, hacia finales del siglo XX. […]
La visión se desgasta: Polanyi entra en escena
En el competitivo mercado mundial de las ideas, por expresarlo a la manera de la escuela austríaca, el ascendiente de la rama vienesa del neoliberalismo se prolongó desde mediados de los setenta hasta 2010 aproximadamente. Hablo de ≪ascendiente≫ y no de ≪predominio≫ ni de ≪hegemonía≫ con conocimiento de causa, ya que los políticos y los burócratas financieros internacionales que pusieron en práctica el neoliberalismo jamás llegaron a lograr tanto como a menudo se les atribuye. Tómese como ejemplo el comercio mundial, marcador clave del federalismo económico. La Ronda de Uruguay de 1994 supuso un triunfo, pero también resultó ser el último acuerdo de comercio multilateral semejante bajo la égida de la Organización Mundial del Comercio reformada. Los seguidores de Thatcher y de Reagan hicieron, cierto es, avances modestos en lo que respecta al tamaño de los presupuestos y la burocracia gubernamentales. Sin embargo, no deberían sobrevalorarse. En el Reino Unido, al menos, la proporción del PIB correspondiente al gasto público (pandemias aparte) sigue girando en torno al 40 %, poco más que cuando Thatcher dejó el puesto de primera ministra.
Aun así, el neoliberalismo también logro beneficios importantes. Tanto en las islas británicas como en Estados Unidos, y posteriormente en el resto del planeta, se liberalizaron sectores importantes de la economía como los servicios financieros. En el Reino Unido sobre todo, se privatizaron industrias y se restringió el poder de los sindicatos. A la postre, tal como señala el politólogo Gary Gerstle, uno de los síntomas del éxito político de una ideología es el momento en que ≪el partido de la oposición se ve en la coyuntura de tener que aceptar ideas a las que antes se oponía≫. Y, en el caso británico, el nuevo laborismo de Tony Blair acabó por aceptar la mayoría de las reformas económicas de la señora Thatcher después de llegar al poder en 1997, mientras que, en Estados Unidos, los ≪demócratas condescendientes≫ de Bill Clinton abrazaron la mayoría de las reformas de Reagan y se sumaron al libre mercado al ratificar, por ejemplo, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que entró en vigor en 1994.
Visto en retrospectiva, es evidente que el punto culminante del sistema moderno de libre comercio mundial se dio en 2008, cuando el comercio internacional total alcanzó cotas máximas en vísperas del desplome financiero y la subsiguiente recesión de 2008 y 2009. Estos sucesos sacudieron, más que cualquier otra cosa, la fe del público en los fundamentos de dicho sistema, como había ocurrido con el crac de 1929 en tiempos de Hayek y Mises. En la derecha, igual que en el período de entreguerras, el desmoronamiento casi total del sistema bancario internacional provocó otra oleada de nacionalismo económico encabezada por una nueva legión de populistas como Donald Trump en Estados Unidos, Boris Johnson en el Reino Unido, Jair Bolsonaro en Brasil y Viktor Orbán en Hungría. Y en Rusia, sin duda, la crisis envalentonó a Vladímir Putin.
Trump, en particular, repudiaba el orden neoliberal, al que achacaba la relativa decadencia económica de Estados Unidos frente a países como China. El resultado ha sido una ruptura generalizada de los lazos económicos y mercantiles, ilustrada por la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la guerra comercial que declaró Trump a China. El Brexit representó otra insurrección contra el neoliberalismo. Y, aunque no puede decirse de una forma categórica que la globalización haya llegado a su fin, lo cierto es que se encuentra sometida a una presión tremenda.
En la izquierda, las crisis de nuestro tiempo han propiciado una notable revalorización de Karl Polanyi, el viejo compañero de debates de Mises y Otto Neurath en Viena. La gran transformación se había visto obviada casi por completo poco después de su primera publicación, pero, tras su traducción al alemán en 1977, logro atraer la atención de nuevos lectores en Europa y más allá. Para el público de los ochenta, parecía ofrecer la economía alternativa que le había faltado a la izquierda desde la muerte de la economía dirigida. Andreas Novy, autor contemporáneo de Polanyi, lo considera, por encima de todo, un ≪economista moral≫ que profesaba una gran aversión al materialismo y al consumo de masas. En consecuencia, desdeñaba la clase de capitalismo del bienestar keynesiano que predominaba en la década de 1950 (cuando él vivía) tanto como habría abominado la resurrección capitalista del libre mercado de los ochenta y los noventa, caracterizada, según sus críticos, por el triunfo de la avaricia y el egoísmo.
Polanyi ofrecía una alternativa clara, el ≪horizonte ético de una sociedad posterior a la de mercado≫, según argumenta Novy. Con cada caída sucesiva de la bolsa y cada crisis financiera, desde el lunes negro de 1987 hasta la burbuja de las puntocoms de 2000 y —la más devastadora de todas— la gran crisis de las hipotecas basura de 2007-2009, ha ido ganando en poder de persuasión el argumento central de Polanyi respecto de la desincrustación del capitalismo de mercado. Cada una de estas depresiones se debió a la euforia irracional engendrada en el seno del sistema financiero capitalista y dejó a millones sin trabajo en la economía real de tiendas de ultramarinos y operarios de fábricas de automóviles. Todos ellos daban la impresión de ser víctimas de las malas decisiones tomadas por otros que trataban de maximizar sus propios beneficios. El mercado autorregulado, como había predicho Polanyi, dista mucho de serlo.
Además, a medida que, desde principios de la década de 2000, han ido adquiriendo una mayor importancia en la agenda política de los diversos partidos las preocupaciones relativas a la degradación medioambiental y el calentamiento del planeta, se ha vuelto más acuciante el análisis original de la mercantilización de la tierra. Su insistencia precoz en que la tierra —la naturaleza— no era un bien comerciable, como tampoco lo era la mano de obra —las personas—, adquirió una relevancia renovada. En el sistema polanyiano, una economía incrustada protegería tales activos de toda clase de compraventa o explotación. Es fácil ver, pues, por qué se le ha otorgado la consideración de fundador de la economía medioambiental o, de hecho, de la ≪economía heterodoxa≫, disciplinas en las que hoy abundan sus conceptos y su terminología.
Muchos economistas y pensadores contemporáneos conciben los asuntos medioambientales a través de un cristal estrictamente polanyiano. Valga como ejemplo este texto reciente sobre su relevancia en el debate sobre el cambio climático escrito por tres académicos para la revista New Political Economy:
La creciente mercantilización de la naturaleza ha acelerado el cambio climático. Se han extraído cada vez más clases de combustibles fósiles y en cantidades cada vez mayores para tasarlos, venderlos en los mercados y, a continuación, quemarlos. Como las condiciones naturales de producción, los combustibles fósiles constituyen un ejemplo de lo que Polanyi… llama ≪mercancía ficticia≫. No se han creado para ser vendidos ni comprados en el mercado, sino que han existido durante miles de años bajo tierra, formando parte de la tierra o la naturaleza… Al incorporar mercancías ficticias a los sistemas de mercado sin las medidas de protección pertinentes, corremos el riesgo, afirma Polanyi, de destruir las dimensiones sociales y naturales de nuestro mundo.
Fue esta doble campaña de Polanyi, contra el mercado y en defensa del medio ambiente, lo que lo ha vuelto tan relevante hoy. El vienés ha tenido una importancia decisiva en ≪el giro al verde de los rojos≫, el espectacular cambio político del que ha sido testigo Europa, y sobre todo Alemania, en las dos últimas décadas. Tal cosa, sin embargo, ha llevado a muchos a señalar erróneamente al capitalismo y los mercados como únicas fuentes de daño medioambiental, lo que supone obviar las espantosas consecuencias ecológicas de la atropellada industrialización que propiciaron los sistemas económicos dirigidos del bloque oriental desde la década de 1950 hasta la de 1980 sin ninguna presión democrática o de mercado que la limitase.
De cualquier modo, han proliferado en todo el mundo sociedades, encuentros e institutos que llevan el nombre de Polanyi y de cuya organización se encarga a menudo su hija, Kari Polanyi Levitt, economista del desarrollo. Como una imitación desleída del movimiento intelectual de derecha de Hayek, el de izquierda de Polanyi se ha filtrado en el discurso público contrario al neoliberalismo. El economista Joseph Stiglitz ha manifestado su deseo de ≪una próxima gran transformación≫ en un guiño explícito a Polanyi. Hasta el Foro Económico Mundial bautizó la edición de Davos de 2020 como ≪La gran transformación: nuevos modelos para hacer frente a viejos retos≫, lo que representa un signo claro de que Polanyi se ha unido ya a la corriente convencional.
Los herederos, defensores y portavoces de Polanyi también se las han compuesto para influir en el pensamiento político tanto de Estados Unidos como del Reino Unido. En el primero, Bernie Sanders se ha erigido en transmisor de buena parte de sus postulados, igual que Jeremy Corbyn, dirigente del Partido Laborista de 2015 a 2020, en las islas británicas, si bien es difícil precisar si alguno de los dos ha llegado a leer al vienés. Lo que resulta evidente, no obstante, es que ambos lograron entusiasmar y motivar a una nueva generación de activistas con la política radical de Polanyi. Corbyn estuvo sorprendentemente cerca de ganar los comicios generales en 2017, mientras que Sanders quedó el segundo, por detrás de Joe Biden, en las primarias presidenciales del Partido Demócrata de 2020 al hacerse con poco menos de diez mil votos, el 26 %, lo que lo colocó muy por delante de los rivales que lo seguían más de cerca. Ambos fueron resultados sobresalientes en el caso de candidatos muy progresistas de izquierda.
Si no obtuvieron un éxito aun mayor fue precisamente, en gran medida, por los antiguos oponentes vieneses de Polanyi. Por tanto, los debates sobre el modo óptimo de organizar la vida económica que comenzaron en 1920 en una revista académica poco conocida siguen resonando en nuestro siglo, por más que la mayoría haya olvidado hace mucho cuál fue su origen.
Índice de la obra
Primera Parte: Una educación vienesa: lo racional y lo antirracional
- La formación de un vienés: criarse en el liberalismo
- La Viena Negra y el nacimiento del populismo político
Segunda Parte: El auge y la caída de la Viena Roja
- El nuevo humano
- Pensamiento nuevo para una nueva era: el nacimiento de la economía del conocimiento
- La musa ha dicho sanseacabó: feminismo y socialismo
- Guerra a la ciencia y fin de Viena
Tercera Parte: Emigrantes y exiliados
- ¡Despierta, gigante adormecido! Los vieneses descubren América
- El desbarajuste como bálsamo: los vieneses en tierras británicas
- La reinvención del mundo: sociedad abierta y labores civiles en tiempo de guerra
- Sexo, compras y soberanía del consumidor
- Apoteosis vienesa: la ascensión de la escuela austríaca
Conclusión: la política del genio contra el imperio del racionalismo crítico
Fuente: páginas 13-18, 474-479 y 573-574 del libro de Richard Cockett Viena: la ciudad de las ideas que creó el mundo moderno, Barcelona, Pasado & Presente, 2024, traducción de David León Gómez.
Portada: Franzensring (parte de la Ringstrasse) hacia 1908 (foto: Schloss Schonbrunn Kultur und Betriebsges m.b.H.)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia / Editorial Pasado & Presente
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«Quizá con un punto de exageración…», dice el comentarista. Opino que es exageración o desinformación completa.
Ana, compartir tu opinión supondría olvidar la obra del historiador de Princeton Carl Schorske, publicada en 1980. Minusvalorar la importancia de Sigmund Freud, Alfred Adler, Gustav Mahler, Alfred Loos, Arthur Schnitzler, Robert Musil y Gustav Klimt, entre otros, sin nombrar a los economistas Polany o Hayeck. Y tirar al basurero de la historia la experiencia municipal de Viena la Roja. Con afecto. R
Todavía se podría añadir a esa nómina a Karl Kraus, S. Zweig, Hermann Broch, Joseph Roth, J. Wassermann, Otto Neurat… Pero me pregunto si el debate ganaría haciendo una lista comparativa con los artistas, intelectuales y científicos de París, Berlín o Nueva York en esa época para ver dónde había más luminarias. Lo que se discute o, al menos, se matiza, es eso de que Viena era la capital cultural del universo «moderno». El asunto se complica si tenemos en cuenta el elemento judío: más de la mitad de los citados tienen esa ascendencia y las circunstacias en que les tocó vivir desde la segunda mitad del s. XIX conllevaron un nomadismo tal que es difícil adscribirlos a un país y, menos, a una ciudad. En Viena los judíos eran marginados, amenazados y, finalmente, atacados. Más que en otros sitios, porque había un porcentaje mayor de ellos y porque la política tolerante del emperador les había dado paso a ocupaciones estatales, profesionales y académicas, para disgusto de las clases medias germanizantes.
No es casualidad que Austria tenga el dudoso honor de crear el primer partido antisemita, el «Social Cristiano», y la primera minoría de ese tipo en el parlamento imperial, con von Schonerer de líder y el apoyo de la jerarquía católica (incluso el Vaticano), de cierta prensa, clubs y asociaciones. Ya dice Hitler en «Mi lucha» que sus años vieneses le dieron todo el bagaje mental que necesitaba para desarrollar su movimiento. Dejaremos de lado el proceso posterior a la I Guerra mundial, con sus somatenes, su «austrofascismo», su Dollfuss, su Anschluss, su referendum del 99 % y su apoteósica recepción del ‘Führer’… (Y no olvidamos el poderoso movimiento socialista austríaco, cuyo líder, Gustav Adler, por cierto, también era judíos, como Trostky, que pasó unos cuantos años en Viena antes de la guerra. Pero estábamos hablando de la política dominante).
Por todo ello rechina leer eso de la modernidad «de Viena» y, más aún, lo de «la comunidad intelectual más dinámica y quizá más tolerante del planeta».