Una experiencia revolucionaria. Chile 1970-1973

Franck Gaudichaud*

 

Si nuestra tierra nos reclama
somos nosotros quienes debemos levantar Chile,
Así que arremanguémonos.
Recuperemos
Todo lo que es nuestro
Para que de una vez por todas entiendan
Hombres y mujeres, todos juntos.
Porque esta vez no se trata sólo de
Cambiar a un presidente,
Será el pueblo el que construya
Un Chile muy distinto1

Chile, esa vasta franja de tierra encajonada entre el Pacífico y los Andes, un mundo donde acaba el mundo, en descripción del escritor Luís Sepúlveda, ilustra con su historia reciente las turbulencias del corto siglo XX. Después de haber experimentado un intento de transición democrática al socialismo (1970-1973), el país conoció la violenta instauración de una dictadura cívico-militar (1973-1989) que anticipó el advenimiento de una nueva lógica para el mundo: la del neoliberalismo. Luego, a partir de 1990, se instaló una democratización lenta y parcial que no dejó de prolongar numerosos legados autoritarios y un sistema socioeconómico violentamente desigual. Han pasado cincuenta años desde el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Las imágenes del palacio presidencial de La Moneda ardiendo, las miradas aterrorizadas de las y los presos en el Estadio Nacional de Santiago y las siniestras gafas oscuras del general Pinochet permanecen grabadas en nuestras retinas y en nuestra memoria colectiva. El pueblo chileno, sus luchas y su resistencia, han estado en el corazón y en las movilizaciones de muchas organizaciones solidarias de todo el mundo. Hoy, estos recuerdos de represión, exilio y lucha por la defensa de los derechos humanos siguen marcando nuestras imágenes de este país del Cono Sur. Pero Chile no fue sólo un país de tragedias: los primeros años de la década de 1970 fueron ante todo los de un extraordinario proceso popular y (pre)revolucionario que hizo temblar el orden establecido.

Celebración del triunfo electoral de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970 (foto: Fundación Salvador Allende)
Luchando contra la memoria

La vía chilena al socialismo duró apenas mil días (de noviembre de 1970 a septiembre de 1973), pero transformó profundamente el país, sus relaciones sociales, sus imaginarios políticos y su visión del futuro. La apuesta legalista y revolucionaria de la izquierda chilena irradió a toda Latinoamérica y volvió a poner en el centro de los debates ideas como la distribución de la riqueza y la necesaria nacionalización de los bienes comunes naturales, proclamó la reconquista de la soberanía nacional para una nación del Tercer Mundo frente al imperialismo yanqui, reivindicó el derecho al desarrollo y a la democracia desde una perspectiva de ruptura con el orden dominante y (re)planteó la cuestión del lugar del Estado burgués en la transición al socialismo.

A partir de 1969, los partidos que formaron la coalición que pasó a denominarse Unidad Popular propusieron una vía estratégica que, aunque considerada reformista por la izquierda extraparlamentaria, pretendía ser original: electoral, institucional, no armada, pero también anticapitalista, antiimperialista y socialista. Más allá de los intensos debates de la época y de la figura omnipresente del presidente Salvador Allende, la fuerza del proceso chileno reside en los y las de abajo, los y las sin voz que se convirtieron en protagonistas esenciales de esta revolución en ciernes, cuya energía creadora, ciertamente llena de contradicciones, fue decapitada el 11 de septiembre de 1973. Recorrer los pasos de la Unidad Popular es acariciar con la mano la historia de un continuum de múltiples luchas sociales, obreras, campesinas, estudiantiles y plebeyas que irrumpen súbitamente en un escenario hasta entonces monopolizado por una oligarquía acostumbrada a reinar sobre Chile. El río popular que se desbordó por todas partes durante esos mil días tuvo la sonrisa de las obreras de la fábrica textil Yarur ocupando su fábrica, tuvo la banda sonora de las canciones de un pueblo jubiloso aclamando al compañero-presidente en la Plaza de la Constitución, tuvo los contornos de un poder popular que se enfrentó al gran capital y al sabotaje de la extrema derecha y tuvo el radicalismo de los mapuches que rompieron las alambradas para reclamar la tierra usurpada a su pueblo por la colonización. Estos experimentos de autoorganización, aunque a veces limitados, son la esencia de la chilenidad. Marcan esos momentos históricos en los que todo parece posible, en los que la humillación, la violencia del Estado y la explotación pueden derribarse. Explican la alegría de un pueblo en pie que puede admirarse en el papel satinado de las fotografías de Armindo Cardoso o en las películas documentales de Patricio Guzmán.

Y, más de cinco décadas después, merecen sobradamente ser relatados en forma de fragmentos de ese tiempo roto de una experiencia revolucionaria que no llegó a buen puerto. De hecho, esa fuerza propulsora sigue vagando hoy por las galerías subterráneas de la memoria chilena, atemorizando a sus clases dominantes y atormentando la mala conciencia de los izquierdistas que se acomodaron a los tiempos. El pasado obstinado de esos pocos meses encendidos no desaparecerá.

Esta memoria, o más bien estas memorias en conflicto, han sufrido profundas alteraciones, pero también diversas erupciones y sacudidas a lo largo de las décadas, las conmemoraciones y las movilizaciones culturales, sociales y políticas de las nuevas generaciones. Desde 2019, el fantasma de los levantamientos ha vuelto a Chile, con la gran revuelta de octubre-noviembre de ese mismo año que volvió a sacudir la Cordillera y a cuestionar directamente la hegemonía del capitalismo neoliberal. También fue teniendo a Salvador Allende en mente como el joven dirigente de centro-izquierda Gabriel Boric asumió la presidencia en 2021 (aunque su gestión social-liberal está muy lejos del radicalismo del expresidente). Y Pinochet y la ultraderecha vuelven a ganar terreno en todos los ámbitos del país andino. Así pues, cincuenta años después del golpe de Estado, volver la mirada a las luchas revolucionarias chilenas no es un acto de nostalgia militante o un simple ejercicio historiográfico.

Salvador Allende en Temuco en marzo de 1971, en el marco de la Reforma Agraria, para entregar a la población mapuche las herramientas para su inserción en el mundo agrícola, tras la creación del Instituto de capacitación mapuche (foto: Armindo Cardoso/Biblioteca Nacional de Chile)

Dependencia, desigualdad y subdesarrollo

En 1970 la población chilena apenas alcanzaba los nueve millones de personas, la inmensa mayoría de las cuales vivía en condiciones de gran inseguridad material y pobreza. País del capitalismo minero por excelencia, Chile poseía inmensos recursos naturales, entre ellos las mayores reservas de cobre del mundo, la mayoría de los cuales estaban en manos del capital estadounidense. Esta economía de enclave significaba también dependencia estructural del mercado mundial y violentas relaciones de clase, raza y género, situación que beneficiaba a una burguesía comercial, portuaria e industrial, altamente concentrada, y a un puñado de latifundistas herederos del orden neocolonial. Institucionalmente, la patria de los poetas Vicente Huidobro, Gabriela Mistral y Pablo Neruda tenía la reputación de haber construido una República estable, supuestamente menos propensa a los golpes de Estado de los caudillos militares que sus vecinos. Lo confirma el hecho de que la Constitución no había cambiado durante largos periodos2. Las élites la consideraban un ejemplo en el concierto sudamericano, defendida con patriotismo por unas fuerzas armadas que se supone respetan el orden constitucional. Se trataba de un Estado fuerte y centralista en torno al cual pudo cohesionarse una clase dirigente blanca y mestiza, al tiempo que, a partir de los años treinta, permitió la integración parcial de representantes políticos de sectores subalternos y algunos avances sociales. Ello no estuvo exento de numerosas represiones civiles y militares de las revueltas populares que jalonaron el siglo XX.

Desde la creación de las Sociedades de resistencia a finales del siglo XIX, el movimiento obrero fue un actor clave en la escena chilena. Políticamente, estaba organizado en torno a dos grandes partidos: el Partido Comunista (PC), fundado en 1922 y uno de los más importantes de Latinoamérica, y el Partido Socialista (PS), fundado en 1933 como partido-movimiento con diversas influencias, entre ellas reformistas, trotskistas y guevaristas. La experiencia del Frente Popular (1938-1947), bajo la dirección del Partido Radical (vinculado a la burguesía), integró a comunistas y socialistas en la práctica del gobierno. Durante el siglo XX estas fuerzas partidistas mostraron su voluntad de combinar las luchas obreras con los ámbitos institucionales. Una de estas figuras, Luis Emilio Recabarren (fundador del Partido Obrero Socialista, POS), defendió esta política durante toda su vida, considerando además las elecciones como un foro que podía servir para educar a la clase. A partir de los años 50, tomó forma el plan de conquistar el poder a través de las urnas en torno a un eje comunista/socialista. Esta táctica se reflejó también en el movimiento sindical: en 1953 se fundó la poderosa Central Única de Trabajadores (CUT), donde el PS y el PC eran las fuerzas mayoritarias, junto a una Democracia Cristiana (DC) en rápida expansión. No obstante, estas amplias alianzas estuvieron sometidas a constantes turbulencias, intensificadas por varios episodios de represión e incluso de ilegalización política (como fue el caso del PC entre 1948 y 1958, que tuvo que pasar a la clandestinidad). Pese a todo, y a pesar de su carácter altamente oligárquico, es evidente que la República chilena y su Estado de compromiso3, derivado de la Constitución de 1925, dejaban un margen de maniobra institucional que se podía aprovechar. La gravitación de la izquierda socialista y comunista, la presencia de una derecha conservadora en torno al Partido Nacional (a partir de 1966) y el desarrollo de un centro democristiano (creado en 1957), estructuraban el sistema de partidos en torno a tres bloques de peso electoral bastante similar.

A la izquierda de la izquierda, los revolucionarios no compartían la perspectiva que ofrecía el juego institucional y parlamentario. Mientras los movimientos anarquistas y libertarios perdían terreno a partir de los años veinte, varias pequeñas corrientes, entre ellas las revolucionarias cristianas, las trotskistas y, en los años sesenta, las maoístas y guevaristas, desafiaron la orientación reformista y electoralista de los grandes partidos. La creación del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en 1965, marcado desde el principio por una opción estratégica híbrida de revolución permanente4 (influida por el trotskismo) y de guerra popular prolongada e irregular5 (cercana al guevarismo), reflejó la radicalización de sindicalistas, trabajadores, intelectuales y estudiantes que creían que la ruptura debía hacerse no sólo con el imperialismo, sino también con la burguesía y su aparato estatal, siguiendo la estela de los procesos revolucionarios latinoamericanos.

A finales de los años 60, en plena Guerra Fría, fracasaron las reformas del proyecto Revolución en Libertad6 del gobierno democristiano (1964-1970), apoyado activamente por la administración Kennedy. El crecimiento industrial prometido no se materializó y resurgió la represión. La clase obrera organizada, el pequeño campesinado, la juventud y la gente pobre urbana (las y los pobladores) exigieron cambios más sustanciales. La ruptura del gobierno populista de la Democracia Cristiana (DC) abrió el camino a la izquierda: en 1969 se fundó oficialmente la Unidad Popular (UP). Esta coalición fue apoyada por el PC y el PS, pero también por importantes sectores de la izquierda cristiana. Su dirigente, que ya había sido candidato presidencial en tres ocasiones (1952, 1958, 1964), era el médico socialista y masón Salvador Allende. Nacido en 1908, cofundador del Partido Socialista (PS), experto en política parlamentaria (fue Presidente del Senado entre 1964 y 1969) y antiguo Ministro de Sanidad del Frente Popular, se declaraba marxista. Admirador de Fidel Castro, sin embargo, defendió con firmeza la posibilidad de construir una revolución de forma legal y no violenta, teniendo en cuenta la tradición política chilena. Utilizando la conceptualización de Joan Garcés, su estrecho asesor, Allende defendía una transición política e institucional al socialismo, sin interrupciones y respetuosa con la Constitución de 1925. La apuesta era que el Estado fuera suficientemente flexible y, como condición sine qua non, que las Fuerzas Armadas respetaran los resultados del sufragio universal.

Salvador Allende en el acto organizado por la CUT el 1 de mayo de 1971 (foto: ContrahegemoníaWeb)
Las esperanzas y las luchas de un pueblo

El nacimiento de la nueva unidad de la izquierda no estuvo exento de problemas. Siguió los pasos del Frente de Acción Popular (FRAP), que en los años 50 pretendía agrupar a los “dispuestos a luchar por un programa antiimperialista, antioligárquico y antifeudal”. Estimulados por el impacto continental de la revolución cubana, algunos izquierdistas, sobre todo socialistas, pensaron que tal programa era insuficiente y que daba demasiado relieve al concepto de revolución por etapas, muy apreciado por los comunistas: primero antioligárquica, en alianza con ciertos sectores de la burguesía nacional, y en una fase posterior, socialista. Por otra parte, el debate estratégico sobre las vías a seguir para forjar el socialismo y romper con la tutela de Washington dista mucho de estar zanjado. ¿Armada o legal? ¿Confrontación político-militar con el aparato estatal o victoria electoral basada en el movimiento popular? Santiago no era La Habana y el Chile de 1970 no vivió la dictadura de Batista: la vía no armada parecía una perspectiva posible. Esta era la posición defendida por los comunistas, y con ellos la URSS, que la veía como una consecuencia de su política de coexistencia pacífica global (consistente en una división del mundo entre capitalismo y el campo socialista). Por otra parte, el hecho de que Allende estuviera a punto de ganar las elecciones de 1958 frente al conservador Jorge Alessandri, acabó por convencer a buena parte de los cuadros de su partido.

En septiembre de 1970, tras una campaña muy dinámica, Salvador Allende se impuso en las elecciones presidenciales con un 36,6 % de los votos frente al candidato demócrata-cristiano Rodomiro Tomic, con un 28 %, y al candidato de la derecha conservadora Jorge Alessandri, con un 35,2 %. Como la Constitución sólo prevía una vuelta electoral, correspondía al Congreso decidir entre los dos principales candidatos a falta de mayoría absoluta. El resultado de la izquierda suscitó grandes esperanzas, pero también mostró las dificultades que se avecinaban con una UP en minoría en el Parlamento7. Allende tuvo que negociar inmediatamente un conjunto de garantías democráticas con la DC y prometer estabilidad institucional a cambio de su candidatura. Esta búsqueda de acuerdos con el centro político fue una constante durante los mil días y lastró la capacidad reformista del ejecutivo. El programa de la UP y sus promesas de 40 medidas inmediatas pretendían impulsar un desarrollo económico sostenido, una política audaz de redistribución de la riqueza y aumento de los salarios, la profundización de la reforma agraria y el control de los principales recursos nacionales. La expropiación del cobre al capital extranjero, la nacionalización de varias decenas de grandes empresas monopolísticas y de los principales bancos debería permitir la creación de una Zona de Propiedad Social (ZPS), aunque el sector privado seguiría siendo mayoritario. En un sistema original, se invitaba a las y los asalariados a cogestionar las empresas del sector público. El país vivía un verdadero clima revolucionario en diversos ámbitos sociales: aumentaron las huelgas y las ocupaciones de tierras y fábricas. La explosión de la participación colectiva favoreció a la izquierda. La Unidad Popular obtuvo casi el 50 % de los votos en las elecciones municipales de abril de 1971. Allende y el personal del Comité Político de la UP se preguntaron si no sería el momento adecuado para disolver el Congreso, convocar nuevas elecciones legislativas y lanzar un referéndum para una nueva Constitución que incorporara la socialización de parte de los medios de producción y el establecimiento de una cámara única. Pero el PC se mostró reacio y el presidente vacilante. Se perdió la oportunidad.

La política del ejecutivo afectó directamente a los intereses de la gran burguesía, el avance de la reforma agraria destruyó el poder de los grandes terratenientes y la nacionalización del cobre (1971) contó con la feroz oposición de Estados Unidos. Allende también se afirmó como líder internacional de los países no alineados, defendiendo el derecho de los países colonizados a la emancipación por todos los medios y denunciando amargamente al imperialismo y al sistema financiero mundial. Tras la revolución cubana, Estados Unidos temió un efecto de contagio en su propio patio trasero. A partir de 1969, la CIA y la embajada estadounidense conspiraron activamente para frenar en seco, incluso por la fuerza, el ascenso político de Allende. Posteriormente, la derecha, con el apoyo sonoro y furibundo de Washington, se fijó el objetivo de desarticular el bloque político y social que apoyaba al gobierno y buscó contactos en los sectores reaccionarios de las Fuerzas Armadas. Se multiplicaron los ataques de extrema derecha del Frente Nacionalista Patria y Libertad y se ejerció una presión constante sobre el Partido Demócrata Cristiano hasta que (en 1972) éste pasó a la oposición frontal, mientras que el gran capital iniciaba una táctica de boicot económico que causó estragos. Los medios de comunicación conservadores, engranajes esenciales de este sistema, advertían constantemente contra lo que llamaban una dictadura marxista. Esta espiral implacable se fue cerrando poco a poco sobre la izquierda, mientras que la explosión de la inflación, el boicot internacional y el desarrollo del mercado negro alejaban a las clases medias urbanas del movimiento obrero. Encerrada en una camisa de fuerza estatal que ya no le dejaba respirar, la Unidad Popular estaba cada vez más a la defensiva y perdía la iniciativa.

Marcha de las cacerolas vacías organizada por la oposición de derechas contra el gobierno de la Unidad Popular en diciembre de 1971 (portada del diario El Mercurio)
El poder popular y el trágico desenlace de la batalla de Chile

En este contexto, la coalición de izquierdas se dividió rápidamente entre un polo moderado (calificado de gradualista por los historiadores) liderado por los comunistas y Allende, y un polo rupturista liderado por un sector del Partido Socialista, los Cristianos Revolucionarios, que llamaban a avanzar sin transigir,  y con el apoyo crítico del MIR (liderado por Miguel Enríquez). Estos últimos denunciaron el golpe de Estado que se avecinaba y los callejones sin salida del legalismo, reclamando con urgencia una audaz Asamblea Constituyente y la aceleración de la expropiación de los medios de producción y distribución para ponerlos al servicio de la gente. Esta fue la demanda expresada por la Asamblea Popular de Concepción que reunió a varias organizaciones sociales y políticas de izquierda en julio de 1972 para denunciar el carácter contrarrevolucionario del Parlamento. Allende y el PC denunciaron inmediatamente los espejismos y el aventurerismo de esta resolución, y la polarización política no tardó en salir a la calle. El gobierno parecía abrumado por la magnitud del conflicto de clases. La marcha de cacerolas vacías organizada por las mujeres conservadoras, seguida de la gran huelga por los salarios de los mineros en El Teniente, hábilmente dirigida por la DC contra el ejecutivo, puso de manifiesto que los marxistas no tenían el monopolio del movimiento de masas. Parte del movimiento obrero también fue más allá del programa de la UP. En respuesta a cada intento sedicioso de la derecha o a una huelga patronal, se multiplicaron las formas de autoorganización, de suministro directo y de control obrero, sobre todo en octubre de 1972 y junio de 1973. El poder popular se hizo realidad y aparecieron nuevas organizaciones, como los Cordones industriales en los cinturones proletarios de las principales ciudades. Estos Cordones se negaron a devolver las fábricas ocupadas, criticaron la indecisión y la tibieza del gobierno y crearon nuevas coordinaciones territoriales sin esperar órdenes de la CUT, aunque la mayoría permaneció fiel a la UP: el compañero-presidente seguía siendo su presidente. En el campo, florecieron las ocupaciones indomables de tierras alentadas por el MIR. En el ámbito cultural, la revolución estaba en todas partes: en la música y la canción, en la pintura y el cine, en las paredes y en las empresas.

Desprovisto de un liderazgo unificado y convencido del carácter ampliamente constitucionalista de los militares, el gobierno creyó hasta el final que podría evitar la guerra civil y, al mismo tiempo, canalizar el poder popular en torno a las propuestas legalistas. A partir de noviembre de 1972, los oficiales de alto rango se integraron en varios ministerios. La figura del general Prats, alto mando de las Fuerzas Armadas, en Interior y luego en Defensa, tranquilizó a la población. Su actuación fue decisiva para aplastar la sedición de un regimiento de tanques en junio de 1973. El proceso revolucionario parecía atrapado en un doble callejón sin salida estratégico: el de la vía institucional al socialismo, que se había vuelto totalmente impracticable, y el propuesto por el MIR, que era minoritario y luchaba por alejarse de una concepción esencialmente político-militar y vanguardista. Entre ambos, los embriones del poder popular y los Cordones industriales brillan hasta hoy como una revolución desde abajo inacabada, frenada por el contexto histórico y los vientos en contra.

La mañana del 11 de septiembre de 1973, con el apoyo explícito de la administración Nixon, se sublevó una cuarta parte de los oficiales. Entre ellos estaba Augusto Pinochet, que había sido nombrado jefe de las Fuerzas Armadas unas semanas antes por Allende porque tenía fama de legalista… La izquierda se encontró desarmada para organizar la resistencia, al igual que los Cordones industriales. En lugar de rendirse a los generales traidores, Allende se suicidó en un palacio presidencial bombardeado por aviones de combate y rodeado de soldados. La batalla por Chile llegó a un dramático final. Apoyándose en el catolicismo nacional-conservador, en la doctrina de la Seguridad Nacional y luego en la Operación Cóndor a escala regional8, el régimen militar cerró el Parlamento, prohibió los partidos políticos, reprimió los sindicatos, declaró el estado de sitio y practicó la censura. El terrorismo de Estado se desató contra el cáncer marxista que había que extirpar de la sociedad, en particular contra las clases trabajadoras y las y los activistas. Durante los 16 años de dictadura, las fuerzas armadas y la policía política torturaron a decenas de miles de personas y asesinaron a más de 3.200, más de mil de las cuales siguen siendo hoy las detenidas-desaparecidas (nunca se han encontrado sus cuerpos). Cientos de miles de personas se vieron obligadas a exiliarse. A partir de 1975, estos tiempos de embrutecimiento social fueron también tiempos de terapia de choque: una verdadera contrarrevolución capitalista transformó Chile en el primer experimento mundial del neoliberalismo.

Notas

1 Inti Illimani, “Canción del Poder Popular”, Canto al programa, 1970 (texto: Julio Rojas, música: Luis Advis).

2 En todo el siglo XX sólo se aprobaron dos Constituciones.

3 Concepto que remite a la expansión de ciertas formas de regulación estatal del mercado y de las políticas sociales públicas (educación, sanidad, vivienda), al tiempo que busca integrar y canalizar las reivindicaciones del movimiento obrero bajo la hegemonía de las clases dominantes.

4 Noción inspirada en el trotskismo; véase: Jean Batou, Découvrir Trotsky, París, Éditions sociales, 2023.

5 Esta opción estratégica insiste en la necesidad de una conquista militar del poder dirigida por una vanguardia político-militar apoyada por una insurrección popular

6 Nombre del programa político del gobierno de Eduardo Frei Montalva, destinado a responder a la emergencia social al tiempo que trataba de impedir la propagación de la amenaza comunista.

7 En marzo de 1969 las elecciones legislativas dieron 37 diputados (de 150) y 7 senadores (de 30) a la izquierda (PC y PS), más 24 diputados y 5 senadores del Partido Radical. Los Demócratas Cristianos controlan 56 diputados y 12 senadores, lo que confirma su papel de pivote del juego parlamentario.

8 Véase: John Dinges, Les Années Condor. Comment Pinochet et ses alliés ont propagé le terrorisme sur trois continents, París, La Découverte, 2005

*Franck Gaudichaud es politólogo y autor, entre otras obras, de Chile 1970-1973. Mil días que estremecieron el mundo, Sylone, 2017

Fuente: Este texto es el prólogo del libro Découvrir la révolution chilienne 1970-1973, París, Éditions sociales, 2023

Traducción: Viento Sur 2 de septiembre de 2023

Portada: Izquierdadiario.es

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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