Antony Beevor

 

Prefacio

En enero de 1902, el duque de Marlborough escribió a su primo, Winston Churchill, y le describió cierto baile cortesano al que había asistido en San Petersburgo. Marlborough estaba asombrado por la grandeza anacrónica en la que el zar de todas las Rusias parecía atrapado. Calificó a Nicolás II de «hombre amable y agradable que se esfuerza por interpretar el papel propio de un autócrata».

Fue una recepción propia de Versalles, con toda su gloria y ostentación: «Se sirvió una cena para casi tres mil personas. No va a ser fácil describir el efecto de tal espectáculo, de tal cantidad de personas sentándose al mismo tiempo. Para poder darte una idea de en qué escala se desarrolló, solo se me ocurre recordarte que en total habría unos dos mil sirvientes para atender a los invitados, entre ellos cosacos, mamelucos y palafreneros al estilo que leíamos se usaba en Inglaterra en el siglo XVIII: con los sombreros engalanados con enormes plumas de avestruz. En cada una de las habitaciones hay destacada una banda militar que va interpretando el himno nacional por donde quiera que el zar pasa… Había también otra guardia de honor cuyo deber consistía, al parecer, en mantener las espadas en alto durante cinco horas consecutivas»

Cuando en una cena posterior Consuelo Vanderbilt, la joven esposa de Marlborough, preguntó al zar sobre la posibilidad de introducir en Rusia un gobierno democrático, este contestó: «Vamos doscientos años por detrás de Europa en el desarrollo de nuestras instituciones políticas nacionales. Rusia todavía es más asiática que europea y, en consecuencia, debe regirse por un gobierno autocrático».

Marlborough también quedó afectado por las idiosincrasias de los regimientos de guardias, que dominaban el sistema militar: «El gran duque Vladímir, que es el jefe de una parte del Ejército, hace que le presenten a los reclutas. A aquellos que poseen una nariz respingona se los destina al regimiento Pavlovski porque su creador, el emperador Pablo, poseía esa clase de nariz».

Nicolás II junto a su familia en1914: de izquierda a derecha, Olga, María, la zarina Alejandra, Anastasia, Alexei y Tatiana.

Al igual que la corte, el Ejército Imperial también estaba anquilosado por los arcaísmos de la etiqueta, el protocolo y la burocracia. El capitán Archie Wavell (que, si bien por entonces era tan solo un joven oficial de la Guardia Negra, llegaría a ser mariscal de campo) observó durante una estancia breve, justo antes de la primera guerra mundial, que incluso entre los oficiales de mayor rango había temor a demostrar capacidad de iniciativa. «Como ejemplo del conservadurismo del ejército ruso —añadió—, tenían la costumbre de llevar siempre la bayoneta fija en los fusiles, en todas las circunstancias.» El uso se remontaba a una orden del mariscal Suvórov, de finales del siglo XVIII, después de que en una emboscada se hubiera sorprendido y aniquilado a una columna rusa.

Los oficiales rusos no solo vestían el uniforme en cualquier ocasión pública, sino que consideraban lo contrario una desgracia. Un capitán de dragones que interrogó a Wavell sobre los hábitos del ejército británico no daba crédito al hecho de que sus oficiales pudieran vestir ropa de civil y dejar la espada en casa. Se puso en pie y, escandalizado, exclamó: «¡Pero entonces la gente no os temerá!».Por otro lado, un oficial ruso tenía derecho a dar un puñetazo en la cara a cualquiera de sus soldados, como castigo sumario.

A Wavell no le sorprendió que, para los intelectuales rusos, sus gobernantes fueran «unos burócratas opresores [que] desconfiaban de la policía y despreciaban al ejército». Tras los desastres humillantes de la guerra rusojaponesa de 1904-1905 y la masacre perpetrada contra la marcha de protesta pacífica que el padre Gueorgui Gapón dirigía hacia el Palacio de Invierno en enero de 1905, el respeto por el régimen y las fuerzas armadas se había desintegrado. «De la noche a la mañana, Rusia viró hacia la izquierda», escribió Nadiezhda Lojvítskaya, que firmaba con el pseudónimo de «Teffi». «Había agitación entre los estudiantes, huelgas entre los obreros. Hasta entre los generales se oían quejas sobre la gestión tan desgraciada del país, y se criticaba agriamente incluso al propio zar.»

A cambio de unos privilegios muy notables, se esperaba de la nobleza que cediera a sus hijos como oficiales del ejército y burócratas en San Petersburgo. Por su parte se contaba con que los treinta mil terratenientes mantendrían el orden en las zonas agrícolas por medio de los «capitanes rurales» locales.

Lectura a los siervos de la proclamación de la emancipación en 1861, representada en una pintura de Boris Kustodiev (1907)

La liberación de los siervos, en 1861, no había mejorado gran cosa la miseria en la que estos se encontraban. «El campesinado vive en unas condiciones espantosas, sin una atención médica mínimamente organizada —escribió Maksim Gorki—. La mitad de los hijos de los campesinos mueren, por varias enfermedades, antes de haber cumplido los cinco años. Casi todas las mujeres de las aldeas padecen alguna dolencia femenina. Las aldeas se pudren de sífilis; el campo se ha hundido en la indigencia, la ignorancia y el salvajismo.» Las mujeres también sufrían la violencia de los maridos, en particular a la que estos se emborrachaban.

La idea de que unos fornidos campesinos rusos se iban a integrar en una apisonadora militar irresistible era una simple ilusión. Aproximadamente tres de cada cuatro reclutas de origen campesino fueron rechazados en tiempos de paz por motivos de mala salud. Durante la primera guerra mundial, además, los oficiales solían quejarse de la mala calidad de las incorporaciones. En el Segundo Ejército, según cierto informe, «es deplorable, y muy habitual, que los soldados de baja graduación se inflijan heridas a sí mismos para evitar el combate. También abundan los casos de rendición al enemigo». Se describía a estos soldados como «simples mujiks… Se quedan mirando hacia delante con una expresión indiferente, estúpida y pesimista. No tienen la costumbre de mirar a los ojos a sus comandantes transmitiendo contento o alegría». Está claro que el campesino ruso uniformado adoptaba la táctica que en el ejército británico solía definirse como de «insolencia muda».

Incluso los miembros ilustrados de la aristocracia y la burguesía acomodada temían a las «masas oscuras» y sus explosiones ocasionales de una violencia aterradora, como la que Yemelián Pugachov había encabezado en 1713. Aleksandr Pushkin la describió como «una rebelión rusa sin sentido ni compasion». En la oleada de disturbios e incendios que sacudió el país en 1905, tras los desastres de la guerra contra Japón, la única esperanza de los terratenientes pasaba por pedir a los gobernadores locales que recurrieran a las tropas de alguna de las numerosas plazas fuertes.

La conocida referencia despectiva de Karl Marx, en el Manifiesto comunista, al «idiotismo de la vida rural», con cuanto implicaba de credulidad, apatía y sumisión, podía aplicarse también más allá de las aldeas de campesinos. Las pequeñas ciudades de provincias también carecían de vitalidad. Autores satíricos como Saltykov-Schedrín y Gógol dirigieron la mirada por debajo de la turbia superficie de las aguas estancadas. El mismo Saltykov —irónicamente, uno de los escritores favoritos de Lenin— se refirió al «efecto devastador de la esclavitud legalizada sobre la psique humana», un fenómeno que fue común a la era zarista y a la soviética. León Trotski culpó de ello a una estrechez de miras que él atribuía a la mentalidad de la iglesia ortodoxa. Defendió que la revolución requeriría que el pueblo rompiera con «los iconos y las cucarachas» de la Santa Rusia.

El domingo sangriento (22 de enero de 1905) representado por Wojciech Kossak

Los intentos de reforma agraria solo consiguieron resultados en algunas zonas. A diferencia de aquel gran magnate del siglo XIX, el conde Dmitri Sheremétev —que poseía 763.000 hectáreas con un total aproximado de unos 300.000 siervos—, la mayoría de las propiedades eran pequeñas y poco rentables. Incluso si lo hubieran querido, muy pocos terratenientes estaban en condiciones de mejorar las condiciones de alojamiento o de introducir siquiera los métodos más elementales de mecanización. Antes al contrario, muchos se vieron obligados a vender o hipotecar sus tierras. Las relaciones eran cada vez más artificiales y tensas. Los campesinos más pobres seguían siendo víctimas del analfabetismo, que los sometía a la explotación tanto de los ancianos de las aldeas como de los comerciantes de cereales, así como al maltrato de muchos terratenientes que estaban resentidos por la mengua de su poder. En consecuencia, los arrendatarios se inclinaban obsequiosamente ante sus nobles señores pero aprovechaban cualquier ocasión para engañarles, en cuanto les daban la espalda.

La emigración a las ciudades aceleró el crecimiento de una clase obrera urbana: el proletariado, que los marxistas consideraban que sería la vanguardia de la revolución. La población de San Petersburgo, que a principios de siglo era de poco más de un millón de habitantes, superaba los tres millones a finales de 1916. Las condiciones de trabajo en las fábricas eran tan horripilantes como peligrosas. Para los propietarios los obreros eran material fungible porque había una masa de campesinos a la espera de poder ocupar su lugar. No había derecho a la huelga ni compensación por los despidos. En caso de disputa, la policía siempre se ponía de parte de los empresarios. Para muchos, era el modo urbano de la servidumbre. Los obreros vivían en barracones de múltiples habitaciones, pensiones de mala muerte o bloques de pisos, en condiciones sórdidas e insanas. «En las ciudades no hay sistemas de alcantarillado —escribió Gorki—, en las chimeneas de las fábricas no hay humeros; la tierra está emponzoñada por los miasmas de los residuos putrefactos, y el aire, por el humo y el polvo.» En tales circunstancias de congestión, la tuberculosis y las enfermedades venéreas se difundían fácilmente, así como epidemias ocasionales de cólera y tifus. La esperanza de vida, en las ciudades, no era superior a la de las aldeas más pobres. Y en cuanto a la libertad, solo cabía hallar alguna medida de ella en el círculo más profundo del infierno, habitado por el lumpemproletariado de los desempleados: un mundo subterráneo de prostitución infantil, hurtos y peleas entre borrachos, una existencia aún más dura que todo lo descrito por Dickens, Hugo o Zola. La única catástrofe que podía empeorar más la vida de los pobres en Rusia era un gran conflicto europeo.

Nicolás II muestra un icono a los soldados rusos de camino al frente en 1914 (foto: Pinterest)
Conclusión: El aprendiz de diablo

Los Blancos perdieron la guerra civil, en gran medida, porque fueron inflexibles; por ejemplo, al negarse a contemplar una reforma agraria (hasta que era con mucho demasiado tarde) o a dotar de alguna autonomía a las nacionalidades del Imperio Zarista. Su administración civil era tan inútil que puede calificarse de inexistente. Paradójicamente también perdieron por razones muy similares a las que llevaron a la izquierda a perder la guerra civil española, menos de dos décadas después. En España, la alianza antifascista de los republicanos estaba tan dividida que no podía confiar en imponerse a un régimen militarizado y disciplinado como el de Franco. En Rusia, la alianza del todo incompatible entre los social-revolucionarios y los monárquicos reaccionarios tenía todas las de perder contra una dictadura comunista de ideas muy firmes.

Los extremos se alimentaron mutuamente —en los dos casos— y el círculo vicioso de la retórica y la violencia fue un factor clave en el posterior ascenso de Hitler y el estallido de la segunda guerra mundial. Durante demasiado tiempo hemos estado cometiendo el error de hablar de las guerras como si fueran una entidad única, cuando a menudo son un conglomerado de conflictos diversos, donde se mezclan resentimientos nacionales, odios étnicos y luchas de clases. Y cuando tratamos de guerras civiles, también hay que pensar en el choque del centralismo contra el regionalismo y del autoritarismo contra el libertaria. La idea de que existió una guerra civil puramente «rusa» es otra simplificación que induce a error. En realidad fue, según la describió hace poco un historiador, «una guerra mundial condensada».

No pocos historiadores han hecho hincapié, con razón, en que la Revolución de Febrero, en 1917, no generó una contrarrevolución. El derrocamiento del régimen zarista produjo una gran diversidad de reacciones entre la antigua clase dirigente: unos se resignaron ante los hechos; otros se enojaron con la incompetencia y terquedad de la corte imperial; entre los más liberales e idealistas también hubo quien empezó sintiéndose optimista. La nobleza y los burgueses, en su mayoría, dieron apoyo al Gobierno Provisional con la esperanza de que por lo menos frenaría los excesos más graves y mantendría unido al país. La ausencia inicial de guerra armada contra los revolucionarios no es tanto un indicio de apatía como de la sensación de que en el antiguo régimen había quedado ya poco que defender. La voluntad de resistirse solo empezó a desarrollarse durante el verano, cuando el programa bolchevique polarizó a la opinión pública. La cuestión es importante en la medida en que tiene que ver con los orígenes de una guerra civil que acarreó la muerte de entre seis y diez millones de personas, el empobrecimiento total del conjunto del país y sufrimientos a una escala inimaginable.

Cadáveres de judíos víctimas de un pogrom de nacionalistas ucranianos en Proskurov, en febrero de 1919 (foto: Museum Jewish Memory and Holocaust in Ukraine)

Konstantín Paustovski expresó su lamento por la oportunidad perdida de un cambio democrático: «El aspecto idílico de los primeros días de la revolución estaba desapareciendo. Mundos enteros temblaban y se derrumbaban. Gran parte de los intelectuales perdieron la cabeza, esa intelectualidad magna y humanista que había sido la hija de Pushkin y Herzen, de Tolstói y Chéjov. Había sabido crear valores espirituales elevados, pero con pocas excepciones resultó inútil a la hora de crear una organización de Estado».

Los valores espirituales siempre tuvieron las de perder contra la voluntad fanática de destruir los valores del pasado, ya fueran buenos o malos. Ningún país puede escapar de los fantasmas de su pasado, y Rusia, aún menos. El escritor y crítico Víktor Shklovski comparó a los bolcheviques con aquel aprendiz de diablo que, en un viejo cuento folclórico ruso, se jactaba de saber rejuvenecer a un hombre ya entrado en años. Para devolverle la juventud, el primer paso era prenderle fuego. El aprendiz lo hizo así y luego no encontró la forma de resucitarlo.

Las guerras fratricidas siempre son crueles, porque los frentes no se pueden definir bien, porque se extienden de inmediato a la vida civil y porque engendran sospechas y odios terribles. Los combates librados por toda la masa continental euroasiática fueron increíblemente violentos, en especial en Siberia, donde los atamanes cosacos exhibieron una crueldad inefable. Incluso un político archiconservador como V. V. Shulguín creía que una de las causas principales del fracaso de los Blancos había sido su «colapso moral»: su comportamiento había sido tan nefando como el de sus enemigos bolcheviques. Sin embargo, hubo una diferencia sutil, pero importante. Demasiado a menudo los Blancos representaron los peores ejemplos de la humanidad. Pero en lo que atañe a la inhumanidad implacable, nadie superó a los bolcheviques.

Fusilamiento de prisioneros por el Ejército Rojo (foto: Pinterest)
Índice
Primera parte: 1912-1917
  1. El suicidio de Europa. De 1912 a 1916
  2. La Revolución de Febrero. De enero a marzo de 1917
  3. La caída del águila bicéfala. De febrero a marzo de 1917
  4. De la autocracia al caos. De marzo a abril de 1917
  5. La viuda embarazada. De marzo a mayo de 1917
  6. La ofensiva de Kérenski y los «Días de julio». De junio a julio de 1917
  7. Kornílov. De julio a septiembre de 1917
  8. El golpe de octubre. De septiembre a noviembre de 1917
  9. La Cruzada de los Niños. Rebelión de los yúnker. Octubre y noviembre de 1917
  10. El infanticidio de la democracia. Noviembre y diciembre de 1917
Segunda parte: 1918
  1. Romper el molde. Enero y febrero de 1918 .
  2. Brest-Litovsk. De diciembre de 1917 a marzo de
  3. La Marcha del Hielo del Ejército de Voluntarios. De enero a marzo de 1918
  4. Entran los alemanes. Marzo y abril de 1918
  5. Enemigos en la periferia. Primavera y verano de 1918
  6. Los checos y la rebelión de los social-revolucionarios de izquierdas. De mayo a julio de 1918
  7. Terror Rojo. Verano de 1918
  8. Los combates del Volga y el Ejército Rojo. Verano de 1918
  9. Del Volga a Siberia. Otoño de 1918
  10. La salida de las Potencias Centrales. Otoño e invierno de 1918
  11. El Báltico y el norte de Rusia. Otoño e invierno de 1918
Tercera parte: 1919
  1. Una fatal solución de compromiso. De enero a marzo de 1919
  2. Siberia. De enero a mayo de 1919
  3. El Don y Ucrania. De abril a junio de 1919
  4. Múrmansk y Arcángel. Primavera y verano de 1919
  5. Siberia. De junio a septiembre de 1919
  6. Verano báltico. De mayo a agosto de 1919
  7. La marcha sobre Moscú. De julio a octubre de 1919
  8. La sorpresa báltica. Otoño de 1919
  9. Retirada siberiana. De septiembre a diciembre de 1919
  10. El punto de inflexión. De septiembre a noviembre de 1919
  11. Retirada hacia el sur. Noviembre y diciembre de 1919
Cuarta parte: 1920
  1. La Gran Marcha del Hielo siberiana. De diciembre de 1919 a febrero de 1920
  2. La caída de Odesa. Enero de 1920
  3. El último adiós de la Caballería Blanca. De enero a marzo de 1920
  4. Wrangel toma el mando y los polacos toman Kiev. Primavera y verano de 1920
  5. Polacos por el oeste, Wrangel por el sur. De junio a septiembre de 1920 .
  6. El milagro del Vístula. Agosto y septiembre de 1920
  7. La Riviera del Hades. De septiembre a diciembre de 1920
  8. La muerte de la esperanza. 1920-1921.

Conclusión. El aprendiz de diablo

Prefacio, conclusiones e índice del libro de Antony Beevor Rusia: revolución y guerra civil, 1917-1921 (Barcelona, Crítica, 2022)

Portada: Kliment Voroshilov, Semyon Budyonny, Mikhail Frunze y Nikolai Bujarin con el Primer Ejército de Caballería (Konarmia) en Novomoskovsk, 1921 (foto: Wikimedia Commons).

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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